Navigazione – Mappa del sito

HomeNumeriN° 16, 4I. ArticoliModelos de monarquía en el proces...

I. Articoli
3

Modelos de monarquía en el proceso de afirmación nacional de España, 1808-1923

Jesús Millán e Maria Cruz Romeo

Abstract

I meccanismi che in altri paesi europei assicurarono il successo delle monarchie nel loro processo di adattamento allo Stato-nazione non ebbero un’identica importanza in Spagna. Secondo gli autori, la spiegazione di questa differenza deve prendere in considerazione l’affermazione di una forte identità politica nazionale in Spagna – prodottasi a seguito della rivoluzione liberale – a cui non corrispose l’emergere di una sola idea di monarchia; al contrario, sorsero differenti modelli di monarchia, alternativi fra loro. La limitata capacità che tali modelli ebbero di guadagnare consenso favorì, nel lungo periodo, un certo repubblicanesimo latente. Il protagonismo della Corona nel XX secolo deve, perciò, essere considerato un fenomeno piuttosto recente e ancora oggetto di dibattito.

Torna su

Testo integrale

España/Spain – Segovia: Palacio Real De La GranjaVisualizza l'immagine
Credits: by Javier Martin Espartosa on Flickr (CC BY-NC-SA 2.0)

1. Introducción1

  • 1 Agradecemos las sugerencias de Isabel Burdiel y Emilio La Parra. Este trabajo se incluye en el Proy (...)
  • 2 VILLARES, Ramón, MORENO LUZÓN, Javier, Restauración y Dictadura, Barcelona, Crítica-Marcial Pons, 2 (...)

1La Monarquía fue un actor de creciente importancia en la España del primer tercio del siglo XX. En una época de extendida crisis de las monarquías europeas, el protagonismo político del rey Alfonso XIII (1902-1931) se convirtió en un factor clave. Este hecho suscitaba de nuevo la cuestión de cuánto había en ello de peculiaridad o atraso político con respecto a otros países. Por un lado, llama la atención la frecuencia con que el rey, en un país de vieja tradición liberal, hacía caer gobiernos, aun cuando contaran con una amplia base parlamentaria. Esa prerrogativa había caído en desuso en otros países con la parlamentarización de la monarquía. La actuación más señalada de Alfonso como “fabricante de gobiernos” se dio en 1909, cuando forzó la dimisión del ejecutivo de Maura, a raíz de las consecuencias de la Semana Trágica y de la presión internacional contra las medidas represivas del gobierno conservador, que se había asegurado el 49 % de los escaños en la Cámara baja. En el panorama de las monarquías europeas de la época, esto implicaba aplicar de forma contundente una primacía de la Corona sobre la manifestación de la voluntad del cuerpo electoral, supuesta y legalmente representada en las Cortes. La destitución real, que reemplazó el gabinete –pese a su sólida mayoría parlamentaria-, fue reclamada, sin embargo, por la oposición liberal. Esta, en coincidencia con los republicanos y buena parte de la opinión europea, denunciaba a la “España negra” que identificaba con el destituido Maura2.

  • 3 Regeneracionistas eran todas las corrientes palingenésicas que trataban de recuperar la fortaleza d (...)
  • 4 MORENO LUZÓN, Javier, ¿’El rey de todos los españoles’? Monarquía y nación, in MORENO LUZÓN, Javier (...)

2Este cuestionamiento de la parlamentarización enlaza con otro aspecto de la actuación de Alfonso XIII: su intervención política iba acompañada de un impulso a la nacionalización de la monarquía, proyecto apoyado por políticos del sistema y por ciertos jefes militares. Este proceso se había producido en otros países en diversas oleadas, entre 1830 y 1860-1870, o incluso había agotado sus efectos tras la derrota en la I Guerra Mundial. En España, sin embargo, aparecía como una necesidad política pendiente. Parecía el apoyo imprescindible para fortalecer la nación, a partir de la pérdida de lo que quedaba del Imperio en América y Asia, en 1898, y a partir de la evidente incapacidad del sistema político para garantizar – más allá de su mera estabilidad – la lealtad y la cohesión nacional en la época de la sociedad de masas. Este panorama amplió el espacio de actuación del rey. Inclinado hasta 1914 hacia un nacionalismo regeneracionista3 y liberal, pasó luego a apoyar una versión que identificaba la patria con el catolicismo y a la Corona con la salvaguarda del orden y con la misión histórica del país, que confiaba al Ejército. Ante el agotamiento de otros recursos institucionales del liberalismo, la Corona descubría su creciente papel en el futuro. Como afirmó en 1921, «los reyes modernos no somos como los antiguos [...]; en lugar de estar inmóviles sobre un Trono, vamos guiando a las naciones por la senda del progreso»4. Volcado hacia soluciones extraparlamentarias, Alfonso XIII apoyó en 1923 el golpe de Estado de Primo de Rivera, en un intento de aproximación a la fórmula inaugurada por Mussolini. El rey, que había impulsado la nacionalización de la Corona encabezaba activamente la ruptura con el régimen constitucional.

