- 1 Para más información, véase Fabre y Rurale (2017) y Jiménez (2014, 159-196).
1Desde sus inicios a mediados del siglo XVI, la Compañía de Jesús se destacó en diferentes ámbitos de la cultura gracias a la gran formación que tuvieron sus integrantes. La suma de sus individualidades y la fama que adquirieron les permitió contrarrestar las críticas y ataques recibidos. Sus conocimientos en lenguas clásicas (latín, griego, hebreo) y en la Teología Escolástica les permitieron ser la punta de lanza del catolicismo en las disputas teológicas con los protestantes para contrarrestar argumentos heréticos o censurar obras de dudosa ortodoxia. Los ignacianos también sobresalieron en ámbitos como la astronomía, las matemáticas, el Derecho, la Historia y el pensamiento político. Ello, aparte del impulso didáctico que le asignaban a sus labores, que no solo se materializó en la fundación de colegios. La gran mayoría de sus obras se rodeó de un halo pedagógico dirigido a conseguir que los individuos se formaran en la ortodoxia trentina, no solo en lo relativo al dogma, sino también en sus comportamientos cotidianos. Para comprender mejor estas obras, debemos atender al contexto jesuita y las transformaciones vividas tras la elección de Acquaviva en los planos organizativo, espiritual y político, entre otras.1 Durante ese generalato continuaron las acusaciones como judaizantes, que motivaron la aceptación del estatuto de limpieza (1593). También culminó el proceso de reforma educativa de las décadas anteriores con la impresión de la Ratio Studiorum (1599). Con la llegada en 1573 del primer general no español (Mercuriano), estalló la crisis “memorialista” y comenzaron a cambiar las relaciones con la Corona, que efectuó una visita de las provincias jesuitas hispanas (1588-1589). En ese contexto de cambio se sitúan las obras analizadas.
2En este artículo analizaremos cuál fue el aporte de los jesuitas hispanos a la teoría política del Siglo de Oro en el tránsito del siglo XVI al XVII. Soy consciente de que es un tema que se ha tratado con anterioridad y que incluso ha sido objeto de alguna monografía (Höpfl 2004). Sin embargo, el enfoque del trabajo aporta la novedad de que el análisis no solo se centra en aquellos autores y tratados que son considerados puramente como teóricos políticos. También se atiende a los planteamientos y argumentaciones políticas que aparecieron en otro tipo de obras y que, por ser de índole moral y oeconómica, no han sido incluidas en los análisis del pensamiento jesuita altomoderno. En este sentido, el texto se estructura en cuatro apartados: en el primero presentamos cuáles son esas obras de moral que añadimos al análisis político, destacando los Libros de los estados y la mezcla de modernidad y tradición que hay en ellos; en segundo lugar, se ponen en común las diferentes ideas que hubo en torno al gobierno, sus formas, niveles y espacios en los que se podía desempeñar, destacando la posición moral del individuo respecto al poder, por encima de la socioeconómica; en tercer lugar, el papel que estos autores concedían a la religión (y los religiosos) respecto a la política, un tema fundamental tras la obra de Maquiavelo, a quien trataban de refutar casi un siglo después de El príncipe (1532); por último, las diversas opiniones vertidas en torno a los medios que estaban a disposición del gobierno, destacando a los consejeros, la justicia y lo militar, finalizando con las aportaciones que hicieron en torno a la guerra justa y su justificación.
3La mayoría de las aproximaciones realizadas sobre el tema se han ocupado fundamentalmente del análisis de las individualidades, bien de un autor, bien de alguna obra. El análisis de los manuales generales sobre el pensamiento político en la Edad Moderna (Burns 2008; Truman 1999) y de aquellas que han estudiado el caso jesuita (Saitta 1911; Smith 1939; Basile et al. 1990; Clancy 2001; Höpfl 2004) desprenden la misma idea. Los autores hispanos estudiados son fundamentalmente Suárez, Mariana, Ribadeneyra, Gracián y, en menor medida, Molina, Torres y Toledo. Clancy (2001, 3.169), incluso le asigna a la teoría política un papel secundario dentro de la obra jesuita. El único que ha hecho un análisis general sobre el tema ha sido el citado Höpfl (2004), en cuya monografía las aportaciones aparecen organizadas temáticamente, no por autores. Sin embargo, no atiende a varios de los moralistas que presentamos en estas páginas.
4Como podemos observar, apenas nos encontramos con estudios de conjunto que vayan más allá de unos mismos autores. Sin duda, son figuras clave de lo que significó la participación ignaciana en el debate político altomoderno. Sin embargo, no fueron los únicos que intervinieron en ella. Hubo jesuitas que teorizaron sobre el poder, el gobierno y los diferentes niveles en los que pudo llevarse a cabo desde obras cuyo objetivo no era ese, precisamente. Las obras de moral tuvieron su papel dentro del argumentario sociopolítico católico después de Trento, que impregnó a todos los estratos de la sociedad. De esta manera, el principal objetivo de este trabajo es conjuntar las aportaciones de los teóricos más reconocidos y estudiados con las de autores como Gaspar de Astete, Francisco Escrivá y Luis de la Palma, entre otros. A través de esta comparación, trataremos de ver si existió una teoría política conjunta en la Orden (al menos entre los jesuitas hispanos), o, por el contrario, se impusieron las individualidades.
5Cuando pensamos en el análisis de la teoría política, nos dirigimos hacia aquellas que tuvieran una aplicación directa en cualquiera de los ámbitos relacionados con el gobierno. Así, nos encontramos con tratados dirigidos a teorizar sobre la monarquía, la administración o el ejército, señalando cuáles debían ser sus características, virtudes y defectos a evitar. La literatura especular ha sido el género que más desarrolló este tipo de cuestiones, especialmente enfocada al caso del monarca. No obstante, si tenemos en cuenta las características y objetivos de ese tipo de escritos, también tendríamos que incluir aquellos dirigidos a la formación de los consejeros, los jueces o los embajadores. Junto a ellos, podemos encontrar otro tipo de textos que formarían parte del aparato de instrucción del gobernador. Los libros de Historia, consistentes muchas veces en una sucesión de ejemplos salpicados de enseñanzas políticas, tuvieron un importante papel. Un ejemplo de este tipo sería Corona virtuosa, virtud coronada de Juan Eusebio Nieremberg, que dedicaba buena parte de sus páginas a mostrar las vidas de diferentes monarcas de la Casa de Austria.
