1El estudio comparado de las dictaduras peninsulares sigue centrado en la discusión acerca de su consideración como regímenes fascistas (Adinolfi 2007; Loff 2008; Pinto y Kallis 2014; Pena 2017; Pinto 2017) o autoritarios-reaccionarios (Jiménez 1996 y 2019a; Torre 2010; Torre y Jiménez 2019). Este estudio sigue esta última línea, aunque haciendo una diferenciación. El franquismo fue en sus inicios un régimen totalitario tendencialmente fascista (Payne 1987; Saz 2004), que evolucionó hacia un autoritarismo burocrático y desarrollista. El salazarismo fue un régimen mucho más complejo. Tanto que permite explorar su significación como régimen autoritario híbrido, transformando el significado dado por la literatura al concepto de régimen híbrido referido a una democracia no plena (Szmolka 2010). La literatura se ha centrado en una segunda línea de estudio: el papel de ambas dictaduras en el sistema internacional y la fuerte interdependencia existente entre ellas (Pardo 2013; Pena 2013; Jiménez 2019b;). Una relación que no hubiera sido posible sin esa lógica aliancista definida desde los años veinte por las elites conservadoras y aún tradicionalistas peninsulares, origen del posiberismo autoritario, definido jurídica y políticamente por el llamado Pacto Ibérico (Torre 2014).
2Se ha profundizado muy poco en el estudio comparado de los liderazgos ejercidos por los dos dictadores. Solo cabe mencionar una muy inicial aproximación de Tusell (1988, 272-305) y la más reciente de Jiménez (2019a, 49-86). Sin embargo, supone un campo fructífero de análisis que permitiría comprender mejor algunas de las razones de su larga permanencia en el poder y el complejo proceso de reconocimiento de autoridad del que ambos dictadores gozaron durante décadas. Aspecto esencial porque, aunque ambas dictaduras fracasaron a la hora de socializar de forma extensa sus cosmovisiones, fueron aceptadas, aunque solo lo fuera de forma pasiva, por sectores considerables de las sociedades ibéricas. Conviene insistir en su fracaso global como regímenes que quisieron adoctrinar ideológicamente a sus respectivas sociedades. No lo consiguieron, como prueba la existencia permanente de fuertes núcleos de oposición a las dictaduras, la necesidad que ambas tuvieron de introducir mecanismos altamente represivos, o la rápida aceptación por las sociedades peninsulares de una cultura política ampliamente favorable a las dinámicas de cambio político que fructificaron en sus respectivos procesos de transición a la democracia.
3En definitiva, se pretende explorar dos hipótesis principales. La primera es definir la percepción de intereses comunes frente a los nuevos desafíos que les planteó el sistema internacional y que la fuerte empatía ideológica existente entre ellas ayudó a establecer. La segunda es que los sistemas autoritarios peninsulares no se mantuvieron solo por las maquinarias represivas que pusieron en marcha, aunque éstas fueron muy importantes, sino por un proceso complejo de construcción de los liderazgos autoritarios y por la aceptación que tuvieron entre los ámbitos conservadores y tradicionalistas, y, esencialmente, por lo menos hasta avanzados los años sesenta, entre todo el universo católico de esas sociedades. Para ello se ha diseñado un esquema que parte del análisis de los inicios de la lógica aliancista como alternativa ideológica conservadora a los postulados iberistas, para continuar con el estudio de las dictaduras desde un doble angulo: su identidad ideológica y sus divergencias formales e institucionales, que en buena parte implican las condiciones estructurales de flexibilidad o rigidez que ambas asumieron durante sus años de existencia. Porque de esa relación, y de las diferencias de liderazgo que ambos dictadores representaron, dependieron sus diferentes respuestas a los desafíos que la modernidad de posguerra les impuso. Con todo, y como se afirma en las páginas finales del trabajo, la decidida apuesta aliancista logró introducir un cambio estructural en las relaciones peninsulares que la democracia acabó por definir de forma definitiva.
4Las dictaduras de Salazar y de Franco constituyeron la solución autoritaria a la descomposición de los sistemas liberales tras el fracaso de las experiencias republicanas de 1931 en España y de 1910 en Portugal. Ambas se articularon como compromiso de convergencia de unas derechas muy heterogéneas, pero que desde finales del siglo XIX habían comenzado a experimentar una creciente tensión ideológica fruto de su común rechazo del pensamiento marxista, de lo que calificaban como liberalismo individualista y de la democracia multipartidista, acusada de propiciar la fragmentación de la nación y atentar contra las bases del orden político (Jiménez 2019b, 30-32). En Portugal, la ausencia de conflicto territorial hizo que las derechas alimentaran un proyecto netamente ideológico y de defensa de su posición social y de clase. En España las derechas asumieron, además de esa tensión ideológica y social, un nacionalismo centralista, que fue ganando en rigidez como reacción a los potentes movimientos nacionalistas periféricos que cuestionaban la unidad nacional española.
5Ya en los años veinte y treinta, las derechas peninsulares habían absorbido una parte del imaginario simbólico y de la retórica modernista de los movimientos fascistas, esencialmente del italiano. Precisamente, el franquismo se caracterizó por la incorporación de una potente tensión fascistizante expresada, sobre todo, en el desarrollo del caudillismo como teoría y práctica política. Esto es, en la creación de un sistema de concentración total del poder en la figura de Franco, y en la irresponsabilidad material y formal de su magistratura. Esta dimensión tan personalista le hizo prestar poca atención a la institucionalización de la dictadura ya que Franco siempre estuvo convencido de que España podía ser gobernada mediante un conjunto básico de instituciones que sirvieran de correa de transmisión de una voluntad de poder basada en un conjunto relativamente limitado de ideas fuerza: antiparlamentarismo, corporativismo, antiliberalismo, catolicismo, visión orgánica de la sociedad, orden y autoridad. Esta extrema personalización del poder fue, entre otros, un rasgo compartido con los regímenes de corte fascista. Sin embargo, salvo en sus inicios, el franquismo no fue un totalitarismo fascista. Tras la Segunda Guerra Mundial el franquismo se remodeló hacia lo que seguramente siempre fue su verdadera esencia: un autoritarismo cesarista de signo reaccionario-conservador y, fundamentalmente, un esencialismo católico.