Esta dinámica, en un país pionero del liberalismo europeo, se contrapone a la preservación del “encanto misterioso” que salvaguardaba a la Corona de los conflictos políticos y que recomendaba Walter Bagehot, en 1867. ¿Cómo habían evolucionado las relaciones entre la Monarquía y la nacionalización, en el siglo posterior al fin del antiguo régimen?

  • 5 LANGEWIESCHE, Dieter, La época del estado-nación en Europa, Valencia, PUV, 2012, p. 120; ID., Die M (...)

3Dieter Langewiesche ha propuesto un modelo explicativo de la continuidad (transformada) de las monarquías en la época de los Estados nacionales, de las naciones y de las burguesías. Según este historiador, la monarquía se afirmó en la centuria decimonónica «porque era capaz de adaptarse, institucional y culturalmente»5. Por una parte, los monarcas se legitimaron ante la nación mediante la guerra; por otra, se constitucionalizaron para subsistir en los Estados nacionales; finalmente, fueron una fuerza de integración de los nuevos Estados en el orden europeo estatal, de representación de la nación hacia fuera y hacia el interior de los países y, por último, de cohesión de los intereses sociales y políticos en el interior de cada uno de los Estados. En el Ochocientos, la monarquía fue capaz de adaptarse y conservar su fuerza de integración social, cultural y política, lo que le otorgó su poder para autoafirmarse. ¿Hasta qué punto la Corona española responde a esta trayectoria europea? ¿Fue indiferente en esta dinámica española la fortaleza de las aspiraciones nacionales?

2. La emergencia política de la nación

  • 6 SPÄTH, Jens, Revolution in Europa 1820-23. Verfassung und Verfassungskultur in den Königreichen Spa (...)

4Entre 1808 y la década de 1830, el modelo de monarquía ensayado en España por las Cortes de Cádiz fue el referente principal en los intentos de construir Estados nacionales en Europa6. Aunque más tarde este influyente arranque inicial se desvanecería, conviene no perder de vista el contexto que puede explicar el atractivo de aquel intento de realizar una monarquía nacional, bajo el signo de un renovador liberalismo político.

  • 7 SCHULZ, Gerhard, Kleist. Eine Biographie, Múnich, Beck Verlag, 2007, pp. 407-428. WOHLFEIL, Rainer, (...)

5Para los observadores extranjeros, en una Europa sacudida por las campañas de Napoleón y por el temor a la experiencia de la Francia jacobina, el proyecto surgido en Cádiz parecía responder a las demandas de la época, como se reflejaba en las obras de Friedrich Schiller o Heinrich von Kleist7. La Monarquía esbozada en la Constitución española de 1812 reunía el empuje popular de la nación y la defensa de la legitimidad dinástica; hacía posible la regeneración colectiva mediante un proyecto de futuro apoyado en las propias tradiciones, al tiempo que alteraba las jerarquías sociales.

6La España antibonapartista pudo ofrecer este ejemplo porque – en contraste con lo que pensaban los ocupantes franceses – no era simple continuadora de un absolutismo retrógrado y una sociedad ajena a la dinámica de la época, incapaz de generar decisivos impulsos renovadores. La vieja Monarquía había desarrollado, hasta su colapso en 1808, algunos factores de gran relieve en la construcción de los Estados nacionales contemporáneos. Estos factores, sin embargo, albergaban en su desarrollo concreto importantes indefiniciones de su mismo carácter nacional o de la prioridad política de la nación. Se podría sintetizar los siguientes:

    • 8 HINTZE, Otto, Historia de las formas políticas, Madrid, Revista de Occidente, 1968, p. 300. ÁLVAREZ (...)