6Sin embargo, hubo otro tipo de obras que pueden incorporarse al debate político altomodernista. A finales del siglo XVI hubo una importante afluencia de escritos morales a las imprentas de toda Europa. Atendiendo a sus objetivos y títulos, podrían situarse bajo la denominación de “espejos de virtud”, “recetarios de virtud”, “libros de estados” o “escaleras-caminos-diálogos virtuosos”. Serían manuales de comportamiento del buen ciudadano católico, pero también eran obras que acabaron teniendo enseñanzas políticas más o menos veladas que podían ser aplicadas por cualquier individuo con independencia de su posición socioeconómica. Es necesario puntualizar que, aunque los jesuitas impulsaron la Teología moral en el XVI, a la que pertenecerían estos libros, no fueron los primeros en escribir este tipo de tratados, ni los únicos. No obstante, en el período en el que nos fijamos fueron mayoría los escritos de este tipo surgidos de las plumas ignacianas.
7Estas obras morales, que sirvieron para fundamentar y desarrollar el estudio de los casos de conciencia, hundían sus raíces en la tradición medieval, tanto por su forma, como por buena parte de su contenido. Respecto a lo primero, recogerían la tradición iniciada en el siglo XIV por don Juan Manuel y su Libro de los estados (1327-1337), con el que compartirían algunos planteamientos de encuadramiento social, aunque divergían en los grupos sociales sobre los que hacía hincapié (García Herrero 2001, 43). La población estaría dividida en grupos basados en elementos religiosos, por edad y, en algún caso, por su posición social y respecto a las relaciones de producción. De esta manera, el individuo se situaba entre los casados, viudos, jóvenes, criados y eclesiásticos. Normalmente, no se atendía a diferencias de carácter estamental y socioeconómico, sino a su pertenencia a cada uno de esos estados. Aunque estaban dirigidas al conjunto de la población, la única distinción que se señalaba era que cuanto más arriba se estuviera en la pirámide social, más obstáculos tendría que enfrentar la persona para llevar una vida virtuosa.
8El segundo aspecto que enlazaría esas obras con la religiosidad bajomedieval sería que hacían hincapié en la confesionalidad de la vida cotidiana. Todo acto común era enfocado desde un punto de vista religioso, e incluso monástico (Knox 1994, 66, 79-81). Hasta el más mínimo e insignificante de los sucesos podía ser una buena oportunidad para encauzar la vida y llevarla por el camino de la ortodoxia católica. La forma de comer, vestirse y comportarse en público era plasmada en estos textos bajo el prisma de Trento, siendo una forma de transmitir a la sociedad y de implantar en ella los decretos conciliares. De esta forma, y compartiendo objetivo con las obras bajomedievales, estos “recetarios de virtud” presentarían a las personas qué era lo propio del estado al que pertenecían y, en función de ello, supieran a qué atenerse y cumplir con los deberes que les estuvieran mandados (Maravall 1999, 441, 445). En el caso que nos va a ocupar, la diferencia fue que los jesuitas presentaron unos modelos virtuosos accesibles para el común de los mortales. A pesar de que no todos jugaran con las mismas cartas, todos tenían las mismas posibilidades de alcanzar el premio de la Salvación Eterna y lo que ha venido denominándose por la historiografía en los últimos años como la “nobleza de virtud” o “nobleza cristiana”, en contraposición con las noblezas de sangre y de mérito (Aranda 2009). En este tipo de concepciones podemos encontrar parte del éxito que pudo tener la Compañía de Jesús entre los estratos medios y bajos de la sociedad.
- 2 Véase Martínez (2010), Aranda (2012b), y Jiménez (2014).
9Este encuadramiento social y el disciplinamiento que corresponde con las enseñanzas transmitidas en estos libros es lo que nos permite incluirlas dentro del análisis del pensamiento político vertido por la tinta jesuita. Aunque no era el objetivo principal que buscaban, estas obras hablaban de estratos y jerarquías sociales y de gobierno, de los elementos de gestión y administración de recursos, de las características que debía tener el individuo encaminado a dirigir a otros y del ejemplo del monarca como espejo en el que fijarse. Otra razón para ver en ellas un cierto influjo político la encontramos al situarlas en su contexto. Como han señalado las investigaciones llevadas a cabo por los grupos de trabajo dirigidos por los profesores Martínez Millán (UAM) y Aranda Pérez (UCLM), entre los reinados de Felipe II y Felipe IV se produjo un cambio en el paradigma y la concepción de la soberanía hispana respecto a Roma.2 Se pasa de lo que se ha entendido como Monarquía Hispánica a la llamada Monarquía Católica. En este proceso se cambiarían las tornas y pasaríamos de una cierta preponderancia de Madrid (o Castilla) frente a Roma, a un mayor predominio e influjo de la Curia pontificia sobre la Corte filipina. En ese proceso tuvieron mucha importancia los jesuitas, por el creciente influjo que tuvieron en la Corte madrileña y por la extensión exponencial que tuvieron en la sociedad hispana. No dudamos que este tipo de obras, enfocadas a resaltar su papel como católicos por encima de todo, tuvo su importancia en ese proceso. Las virtudes católicas eran situadas como fundamentales en el comportamiento del individuo y, por supuesto, en los puestos de gobierno. A través de ellas se configuraba una identidad basada en lo espiritual frente a lo temporal, con una subordinación del individuo al papa por encima del monarca.
10Respecto a la forma de definir el gobierno y los niveles y ámbitos en los que se ejercía, a través de las obras analizadas tenemos un amplio abanico de enfoques y circunstancias, que van desde el plano más concreto y mínimo (el individuo) hasta el de mayor radio de acción y responsabilidad (el rey). De esta manera, nos encontramos con una serie de niveles y una tipología respecto a la cumbre de esta escala, aquella en la que un individuo tenía a su cargo una comunidad o un reino. Para ello, los escritores jesuitas, al igual que la mayoría de sus contemporáneos, echaron mano de lugares comunes de la teoría política clásica como la clasificación aristotélica de regímenes políticos o el paradigma organicista, según el cual el Estado y la sociedad se asemejaban a un cuerpo humano. En este sentido, la figura del monarca se presentaba como el corazón, que movía al resto de órganos, o el cerebro, que los dirigía desde la cumbre (Mariana 1981, 32; Ribadeneyra 1595, 137-138; Puente 1613, 517; Nieremberg 1643, 31-32).