6El régimen de Salazar fue un modelo de estado corporativo y autoritario basado en una cosmovisión netamente tradicionalista del mundo, ajena por completo al carácter movilizador y modernizador – el hombre nuevo – típico del fascismo. El salazarismo no fue fascista a pesar de crear instrumentos parafascistas. El más importante de ellos fue esa milicia paramilitar llamada Legião Portuguesa, creada en 1936, pero que rápidamente perdió relevancia dentro de la estructura de poder de la dictadura. Igual que pasó con las organizaciones creadas por emulación de los regímenes fascistas con el fin de encuadrar y adoctrinar a la juventud: la Mocidade Portuguesa y la Mocidade Portuguesa Feminina. A pesar de presentarse como una Revolución Nacional en marcha, algo propio del fascismo, Salazar aceptó muchas líneas de continuidad respecto de la experiencia republicana que fagocitó, comenzando por la propia forma republicana y continuando por elementos tan importantes como la separación formal entre la iglesia y el estado. Al igual que sucedió en España, el acendrado catolicismo del régimen portugués fue determinante a la hora de evitar que las tensiones fascistizantes fueran más profundas. De hecho, existe un notable paralelismo entre la evolución que siguió el pensamiento católico en el siglo XX y la configuración y naturaleza de las dos dictaduras. Incluso la radicalización experimentada por la española en sus primeros años guarda relación con esta evolución, dado el papel de legitimación que la iglesia jugó en favor del franquismo al catalogar la guerra civil como cruzada.
7Para Salazar las formas políticas eran inocuas para la fundamentación de una concepción católica de la comunidad política, por lo que no tuvo inconveniente en aceptar la república. No así la democracia, ya que siempre creyó que su base de legitimidad fundada en la voluntad de la mayoría contrariaba los designios de orden jerárquico propios de una sociedad orgánica de base católica. Pero, si el salazarismo fue posibilista en lo que se refiere a las formas políticas, en España ese posibilismo murió en 1936, cuando el grueso del mundo católico convergió en torno a la necesidad percibida de destruir la experiencia republicana. Este fracaso es lo que explica el deslizamiento de las derechas españolas hacia una solución de fuerza mucho más dura e intransigente que la mantenida en Portugal. La percepción del universo católico de que el régimen republicano había sido un verdadero peligro para la implantación social de la iglesia, para su preeminencia moral, para los principios y valores que defendía, para las bases sociales y económicas de las clases dominantes que la sustentaban y para su propia supervivencia física, les empujó a asumir la idea de la guerra civil como cruzada, como defensa de una posición de clase y de estatus social y asociar el catolicismo a lo que consideraron las verdaderas y únicas esencias de la nación española.
8El franquismo como el salazarismo fueron regímenes conformados desde la amalgama de un conjunto heterogéneo de familias políticas, moderadas por la presencia arbitral de sus máximos dirigentes. La lucha en el seno de la coalición conservadora que integraba el franquismo, y sus contradictorias visiones acerca de lo que debía ser la dictadura, explica, entre otras razones, que Franco limitara hasta los años sesenta la configuración institucional del régimen a unas cuantas leyes fundamentales que fueran aceptadas por todas ellas. Esa precariedad institucional permitió a Franco acomodar eficazmente la dictadura a los vaivenes del sistema internacional. Pudo ser un totalitarismo fascista cuando el fascismo pareció erigirse en el movimiento articulador del orden mundial. Fue una dictadura militar que se reivindicaba católica y profundamente anticomunista cuando el mundo asistió al estallido y desarrollo de la Guerra Fría. Y fue un autoritarismo burocratizado y desarrollista cuando los vientos de la historia soplaron en dirección a la integración económica y al desarrollismo. El franquismo pudo transitar por todas esas fases sin apenas transformarse institucionalmente, porque su estructura jurídico-política siempre fue sencilla. Tanto que durante treinta años las únicas referencias jurídicas de ordenación de la vida pública y de limitación del poder fueron el Fuero del Trabajo de 1938, que establecía un sindicalismo vertical y único asentado en la negación del principio de lucha de clases, lo que suponía la prohibición de la huelga, y el Fuero de los Españoles de 1945, un confuso catálogo que recogía ciertas libertades individuales, aunque sometidas a tales restricciones que quedaban anuladas de hecho.
9La Ley Constitutiva de las Cortes de 1942, la Ley de Referéndum Nacional de 1945 y la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947 más que definir un marco institucional acabado y estructurado remarcaban la primacía del poder personalista de Franco y su control absoluto sobre el aparato del estado. Este marco de simplicidad institucional no cambió con las dos últimas leyes fundamentales: la Ley de los Principios del Movimiento Nacional de 1958 y la Ley Orgánica del Estado de 1967. La primera era una mera recopilación de los principios en los que se basaba el régimen. Algunos de carácter doctrinal como la unidad y la independencia de España o la confesionalidad del estado. Otros de carácter orgánico, como establecer a la familia, al municipio y el sindicato como entidades naturales de la vida social. Y otros de carácter más pragmático, como los derechos a la educación, a la seguridad social, al trabajo o a la propiedad privada. No había grandes novedades porque su función era recomponer los equilibrios internos de la dictadura tras el rechazo de Franco a aceptar la propuesta presentada en 1956 por José Luis de Arrese de institucionalizar la dictadura sobre una primacía ideológica y política de Falange. La crisis de gobierno de 1957 supuso la derrota de cualquier pretensión de Falange de jugar un papel político e institucional activo, teniendo que ceder el protagonismo a los sectores desarrollistas del Opus Dei.
10La Ley Orgánica del Estado de 1967 tampoco aportó grandes novedades, a excepción de la separación entre la jefatura del estado y del gobierno. El primero era el representante de la nación, mientras que el segundo era nombrado por un periodo de 5 años por el jefe del estado a partir de una terna presentada por el Consejo del Reino, órgano de asistencia del jefe del estado. Recogía también la figura del heredero de la corona, aunque no se especificaba quién debía ser, y aludía a los derechos de asociación, libertad religiosa y la posibilidad de crear asociaciones políticas. Finalmente, recogía principios como el de legalidad que no convirtieron a la dictadura en un estado de derecho, en modo alguno. Más bien, en una dictadura con derecho. La única ley fundamental que realmente cambió, o mejor dicho, que permitió cambiar la estructura institucional y la naturaleza del régimen fue la Ley para la Reforma Política, aprobada tras la muerte de Franco, base del modelo español de transición “de la ley a la ley”. El Estado Novo fue un régimen definido constitucionalmente desde 1933. La carta magna del Estado Novo era un texto basado en la soberanía de la nación, en la articulación de un sistema de primacía del ejecutivo, pues asumía amplias funciones legislativas, y con una presidencia de la República representativa a la que se atribuía la libre disposición sobre el nombramiento del presiente del Consejo. La constitución tenía un carácter híbrido: creaba un estado de fuertes tendencias autoritarias, pero seguía manteniendo elementos liberales como un cierto reconocimiento de la división de poderes y de los derechos fundamentales, aunque ligados a posteriores desarrollos normativos que acabaron al arbitrio de la dictadura.
