1Hubo un tiempo en que la ciudad de Buenos Aires tenía una policía que llevaba su nombre: la “Policía de Buenos Aires” existió entre 1822 y 1880, período en el que estaba subordinada al gobernador de la provincia. Luego fue cambiando de denominación, abandonando algunas tareas, incorporando otras nuevas. En esos años, la historia de la policía “porteña” vivió atravesada por los avatares de una dinámica política inestable, que tuvo a la ciudad capital (y a los ingresos aduaneros generados por su puerto) como eje de las disputas entre las elites bonaerenses y las federales. La caída del gobierno de Juan Manuel de Rosas luego de la Batalla de Caseros (1852) implicó la separación del Estado de Buenos Aires de la Confederación Argentina, iniciando un enfrentamiento que terminó con el triunfo de Buenos Aires en la Batalla de Pavón (1861) y con el proceso de reunificación nacional liderado por las elites porteñas. Sin embargo, la “cuestión de la capital” continuó siendo un espacio de disputas (Pirez 1996; Botana 2000). Entre 1860 y 1880, la ciudad de Buenos Aires fue la sede provisoria de las autoridades nacionales, mientras la policía que custodiaba sus calles seguía dependiendo del gobierno provincial.
2Esa ambigüedad comenzó a resolverse con la federalización de Buenos Aires en 1880 y la construcción ex nihilo de una capital para la Provincia de Buenos Aires, la ciudad de La Plata, que se convirtió en la cabecera de una nueva policía. De este modo, la antigua Policía de Buenos Aires (a la vez urbana y provincial) fue dividida en dos instituciones diferentes: la “Policía de la Provincia de Buenos Aires” (que existe hasta nuestros días) y la “Policía de la Capital” (1880-1943), cuya novedad era que pasaba a recibir órdenes del poder ejecutivo nacional por intermedio del ministro del interior. Sin embargo, lejos de ser una solución definitiva para la policía porteña, la capitalización de Buenos Aires fue el comienzo de una querella: ¿debía convertirse en una policía metropolitana o cumplir una misión federal que, según el discurso de muchos policías, estaba presente desde sus orígenes? La nueva Policía de la Capital parecía seguir el primer camino, aunque, al ser un poder en manos del gobierno nacional, en la práctica recaían sobre ella algunas atribuciones que excedían la jurisdicción urbana. La creación de la “Policía Federal Argentina” en 1944 acabó reconociendo esa realidad, pero nunca resignó el monopolio de la vigilancia de la ciudad en la que tenía sede, perpetuando así un modelo híbrido de una fuerza de seguridad a la vez urbana y federal.
3Ese debate parece no agotarse nunca y, en estos últimos años, fue revitalizado, desde que la reforma constitucional de 1994 le otorgó a la ciudad de Buenos Aires el estatus de estado autónomo con capacidad de organizar su propia policía. Sin embargo, en 2008 se creó una “Policía Metropolitana” y, a lo largo de casi una década, naufragaron los intentos de “traspasar” las comisarías seccionales de la órbita de la Policía Federal Argentina a la nueva institución, dejándola en una posición de gran debilidad y escaso control territorial. Recientemente, el traspaso entró en fase de concreción cuando el gobierno de la ciudad y el nacional anunciaron, en 2016, la creación de la “Policía de la Ciudad”, que promete absorber a la Metropolitana y hacerse cargo de las comisarías. Policía de Buenos Aires, Policía de la Capital, Policía Federal Argentina, Policía Metropolitana, Policía de la Ciudad: muchos nombres para el mismo problema de vigilar la principal ciudad de la Argentina, núcleo del poder político y económico del país.
- 1 Sobre la construcción del orden rosista ver Salvatore (2003).
4Este artículo pretende reconstruir los debates que atraviesan la historia política de la Policía de Buenos Aires en su más de medio siglo de duración. El foco analítico se sitúa entre los años 1850 y 1880, cuando adquirió fuerza la demanda de una reforma capaz de convertirla en lo que se denominó “policía de seguridad”. Se intentará rastrear el lenguaje político que hizo posible esa reforma policial en la obra de escritores como Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, Domingo Faustino Sarmiento y Esteban Echeverría. Sus dichos y escritos serán puestos en diálogo con otras fuentes documentales producidas en sede policial: reglamentos, memorias del Departamento de Policía, revistas y manuales de instrucción dirigidos a la tropa. Pese a que la policía (y la cuestión del uso de la fuerza pública) no ocupaba un lugar central en la obra de estos letrados, opositores al gobierno de Juan Manuel de Rosas, la espinosa institución comenzó a llamar más su atención después de la caída del rosismo en 1852.1 Si desde entonces hubo cierto consenso en torno de la necesidad de una reforma policial, también surgieron proyectos alternativos, y en algunos casos antagónicos, en cuanto a la manera de llevarla a cabo.
5La historiografía sobre la policía de Buenos Aires ha atravesado tres etapas diferentes. El primer impulso surgió dentro de los muros de la propia institución en el marco de las celebraciones del primer centenario de la República Argentina (1910) y se extendió hasta bien entrados los años 1970. Esta tradición de policías aficionados en el estudio del pasado institucional comenzó con la obra del comisario Leopoldo López, a quien la jefatura encomendó la elaboración de una reseña histórica (López 1911). La edición estuvo a cargo de la Imprenta de Policía, talleres gráficos creados en 1884 para imprimir las órdenes del día que se distribuían en las comisarías seccionales, pero que poco después comenzaron a producir textos de dogmática utilizados en las incipientes escuelas de agentes, entre los cuales se contaban – precisamente – los libros que difundían la versión ortodoxa de la historia policial.
- 2 Orden del día 3 de octubre de 1962 (Romay 1963, 7).