11Al margen de estos niveles y categorías, varios jesuitas teorizaron sobre la posición del individuo en la sociedad respecto a otros y la situación que ocupaban en el binomio dominio-subordinación. Para Escrivá, encontrarse en un lugar u otro dependería de las decisiones y comportamientos que hubiera hecho cada individuo, haciendo hincapié en una clasificación moral, más que socioeconómica (Escrivá 1613, 700). Insistía en ello señalando que una persona, aunque ocupase un cargo de responsabilidad y tuviese a otras subordinadas, si se dejaba llevar por sus pasiones, dejaba de ser señor para convertirse en siervo de una manera “peor y más detestable sin comparación” (Escrivá 1613, 698). Por el contrario, “este tal, aunque sea siervo y esclavo de los hombres, es libre y señor para Dios” (Escrivá 1613, 706). Esto complicaba el encuadramiento social y hacía que la concepción del mundo no fuera unívoca, sino que tuviera diferentes planos (espiritual y terrenal), que no tenían por qué coincidir.
12En cuanto a la servidumbre, Escrivá reconocía que, junto a la de carácter espiritual, la terrenal podía deberse a dos cuestiones: por la fuerza, como serían los casos de esclavos y cautivos; y aquellos que recibían una remuneración, entre los que estaban los vasallos, jornaleros, criados, e incluso a los soldados. Resulta llamativo que estos últimos ejemplos puedan ser concebidos como situaciones de elección voluntaria (Escrivá no los denomina así, pero es lo que se entiende por la contraposición), cuando realmente no sería así. Por otra parte, en esta segunda clase situaba la servidumbre espiritual, que “siendo como es en sí tan mala y tan perniciosa, no es forzosa, sino voluntaria” (Escrivá 1613, 699). Esta concepción, basada en el libre albedrío, estaría en la línea de lo ya comentado sobre los “recetarios de virtud” que marcarían las pautas de comportamiento para situarse en una posición de servidumbre o de dominio. Analizando desde un punto de vista espiritual, de calidad interior del individuo y no por su reflejo material en la realidad, se enfatizaba la “nobleza de virtud” y se animaba a la gente en sus quehaceres cotidianos, especialmente a criados y siervos. No obstante, no había consenso en esta cuestión, puesto que La Puente defendía que la pertenencia a un estado y el disfrute de una posición en sociedad vendrían decididos por la providencia y no por las decisiones del propio individuo (Puente 1613, 12-14). Así, vemos dos formas de entender el influjo de la religión en la sociedad y el encaje de los individuos en diferentes categorías.
13En cuanto a los niveles señalados por los escritores jesuitas, hay una cierta conformidad en señalar, al menos, dos: el gobierno de sí mismo y el de otras personas. Por su parte, La Puente llegó a establecer hasta cinco: uno mismo (monástica o singular); oeconómica (casa y familia); política (ciudad); regnativa, (reyes y príncipes); y militar (ejército) (Puente 1613, 600-601). El resto de autores no entraron en tanto detalle y dieron más importancia a algún(os) de ellos, según se correspondiera con el objetivo general de la obra. Así, los teóricos políticos se fijarían más en la regnativa; en general (pero no solo), los moralistas en la monástica; Andrade, Suárez y La Puente, por partes, en la militar; y Astete, Arnaya, La Palma y Escrivá en la oeconómica. Todos tenían en común que, con independencia del estado o nivel del individuo, lo más importante era saber gobernarse a sí mismo, sobre todo sabiendo controlar sus pasiones y moderando su comportamiento. De hecho, en la época era un lugar común la afirmación de que quien no sabía gobernarse bien a sí mismo, difícilmente lo haría a otros (Ribadeneyra 1595, 393-397; Torres 1596, 325; Azor 1608, 1.621; Puente 1613, 287-288). El individuo y su educación se convertían en los cimientos de la sociedad y de un floreciente Estado.
14Definidos esos niveles, los escritores que se ocuparon de la alta política utilizaron el paradigma aristotélico para señalar cuáles serían las posibles modalidades de gobierno, sus virtudes y desventajas. De esta manera, en función del número de personas que ejercieran el poder, habría monarquía (uno), aristocracia (varios, los mejores) y democracia (todos), al mismo tiempo que las versiones corruptas en las que podrían sobrevenir: tiranía, oligarquía y oclocracia, respectivamente. Entre estas tres opciones de gobierno, la monarquía sería el mejor sistema porque las decisiones serían tomadas por una única persona, asegurándose un gobierno en el que “haya virtud, unión, fortaleza y robustez” (Azor 1608, 1.623) Al contrario, en la aristocracia y la democracia, al implicar a varias personas en la toma de decisiones, sería más sencillo el conflicto y el retraso en la resolución de problemas por la existencia de facciones enfrentadas (Mariana 1981, 29-30). Sin embargo, tanto el lorquino, como el talaverano señalaban la complejidad del asunto, ya que, mientras que el mejor o más resolutivo sistema político sería la monarquía, entendían que el más difícil de pervertir sería la aristocracia “porque es más difícil corromper a muchos con dádivas o intrigas o presionarles con la amistad” (Mariana 1981, 32). En el caso del soberano, ante ello solamente quedaba apelar a su calidad individual y buen ejercicio de la virtud.
15Dicho esto pasamos a presentar cuáles serían las características del gobierno en algunos de estos ámbitos, como serían el estatal, representado en la Corona, el oeconómico, que se manifestaría en la familia, y otros que también aparecen reflejados en los tratados analizados. En cuanto al primero, aparece reflejado mayoritariamente en los escritos especulares, un género literario heredado de la Edad Media que estaba encaminado a presentar al príncipe cómo debía ser su formación y su gobierno una vez que hubiera heredado la corona (Galino 1948, 21). Por otra parte, moralistas como Azor, La Puente o La Palma hacían planteamientos más generales y no tan enfocados a un monarca o príncipe en concreto. Lógicamente, esos fragmentos se referían a situaciones muy específicas y de ellos no se podían extraer enseñanzas de aplicación general, como sí serían el resto (Azor 1608, 1.676-1.687). A pesar de ello, al ser obras edificantes o que mostraban caminos de buen comportamiento, la imitación del ejemplo virtuoso del rey era un instrumento más para conseguir sus objetivos (Nieremberg 1643, 38).