11Ninguno de los dos fue una dictadura de partido único, aunque en ambos existiera un único partido. La portuguesa Unión Nacional nunca tuvo la menor pretensión de ocupar el estado. Más bien fue el estado el que instrumentalizó y ocupó el partido. Ni siquiera sirvió como cantera de la que extraer a los dirigentes del régimen, ya que las elites ministeriales y administrativas tuvieron mayoritariamente un perfil técnico, aunque por supuesto que todos ellos provenían del amplio espectro ideológico que sustentaba la dictadura (Cruz 1988). En el caso español, aunque Falange desempeñó coyunturalmente un papel más destacado, fracasó en sus pretensiones iniciales de ser el partido único y ocupar todo el espacio político de la dictadura. Domesticada por Franco a través del decreto de unificación de 1937 (Thomás 2001), el partido fue progresivamente burocratizándose, perdiendo sentido y poder político. De hecho, tras el fracaso del proyecto de institucionalización de 1956, que debía “refalangizar” el régimen, el partido se transformó en el Movimiento, un concepto mucho más laxo que laceraba la idea de Falange como guía de la Revolución Nacional que supuestamente representaba el Nuevo Estado franquista (Gil Pecharromán 2013).
12Tampoco fueron regímenes de movilización política, aunque no renunciaran a ella en momentos puntuales. El salazarismo fue especialmente desmovilizador. Salazar siempre prefirió primar el orden frente a cualquier impulso movilizador. Igual que Franco, que aceptó la despolitización de la sociedad como forma de garantizarse, por lo menos, la aceptación pasiva de millones de ciudadanos. En lo que sí se diferenciaron, aunque con matices, fue en su divergente carácter modernizador. El franquismo fue desde sus orígenes un régimen con pretensiones modernizadoras, asociadas, primero, a una industrialización bajo el amparo de la Alemania nazi, después a una política de desarrollo autárquico, y, ya a finales de los cincuenta, a la inserción de la economía española dentro del capitalismo desarrollado. La introducción del cambio económico estuvo limitada por el hecho de no poner en peligro ni el poder personal de Franco, ni los principios ideológicos que compartían las diferentes fuerzas de la dictadura. Por eso pudo aceptar esos diferentes modelos de desarrollo, incluido el desarrollismo tecnocrático, que si en un principio permitió convertir el bienestar emanado del desempeño de la dictadura en su nuevo factor de legitimación, a largo plazo acabó minando los pilares de apoyo social del régimen al romper los tradicionales factores ideológicos que justificaron su existencia desde 1939. Es lo que se ha llamado la trampa de la modernización: un marco de cambio social, económico y cultural, basado en la expansión de las clases medias, que acabó creando una cultura política favorable a un proceso ordenado de cambio hacia la democracia.
13Portugal experimentó durante la dictadura un cambio estructural profundo al pasar de ser una sociedad campesina y aislada a ser una sociedad de clase media urbana, con preponderancia del sector de servicios y abierta al exterior. El país se transformó, es cierto, pero a un ritmo insuficiente y muy lento. El nivel de vida de los portugueses siguió siendo muy precario, en claro contraste con el desarrollo alcanzado por otros países europeos, incluido – y muy especialmente – España. Los rasgos de homogeneidad de ambas dictaduras fueron notables. Pero más lo fueron sus diferencias. Tres fundamentales: la divergencia en cuanto al pluralismo limitado basado en la celebración de elecciones y la aceptación condicionada de la oposición; la diferente significación de instituciones básicas como las fuerzas armadas; y la distinta concepción imperial. El franquismo nunca aceptó el concepto de pluralismo ni de libertad política. El salazarismo sí, aunque de forma extremadamente condicionada. La existencia de elecciones tanto a la Asamblea Nacional como a la Presidencia de la República permite definir el Estado Novo como un autoritarismo competitivo (Levitski y Wai 2002) aunque, en realidad, muy limitado.
14De hecho, las elecciones fueron fraudulentas, y siempre funcionó un sistema de voto censitario que hizo que el porcentaje de población con derecho de sufragio activo fuera muy reducido: solo el 18%, ya que estaban excluidos los emigrantes y quienes carecían de estudios. En cuanto al derecho de sufragio pasivo, tras los cambios introducidos en 1945, la oposición gozó de cierta libertad para defender sus candidaturas durante el periodo acotado para las campañas electorales, pero salvo en las presidenciales de 1958, nunca acabaron concurriendo, dadas las dificultades que la dictadura les imponía. Acabadas las elecciones, el pluralismo político quedaba en hibernación hasta el siguiente periodo electoral. Con Marcelo Caetano el sistema se hizo más flexible, admitiendo la participación de candidatos independientes, que pasaron a constituir el ala liberal bajo el liderazgo de Sá Carneiro. Pero la descomposición del caetanismo llevó a una situación de bloqueo de las tendencias aperturistas, por lo que en 1973 volvió a no haber ningún candidato real de la oposición.
15La idea de unidad nacional fue decisiva en el imaginario ideológico del franquismo. Tanto que acabó alimentando un nacionalismo español calificado desde esos momentos como autoritario y centralista. Ese nacionalismo se vistió de dimensión imperial, aunque el concepto de imperio nunca pasó del sueño retórico de la “Madre Patria” en el caso del concepto de Hispanidad (Sepúlveda 2005) y de un colonialismo paternalista y condescendiente en el caso de las limitadas posesiones africanas. Por eso el franquismo pudo encarar fácilmente las reivindicaciones descolonizadoras, a pesar de ciertos conatos de resistencia como la pequeña guerra librada en el Rif en 1956 o la rotunda negativa a descolonizar el Sahara occidental por razones económicas y geoestratégicas más que por una oposición real a la descolonización. La autonomía de Guinea siempre fue definida por el franquismo como la culminación de la labor de civilización emprendida por España, igual que siempre asumieron que una de las misiones de España era preparar a Marruecos para su independencia. De hecho, este carácter paternalista se superpuso a la inicial inclinación a asumir la retórica de la provincialización de las posesiones coloniales (Pardo 2008; Jiménez 2019c).