    Los relatos del pasado “nacional”, protagonizados por la Monarquía. Si bien España era en 1808 un compuesto dinástico-confesional de territorios y sociedades, eso no había impedido la formación de importantes plataformas narrativas y simbólicas en torno a la identidad política española y a su trascendencia en el pasado. La fuerza de esta identidad – que privilegiaba el significado de la Península dentro de la gran potencia europea y transatlántica – se reflejó en la distancia entre la lógica dinástica de la familia real y el signo del levantamiento antifrancés. A diferencia de lo que sugería Otto Hintze, esa identidad no se confundía con el ámbito dinástico e imperial. Aunque esta identidad no fuera entendida como políticamente determinante, parece haber acompañado con fuerza creciente a las lealtades que se dirigían hacia la dinastía y la confesión religiosa8.

    • 9 CAPELLA, Juan R., Fruta prohibida. Una aproximación histórico-teorética al estudio del derecho y de (...)

    Una definición jurídica que había avanzado de forma irregular. Con la llegada de la dinastía Borbón, a comienzos del siglo XVIII, la Monarquía había eliminado las leyes especiales de los territorios de la Corona de Aragón (Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca) y había promovido decisivamente el uso institucional del castellano. Sin embargo, había fomentado el aumento de competencias políticas y fiscales por parte de las instituciones de las provincias vascongadas y de Navarra, que desarrollaron tradiciones legitimadoras en consonancia. En el terreno de los discursos legitimadores del poder real subsistió la indefinición. Por un lado, la ideología oficial amparaba la noción del rey como intérprete exclusivo y por voluntad divina del bien de sus reinos, carentes de representación institucional. Por otra parte, pervivió y, en ocasiones, se reforzó la doctrina contractualista tradicional, según la cual el origen del poder real derivaría del consentimiento originario de las jerarquías legítimas y estaría vinculado a normas fundamentales, cuya alteración sería ilegítima sin consultar a los reinos. Esta lectura legalista se renovaba mediante la atribución teórica de competencias políticas al patriciado de importantes municipios y a la eventual convocatoria de Cortes. Estos recursos, potencialmente alternativos, pero latentes, se actualizaron en el agudo panorama de dificultades hacendísticas, militares y de orden público de fines del siglo XVIII hasta desembocar en un nivel crítico: la reiterada denuncia de la falta de constitución. El absolutismo español no había asentado claramente la prioridad del derecho patrio como fuente del derecho. En la práctica, el derecho romano y el canónico – el jus commune – ejercían un peso determinante en los tribunales. Este predominio del derecho romano había fomentado un rasgo moderno de la sociedad española, como era la consolidación de la propiedad particular frente al poder político9. Este hecho caracterizó el patrimonio de buena parte de los privilegiados, nobles o eclesiásticos. Pero, a su vez, este predominio del derecho romano repercutió en una insuficiente regulación de las instituciones públicas, incluyendo la Corona, de sus relaciones entre sí y de los derechos de los súbditos. Este vacío del derecho público se agravó por la incapacidad de elaborar un código, que sistematizase y jerarquizase la multiplicidad de normas emanadas a lo largo del tiempo. De este modo, el absolutismo español avanzó comparativamente poco en la construcción del Estado y en su identificación nacional. Desde la década de 1790, esto fue denunciado como una grave deficiencia que urgía remediar.