6En la década de 1930, esa línea derivó en la creación de una editorial llamada Biblioteca Policial, que dirigió Enrique Fentanes. Uno de los primeros títulos fue la Historia de la Policía en la Ciudad de Buenos Aires, escrita por un comisario (Cortés Conde 1937). Mientras la reseña de López remitía los orígenes de la policía porteña a la creación del Virreinato del Río de la Plata, Cortés Conde extendía su alcance hasta la mismísima fundación de la ciudad de Buenos Aires en 1580. Esa interpretación tendría continuidad en el Centro de Estudios Históricos Policiales, espacio consagrado por la jefatura en 1962.2 Dirigido por Francisco Romay, comisario veterano, ya retirado, que había ingresado a la institución en 1908 y que tenía gran cantidad de publicaciones sobre historia policial en diálogo con diversos círculos académicos. A Romay se le encargó la redacción de la Historia de la Policía Federal Argentina, obra que en gran medida estaba realizada: al año siguiente apareció el primer tomo y en tres años se publicaron los restantes cuatro que completaban el período 1580-1880.
7La historia de la Policía de la Capital quedó fuera de los cinco tomos de Romay, pero fue abordada por su continuador, el director del Museo Policial, Adolfo Rodríguez. Hasta entonces había publicado por la editorial policial una serie de libros y folletos vinculados al acervo del museo y, tras la muerte de Romay, asumió la tarea de continuar la Historia de la Policía Federal Argentina. En 1975 apareció el tomo sexto (1880-1916) y tres años más tarde el séptimo (1916-1944). Más tarde se publicaron distintos resúmenes de la historia policial, pero no hacían más que sintetizar los trabajos anteriores de Romay y Rodríguez, con escasos agregados (Rodríguez 1981). El linaje de los policías historiadores entró, así, en franco declive a partir de los años 1980, exactamente en el momento en se abría una segunda etapa en la producción historiográfica sobre la policía argentina.
- 3 Una reflexión historiográfica sobre este tema puede encontrarse en Caimari (2015).
8En efecto, en los años que siguieron al regreso a la democracia la policía comenzó a despertar, por primera vez, cierto interés en la investigación académica, un acercamiento que estuvo marcado por preguntas sobre la genealogía de la represión estatal en la última dictadura.3 El foco de análisis se colocó entonces en preguntas sobre la organización de aparatos represivos en el proceso de construcción del estado y el “control social” de los sectores populares. Una buena parte de las investigaciones se concentraron en el cambio de siglo (XIX al XX), momento marcado por huelgas, estados de sitio y sanción de leyes que fueron leídas como reacciones represivas del estado ante el avance del movimiento obrero (Suriano 1988; Blackwelder 1990; Ruibal 1992).
9Más tarde, en un diálogo crítico con estos trabajos, otros autores plantearon la necesidad de desplazarse hacia interrogantes sobre la agencia histórica de los policías (Gayol 1996; Kalmanowiecki 1998). Esta tercera etapa de producción historiográfica adquirió especial fuerza en los años 2000 con el surgimiento de tesis de maestría y doctorado dedicadas a estudiar la historia sociocultural de la policía. Algunos de esos estudios se enfocaron en los procesos de especialización y profesionalización del oficio policial, materializados en las secciones de Investigaciones, Orden Político y Orden Social, incluyendo la aparición de archivos con prontuarios personales y laboratorios de policía científica (Kalmanowiecki 1995; Barry 2009; García Ferrari 2010). Otros trabajos eligieron un abordaje de la policía “hacia fuera”, intentando comprender la manera en que intervenía en diferentes cuestiones sociales como la infancia, el juego clandestino y diversos tipos de prácticas ilegales (Freidenraij 2015; Cecchi 2016).
10Este trabajo recupera una investigación que nació en este contexto de renovación historiográfica. Se propone, en este caso, analizar dos aspectos conectados de la historia política de la Policía de Buenos Aires. La primera parte aborda los proyectos de reforma policial que se sucedieron después de la caída de Rosas en 1852 y, en particular, el proceso de transformación institucional emprendido por la jefatura de Enrique O’Gorman (1867-1874). Gran parte de esa jefatura transcurrió durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento, uno de los escritores más destacados de su época y presidente de la república entre 1868 y 1874. En la segunda parte se estudian los debates que se suscitaron en esta época sobre el uso de la fuerza pública por parte de la policía, con especial atención en la cuestión de los “allanamientos”, es decir, los registros policiales de domicilios y de establecimientos comerciales, procedimiento cuya legalidad era frecuentemente puesta en cuestión. El propio Sarmiento y otros escritores intervinieron en esta discusión, que tocaba la columna vertebral de la autoridad policial en el marco de un proceso más amplio de reconstrucción del poder estatal en Buenos Aires.
- 4 El nombre “generación del 37”, frecuentemente utilizado en la historia intelectual argentina, hace (...)
- 5 Antes de ser presidente de la nación, Bernardino Rivadavia fue Ministro de Gobierno y Relaciones Ex (...)
11A mediados del siglo XIX, muchos de los escritores de la llamada “generación del 1837”4 apenas mencionaban a la policía de una manera tangencial, asociándola a la maquinaria de tiranía del régimen rosista. El Departamento de Policía era un incómodo legado de las reformas administrativas encabezadas por el ministro Bernardino Rivadavia en la década de 1820.5 Esa incomodidad se expresaba, por ejemplo, en la Historia de la República Argentina de Vicente Fidel López. El abogado porteño elogiaba el “espíritu liberal” de las reformas rivadavianas, pero la policía asomaba como un extravío que recuperaba el linaje absolutista. El Departamento de Policía no pasaba de una “copia bien intencionada” de las reformas ilustradas del ministro José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca, mentor en España de la Superintendencia General de Policía instalada en Madrid en 1782 (Martínez Ruiz 1986). Según Vicente Fidel López (1890, 134-138), Rivadavia había regresado de Francia “fascinado con las maravillas y la sencillez de la centralización administrativa”, sin advertir las “malas consecuencias que pronto habrían de hacerse sentir”. Desde su punto de vista, esos efectos procedían de la equívoca supresión del régimen municipal y de su reemplazo por un “Departamento de Policía que, por su carácter más militar que civil, era poco compatible con los fundamentos de un gobierno liberal y representativo”.
- 6 Hacia la segunda mitad del siglo XIX, en América Latina, la expresión “policía de seguridad” se tor (...)