16Para el Estado Novo el imperio era un imperativo categórico intrínsecamente unido a su concepto de nación. El acto colonial de 1930, incorporado luego a la constitución de 1933, dejaba absolutamente clara esta idea de estado-imperio al considerar propio de la esencia orgánica de la nación portuguesa desempeñar la función histórica de poseer y colonizar dominios ultramarinos y de civilizar las poblaciones indígenas que en ellos estuvieran comprendidas. El imperio era un desiderátum ampliamente socializado, aceptado durante décadas por todas las opciones políticas, incluidas las diferentes oposiciones. De ahí la radical negativa de Salazar a aceptar reivindicaciones descolonizadoras, lo que le llevó a afrontar una guerra en varios frentes que se prolongó durante trece años. Hipólito de la Torre relata como en el transcurso de una entrevista entre Salazar y D. Juan, éste le comentó al dictador si de verdad creía que la política de resistencia colonial iba a ser efectiva. La respuesta fue tajante: “funcione o no funcione, es mi obligación” (Torre, Jiménez Redondo y Campuzano 2014, 20).
17Si algo diferenció a ambas dictaduras fue el papel que jugaron en ellas las fuerzas armadas (Olivas 2014). En ambos casos fueron su principal soporte de fuerza, pero mientras que en España constituyeron un pilar inamovible de apoyo al régimen, en Portugal ese apoyo fue mucho más precario e inestable. Claro que hubo militares contrarios a Franco, pero fueron casos aislados. Solamente en los años setenta se configuraron colectivos militares díscolos que comenzaron a abogar por una transición a la democracia sin oposición de las fuerzas armadas. En Portugal los militares siempre fueron un problema para Salazar, incluso después de la reforma de 1937 cuyo objetivo esencial fue asegurar el control civil de las fuerzas armadas y su fidelidad al régimen. Nunca lo consiguió plenamente, y en todas las intentonas golpistas siempre aparecieron implicados relevantes sectores militares. De hecho, siempre fueron militares los que acabaron representando a la oposición en las convocatorias de elecciones presidenciales, aunque solo uno de ellos acabó presentándose a las mismas, en 1958.
18El general Delgado fue un vendaval populista que logró altas dosis de movilización de una sociedad adormecida por la dictadura, pero que alimentaba ya claros deseos de cambio. El bastardeo de las elecciones impide conocer con exactitud el alcance de este cansancio social, pero la sucesión de hechos que desembocaron en el “año horrible” de Salazar de 1961, que incluyó un intento de golpe de estado en abril, el audaz asalto al trasatlántico Santa María por parte de un nuevo grupo de oposición de dimensión peninsular, la pérdida de la India portuguesa y el inicio de las guerras africanas, indican tanto la precariedad momentánea de la dictadura como la capacidad de resiliencia demostrada por el viejo dictador. Aunque este proceso de adaptación y de supervivencia se hizo contra la evidencia de esa modernidad que estaba transformando los pilares políticos, ideológicos y axiológicos del siglo XX (Torre 2016, 145) y que Salazar intentó sortear con una llamada a la unidad nacional en defensa de la “herencia sagrada” del imperio. Su dogmatismo intransigente triunfó. Al punto de que solamente un accidente vascular ocurrido en 1968 le apartó del poder.
19El franquismo y el salazarismo fueron construidos desde una visión del mundo que comenzó a declinar tras el fin de la Segunda Guerra, y a desaparecer a partir de la década de los sesenta. La recuperación económica, la política de hegemonía consensuada de Estados Unidos y los inicios del proceso de integración europea acabaron transformando ese mundo tradicional, polarizado y polarizante, sobre el que los dos dictadores habían construido sus respectivos regímenes. Esta inadecuación entre lo que representaban las dictaduras, entre sus específicos universos ideológicos y la dinámica de cambio típica del mundo de la posguerra no impidió que ambos dictadores fueran capaces de desarrollar estrategias parcialmente exitosas de adaptación a esos nuevos desafíos de la modernidad. El primero de ellos fue de carácter ideológico y geoestratégico: pasar del mimetismo fascistizante de los años treinta, solidificado durante la guerra civil española, a la adaptación a un nuevo marco político de preeminencia de la democracia liberal, aunque interferido por la creciente amenaza del comunismo soviético. Ambos regímenes experimentaron tensiones fascistizantes evidentes. La ayuda italiana y alemana a Franco durante la guerra civil había hecho bascular a España hacia el Eje, por lo que cuando estalló la guerra mundial, la posibilidad de que España se uniera a él era más que evidente. La escasa proclividad de Hitler a conceder a Franco importantes contrapartidas territoriales y económicas, y las limitadísimas posibilidades de una España devastada para convertirse en beligerante activo, acabaron asentando la apuesta inicial por la neutralidad (Togores 2020).
20La neutralización del espacio ibérico fue siempre la estrategia de Salazar. Una neutralidad proaliada. Porque a pesar de la idea de geometría variable que le llevó a ciertas inclinaciones proalemanas, Salazar siempre fue, y así fue percibido en todo momento por los beligerantes, un estado neutral estructuralmente vinculado a Gran Bretaña. Po eso, al acabar el conflicto, no dejó de ser considerado un aliado que debía insertarse en el sistema de poder occidental ya liderado por Estados Unidos. Liderazgo no muy querido ideológicamente por Salzar, pero finalmente aceptado en una rara demostración de pragmatismo resignado. La ayuda portuguesa a Franco durante la guerra civil había “enganchado” a ambos dictadores, que siempre fueron conscientes de que sus dictaduras habían tejido una alta vulnerabilidad mutua. Cuando en la Conferencia de Potsdam se abrió la vía de una condena internacional del franquismo, Salazar se convirtió en su verdadero embajador, pues era consciente de que su dictadura dependía de la estabilidad de España. Para Salazar, esta estabilidad significaba dos cosas: no aceptar que la presión internacional supusiera la vuelta del régimen republicano y la defensa de la permanencia de Franco en el poder, salvo que se pudiera asegurar un proceso de transición hacia una monarquía conservadora avalada por el Ejército. Como era impensable que Franco abandonara voluntariamente el poder, Salazar siempre consideró que la única alternativa real era la permanencia del caudillo el el poder.