7El ascenso de la nación como fuerza política determinante se produjo, a partir de 1808, con una rotundidad especial con respecto a sus relaciones con la Monarquía. Al mismo tiempo, esa contundencia se caracterizaba por incluir múltiples interpretaciones. La firmeza se muestra en la forma en que se impuso el lenguaje político contractualista – en realidad, un conjunto evolutivo de teorías tradicionales o de nuevo cuño, marcadas por una fuerte perspectiva histórica –, a partir de la rebelión antifrancesa. El uso de lenguajes contractualistas se hizo preciso durante un tiempo, ya que el escenario creado – la ausencia de la dinastía, aparentemente secuestrada por Napoleón – era un caso excepcional, en el que se admitía que la nación recuperase su capacidad teóricamente originaria para refundar el edificio político. Durante un tiempo, en sectores contrapuestos pareció obvio que, al desaparecer la dinastía, la nación se convertía en soberana (aunque el significado de este concepto se volviera crecientemente polémico, al usarse como legitimador de la práctica legislativa de las Cortes de Cádiz). En realidad, la sublevación tenía una motivación político-constitucional, previamente incubada. No fue la represión de las tropas ocupantes en Madrid, a comienzos de mayo, lo que inició la revuelta, sino el traspaso de la Corona a Napoleón, de una forma patrimonial – largo tiempo descalificada en las teorías políticas – y sin consulta al reino. Además, esa entrega al invasor se interpretaba como el fracaso del “despotismo”. Se vivió como la culminación de las dos décadas anteriores, en que el poder se había apoyado en la única autoridad de la Corona, en el recurso a criterios de orden militar y a la marginación deliberada de la opinión y de toda representación de la sociedad. Significativamente, en círculos políticos y culturales se había recuperado la vigencia de un tema histórico: el colapso de la monarquía visigoda, a partir de la invasión musulmana, y el comienzo de la reorganización “nacional” mediante la elección de un nuevo rey por parte de los portavoces de la sociedad.

  • 10 HOCQUELLET, Richard, La revolución, la política moderna y el individuo. Miradas sobre el proceso re (...)

8Ese escenario anterior marcó el proceso iniciado en 1808. Sin duda, la irrupción del protagonismo político de la nación se produjo en defensa de la legitimidad monárquica. Pero en España, a diferencia de lo que sucedería en Italia o Alemania, esta confluencia en una empresa guerrera contra un enemigo exterior no implicó en absoluto la base para un equilibrio duradero y eficaz entre monarquía y nación. Las autoridades patriotas que asumían el poder en nombre de Fernando VII (1808-1833) juraban defender la religión y la soberanía del rey, a la vez que se comprometían con las leyes del reino «y todo lo que conduzca al bien y felicidad general». Lejos de prolongar el orden borbónico anterior, los poderes patriotas invocaron la voluntad común del pueblo, entendido como conjunto sin diferencias internas y exaltado como protagonista de la recuperación de la «libertad nacional». Ello, acompañado por una amplia libertad de imprenta, condujo a una decisiva transformación de nociones de la historia propia y de las teorías tradicionales, reconducidas hacia la nueva política surgida de la Revolución francesa10.

  • 11 VARELA SUANZES-CARPEGNA, Joaquín, La monarquía doceañista (1810-1837). Avatares, encomios y denuest (...)

9En las condiciones de una difícil guerra contra Napoleón, este rumbo político fue capitalizado por sectores predispuestos a emplear los recursos que asegurasen una amplia movilización y la regeneración política de la nación española. De aquí surgiría una singular convocatoria de Cortes unicamerales, que actuaron como constituyentes desde 1810 hasta 1812. Durante su intensa actividad, la unanimidad de los patriotas daría paso a una profunda división de los campos políticos. La metamorfosis de los discursos políticos, más o menos inadvertida hasta 1810, se convirtió en enormemente polémica y se agudizó en torno a la jerarquía que debía corresponderle a la Corona en un nuevo contexto nacional. Las Cortes, siempre en defensa del rey retenido por Napoleón, fijaron como prioritaria y permanente la soberanía de la nación. En consonancia con este criterio, la Monarquía establecida en Cádiz estaba prevista como un instrumento sometido a la voluntad nacional. El rey ostentaría el poder ejecutivo, pero estaba obligado a reunir a unas Cortes que no solo de forma retórica representaban la nueva noción de pueblo, ya que procedían de un sufragio indirecto que incluía a la gran mayoría de los varones mayores de edad y no precisaba requisitos de riqueza para ser diputado. Frente a esa poderosa instancia nacional, el rey solo podría suspender por dos veces un proyecto legal aprobado por el parlamento. El ejército dependiente del gobierno del rey tendría una contrapartida en una milicia con estructura propia11.

  • 12 HALLER, Karl-Ludwig von, Über die Constitution der spanischen Cortes, Berna, 1820, p. 24.
  • 13 Ibidem, p. 57.