16La mayoría coincidían en que el rey debía abrazar las virtudes (cristianas) de la caridad, la justicia, la prudencia, la fortaleza, la templanza, la clemencia, la liberalidad y la magnificencia. Al mismo tiempo, esforzarse por evitar la corrupción, la injusticia, la lujuria, la pereza, la desidia y la avaricia. Así lo señalarían todos de una manera más o menos extensa, tanto moralistas, como políticos. De todos ellos, Azor fue el que presentó una casuística más amplia, dentro del objetivo fundamental de sus Instituciones de ser un manual de estudio y aprovechamiento de los casos de conciencia para confesores, maestros y devotos. Junto a ejemplos que podemos situar como objetivos esenciales de la política estatal, como el mantenimiento de las fortificaciones para evitar invasiones, nos encontramos con otros casos más encaminados al bienestar de los súbditos: cuidado de pobres, viudas y huérfanos (Azor 1608, 1.680); la protección de los caminos para evitar la delincuencia (Ibidem); y la vigilancia de los pesos y medidas en los mercados para que no fueran injustas (Azor 1608, 1.681). Con una clara visión confesional y providencialista del poder, del ejercicio de las virtudes y el alejamiento de los pecados provendría la fortuna o desgracia de su reino y súbditos (Ribadeneyra 1595, 174-176; Nieremberg 1643, 41; Nieremberg 1629, 20v; Chaparro 2012, 174-178 y 183-188). Así lo desarrollaba Ribadeneyra en su Tratado de la Tribulación, en el que señalaba que el Desastre de la Invencible había sido provocado por los pecados de Felipe II al tratar de injerir en la Iglesia y la Compañía de Jesús a través de diferentes conflictos jurisdiccionales que mantuvo en la década de 1580 con Roma y la aprobación de una visita a las provincias jesuitas españolas por un miembro externo a la Orden.
17Al margen de lo específico de la política de Estado, las obras morales jesuitas presentaron y teorizaron sobre el gobierno en general, señalando cómo era la relación entre superiores e inferiores, que podían aplicarse a cualquiera de los niveles ya presentados. En este sentido, los señores debían ser ejemplares para sus subordinados, no solo por la imitación del buen comportamiento, sino porque, como indicaba Andrade (1648, 413), el buen trato y uso del señor serían correspondidos por el fiel criado, mientras que el abuso y castigo excesivos devendrían en venganzas y malos servicios. A ello añadía Astete (1598, 622-623) la inconveniencia del abuso en los mandatos, tanto en los esfuerzos físicos, como en las peticiones contra derecho, como falsos testimonios, robos o asesinatos. En esos casos, señalaba que podría negarse sin temer represalias por ello. Escrivá (1613, 715-718) y Arnaya (1617, 386r) indicaban que fuera un trato familiar, aunque sin perder de vista la posición que tendría cada uno. No obstante, observaban la necesidad del castigo para que “no se hagan holgazanes ni regalones”. La clave, aunque difícil, estaba en el equilibrio entre el castigo y el regalo (Palma 1963, 261, 264). Por su parte, el siervo debía tratar, ante todo, de honrar a su señor en público y en privado, no solo atendiendo a sus mandatos, sino también defendiéndolo de cualquier ofensa (Puente 1613, 382; Andrade 1648, 412).
- 3 Para más información sobre la representación de cada uno de los miembros de la familia en los tra (...)
- 4 Este modelo, basado en el ejercicio de las virtudes católicas lo encontramos en la biografía que (...)
18El ámbito doméstico era concebido como algo fundamental en la sociedad. Aparte de porque la familia era la célula básica de encuadramiento social, porque su modelo organizativo y de gobierno era tomado como ejemplo y sus enseñanzas eran aplicables a niveles superiores.3 De hecho, junto al modelo organicista, hubo obras en las que el rey era presentado como un paterfamilias que debía velar por el bienestar de sus hijos/súbditos, proveyéndoles de todo lo que necesitasen para subsistir, especialmente la comida y el salario (Astete 1598, 646; Escrivá 1613, 715-731), e incluso la cobertura médica (Astete 1598, 628). Como en todo sistema patriarcal, en torno al padre de familia giraban todas las cuestiones de la casa, de manera que debía conocer todo lo que ocurría bajo su techo.4 Al igual que el monarca en su reino, debía cuidar de que no faltaran alimentos, útiles o ropa al resto de personas que vivían con él. Igualmente, debía encargarse de proporcionar una educación a sus hijos, aunque esta distaba mucho entre la que se daba a los mozos y a las doncellas: la de ellos era más práctica y destinada a la futura vida fuera de casa (Astete 1603a, 177v-194v), mientras que la de ellas era, en general, más limitada a los trabajos domésticos por “guardar[la] celosamente del mundo exterior” (Astete 1603b, 190). Junto a ello, los tratados de Andrade, Astete y La Puente, fundamentalmente, reflejan también cómo era la relación entre cónyuges.
19En lo relativo al gobierno de la casa, que es lo que nos ocupa en estas páginas, los jesuitas que hacían referencia al ámbito doméstico señalaban que el padre y la madre compartían competencias en la gestión de los recursos. De puertas hacia fuera, sería cuestión del paterfamilias. Sin embargo, coincidían en asignar un papel importante en la gestión doméstica a la madre, que, al pasar más tiempo en la casa, conocería mejor qué ocurría en ella, qué se necesitaba y tendría más confianza en el trato tanto con sus hijos, como con sus criados. Pero eran labores limitadas por la confianza de su marido, puesto que era el que, en última instancia, daba más o menos espacio para el gasto económico, ya fuera en cuestiones terrenales, como la compra de alimentos, o en asuntos espirituales, como la entrega de limosnas (Puente 1613, 818-819; Astete 1598, 127-129).