21Para el dictador portugués, Franco era el único que podía asegurar una España anticomunista y en orden, algo imprescindible para la seguridad del propio Portugal una vez asumido el concepto de la Península como unidad estratégica indivisible (Jiménez 2019b, 55-58). Por tanto, no era solo una razón ideológica, sino esencialmente geoestratégica y de seguridad: Portugal solo vería garantizada su seguridad frente a la amenaza soviética con una España anticomunista firmemente unida al sistema de defensa occidental. El segundo desafío esencial que tuvieron que afrontar fue el nuevo modelo de desarrollo que se impuso desde los años cincuenta, de base multilateral y cooperativa, de naturaleza funcionalista, orientación keynesiana y tendencia tecnocrática, que en Europa triunfó con la creación de las Comunidades Europeas. Este nuevo modelo contrariaba en su esencia los proyectos semiautárquicos que ambas dictaduras habían puesto en marcha en los años treinta y cuarenta, por lo que su adaptación a estas nuevas directrices suponía aceptar el fracaso de esas apuestas iniciales y la necesidad de afrontar amplios procesos de desregulación económica y de desestatalización de las dos economías peninsulares.
22Ambas dictaduras asumieron una posición muy parecida frente a la integración europea: el rechazo de cualquier veleidad federalista y la apuesta por una integración meramente económica. Evidentemente las posiciones de partida para afrontar este desafío fueron muy diferentes, ya que España nunca pudo plantearse seriamente su incorporación a ninguna de las organizaciones del proceso, mientras que el salazarismo sí pudo hacerlo siendo miembro fundador de la EFTA, esa área de libre comercio liderada por el Reino Unido que partía de la idea de un gran espacio económico respetuoso con la soberanía nacional de los estados. A pesar de esta posición ventajosa, el salazarismo fue mucho menos eficiente a la hora de adentrase en un modelo de desarrollismo exitoso, porque siempre se vio lastrado por el miedo a los efectos trasformadores de una modernización demasiado acelerada. En cambio, el franquismo fue mucho más lejos en su apuesta modernizadora, consiguiendo un éxito rotundo con un modelo de desarrollo que seguía presentando grandes ineficiencias y rigideces pero que, en términos generales, permitió la incorporación dinámica de la economía española al tronco común del capitalismo desarrollado. El desarrollismo español transformó radicalmente la sociedad y la economía españolas. Las modernizó definitivamente y permitió establecer anclajes de estabilidad lo suficientemente sólidos como para afrontar un cambio de cultura y valores políticos claramente abiertos a una transición a la democracia ordenada y consensuada.
23Finalmente, señalar el desafío que supuso para las dos dictaduras el proceso de descolonización, nuevamente afrontado por la España de Franco de forma más pragmática y ajustada a las demandas del sistema internacional. Bien es cierto que ambos partieron de la ficción de la provincialización y que en ambos latía una profunda mentalidad colonialista, compartida también por todo ese universo axiológico tradicionalista-conservador occidental. Pero la española fue mucho más realista, al basarse en un paternalismo útil a la hora de justificar la descolonización como el punto de llegada exitoso de esa misión de civilización que España habría llevado a cabo para preparar a sus colonias para la independencia. Salazar decidió concebir el mantenimiento del imperio como un imperativo moral de su régimen y de su concepto de lo que debía ser un patriota portugués. Aunque para ello tuviera que desafiar los principios axiológicos de un sistema internacional que había asumido el derecho a la autodeterminación de los pueblos y la inconsistencia de cualquier argumento colonial como dos de sus grandes principios estructurantes (Bartelson 2015; Cueto 2020). Solo pudo sortear su aislamiento gracias a una eficiente gestión diplomática que supo aprovechar en su beneficio las contradicciones y reflujos ideológicos que experimentaron varios países en los años sesenta. La progresiva relajación de la presión ejercida por Estados Unidos tras el fin de la Administración Kennedy, el apoyo que Lisboa encontró en el gobierno racista de Rhodesia y, especialmente, la vinculación con los gobiernos de Francia y la República Federal de Alemania, permitieron al país encontrar sólidos apoyos con los que mantener el esfuerzo militar en las colonias.
24El concepto de liderazgo autoritario es complejo, pues pone en relación la dimensión de poder, es decir, el control ejercido sobre las instituciones del estado, con la de autoridad. Concepto, este último, que enlaza con el de carisma. Ambos dictadores no basaron su poder solo en el dominio del estado y en las prácticas represivas que pusieron en marcha, sino que contaron con el apoyo de amplias partes de sus sociedades o, al menos, con la aquiescencia resignada de buena parte de sus ciudadanos. El carisma autoritario no suele depender de ninguna característica innata del líder, sino que se construye socialmente. La legitimación de Salazar provino del consenso relativo que obtuvo el golpe militar de 1926 entre un amplio espectro político, desde el republicanismo liberal, si exceptuamos el ala izquierda del Partido Democrático, hasta la extrema derecha fascistizada. A ello se unió un reconocimiento de autoridad técnica derivado de la resolución del principal problema del país: la bancarrota financiera. Tras años de sentir el descrédito de los partidos políticos, una parte amplia de la sociedad lusa depositó su confianza en un líder que fue considerado especialmente preparado para gobernar, pues su actuación política les estaba convenciendo de que era eficaz. El problema es que esa indudable preparación intelectual dio lugar a una fuerte arrogancia moral que le hizo especialmente inflexible a la hora de abordar situaciones de cambio.
25El carisma de Franco se construyó sobre la base de su condición de vencedor en la guerra civil, y como tal, de constructor y caudillo político-militar de esa “nueva España” victoriosa que se oponía a esa “vieja España” vencida representada por la Segunda República. El retrato de Franco como militar victorioso facilitó el proceso de culto a la personalidad que adoptó la propaganda del régimen, sobre todo, durante sus primeros diez años de existencia, ya que ni su aspecto físico, ni su capacidad oratoria, ni su habilidad gestual eran muy adecuadas para exaltar a grandes masas tal y como hacían el histriónico Mussolini en Italia o el colérico Hitler en Alemania. Las propagandas autoritarias crearon imágenes específicas de ensalzamiento personal y exaltación de virtudes casi místicas que legitimaran la condición de los dos dictadores como los grandes conductores de sus respectivas naciones: en un caso, la marcialidad del jefe militar transmutado en gran caudillo político; en el otro, la figura del profesor sabio capaz de dirigir de forma prudente, acertada, austera e insobornable al país. Pero no conviene olvidar que este proceso de construcción del carisma no hubiera sido posible sin la concentración real de poder que ambos tuvieron en sus manos.