12La supresión de los dos cabildos existentes en la provincia (Buenos Aires y Luján) y la transferencia de las funciones municipales al Departamento de Policía, en 1822, formaban parte de un mismo movimiento de centralización en el ejecutivo (Ternavasio 1998). Aunque en los treinta años que siguieron a esta reforma la policía fue el actor central en el gobierno urbano de la ciudad de Buenos Aires, el régimen municipal no estuvo ausente del horizonte de expectativas de las elites porteñas. Tras la caída de Rosas se consolidaron dos posiciones diferentes sobre el lugar que ocuparía el Departamento General de Policía luego de la instalación de la municipalidad. Por un lado, aquellos que defendían la separación entre una “policía municipal” y una “policía de seguridad”.6 Por ejemplo, para Domingo Faustino Sarmiento la policía municipal comprendía la gestión material de la ciudad, su limpieza, salubridad y ornato, y su vigilancia debía estar a cargo de un cuerpo de inspectores dependientes de los municipios de cada ciudad. En cambio, la policía de seguridad debía abocarse exclusivamente a la custodia de la “tranquilidad pública” y de la “seguridad individual”, la vida y las propiedades de los habitantes del estado. Mientras la policía municipal era una competencia local, la otra debía responder órdenes directas del gobernador, como fue consagrado por la constitución provincial de 1854 (Sarmiento 2001, 171-181).
13La segunda posición era la que sostenía Juan Baustista Alberdi. El abogado tucumano pensaba a la policía de seguridad como una instancia administrativa subordinada a la municipalidad, y no como una institución autónoma. En sus escritos posteriores a la Batalla de Caseros, sostenía que las constituciones provinciales debían restituir al vecindario, junto con el régimen municipal, la administración de justicia civil y criminal en primera instancia, y la policía de “orden, seguridad, limpieza y ornato”. Restituir, porque consideraba todos esos dominios un derecho natural de los habitantes de una ciudad, arrebatado con la supresión de los cabildos. Alberdi rechazaba la separación entre la policía de seguridad y las funciones policiales del municipio:
Este punto de la administración [la policía] es negocio doméstico, inalienable, de los vecinos, y nada más que de ellos. La persecución de un incendiario, la captura de un asesino, la clausura de una cloaca que infesta a la población, no deben estar confiadas a un gobernante que resida a diez o veinte leguas, porque su olfato inaccesible al mal olor, su desinterés asegurado del ladrón distante, y su sensibilidad poco conmovida por la sangre que no ha visto correr, no pueden tomar el interés activo y eficaz del vecindario mismo que sufre esos padecimientos. (Alberdi 1886, 50)
- 7 Ver el Decreto de Establecimiento de la Municipalidad del 1° de septiembre de 1852 (Recopilación 18 (...)
14Para Alberdi, la policía como ramo de la administración urbana abarcaba preocupaciones de seguridad pública (incendios delictivos, asesinatos, robos), pero a su lado continuaban apareciendo las cuestiones de urbanidad (“buenas costumbres”, limpieza y ornato) que conformaban el arco semántico de la noción de policía desde tiempos tardo-coloniales (Sánchez León 2005). En 1852, poco antes de la secesión entre Buenos Aires y la Confederación Argentina, se dictó un primer decreto que establecía la Municipalidad de Buenos Aires (Mouchet 1957). Allí se asumía la posición alberdiana de subordinación de la policía a la presidencia del consejo municipal, al adjudicarle “todas aquellas medidas relativas a la policía, seguridad, salud, limpieza y ornato de la ciudad”.7 Además se creaba una “comisión de seguridad” a la que le correspondía la reorganización del cuerpo de serenos (policía nocturna), la realización de un padrón de vecinos, administración de las cárceles, recaudación de impuestos, control de pesos y medidas; en suma, casi todas tareas hasta entonces realizadas por el Departamento de Policía. Ni la Constitución del Estado de Buenos Aires de 1854, ni la ley de municipalidades de ese mismo año, ni la Constitución de la Provincia de Buenos Aires de 1873, modificaron este punto. Sin embargo, la policía no se desprendería tan fácil de esas atribuciones: por años, el poder municipal careció de inspectores propios y los comisarios de policía fueron los encargados de hacer cumplir las disposiciones que dictaba (Galeano 2015 y 2016).
15Lo que había fracasado era el discurso que colocaba a la seguridad como un objeto más de gobierno municipal, a la par de la salubridad, la limpieza y el ornato. A mediados del siglo XIX, la idea de seguridad se convirtió en una pieza demasiado importante como para ocupar ese lugar tan modesto. Y la Policía de Buenos Aires supo capitalizarlo, conservando un lugar preponderante en la burocracia estatal bajo la condición de redefinirse a sí misma como una “policía de seguridad”. Hacia el final de la presidencia de Sarmiento, el propio Alberdi llegaría a hacer de la primacía de la idea de seguridad el centro de la crítica al gobierno. En Palabras de un ausente (1874) incluyó dos brevísimos textos donde volvía críticamente sobre algunos conceptos de Sarmiento a treinta años de la aparición de su gran obra, Facundo. Alberdi le atribuía a ese libro una visión ingenua del dilema entre civilización y barbarie, que derivaba de una mala interpretación del significado de la noción de libertad. Para que un pueblo fuese libre, no bastaba con ofrecer libertades políticas abstractas: era necesario “estar seguro de no ser atacado en su persona, en su vida, en sus bienes” y la policía tendría, entonces, la obligación de custodiar nada menos que “la primera y la última palabra de la civilización”: la seguridad individual (Alberdi 1887a). “Inseguridad” era lo que, según Alberdi, le sobraba al país por herencia del gobierno de Sarmiento, que había estado contaminado por una doble realidad en la que los ferrocarriles convivían con las guerras civiles, los telégrafos con los malones de los indios, la codificación con la ilegalidad, las políticas de higiene con las pestes y el alumbrado a gas con la proliferación de delitos (Alberdi 1887b, 168).