20Tratándose de obras escritas por religiosos, resulta lógico pensar que los textos de los que estamos hablando se encaminaran a presentar la Política como un elemento al servicio de la Religión y no al contrario. Tanto las morales, como las políticas, hablan fundamentalmente de teocracia, de confesionalismo, de disciplinamiento y de virtudes religiosas junto a los méritos realizados. En algún caso podemos ver algún síntoma de tacitismo, pero, sobre todo, de antimaquiavelismo. Aunque la única obra de las analizadas en la que se menciona a Maquiavelo es la de Ribadeneyra, la defensa de la autonomía eclesiástica y de la subordinación de lo terrenal a lo espiritual se encontraría en todas ellas. En esa línea estaba, por ejemplo, la crítica de Azor a la disimulación dentro del comportamiento del monarca, definida como “nunca decir lo que se está obligado a hacer. Nunca hacer y cumplir lo que se ha dicho” (Azor 1608, 1.679). Igualmente, Luis de la Palma en su Médico religioso, identificaba la política con la mentira y el engaño y a sus agentes “semejantes a los que con afeites disimulan su rostro y fingen el que no tienen. Porque con una fingida benevolencia de palabras mienten humanidad y amistad, y cubren la crueldad y ánimos infieles” (Palma 1963, 359)
21No obstante, este predominio de lo espiritual, que sobrevuela todos los escritos, no se refiere únicamente a la política, sino en general al conjunto de actos y sucesos que rodeaban al individuo en el día a día. De un modo similar a la siguiente cita de Juan de Mariana se expresaban los demás autores que estamos analizando. Recalcaban la importancia que tenía el catolicismo para regir todos los espacios y ámbitos de la vida del ciudadano. De hecho, como ya se han señalado, ese sería el leitmotiv de sus tratados de moral. Así lo ponía de manifiesto Juan de Mariana:
Por todas partes nos oprimen las preocupaciones, nuestra vida está cercada de calamidades y no tenemos un solo momento en que estemos libres de dolor y de molestia ni exentos de preocupación ni de angustia […] sólo puede remediarse con la religión, es decir, el conocimiento, el temor y el culto de la majestad divina […] Sin el recuerdo de Dios, ¿qué podría impedir que el hombre se entregue a fraudes ocultos? Si no existiera la religión, ¿qué podría haber peor que el hombre, qué más feroz e inhumano? ¿Qué maldades, qué estupros, qué parricidios no cometería si sus crímenes iban a quedar impunes? (Mariana 1981, 258-260)
22El origen del gobierno (y, en consecuencia, del poder sobre otras personas) estaría imbuido de este confesionalismo católico militante (Aranda, 2012a: 9-20). Hubo diferencias y matizaciones entre estos autores, pero todos aceptaban la naturaleza divina del poder. Su teorización a este respecto no abarcó todos los niveles señalados, sino que se centró en la figura del rey, entendida como la máxima y que podía entrañar una mayor problemática. Solo discrepaban en la forma en que el poder llegaba al soberano, encontrándonos fundamentalmente con dos teorías, la teocracia y el comunitarismo (Burrieza 2008, 244, 255-258). Como veremos a continuación, ambos caminos señalaban un mismo final, que el monarca acabara ejerciendo el poder. Sin embargo, divergían en la forma en la que este le llegaba: por una parte, la concesión directa por parte de Dios, con lo que el rey era concebido como un elegido; por otra, la comunidad era la depositaria de la facultad de gobierno y era ella quien tenía la capacidad de otorgarla a un individuo o a otro. Junto a ellas, habría una tercera vía, defendida por Azor, que consistiría en una propuesta situada entre las dos anteriores. El lorquino defendía que la comunidad tenía la potestad para elegir a sus gobernantes, pero no de una manera absolutamente libre, sino entre los que Dios les presentara (Azor 1608, 1.169-1.620). Estaría más cerca de Mariana y Suárez, pero no dejaría de lado la teocracia, puesto que en última instancia, Dios era quien controlaba quien se ceñía la corona y empuñaba el cetro.
23En cuando a la teocracia, tenemos a una serie de autores, con Ribadeneyra y La Puente al frente, que señalaban la capacidad divina del monarca para gobernar un territorio y coordinar a aquellos delegados que debía elegir (Ribadeneyra 1595, 355). A pesar de ello, estaría por debajo de los miembros de la jerarquía eclesiástica, sobre todo del papa, con lo que sus competencias se limitarían al plano civil y a la defensa de la religión, pero sin poder mediar en nada relativo a sus asuntos (Azor 1608, 1.684-1.685; Ribadeneyra 1595, 114; Puente 1613, 538). De hecho, Azor hacía hincapié en esa idea al hablar del ámbito judicial, señalando que ninguna ley podía ser válida si no era sancionada por el papa porque su contenido no se encontraría acorde con los derechos divino y canónico (Azor 1608, 1.684). Nieremberg incidía en ello, diciendo que “después de Dios miren como han de obedecer a sus vicarios el Pontífice Romano y cualquier otro que sea superior eclesiástico” (Nieremberg 1629, 197r).
24Por otra parte, nos encontramos una segunda postura defendida por Juan de Mariana y Francisco Suárez. El resultado final era el mismo, que el poder emanaba de Dios. Ambos señalaban un camino diferente, puesto que no llegaba al monarca directamente, sino que en última instancia era concedido por la comunidad, que es la que daba el consentimiento a uno u otro candidato. Sánchez Agesta ha querido ver en ello un origen del constitucionalismo (Mariana 1981, IX-LXV). De la misma forma, con muchos matices y siguiendo sobre todo el planteamiento de Mariana, podría verse también en ello un cierto ejercicio de la monarquía parlamentaria, en la que el rey fuera elegido por sus súbditos. La concesión de poder a la comunidad también fue parte del pensamiento del Doctor Suárez. Así lo afirmaba en su De Legibus, señalando que solo el consenso de la comunidad podía asignar el poder a alguna persona (Dussel 2005, 60). De igual manera, continuaba afirmando que así ocurría en todas las formas de gobierno expresadas anteriormente, excepto en la democracia, que no exigía una organización específica. En esa transferencia de poder no habría delegación, sino sumisión y entrega (Dussel 2005, 61).