10Esta plataforma liberal se ponía al servicio de profundas transformaciones de la identidad y de la estructura social. La nación soberana, que suprimió la Inquisición, se definió a sí misma como exclusivamente católica. Pero con ello transformaba radicalmente el alcance que venía teniendo esa dimensión religiosa, ya que en los siglos anteriores había funcionado como un instrumento de gobierno en el día a día, de forma casi discrecional para el monarca. En el terreno sociopolítico, se decantó por eliminar de modo precoz y radical las manos muertas de la Iglesia y los vínculos de la nobleza, lo que – al generalizar la elección de los cargos públicos – ofrecía la perspectiva de un decisivo trasvase de formas de riqueza y una clara remodelación de los canales de influencia y poder social. Por último, la idea prioritaria de la soberanía nacional arraigó de modo duradero en sectores suficientemente amplios de las capas populares, entre las que se configuró una cultura política que, con intervalos, resultaría decisiva en la historia de España hasta el último tercio del Ochocientos. Durante la breve experiencia constitucional de 1820-1823, el marco legal de la Constitución de 1812 se tomó como expresión exclusiva de la opinión o voluntad nacional, disponible para que el activismo liberal reclamase la ejecución de medidas concretas, en cualquier parte y para asuntos muy diversos. Dada la apreciable difusión social de esta lectura inmediata de la soberanía de la nación, las mismas competencias asignadas a la Corona corrían el riesgo de quedar como evidentemente subalternas, frente a las exigencias de un liberalismo movilizador. Así se comprueba cuando los radicales reclamaron para las Cortes la exclusiva de la iniciativa legislativa – negándosela al gobierno de la Corona – o cuando, ante el rumor de la resistencia real a aprobar la supresión de órdenes religiosas que había de permitir la desamortización, la presión callejera en Madrid sobre Fernando VII logró que el rey no interpusiera el veto. Esta supeditación del rey a la nación fue vista como símbolo del poder sin límites que impondría el liberalismo radical. «Las Cortes españolas quieren a un rey sujeto a la gleba»12, escribió el suizo Karl-Ludwig von Haller, para acabar generalizando el riesgo del constitucionalismo español: «Quien no sigue los principios revolucionarios, quien todavía reconoce un Dios en el cielo y un orden en la tierra, ese no forma parte del pueblo, ni siquiera es una persona humana»13.

3. Modos de entender la nación, concepciones de la monarquía

11El fracaso de este influyente modelo fue un factor clave en la reorientación del liberalismo europeo. Como sugería von Haller, las aspiraciones burguesas se podían ver comprometidas por un sistema que, al insistir en la soberanía nacional y la Constitución como premisas legitimadoras, descalificaba el poder de los reyes. Esto abocaba al temido vacío de poder, como producto del consiguiente derecho de rebelión, pieza característica de la política insurreccional desde 1789. Pero, mientras que Francia e Inglaterra – en 1830-1832 – alumbraron un modelo distinto, que se extendería en los Estados nacionales de Europa – el de las Monarquías constitucionales, basadas en Cartas otorgadas por la Corona, sin proceso constituyente y con un recurso mínimo a la amenaza revolucionaria –, el considerable arraigo logrado en España por el liberalismo gaditano no permitió consolidar una única concepción hegemónica de las relaciones entre la Monarquía y el Estado. La importancia de esa precoz experiencia suscitó reacciones contrarias o condicionó la posterior reorientación hacia las pautas generalizadas en Europa, dando lugar aquí a un escenario de concepciones diversas y concurrentes.

12El examen de las relaciones entre el ascenso de la nación y su vínculo con alguna fórmula monárquica nos hace aconsejable abandonar una visión homogénea del liberalismo político y de la identidad nacional española. Entre 1830 y el último cuarto del siglo, se puede proponer la coexistencia de cuatro nociones de la Monarquía, lo que haría de España un laboratorio de alternativas durante el siglo XIX. Esas nociones, con una repercusión social muy diversa, estuvieron enfrentadas -a veces de forma espectacular-, si bien todas tenían márgenes interpretativos y experimentaron confluencias ideológicas y personales.

1) El antiliberalismo legitimista

13La oposición al precoz liberalismo contractualista y movilizador se plasmó en la defensa de la autoridad real sin cortapisas institucionales. Estos absolutistas rechazaban la novedosa capacidad de decisión derivada del concepto liberal de soberanía. En realidad, su monarquismo reflejaba la necesidad de una autoridad represiva que eliminara el arraigo social desestabilizador que demostraba tener el liberalismo en España. Los derechos del rey serían la cima de una cadena de derechos particulares, prescritos en la historia, que consagrarían las posiciones sociopolíticas de las instituciones eclesiásticas y de influyentes sectores de propietarios privilegiados, que a menudo participaban en los poderes locales bajo el absolutismo o temían la inestabilidad subversiva del liberalismo.