16En estos años, el estado de la policía de Buenos Aires fue denunciado como una situación anómala e injusta: anómala por trasgredir la letra constitucional e injusta porque los ciudadanos de todo el territorio de la provincia pagaban impuestos para financiar a una policía que concentraba la mayor parte de sus recursos en la vigilancia de la ciudad. La situación se había vuelto aún más compleja luego de la Batalla de Pavón y de la decisión de declarar a Buenos Aires, en 1862, residencia provisoria de las autoridades nacionales por el plazo de cinco años. ¿Era necesario contar con una policía dependiente del ejecutivo nacional? ¿Debía nacionalizarse la antigua Policía de Buenos Aires? ¿O era preferible cumplir con el mandato constitucional y subordinarla a la municipalidad porteña? ¿Pero entonces debía existir una policía por cada municipio de la provincia? Los legisladores discutieron estas cuestiones hacia finales de la década de 1870: el diputado Julio Blanco, por ejemplo, criticaba la existencia de comisarías de mercados y tabladas, advirtiendo que eso era una prueba del absurdo resultante de una policía con visos municipales que no obedecía a la municipalidad, como rezaba la constitución (Blanco 1878, 9).
17Vicente Quesada, el ministro de gobierno de la provincia de quien dependía la jefatura de policía, dejaba en claro en su mensaje al congreso que no se trataba exactamente de un descuido. A pesar de declararse un “partidario del principio de descentralización administrativa”, llamaba a prolongar las prerrogativas del poder ejecutivo nacional. Llegaría un día en que ese “enorme gasto” que significaba el presupuesto del Departamento de Policía sería descentralizado en los diferentes municipios, transfiriéndoles la policía de seguridad. Pero advertía el riesgo de dejar al gobierno central, en esa coyuntura de creciente tensión política, “impotente y completamente desarmado para responder del orden público” (Quesada 1877, 3-9). Por eso pedía no apresurarse en cumplir el mandato constitucional, sacrificando la ley en nombre de un futuro que nunca llegaría.
- 8 Flores Belfort, quien aparecía en la revista como el “redactor en jefe”, trabajaba como “comisario (...)
18En 1867 el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Adolfo Alsina, designó a Enrique O’Gorman como jefe de policía. Esta jefatura inició un proceso de reforma institucional, cuyo eje fue el nuevo Reglamento General de Policía (1868), que O’Gorman presentaba al ministro de gobierno como una tentativa de reorganizar las “facultades tan ilimitadas” que recaían sobre la institución desde que tuvo que “suplir las funciones del extinguido cabildo” (Reglamento 1868, 4-5). En este pasaje aparece una idea que se repite en muchos escritos vinculados a la policía, durante toda la segunda mitad del siglo XIX: que la Policía de Buenos Aires, tal como la había dejado el rosismo (centralizada, despótica, arbitraria), se había convertido en un monstruo administrativo: “un amasijo de deberes distintos a los de su institución”, como escribía el comisario Daniel Flores Belfort en la revista policial que fundó y dirigía.8 Para este viejo servidor de la Policía de Buenos Aires, la única forma de desvencijar al monstruo era concentrar todos los esfuerzos en la custodia de la seguridad de la población, persiguiendo los atentados contra la propiedad y la vida de los habitantes (Flores Belfort 1872, 100-101).
19La prevención y represión del delito era el horizonte que estos reformadores vislumbraban como área de incumbencia del poder policial. En su proyecto de reforma, el principal problema que enfrentaba O’Gorman era administrar la multiplicidad de tareas que “distraían” a la institución de su función de custodia de la seguridad. La policía se había convertido en una “ejecutora no solo de las resoluciones inherentes a su poder propio, sino también de aquellas que emanan de las demás autoridades constituidas” (O’Gorman 1873, 475), en particular, de la Municipalidad que carecía de inspectores propios para cobrar las multas por las infracciones a disposiciones que dictaba. De esta manera, la idea de monstruosidad comprendía dos significados complementarios. Monstruoso era el tamaño de la institución, con su triple carácter de una policía municipal, provincial y nacional. Y monstruoso era también su accionar, según decían sus detractores, por la manera en que hacía uso de la fuerza pública.
20En septiembre de 1858, el congreso bonaerense discutía un proyecto de ley sobre las “funciones judiciales” de la Policía de Buenos Aires. Domingo Faustino Sarmiento estaba presente entre los legisladores, en medio de una carrera parlamentaria y política que había comenzado en 1856 como concejal de la ciudad de Buenos Aires y que terminaría en la presidencia de la república. Sarmiento participó en este debate en torno a la interpretación de un pasaje de la Constitución del Estado de Buenos Aires, sancionada en 1854 tras la secesión con la Confederación Argentina, que definía a la residencia particular como “asilo inviolable”. Según el artículo 160, la policía solo podía invadir la casa de un ciudadano “en virtud de orden escrita de juez o autoridad competente” (Constitución 1854, 22). Antes del debate de 1858, el texto constitucional había sido objeto de polémicas. El principal adversario intelectual de Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, cuestionaba ese artículo por consagrar la inviolabilidad del hogar como un derecho del “ciudadano” y no del “habitante”, lo que en la práctica significaba –en su opinión– “entregar la casa del extranjero al acceso de la policía” (Alberdi 1886, 275).
- 9 En numerosas obras de escritores contemporáneos pueden leerse referencias a esas invasiones nocturn (...)
21De este modo, la discusión sobre los derechos de los extranjeros se intercalaba con un problema de enorme carga simbólica para la historia política de Buenos Aires: la irrupción de la policía en los domicilios particulares. En la memoria de los contemporáneos de Sarmiento y Alberdi, el registro policial de un hogar remitía inmediatamente a la Mazorca, una fuerza parapolicial del régimen de Rosas (Di Meglio 2007). Sus ataques nocturnos en casas de opositores, que muchas veces terminaban con sangrientos degüellos, eran parte esencial del imaginario de la barbarie que el nuevo orden pretendía conjurar.9 El recelo con que se miraba al “allanamiento” era el mismo que pesaba sobre la policía en general y que se extendía a cualquier acto estatal de uso de la fuerza pública. Sarmiento lo decía claramente cuando notaba la existencia de “una cierta desconfianza del poder ejecutivo” en relación a los “abusos que puede cometer por medio de la policía que de él depende” (Sarmiento 2001, 174). Pero ahora el autor del Facundo no solo estaba preocupado por las libertades individuales, sino también por la dificultad para construir un poder estatal capaz de garantizar el orden y el monopolio de la violencia legítima.