25El comunitarismo de estos autores no se quedaba únicamente en la concesión de esa pequeña parcela de poder a la comunidad, sino que iba acompañada de una serie de mecanismos de control que tratarían de evitar el abuso de poder y que cayera en malas manos (Mariana 1981, 93). Aquí se encontraría todo lo relativo al tiranicidio, que es la parte más polémica y que, de una manera muy interesada, llegó a caracterizar en su época los planteamientos jesuitas respecto a la política y la Corona. Son bien conocidas las consecuencias que tuvo ese planteamiento a lo largo del siglo XVII y la relación que se estableció entre el texto y los magnicidios franceses de principios de la centuria (Centenera 2009). No solo se quemaron públicamente sus ejemplares en París, sino que desde la Curia romana se prohibió que hablaran de ese tipo de cuestiones. Sin embargo, al contrario de lo que se trató de ver por los contradictores de la Orden, el talaverano no defendía el regicidio. Su máxima preocupación era formular las condiciones necesarias para avisar al rey de los inconvenientes y problemas que devendrían de un gobierno corrupto y abusivo. El De Rege no era solo un tratado político, sino que también tenía un fuerte componente educativo. Como tal, no solo enseñaba los caminos que debían recorrerse, sino también los inconvenientes que provocaría que el individuo se desviase y eligiera la senda equivocada. En eso no variaba respecto a los tratados morales escritos por sus hermanos de religión. Lo que le diferenció fue que lo planteara de esa manera para la máxima autoridad civil y fuera más allá de la defenestración hasta la propia muerte del soberano. Eso acabó devorando toda la teoría política de Mariana.
26La estrecha relación que habría entre Religión y Política, junto al predominio de la primera, se manifestaba en el papel asignado a los religiosos. Con ligeras variaciones y diferencias, todos concedían un importante papel en el entorno del gobernante. Ribadeneyra y La Puente, que en muchos casos iban de la mano, señalaban que los eclesiásticos eran los mejores consejeros a los que poder acudir (Ribadeneyra 1595, 34-36, 38, 39; Puente 1613, 565-566). Sin embargo, Ribadeneyra (1595, 116) opinaba que no se les debería proponer nada que estuviera fuera de su margen de actuación porque “ministros [son] de la Iglesia, mas no jueces; armados están para castigar al hereje, al rebelde, al sacrílego y al que persigue o inquieta la Iglesia, mas no son legisladores”. Por su parte, Nieremberg (1629, 129r) señalaba como una de las funciones del monarca el “favor y respeto al Estado Eclesiástico”.
27Al contrario de lo que podríamos pensar por la diferencia en el origen del poder del monarca, Mariana daba más atribuciones en el gobierno a los eclesiásticos en su papel de consejeros. No solo afirmaba que por ello debían recibir pagos de diferente tipo (dinero, dignidades y cargos), sino que señalaba sin ambages que eran los mejores por su superioridad moral (Mariana 1981, 103) y, en teoría, por la mayor dificultad para caer en las tentaciones de la corrupción. No hay que perder de vista que, dentro del armazón confesional católico que rodeaba a todo, incluido el rey, situar a religiosos como parte del gabinete consiliar representaba un medio más de control al monarca y de sumisión de la corona a la mitra. Es importante resaltar el momento en el que se escribieron estas obras, de cara a la formación de los futuros Felipe III y Felipe IV, en cuyos reinados los jesuitas fueron consolidando su posición en el entorno cortesano, e incluso situándose como predicadores y confesores regios (Negredo 2006; López Arandia 2010, 258-262). No obstante, volviendo a los planteamientos de Mariana, es conveniente señalar que ese pago por los servicios prestados iría en contra del ideal ignaciano, por el que los jesuitas no debían aceptar ningún tipo de pago o dignidad. Solamente podían acceder a ello después de diferentes renuncias, en casos extraordinarios o en los que de ello se pudieran beneficiar tanto la Iglesia, como la propia Orden. Por su parte, al contrario de los anteriores, Azor no se refería al papel de los eclesiásticos en la administración. La única cuestión sobre la que escribió que podía acercarse a ello sería la intromisión del poder temporal en el cobro de los diezmos, que debía realizarse según lo convenido, sin que mediaran las autoridades civiles y, lógicamente, sin que se quedaran con una parte de ellos (Azor 1608, 1.683).
28Una última cuestión sobre la relación entre lo terrenal y lo espiritual la encontramos en el debate abierto sobre si el monarca debía permitir la libertad de religión en sus territorios o, por el contrario, imponer una única fe religiosa. El asunto era muy importante y debía tenerse en cuenta a la luz de los diferentes enfrentamientos que se habían producido por toda Europa a lo largo del siglo XVI. Desde el surgimiento del protestantismo se produjo una multitud de conflictos armados, con el cisma religioso como trasfondo en Centroeuropa, Francia, Inglaterra... Igualmente, se habían producido persecuciones de grupos y comunidades protestantes en la propia Monarquía Hispánica, con diferentes autos de fe, e incluso la expulsión de los moriscos de 1609. Las respuestas y argumentos dados por los jesuitas eran similares, asignando al catolicismo la facultad de unir conciencias, siendo el principal rasgo de identidad porque “nada sujeta más las almas de la gente que un único Señor, una fe, un bautismo” (Azor 1608, 1.686). Esto es algo que no solamente podía aplicarse a los casos europeos, sino que es una cuestión extensible a otros territorios donde había llegado el catolicismo, como América y Asia. La religión como elemento fundamental de identidad y encuadramiento social que facilitase el gobierno era algo que también se vio en Japón, por ejemplo, donde la evangelización llevada a cabo por franciscanos y jesuitas fue vista por los daymios como una injerencia extranjera que iba en contra de esa uniformidad social y que, entre otras cosas, motivó las persecuciones y martirios de las primeras décadas del siglo XVII.
29Como vemos, se señalaba la unidad de acción, comportamiento y devoción como factores fundamentales para evitar el conflicto social, incluso armado, y facilitar el ejercicio de la política (Azor 1608, 1.686; Ribadeneyra 1595, 103). Mariana fue el autor que más desarrolló este asunto, marcando los diferentes horizontes que tendría que hacer frente un soberano ante la convivencia de varias creencias y la problemática que podría surgir, por ejemplo, por el diferente trato que se diese a uno u otro credo. En todo caso, señalando esos problemas aceptaba, en cierta manera, que pudiera darse el caso de un Estado pluriconfesional. Sin embargo, Azor y Ribadeneyra no contemplaban esa situación y abogaban por un monarca duro y estricto, que estableciera castigos severos para los herejes, de modo que “las gentes que se entregan así [a la herejía o a la infidelidad] sean arrestadas y castigadas” (Azor 1608, 1.686; Ribadeneyra 1595, 103). Al reconocer Estado y Religión católica como una misma unidad indivisible, concebían que era perjudicial si había miembros de la sociedad que no compartieran uno de ellos.