26El sistema político del Estado Novo fue una auténtica dictadura del presidente del Consejo de Ministros, que asumía todas las funciones ejecutivas, dependiendo de él la totalidad de decisiones políticas. Poder acrecentado por su peculiar forma de llevar a cabo la práctica de gobierno. Salazar no sólo ocupó la presidencia del Consejo de Ministros, sino que acaparó, en un momento u otro, carteras fundamentales del gabinete. En su calidad de jefe del ejecutivo escogía libremente a los ministros, secretarios y subsecretarios de estado, que luego eran nombrados oficialmente por el presidente de la República. El gobierno nombraba también a los gobernadores civiles y a los presidentes de los ayuntamientos. Salazar presidía el Consejo Corporativo, órgano que elegía a los procuradores de la Cámara Corporativa y en su calidad de presidente vitalicio de la Comisión Central de la Unión Nacional, su opinión era decisiva para el nombramiento de candidatos a la Asamblea Nacional y para los órganos de las administraciones locales. Por si no fuera suficiente, la reforma constitucional de 1958 le permitió acrecentar legalmente su capacidad de intervención directa, al alterar la forma de elección del presidente de la República. Desde esa fecha, el jefe del estado pasó a ser elegido por un colegio restringido sobre candidatos propuestos únicamente por la Unión Nacional. Es decir, controlados por Salazar. Todo lo que era políticamente relevante en el régimen dependía en términos institucionales de Salazar, ya fuera por fuerza de la constitución o por la práctica real del funcionamiento del sistema (Sousa 1989).
27Franco concentraba el poder político-administrativo, el poder militar y el poder político-ideológico teniendo, además, la facultad de adoptar medidas excepcionales cuando la seguridad exterior, la independencia de la nación, la integridad del territorio o el sistema institucional del Reino estuvieran amenazados de forma grave. Solo en 1973 delegó la presidencia del gobierno en su verdadero alter ego, Carrero Blanco para ese cargo, aunque desde 1953 fue perceptible una cierta proclividad del dictador a dejar los asuntos cotidianos de gobierno en manos de sus ministros. Así se reflejó en la propaganda, que comenzó a construir una nueva imagen de contenido menos marcial y más centrada en la naturaleza paternalista propia de un dictador complaciente. Era el tiempo de un nuevo mensaje: Franco como gran artífice de los largos años de paz y prosperidad de España. Tanto Franco como Salazar asumieron como sustrato de legitimación la afirmación de crisis de civilización. En ambos regímenes se cultivó la idea de que el verdadero Portugal y la verdadera España, representados como sociedades tradicionales y de orden, amoldadas moralmente por su sustancialidad católica, estaban en peligro por el avance del materialismo e individualismo capitalistas y, muy especialmente, por lo que consideraban el colectivismo desintegrador del comunismo.
28Franco y Salazar quisieron legitimar sus dictaduras presentándose como los verdaderos diques de contención de esos riesgos de disolución del Portugal y la España “eternos” frente al avance de la modernidad. En otras palabras, como cabezas de esa civilización tradicional de base cristiana que, a su juicio, estaba en riesgo de disolución por los efectos de una modernidad abrasiva. De ahí su común vuelta a un tradicionalismo extremo, especialmente en los ámbitos culturales, morales y de las costumbres. Franco y Salazar eran, para sus respectivos propagandistas, la solución a esa modernidad disolvente. Eran los grandes paladines sacrificados y abnegados que luchaban por preservar las verdaderas esencias de la civilización cristiana. Por eso, ellos representaban a los verdaderos patriotas, mientras que sus oponentes no eran solo disidentes u opositores políticos o ideológicos, sino auténticos antipatriotas. Eran la antinación, la anticivilización, por lo que su represión, e incluso su eliminación, era un acto moralmente justificable. En definitiva, el proceso de construcción simbólica del liderazgo autoritario en ambos países permitió personificar en Franco y Salazar esa relación de principios y valores que aunaban al conjunto de las derechas peninsulares. Incluso muchos ciudadanos de los dos países, indefinidos políticamente, coincidían, grosso modo, con esa cosmovisión conservadora que a sus ojos encarnaban ambos dictadores, a quienes terminaron considerando un mal menor frente a otras posibles alternativas cuya imposición podía ser especialmente conflictiva. España representa mejor que Portugal esta idea, pues el recuerdo de la guerra civil y la renuncia a repetir esa experiencia siempre actuó como un paralizante social a forzar un cambio de régimen que pudiera generar una situación potencial de conflicto civil.
29El catolicismo, el anticomunismo, la idea de democracia orgánica o corporativa como vías de representación del cuerpo nacional, la idea de rígida unidad nacional – en el caso español – y de integridad nacional e imperial – en el caso portugués –, la construcción de un universo cultural conservador y aun tradicionalista, no eran simples eslóganes de las dictaduras utilizados para asegurar su supervivencia, sino que conformaban principios básicos de esa cosmovisión conservadora y religiosa que amoldaba ideológicamente a buena parte de las sociedades portuguesa y española. Franco y Salazar encarnaron los valores esenciales de ese mundo conservador, tradicional y reaccionario que se había sentido menospreciado en los años anteriores a los dos golpes de estado. Una personificación que la propaganda convirtió en una elección providencial de dos hombres encargados de cumplir una “misión divina” como era regenerar la patria encogida durante los años de liberalismo, seriamente amenazada por lo que siempre definieron como peligro de subversión del comunismo internacional. Pero conviene no olvidar que este proceso de construcción de los liderazgos autoritarios escondía, en los dos casos, una dimensión material indudable, pues el carácter en cierta manera popular de las dictaduras no puede esconder que existió un fuerte dominio de las elites económicas y sociales tradicionales que prestaron su aquiescencia a los dos regímenes autoritarios, ya que los consideraron salvaguardias necesarias para mantener sus posiciones de primacía social, económica, política y cultural.