- 10 Decreto del 31 de marzo de 1822, en Manual (1825, 12).
22En el debate parlamentar, Sarmiento reconocía que, desde su creación en 1822, el Departamento de Policía detentaba ese poder fáctico de invasión del hogar. El decreto del entonces Ministro de Gobierno Bernardino Rivadavia había conferido al jefe de policía y a los comisarios la facultad de instruir sumarios y aprehender sospechosos de delitos, pero nada decía sobre las órdenes de registro policial de casas particulares.10 El proyecto de ley de 1858 (de autoría de Sarmiento junto a otros dos legisladores) buscaba darle a esta facultad un estatuto legal. Especificaba que la “autoridad competente” para dictar mandatos de registro domiciliar podía ser tanto un juez como el jefe de policía, en el territorio de la ciudad de Buenos Aires, mientras que en las zonas rurales el poder se extendía a los comisarios y a los jueces de paz. Los legisladores que se oponían a la propuesta evocaban el ejemplo de la Mazorca para advertir el peligro de otorgarle a la policía una facultad arbitraria y sin control del poder judicial. Sus defensores respondían que era inútil atribuir a la policía el trabajo de investigación criminal, sin la posibilidad de inspeccionar una casa en la que podía encontrarse la persona buscada. En ese sentido, para Sarmiento, las atribuciones judiciales de la policía habían sido “consentidas por los tribunales”, por lo que constituían “prácticas tan legales como la ley misma” (Sarmiento 2001, 172).
- 11 En la Constitución de 1873, este plazo se redujo a veinticuatro horas (Constitución, 1873, art. 16)
23Los defensores del proyecto buscaban legalizar esta práctica, pero, a su vez, someterla a ciertos controles. En los registros domiciliarios la policía debía actuar de oficio tan solo cuando las urgencias de la aprehensión de un criminal no permitieran elevar un pedido al juez. Sin embargo, los policías siempre tendrían un plazo de tres días para informarlo por escrito a los jueces, al igual que en el caso de los arrestos callejeros por delitos infraganti.11 Sarmiento defendía su propuesta argumentando que inclusive Inglaterra, tierra de las garantías individuales, había tenido que sucumbir al “sistema francés” en materia policial. Esa alusión reproducía un estereotipo ampliamente difundido en el siglo XIX, que oponía el “modelo inglés” de la Policía Metropolitana de Londres – visto como un servicio público de carácter civil – al llamado “sistema francés”– militarizado y verticalista, pero asumido como más eficaz para el combate al delito (Lawrence 2012, 103-117). El Sarmiento legislador parecía inclinarse hacia una organización policial que privilegiara el orden y la seguridad por sobre las garantías individuales y el liberalismo jurídico. Una policía entendida –según sus palabras en 1858– como “una organización pública que, participando del carácter militar, esté apostada en todas partes, de día y de noche, para evitar que se cometan delitos y para aprehender a los delincuentes y cuidar el orden” (Sarmiento 2001, 173).
24Una década más tarde, con Sarmiento en la presidencia, se puso en marcha un proyecto para construir esa “policía de seguridad” capaz de enfocarse en el combate de la delincuencia y organizada en torno a la concentración de poder en la jefatura de policía, que a lo largo de todos esos años encabezó Enrique O’Gorman. Esa centralización de autoridad fue objeto de cuestionamientos dentro y fuera de la policía. El presidente Sarmiento fue coherente con las ideas desplegadas antes como legislador, cuando defendía que la policía, al igual que cualquier otro poder público, debía “tener en sí misma los medios para ejecutar sus mandatos” (Sarmiento 1858b). La “cuestión del allanamiento” debía ser sometida a ciertos controles, pero no a obstáculos que imposibilitaran el registro policial de domicilios. Si la policía llegaba a la puerta de una casa mientras perseguía a un delincuente – concluía Sarmiento – no se le podía decir “vaya a buscar otra autoridad que lo autorice” (Sarmiento 2001, 173).
25Unos meses antes del debate parlamentario, Sarmiento había publicado en el diario El Nacional una serie de artículos explicando que en Londres y en Nueva York nadie cuestionaba la capacidad del gobierno para registrar una casa empleando la fuerza policial. En Buenos Aires – protestaba – había políticos que pretendían fortalecer las libertades contra el avance del poder ejecutivo, y eso le parecía un sinsentido: “suprimamos, pues, la policía, y que cada juez salga con su vara a la calle a hacer su oficio” (Sarmiento 1858a). El debate sobre los allanamientos reflejaba las tensiones al interior de la elite porteña después de la caída de Rosas, en la que convivían posiciones diferentes en torno al uso de la fuerza pública: fortalecer el poder estatal o reforzar las garantías individuales (Halperin Donghi 2005, 32-33; Salvatore 2003, 401). La posición de Sarmiento en defensa de esta facultad policial se basaba en su creciente convicción sobre la urgencia de potenciar los recursos estatales para garantizar el orden y la certeza de estar robusteciendo, así, la libertad contra quienes creían que el orden sería un resultado de una sumatoria de libertades individuales. Por eso cerraba su defensa señalando que no era posible garantizar la “seguridad del individuo” sin antes velar por la “seguridad de la sociedad en general”. La construcción de un monopolio de la violencia incontestable era, para Sarmiento, el único medio para preservar la libertad del ciudadano (Sarmiento 1858a y 1858b).
26En su Dogma Socialista, Esteban Echeverría, otro de los escritores de la generación del 37, expresaba el dilema del poder policial que atravesaba los discursos de sus contemporáneos: el Departamento de Policía nacido de las mejores intenciones reformistas, y que se había convertido en un “brazo activo y maléfico de la autoridad”, ¿debía permanecer en un futuro gobierno liberal y republicano? ¿Podía realmente convertirse en un poder que se ocupara de “la higiene pública, el abasto, el orden interior y demás ramos de policía urbana”? ¿O su propia naturaleza lo conducía al destino inevitable de “satélite del poder arbitrario y usurpador de los derechos del pueblo”? (Echeverría 1915, 35). Mientras para Sarmiento esa suerte había sido producto de la degeneración institucional que afectó todas las dependencias del estado provincial, Alberdi, como Echeverría, creía que tal destino estaba escrito en un grave error de Rivadavia.