30Junto a todas estas disquisiciones sobre el poder y su acción, políticos y moralistas también atendieron a los principales elementos del Estado que estaban en manos del monarca. En este caso, sí que encontramos una concreción en la alta esfera de la política y pocas referencias que pudieran aplicarse a los otros niveles presentados anteriormente. De esta manera, podemos ver diferentes cuestiones en torno a la administración en general, con especial importancia para los consejeros, la justicia y el ámbito militar. Algo en común en los tres casos es que los jesuitas planteaban la necesidad de que el rey delegara competencias en una serie de funcionarios para un correcto desempeño de sus labores, la resolución de problemas y el bienestar de sus súbditos. La elección de estos individuos era un tema capital, puesto que la designación conllevaba un alto cargo de responsabilidad, incluida para el propio soberano (Ribadeneyra 1595, 346; Mariana 1981, 270).
31En cuanto al primero de los tres, las referencias al consejo iban dirigidas al propio acto de sugerir o proponer y a la persona que lo hacía. En ningún caso podemos entender que los autores tuvieran en mente al Consejo como institución, ni siquiera a aquellos individuos que pertenecerían a ellos. Azor los definía como guías con la labor de “ayudar a todos al gobernar” (Azor 1608, 1.677-1.678), mientras que La Puente defendía que la consulta de los asuntos con más personas concedería más legitimidad a la decisión tomada (Puente 1613, 614). Ribadeneyra señalaba sus características de la siguiente manera:
La primera cosa que debe tener el buen consejero de cualquier Príncipe es la noticia y experiencia de las cosas de estado, de la paz, de la guerra, de la hacienda y rentas Reales, de la provisión de la República, de las leyes, y otras cosas semejantes, y tanto debe ser más experimentado, cuanto mayor es el Príncipe, y más graves son las cosas que en su consejo se suelen tratar. (Ribadeneyra 1595, 420)
32En su elección, era importante tener en cuenta la calidad de los consejos y no que estos fueran necesariamente en la misma dirección que los pensamientos del rey. Todos los que se ocuparon del tema indicaron la importancia de que los escogidos tuvieran la suficiente templanza como para atreverse a dar opiniones que no siempre fueran a satisfacer al monarca: para Azor, habría que alejar “las absurdas e impías voces de los otros”, aduladores que regalaban los oídos para conseguir algún favor (Azor 1608, 1.677-1.678); Mariana los veía como la calamidad más terrible, esforzada “en apagar la luz de la verdad y en cegar a los que gobiernan los Estados” (Mariana 1981, 221), por lo que habría que desechar “a los ignorantes, malos e indignos”; para Ribadeneyra era fundamental que tuvieran libertad de actuación para emitir sus opiniones porque, de lo contrario, les guiaría el miedo a las consecuencias y no el buen juicio (Ribadeneyra 1595, 422-424). En la misma línea se encontraría Luis de La Puente (1613, 77 y 614-624).
33La crítica al afán que pudieran tener los consejeros por beneficiarse de su posición cercana e influyente en las estancias de poder está reflejada en prácticamente todos los autores. En principio, podríamos pensar en que ello pudiera ser una crítica al valimiento del duque de Lerma, pero es algo que solo podemos pensar en las obras de La Puente y de Nieremberg, puesto que la mayoría de los restantes habrían sido escritas durante el reinado de Felipe II. Para evitar ese tipo de situaciones, Mariana (1981, 271) y Nieremberg (1629, 41r) proponían que el número de consejeros fuera amplio para que no creciera el poder de unos pocos. En una posición similar se movía Ribadeneyra, que proponía que el rey tuviera a su alrededor a expertos en diferentes materias: “soldados para las cosas de guerra, letrados para las de justicia, teólogos para las de conciencia, hombres de cuenta para las de hacienda, y de estado para las de estado” (Ribadeneyra 1595, 421). La Puente era el único que cifraba la cantidad exacta de consejeros: siete. Para ello, se apoyaba en que era un número recurrente dentro del catolicismo (sacramentos, virtudes, pecados capitales) y en que en el Apocalipsis se decía que “hay siete espíritus que asisten dentro del trono de Dios y le ayudan al gobierno de los hombres, no porque tenga necesidad [...] sino para significar [...] que tienen necesidad dellos” (Puente 1613, 617).
34La justicia era otro de los aspectos en los que el rey debía tener mucho cuidado. En este caso, aunque el soberano fuera la máxima autoridad, se proponía la delegación de competencias y funciones en los jueces y magistrados para que las decisiones se tomaran de manera justa y rápida, pudiendo atender todas las vicisitudes de los pleitos sin que estos se alargaran en exceso. El tema, aparte de complejo, era concebido como fundamental y necesario: Azor definía la justicia como un acto que debe ser público y con las informaciones oportunas para evitar el castigo de los inocentes, puesto que lo contrario era propio de un corrupto y homicida (Azor 1608, 1.678, 1.682); en la misma línea, Ribadeneyra comprometía el buen devenir del reino al buen ejercicio de la justicia, puesto que sin ella “no hay Reino, ni provincia, ni ciudad, ni aldea, ni casa, ni familia, ni aún compañía de ladrones y salteadores de caminos, que se pueda conservar” (Ribadeneyra 1595, 292-293). Por otra parte, para La Puente sería dar a cada uno lo que pertenecía por merecimiento, señalando como Azor que el monarca sería el máximo legislador, juez e incluso la ley personificada. Ello tendría como base la idea de que el comportamiento del rey era intachable y acorde a la ley y que con su imitación, sus súbditos también la cumplirían (Puente 1613, 573-574; Escrivá 1613, 735). Nieremberg (1643, 55) y Torres (1596, 248, 255) se mostraban muy cercanos a esta posición, identificando este último a la justicia con la búsqueda de la verdad, sin atender al estrato social al que perteneciesen los pleiteantes.