30La Segunda República española fue recibida en el Portugal de la dictadura con indudable temor, por su carácter iberista y, sobre todo, por su potencial de contagio revolucionario y por su capacidad para alentar a la oposición antisalazarista (Pena 2017; Torre 2017). La sublevación militar de julio de 1936 permitió a Salazar adoptar una posición ofensiva definitiva, consciente y autónoma, con la que eliminar esa amenaza percibida, por medio del apoyo a los militares sublevados. Durante los años de la guerra civil, la frontera se pobló de militares, fuerzas paramilitares y miembros de la policía política que comenzaron a tejer un sistema no reglado de coordinación con las nuevas autoridades españolas, que fue solidificándose a medida que las tropas franquistas avanzaban hacia la victoria final. Tras la guerra, la situación cambió porque fue el franquismo el que intentó obtener de la dictadura lusa apoyo para doblegar la posición de los exiliados monárquicos que habían llegado a Portugal tras el traslado del pretendiente Juan de Borbón a Estoril. Pero Salazar nunca atendió las reclamaciones españolas de desarticular esos círculos monárquicos, aunque aceptara imponer ciertas limitaciones de residencia a algunos de sus más destacados integrantes. En las décadas de los cuarenta y los cincuenta, el verdadero problema de las dos dictaduras fue el de su seguridad externa en un orden internacional inestable y amenazante. La Guerra Fría asentó una unidad de visión estratégica esencial que rompió la tradicional consideración de España como enemigo, típica del nacionalismo portugués.
31La seguridad externa definió un nuevo y definitivo concepto de relaciones peninsulares basado en la confianza mutua y en la percepción de intereses comunes, lo que alimentó una estrecha relación entre ambos regímenes. Desde esta idea defensiva común las dictaduras abordaron una renovada estrategia de lucha contra sus respectivas oposiciones, especialmente cuando una parte de ellas adoptó una dimensión peninsular bajo el impulso del general Delgado y su política de aproximación al gobierno republicano en el exilio (Sánchez Cervelló 2010) y de la aparición de nuevos grupos partidarios de la acción directa contra las dictaduras como fue el caso del DRIL. Esta nueva oposición permitió, sin embargo, a ambas dictaduras utilizar como argumento defensivo la existencia de una ofensiva internacional contra ellas liderada por Moscú. Este argumento de la conjura masónica – tópico especialmente querido por el franquismo – y comunista fue un recurso retórico para afrontar la situación de crisis radical que sufrieron ambas dictaduras en el periodo 1957-1962. España lo abandonó rápido porque su respuesta a la crisis estructural de cambio de modelo de desarrollo fue exitosa, por lo que el sistema internacional comenzó a ser visto como un espacio de inserción y no de inseguridad. En Portugal, por el contrario, se convirtió en un recurso recurrente, ya que, aunque Salazar logró restablecer a partir de 1962 los equilibrios básicos de la dictadura, las guerras coloniales generaron una situación de crisis estructural y de concentración de la política exterior en un marco de percepción del sistema internacional como un riesgo básico para la integridad de lo que el salazarismo siempre consideró el verdadero y único Portugal: el Portugal imperial.
32La colaboración frente al enemigo exterior, el comunismo – que también situaban como estímulo de los enemigos internos –, no era más que una de las facetas de las maquinarias represivas que habían tejido ambas dictaduras como mecanismos explícitos de control social. Pero estos no eran nada nuevo ni en la política portuguesa ni en la española, pues en varias fases de sus historias recientes habían existido la censura, la depuración de personal civil y militar o se había desarrollado una alta violencia política y estatal. Lo característico de las dictaduras de Franco y Salazar fue que todo ese marco represivo fue consustancial a sus respectivos proyectos de construcción de los estados autoritarios. Con todo, ambos fueron proyectos relativamente fallidos de adoctrinamiento de la sociedad a través de diversos mecanismos coercitivos tanto directos como indirectos. Entre los primeros cabe destacar la censura, la represión policial o la identificación de la legalidad con la lealtad política, lo que rompía la esencia del principio de relación objetiva e igual de los ciudadanos con el estado. Entre los segundos sobresalieron un conjunto de instituciones sociales fundamentales vinculadas al proyecto autoritario como referentes ideológicos y de creación de una cosmovisión justificadora del poder dictatorial.
33Salazarismo y franquismo coincidieron en un concepto de comunidad nacional como un todo homogéneo que debía ser dirigido sin admitir lo que para ellos eran peligrosos pluralismos disgregadores. De ahí la justificación de la represión. Pero ni uno ni otro siguieron el esquema de aniquilación masiva propio de ciertos regímenes totalitarios. En términos globales, adoptaron un modelo de represión controlado y selectivo, aunque también sistemático y constante. El español fue especialmente duro e intenso durante y en los años posteriores a la guerra civil, pudiéndose hablar, en esos momentos, de un proceso de verdadera aniquilación masiva de los vencidos en la guerra. La represión franquista tuvo un componente básico de profilaxis política y extirpación de todo aquello que recordara al régimen republicano, lo que extendió durante largos años la antítesis entre vencedores y vencidos. A partir de los años cincuenta, la progresiva burocratización de la dictadura redujo unas tendencias represivas que volvieron a recobrar protagonismo en sus momentos finales, aunque ya de forma muy diferente a lo ocurrido con anterioridad. La represión se combinó con una rígida censura que impide hablar, por lo menos hasta 1966, de la existencia de una verdadera opinión pública en España, pues sólo la iglesia católica quedó al margen de ese sistema de censura.
34Lo mismo sucedió en Portugal, lo que hizo que los medios de comunicación no fueran en ninguno de los dos países más que instrumentos de exaltación y legitimación social de las dictaduras. Además, en ambos regímenes funcionó un sistema de depuración de la administración civil y militar del estado que no sólo les permitió seleccionar a sus propios cuadros, sino también eliminar de la función pública a cualquier elemento considerado hostil o, simplemente, poco afecto ideológicamente. El régimen de Franco no creó un cuerpo específico de policía encargado de la represión. La asumieron, básicamente, los militares y, dentro de las fuerzas de seguridad, la brigada político-social de la Dirección General de Seguridad, un cuerpo brutal en muchas ocasiones que mató a varios detenidos en dependencias policiales. Pero lo más significativo fue, como se ha señalado, la militarización de la represión. Hasta 1963 la jurisdicción militar fue la encargada de aplicar las leyes represivas bajo la fórmula del juicio sumarísimo, lo que en la práctica anulaba la capacidad de defensa de los acusados. En ese momento se creó el Tribunal de Orden Público (TOP), aunque se mantuvo la jurisdicción militar para determinados delitos, lo que supuso la condena de unos trescientos civiles al año entre 1963 y 1968.