27En los Elementos de Derecho Público (1853), Alberdi ensayaba una defensa del rol de los cabildos coloniales. Las reformas rivadavianas, al suprimir el Cabildo y crear el Departamento de Policía, habían destruido la autonomía municipal en favor de una institución que se convirtió, con gran facilidad, en el “brazo derecho de Rosas”. Sin quererlo, el “generoso Rivadavia” había reemplazado el orden municipal por una “policía militar de tipo francés” – opuesta a la “policía popular” de matriz anglosajona –, “cuyo modelo trajo de Francia, donde los Borbones lo tenían del despotismo de Napoleón” (Alberdi 1886, 49). Una vez más, el “sistema francés” opuesto al modelo anglosajón aparecía como clave de lectura de la historia policial argentina, aunque para llegar a la conclusión inversa. Más que un horizonte deseable, para Alberdi la “policía de tipo francés” era una realidad a ser superada. Desde su punto de vista, los derechos civiles de los vecinos de una ciudad comprendían el control de la policía y de la justicia en primera instancia, por intermedio de los miembros del ayuntamiento por ellos mismos elegidos. Las reformas rivadavianas habían quitado esas prerrogativas al pueblo y las habían entregado a los comisarios, jueces de paz y otras autoridades designadas por el gobierno central. Y esa “policía militar” había apoyado la dictadura de Rosas hasta sus últimas consecuencias. Tanto Alberdi como Sarmiento coincidían en que, durante la batalla de Caseros, el ejército de Rosas contó con pocos soldados, mientras que la mayor parte de la tropa estaba conformada por serenos y vigilantes de policía (Alberdi 1932, 74-75; Sarmiento 1852, 157).
- 12 La visibilidad de las ejecuciones públicas y la pena de muerte después de la caída de Rosas fue ana (...)
28Pero hasta ahí llegaban las coincidencias, en el punto exacto en que comenzaban las diferencias de opinión respecto del gobierno instalado tras la caída de Rosas. Para Sarmiento, la política de Urquiza, de muerte y venganza, de clausura de los diarios y encarcelamiento de opositores, no hacía sino reavivar la sombra mazorquera. Escribía indignado sobre el aspecto sanguinolento de la Buenos Aires de esos años, que arrastraba “reminiscencias terribles”, mientras las damas porteñas susurraban que “en tiempo de Rosas no nos ponían cadáveres colgados en los sauces del paseo en Palermo” (Sarmiento 1852, 211).12 En Campaña en el Ejército Grande, Sarmiento mencionaba el episodio de un alemán que habría sufrido un arbitrario ataque por parte de un grupo de soldados armados y que cuando se dirigió a la policía se le negó el derecho a realizar la denuncia, sugiriéndole que él mismo podía matar a quienes habían intentado asaltarlo. Esto lo llevaba a concluir que si Rosas era el “grado cero del termómetro” con que se medía la arbitrariedad y el despotismo, el gobierno de Urquiza estaba algunos grados más abajo (Sarmiento 1852, 211-212).
- 13 Cazón fue jefe de policía en dos oportunidades: la primera entre 1853 y 1857, la segunda entre 1861 (...)
- 14 La historiografía sugiere que esta resistencia social al uso de la fuerza pública no era un fenómen (...)
29En estos primeros años posteriores a la batalla de Caseros fue casi imposible separar a la Policía de Buenos Aires de su pésima fama rosista y mazorquera. Entre 1852 y 1853, mientras eran ejecutados los principales nombres de la Mazorca, se sucedieron ocho jefes de policía, hasta que se hizo cargo Cayetano Cazón y comenzó un tibio proceso de restablecimiento de la autoridad, aun así muy resistido por los vecinos y por la prensa opositora.13 El sucesor de Cazón, luego de su segunda jefatura, fue Enrique O’Gorman, el primero que reunió el suficiente capital político para emprender una duradera reforma institucional y que llegó a contar con cierta aprobación de parte de la opinión pública. En el lapso transcurrido entre el inicio de la primera jefatura de Cazón (1853) y el comienzo de la gestión de O’Gorman (1867), existen muchos indicios de la enorme resistencia del público a todo tipo de intervención de autoridades policiales y, en especial, al uso de la fuerza pública.14
- 15 Sobre Rosa Guerra y las mujeres escritoras de Buenos Aires en el siglo XIX, ver Batticuore (2005) e (...)
30En 1860, Rosa Guerra, escritora que alternaba sus tareas docentes con el periodismo, publicó el folleto ¡Causa célebre! El Jefe de Policía D. Rafael Trelles y las señoritas de Guerra.15 Como representante del Colegio de Niñas que administraba junto a otras damas porteñas, Guerra dirigía este escrito al gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Bartolomé Mitre. El colegio estaba situado en una casa alquilada a un hombre que al poco tiempo la vendió a Diego Brithain. El nuevo dueño envió una carta a las inquilinas pidiendo el desalojo porque la casa sería demolida. Las damas demoraban en encontrar un nuevo local, mientras Brithain presionaba para apurar el desalojo y terminó presentándose ante un juez de paz, logrando que pusiera un plazo de cuarenta días. Las inquilinas apelaron al juez para pedir una extensión del plazo y recibieron la peor respuesta: “con la ley en una mano y la fuerza bruta en la otra, nos echó de su casa, diciéndonos que él mismo iría con vigilantes a lanzarnos a la calle” (Guerra 1860, 2).
31Al poco tiempo la policía irrumpió en el Colegio de Niñas. El primero en llegar fue el Comisario de Órdenes, Santiago Méndez. Ante las protestas de las mujeres, las condujo al Departamento de Policía para hablar con el jefe, Rafael Trelles. Tampoco obtuvieron ningún tipo de concesión. Según la versión de Rosa Guerra, las damas habrían increpado a Trelles acusándolo de falta de “caballerosidad” y recordándole que la función del jefe de policía era la de “mantener el orden, evitar los escándalos y tender una mano protectora cuando el débil sea oprimido por el más fuerte” (Guerra 1860, 4). Al parecer, furioso ante las acusaciones, Trelles amenazó con mandarlas a prisión y solo pudieron lograr una pequeña prórroga del desalojo por intermedio del comisario del barrio. Una vez más, la cuestión del ingreso policial a una propiedad suscitaba cuestionamientos sobre los usos de la fuerza pública. Para Guerra, la policía de Buenos Aires representaba la “ley de la fuerza bruta”, como decía en un verso incluido en su folleto, cuyas primeras letras de cada línea formaban el apellido del jefe de policía en un acrónimo vertical:
Temblad oh! pueblo ante el poder nefando!