35El ámbito militar era el tercero de los elementos fundamentales en manos del soberano para conseguir la conservación y aumento de sus territorios. En este sentido, los autores analizados presentaban diferentes enfoques y atenciones sobre ello, siendo Suárez y Mariana los que más se explayaron, dedicando capítulos y obras enteras al ejercicio de la guerra, su conveniencia y al comportamiento de sus protagonistas. No obstante, sobre la guerra debemos destacar la obra de Alonso de Andrade, más conocido por ser el continuador de Nieremberg en su recopilación de varones ilustres jesuitas, pero que dedicó una extensa obra a la figura del soldado católico (1642). En ella hacía referencia a la guerra, sus características y al comportamiento que debía llevar el soldado en todo momento. A esta figura también dedicó unas palabras La Puente, de una manera muy teórica (y moral). Entre otras cosas, no establecía una preferencia social para su ejercicio (los nobles tenían los medios, pero los campesinos tenían la preparación física), y señala la importancia de que esté contento, bien pagado y concentrado en el lugar y momento de la batalla (Puente 1613, 669 y 671-672).
36Una de las cuestiones militares tratadas por los autores fue la guerra justa. Cuándo se debía iniciar el conflicto armado y por qué razones fue una de las polémicas activas en el siglo XVI, especialmente a partir de la conquista de América (Bataillon, Bienvenu y Velasco 1998, 47-91, 125-144 y 157-178; Calafate y Mandado 2014, 269-276, 326-335 y 368-373). Los jesuitas intervinieron en ella, aunque a nivel general, salvo en los casos de Suárez, Molina y Acosta, que lo trataron en sus De bello (1621), De iustitia et iure (1593) y De Procuranda Indorum Salute (1589), respectivamente (Calafate 2014, 92, 94-96). Junto a ellos, fue un asunto que también trataron Mariana, Azor y Andrade, con los que compartieron diversas ideas, como la licitud de la guerra defensiva y su empleo como último recurso (Mantovani 2017, 245-246). Azor no señalaba las características de la guerra justa, pero sí que su proclamación contraria “al margen del derecho de los otros” y sin causa justificada obligaría al monarca a la restitución de los daños que hubieran sufrido (Azor 1608, 1.680). No obstante, dejaba el asunto un poco en el aire, e incluso a la arbitrariedad del infractor, ya que no indicaba que hubiera un análisis de los deterioros provocados, sino que se pagaría según lo que dictara su conciencia. En la misma línea se mostraba Andrade, que señalaba la importancia de que la guerra estuviera justificada y hubiera sido consultada con expertos y con Dios “porque Dios pelea por la justicia y ayuda a los que la tienen y ofende a los que la quieren atropellar y los desbarata y contradice” (Andrade 1642, 53). De hecho, a pesar de que el soldado se viera obligado a obedecer los mandatos de su rey, este autor señalaba un grave castigo para ellos por culpa de su señor “porque muere el cuerpo [...] temporalmente y el alma eternamente en las penas del infierno. Pero cuando la guerra es justa [...] queda vivo en cuanto al alma porque va a vivir al cielo” (Andrade 1642, 51).
37Por otra parte, Ribadeneyra criticaba el afán desmedido de aquellos que pretendieran grandes posesiones y riquezas haciendo uso de cualquier medio a su disposición, ya fuera la “guerra al descubierto a los que pueden, o quieren estorbarles” o aludiendo a la corrupción del ser humano mediante sobornos (Ribadeneyra 1595, 273-275). Con el mismo tono que mantuvo en su De Rege, Mariana mantenía un discurso más detallado, puesto que a la conveniencia o inconveniencia del conflicto militar añadía el análisis de los factores económicos procedentes del mantenimiento de la guerra y las consecuencias sociales que provocarían. De esa forma, el talaverano defendía que “solo se hace con justicia la guerra cuando tiene esa misma paz por objeto y que no se ha de buscar la guerra en la paz, sino la paz en la guerra” (Mariana 1981, 310-311). La guerra como acto defensivo y de última instancia, siendo más importante la búsqueda de alianzas y la “tranquilidad de la República”.
38Como hemos podido observar en estas páginas, los moralistas jesuitas enriquecieron el debate en torno al pensamiento político altomoderno. A pesar de que los textos de autores como Andrade, Palma o Escrivá tuvieran un objetivo diferente a los de Mariana, Suárez o Ribadeneyra, comprendemos que son complementarios porque aportaron matices a la cuestión y, en ocasiones, un enfoque general. La aproximación a lo político desde la moral se produjo, en general, desde planteamientos que podían extrapolarse a diferentes niveles y ámbitos de la realidad, empezando por el propio individuo y continuando por comunidades de menor calibre que el Estado, como sería la familia. Según estos autores, lo moral abarcaba todos los espacios de la vida cotidiana, en la que debían mostrar su valía para situarse en una posición superior o inferior, con una visión moral y no socioeconómica.
39Al margen de las diferencias que pudiera haber entre autores, había consenso en la superioridad de la religión sobre la política. Esto se observa en el reconocimiento de que el papa y la jerarquía eclesiástica estuvieran por encima del rey, además del importante papel que concedían a los religiosos en ámbitos como la justicia y el consejo y la relevancia de la moral para lo militar. Por otra parte, los moralistas extendieron este aspecto al conjunto de la sociedad, convirtiéndose en un factor identitario importante, que podía acabar influyendo en su concepción inicial como católicos, antes que como súbditos de un monarca. Aquí radicaría la importancia de incluir las obras morales en el análisis político. Su uso aporta matices a nivel teórico, aparte de que debemos entender que al estar dirigidas a la población y no solo al monarca tendrían un mayor influjo a nivel social.
40Finalmente, podemos observar la teoría política como un ejemplo más de la complejidad que vivieron los jesuitas. Al margen de que hubiera autores más teóricos o más prácticos, el análisis de estas páginas muestra cierta coexistencia entre las individualidades y la unidad de acción y pensamiento. Incluso en los casos de Suárez y de Mariana, que podemos entender como un verso libre dentro de la Orden, los autores se movieron en caminos muy similares, aunque con matices, al teorizar sobre el poder, su ejercicio y los elementos en los que debía apoyarse.