35El salazarismo si recurrió a un cuerpo específico de policía para ejercer las funciones de represión e información. La Policía de Vigilancia y Defensa del Estado se creó en 1933 reproduciendo el modelo de la Gestapo alemana, que fue la encargada junto a la OVRA italiana de su formación. Los nuevos aires de la posguerra obligaron a cambiar su denominación por la de Policía Internacional y de Defensa del Estado (PIDE) que quedaría ya para siempre en el negro rincón del imaginario colectivo de los portugueses, a pesar de un último cambio de denominación – Dirección General de Seguridad –, en tiempos de Marcelo Caetano. La PIDE se configuró como un estado dentro del estado. Un estado policial (Cruz 1988, 77) caracterizado por un funcionamiento en red basado en la existencia de un número amplio de informadores anónimos a sueldo, lo que convirtió al país en una estructura cotidiana de temor a la delación y de sospecha de poder ser vigilado en cualquier momento y por cualquier persona. El terror a una persecución aleatoria y arbitraria se alimentó por la capacidad legal otorgada a la PIDE para retener a una persona durante un año sin necesidad de prueba en su contra, sin supervisión judicial alguna y sin que tuviera siquiera que formular acusación formal durante todo ese tiempo. La inseguridad jurídica era tan absoluta como su capacidad de actuación arbitraria. Las confesiones arrancadas por cualquier procedimiento se convertían en pruebas de acusación ya que no existía procedimiento contradictorio, y los tribunales aceptaban lo que mantenía la PIDE al aplicarle presunción de veracidad. De esta forma, los tribunales sólo servían para dar coartada jurídica a una institución que escapaba de cualquier sujeción a la ley (Pimentel 2007).
36Desde mediados de los años cincuenta el sistema represivo de la PIDE se endureció notablemente. En primer lugar, se creó un cuerpo de policía política en las colonias con enorme poder, ya que se les concedió funciones judiciales directas y efectivas, y se desvinculó a la PIDE respecto de cualquier relación funcional con la Fiscalía del Estado. En segundo término, el tiempo de prisión preventiva pasó de 180 a 360 días. En tercer lugar, se ampliaron las posibilidades de prórroga en la aplicación de las medidas de seguridad, que pasaron a poder imponerse por periodos indeterminados de seis meses a tres años, prorrogables por tres periodos sucesivos de tres años, y que podían ser aplicadas incluso a presos absueltos. Por último, la PIDE inició un proceso de internacionalización que le llevó a entrar en contacto con otras policías y servicios secretos internacionales (Pimentel 2010). La atmósfera de impunidad que rodeó a la policía política fue tan intensa que no tuvo reparos en organizar en 1965 el asesinato del que había sido candidato de la oposición a la presidencia de la República, el general Humberto Delgado. La concepción y la práctica de la PIDE fueron, junto a la existencia de campos de concentración como el de Tarrafal, los factores más característicamente totalitarios del régimen portugués y los que marcaron más duraderamente la mentalidad colectiva de sus ciudadanos.
37El franquismo y el salazarismo fueron regímenes autoritarios de carácter reaccionario-conservador, incluso tradicionalista si se quiere, que edificaron una respuesta de largo plazo a la crisis del sistema liberal clásico que las dos experiencias republicanas no habían podido solucionar. Incluso asumiendo el marco de separación entre la iglesia y el estado vigente en Portugal, ambos regímenes fueron sendos esencialismos católicos. Por eso sus diferentes caracterizaciones a lo largo de los muchos años de su existencia concuerda con la evolución general del pensamiento católico. Incluso cuando desaparecieron, lo hicieron cuando el catolicismo político había abrazado el principio de libertad religiosa y de aconfesionalidad del estado, y cuando había asumido el principio de autodeterminación de los pueblos como un factor estructurante del derecho internacional.
38Las dictaduras peninsulares no fueron regímenes fascistas. Ni siquiera fascismos residuales o periféricos, por mucho que los años en los que coincidieron con ese nuevo viento de la historia pudieran influir en ellos. Fueron dictaduras fuertemente personalistas donde el carisma del liderazgo de Salazar y Franco determinó su naturaleza y evolución. Y determinaron el principio de un proceso estructural de cambio de las relaciones entre España y Portugal. Porque, aunque el iberismo no desapareció del todo, ambos regímenes afrontaron su existencia desde el convencimiento de su mutua vulnerabilidad. Y la afrontaron introduciendo unos factores de confianza recíproca que lograron transformar la esencia de esas relaciones tradicionalmente conflictivas. El factor externo es esencial para comprender el paso de una lógica aliancista pensada en términos ideológicos a la definición de intereses comunes de tipo político. Tras superar la etapa de la Segunda Guerra Mundial, los retos del sistema internacional tendieron a favorecer los factores de convergencia entre ambas dictaduras, algo que la identidad ideológica aceleró y profundizó. La diferente respuesta a las demandas descolonizadoras enfrío esa entente autoritaria, pero en modo alguno acabó con ella. Los factores estructurales de interdependencia eran ya tan acusados que ambos regímenes consiguieron dar una respuesta aceptable para que esa política de primacía ibérica que ambos adoptaron desde los años treinta no desapareciera.
39Esa interdependencia estructural tuvo como ámbito esencial el principio de seguridad mutua. Esto es, ambas dictaduras – y ambos dictadores – fueron conscientes de que sus regímenes eran mutuamente dependientes y siempre actuaron conforme a esta regla explícita. Por supuesto que no todas las elites de poder en ambos países pensaban igual, como demuestra la clara significación antiespañola del ministro Franco Nogueira. Pero incluso una influencia tan nociva como la de este ministro no acabó con esa lógica aliancista que las dictaduras convirtieron en una línea política sólida y permanente. Se puede concluir que ambas dictaduras fueron suficientemente resilientes como para conseguir responder de forma mínimamente eficaz a los nuevos desafíos que les planteó un sistema internacional en evolución acelerada. Y lo hicieron sin necesidad de acometer grandes transformaciones institucionales y resistiendo hasta el final las presiones democratizadoras. Salazar planteó incluso su propio desafío al desafío del sistema apostando por la guerra como alternativa a la descolonización. A corto plazo tuvo éxito. A medio y largo plazo fue una losa que acabó hundiendo la dictadura.