Respetad de la ley la fuerza bruta..!
Están vuestras mujeres ultrajando
LLorad de oprobio..! la Policia astuta
Ejerce con vileza sus poderes
Sumiendo en la ignominia las mujeres!
32Ese poder oprobioso era motivo de acusaciones cotidianas de la prensa y de una permanente disputa en la calle, cuerpo a cuerpo, contra el uso de la violencia estatal por parte de los agentes policiales. El comisario Laurentino Mejías lamentaba que, mediando la década de 1870, cuando los vigilantes trataban de reducir un hombre que se resistía a ser arrestado, el público “desaprobaba la actitud de los representantes del orden” e, inclusive, a veces intervenían en su defensa (Mejías 1911, 161). En la memoria anual del Departamento de Policía, O’Gorman se jactaba de haber acabado con las resistencias al uso de la fuerza y afirmaba que, si aún era imposible “decir que siempre y por todas partes encuentran sus agentes el apoyo público”, al menos era “una realidad alentadora” que la policía “cada vez más se identifica con el pueblo de donde parte, donde vive y a quien sirve” (O’Gorman 1873, 474). Más tarde, su sucesor en la jefatura, Manuel Rocha, aseguraba que se había alcanzado una “nueva faz de la policía” en la cual la institución ya no era “ni el poder irresponsable del pasado, ni el brazo del terror”. La memoria de la Mazorca seguía presente. Sin embargo, aunque Rocha reconocía que la policía todavía no había alcanzado el nivel más alto de aceptación popular, confiaba en que estaban desapareciendo “los recuerdos de donde partían esas resistencias” (Rocha 1876, 4-5).
33La centralidad de este problema de la resistencia al uso de la fuerza pública se constata tanto en las memorias de las jefaturas como en las incipientes revistas policiales. En septiembre de 1871 salió a la calle la primera entrega del periódico quincenal Revista de Policía, órgano de difusión de un grupo de empleados del Departamento Central y de las comisarías seccionales. No era cualquier momento. Se terminaba el invierno que había logrado lo que las autoridades municipales y provinciales nunca pudieron conseguir: detener la epidemia de fiebre amarilla iniciada en el verano de este mismo año. Durante los peores meses, las comisarías estuvieron atiborradas por tareas de atención a la salud pública, que realizaron en articulación con las juntas de higiene instaladas en las parroquias. La policía tuvo que ejecutar una serie de acciones para atender las secuelas de la mortalidad masiva: expedir certificados de defunción, distribuir ataúdes, enterrar cuerpos en los cementerios, llevar a los niños huérfanos a los hospicios y transportar las ropas de los infectados a los “vaciaderos” en las que eran incineradas. Y también tuvo que acompañar las medidas dictadas por el Consejo de Higiene, desde las “visitas domiciliarias” a las casas de inquilinato y el desalojo de las manzanas infectadas hasta las inspecciones en mataderos y saladeros. Para enfrentar las resistencias ante esas intervenciones, el gobierno provincial tuvo que autorizar el empleo de la fuerza pública (Galeano 2009).
34La resistencia de la población a las medidas determinadas por los médicos y ejecutadas por los vigilantes dio lugar a un debate en la revista sobre el “antagonismo entre la policía y el pueblo”. Las discusiones se iniciaron con una carta del comisario Lisandro Medina, en la que instaba a reflexionar sobre las causas de esa enemistad. Medina reprochaba la falta de colaboración de los ciudadanos a la institución que el estado colocaba para proteger sus vidas y sus bienes. En algunos casos, decía, se esmeraban en entorpecer el trabajo de los vigilantes, abucheándolos cuando intentaban hacer uso de la fuerza o llegando al punto de formar espontáneamente grupos que intercedían para impedir los arrestos (Medina 1871a). El comisario ponía el acento, una vez más, en la memoria de la Mazorca. El pueblo conservaba “reminiscencias” de la policía en los años de Rosas, “rememorando su pasada opresión”. De poco servirían los cambios de nombres en la institución mientras durara ese “funesto recuerdo”, raíz del recelo contra la policía porteña (Medina 1871b).
35Otro de los redactores estables de la revista, Osvaldo Saavedra, intervino en el debate. En ningún momento puso en discusión la existencia del antagonismo, pero discrepaba en la búsqueda de sus causas. Poco tenía que ver el recuerdo de la Mazorca: la oposición a la policía partía de “la gente de malos hábitos, la plebe”, que estaba reaccionando ante la “presión” de los procedimientos policiales (Saavedra 1871). Es decir que, para Saavedra, la hostilidad de “la gente del desorden” reflejaba más éxitos que fracasos de la policía. Era síntoma de su recto funcionamiento.
36Poco después apareció en la revista una tercera posición que depositaba parte de la responsabilidad en los abusos cometidos por los propios vigilantes, algo que el autor, Marcelino Suárez, consideraba un atropello de las garantías individuales por parte de los individuos cuya misión era protegerlas. No era un problema de temores excesivos por los recuerdos de un pasado más o menos remoto, sino una efectiva continuidad de la tiranía en el presente. La policía debía dejar de ser un “mero instrumento de los mandones” de turno, que la usaban como agentes electorales, alejándose de su fama de “látigo y ostentación de la fuerza bruta” (Suárez 1872, 130). Esa policía que había sido el “brazo derecho de Rosas”, continuaba operando como agente ejecutor de medidas de dudosa legalidad. La posibilidad de dictar una “ley de policía” que definiera mejor sus funciones, que dispensara a los agentes del incómodo dilema entre acatar una orden ilegal o desobedecer al superior, fue un reclamo que se instaló en esta época y que sería ignorado por décadas (Galeano 2016). Muchas veces fueron los propios vigilantes los que pedían acabar con esa policía “despótica, arbitraria, estéril e impopular”, como escribía Saturnino Márquez, autor de un Manual de procedimientos que pretendía, precisamente, mitigar el vacío dejado por la ausencia de una ley orgánica (Márquez 1880, 366).
37La recuperación del régimen municipal poco después de la batalla de Caseros no alejó a la policía de la fama de “brazo ejecutor” y “fuerza bruta” al servicio del gobierno de turno. Algunos, como O’Gorman, pensaban que para acabar con ese imaginario había que emprender una profunda reforma que la convirtiera en verdadera policía de seguridad. Otros aseguraban que el único camino era acabar con la institución existente y fundar sobre sus escombros una nueva, que algún redactor de la revista llamaba “ministerio de policía”. Contrario a la reforma de O’Gorman, el autor de esa nota miraba con absoluto desencanto a la Policía de Buenos Aires y a la sombra mazorquera que la acompañaba como un estigma: “el fantasma ennegrecido puede ser blanqueado, recompuesto, pero no convertido en la admirable estatua de la policía moderna” (La Policía 1872, 92).
38A lo largo de este artículo se examinaron los debates posteriores a la caída de Rosas sobre el modelo de policía adecuado para la reconstrucción del orden político en Buenos Aires. El desprestigio que la policía porteña cargaba en sus espaldas a mediados del siglo XIX era un axioma que pocos se atrevían a discutir. Sin embargo, había divergencias sustanciales tanto en la forma en que se construía la genealogía de ese legado infame como en las propuestas para superarlo. Esta historia política de la Policía de Buenos Aires involucró debates entre grandes nombres de la escena pública argentina (Esteban Echeverría, Vicente Quesada, Domingo F. Sarmiento, Juan B. Alberdi, Vicente Fidel López) y también letrados que ocuparon cargos de diversas jerarquías dentro de la policía (Enrique O’Gorman, Manuel Rocha, Daniel Flores Belfort, Lisandro Molina, Osvaldo Saavedra, Laurentino Mejías). Unos intervenían desde los principales órganos de la prensa periódica y los debates parlamentares, mientras otros lo hacían desde las memorias gubernamentales y las revistas policiales, pero todos los discursos estaban atravesados por los mismos dilemas.
39Algunos escritores, como Sarmiento, veían a la policía rosista como una “deformación” del proyecto de las reformas rivadavianas. Otros creían que los problemas de la Policía de Buenos Aires (centralización, autoritarismo y violencia) estaban presentes, como vicios de origen, desde la década de 1820. Desde esa mirada, la creación del Departamento de Policía no había hecho otra cosa que destruir la autonomía municipal, fortaleciendo una institución de matriz absolutista. Estas diferencias en la interpretación del pasado tenían su correlato en proyectos distintos a futuro, pero el diagnóstico sobre el presente policial, al menos en la década de 1850, se mostraba bastante más homogéneo. La policía era vista como una institución monstruosa, por la diversidad de resortes que abarcaba su maquinaria, y como una institución distraída, que perdía su tiempo en atender problemas municipales de “baja policía”, manteniéndose alejada de la “verdadera misión”: devenir una policía de seguridad para custodiar los bienes y la integridad física de los habitantes. De todos modos, la construcción de una policía de seguridad que atendiera más directamente el problema del delito chocó con una fuerte resistencia al uso de la fuerza pública, percibida por algunos como una continuación de la “fuerza bruta” de los años de Rosas.
40Tras la federalización de la ciudad de Buenos Aires en 1880, la nueva Policía de la Capital inició un camino de modernización institucional que adquirió especial impulso en las jefaturas más duraderas y reformistas de Marcos Paz (1880-1885), Francisco Beazley (1896-1904) y Ramón Falcón (1906-1909). Esas reformas tuvieron tres dimensiones fundamentales. En primer lugar, un proceso de profesionalización de los agentes subalternos, cuyo principal motor de cambio fue la creación de las escuelas de formación a comienzos del siglo XX, que fueron objeto de nuevos cuestionamientos sobre la militarización de las fuerzas policiales (Barry 2009). En segundo lugar, una creciente diferenciación de áreas especializadas dentro de la policía, tales como los servicios de identificación y de policía científica con la instalación de la Oficina Antropométrica en 1889 y la reorganización de la policía de investigaciones (García Ferrari 2010; Albornoz-Galeano 2016). Por último, una gradual delimitación del campo de incumbencia de la policía y de la municipalidad marcó estos años de consolidación del poder municipal. Y aunque los policías venían quejándose, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, por la sobrecarga de tareas y múltiples distracciones que recaían sobre su trabajo cotidiano ante la inoperancia de las autoridades locales, terminaron disputando cada centímetro de poder con los intendentes e inspectores municipales (Galeano 2015).
41A comienzos del siglo XX, y como resultado de estas reformas, la policía de la ciudad de Buenos Aires se había convertido en un modelo institucional de referencia en América del Sur. En esos años, representantes del Uruguay, Brasil y Chile, entre otros países, viajaron a la capital argentina para estudiar el funcionamiento de su entonces célebre policía. El “modelo porteño” se consolidó con la elección de Buenos Aires como sede de la primera Conferencia Sudamericana de Policía (1905), gesto que muchos contemporáneos leyeron como el reconocimiento de su condición de metrópolis policial de la región. Sin embargo, ni siquiera en este momento de esplendor logró conjurar del todo el estigma de una institución monstruosa, tanto por su tamaño y alcance –a la vez local y nacional– como por el despliegue de la “fuerza bruta”. El siglo XX de la policía argentina transcurrió, en su primera mitad, entre acusaciones de corrupción y lazos de connivencia con el mundo del delito, a las que se le sumaron, más tarde, denuncias por torturas y condiciones ilegales de detención en los calabozos de las comisarías. De este modo, en diversas coyunturas fueron recuperados los dilemas sobre el uso de la fuerza pública y la construcción del poder policial que tuvieron, entre las décadas de 1850 y 1880, un momento singularmente rico de formulación.