  • 14 CANAL, Jordi, El carlismo: dos siglos de contrarrevolución en España, Madrid, Alianza, 2000; MILLÁN (...)

14No es casual que este enfoque ideológico confluyera con la querella sobre la sucesión a la corona, cuyo orden alteró unilateralmente Fernando VII. El bando de su hermano, don Carlos, incorporó un componente decisivo al decidirse de modo controvertido por una prolongada movilización bélica para alcanzar al trono (1833-1840, con estallidos y guerras posteriores). Eso – en una época de claro ascenso de los valores burgueses, con su típico espanto ante la violencia anticivilizatoria de la masa –, consolidó por generaciones una peculiar cultura política, minoritaria pero disponible de forma latente. En ella se fundían la ortodoxia religiosa y el legitimismo monárquico con la exaltación de la violencia ejercida por un “pueblo sano”, encuadrado por “dirigentes naturales” y fiel a valores jerárquicos. A la cabeza de este “desorden contrarrevolucionario”, el candidato al trono podía presentarse a veces como capaz de compartir las dificultades de la vida de campaña y esbozar así ciertos mecanismos de popularización de una realeza que rechazaba subordinarse políticamente a la nación, pero que se proclamaba como la única auténticamente española y pretendía disponer de un notable grado de seguimiento popular, aunque este demostrase siempre estar confinado a ciertas regiones14.

2) El doctrinarismo moderado

15Al igual que el liberalismo postrevolucionario europeo, los moderados españoles se enfrentaron al reto de aunar el orden con la libertad. Para ello enterraron las premisas soberanistas y movilizadoras de 1812. Encauzaron el problema mediante el reforzamiento del principio monárquico, como barrera frente al desorden social y político desencadenado por la revolución, entre 1820 y 1843. La exaltación de la Corona como principio rector del Estado se apoyaba en tres elementos: el historicismo nacional, próximo a Burke y Jovellanos, basado en el pacto entre el Rey y las Cortes como determinante de la pervivencia de la nación; el robustecimiento del poder gubernativo, para organizar un Estado unitario y centralizado sobre los escombros de la monarquía absoluta y los restos del Imperio; y una inversión del clásico mandato político de la ciudadanía hacia las instituciones, a fin de depositar en la élite del poder la auténtica expresión del interés público.

16La relevancia del principio monárquico se consagró en la Constitución de 1845, a partir del dogma de la soberanía compartida entre Monarquía y Cortes. Fue la alternativa a la soberanía nacional, que, según los moderados, legitimaba el derecho a la insurrección. Se intentaba reconducir la experiencia liberal española hacia el ejemplo europeo de monarquías. Pero significativamente el procedimiento seguido implicaba a un electorado como base del poder colegislador, junto con la reina, no una simple carta otorgada. Esa fórmula reforzaba las atribuciones de la Corona, dentro de un liberalismo recortado, con su implicación determinante en la formación de los gobiernos y la aprobación de las leyes, al tiempo que se declaraba necesaria la intervención del Parlamento.

  • 15 Cit. in SÁNCHEZ GARCÍA, Raquel, La Monarquía en el pensamiento del Partido Moderado, in LARIO, Ánge (...)
  • 16 Cit. in ibidem, p. 151.

17Este giro político daba otra expresión a la emergencia de la identidad política española, al hacer de la Monarquía una característica de la España ancestral. La historia se convertía en fuente de legitimidad, que cercenaba, sin anular, la capacidad de la nación para refundarse, es decir, para ejercitar la soberanía. «Sabido es que el rey es representante perpetuo de la nación»15 y como tal, «el único lazo capaz de atar a nuestra sociedad, harto dividida», escribió Alcalá Galiano16.

  • 17 BURDIEL BUENO, Isabel (ed.), Los Borbones en pelota, Zaragoza, Inst. Fernando el Católico, 2012.

18La propuesta de inserción de la Corona se hacía aquí en el marco de una previa ruptura liberal. Así se comprueba en el hecho de que el reforzamiento de la Monarquía fuese instrumental, al servicio de una élite sociopolítica. Los moderados querían reforzar el poder ejecutivo al amparo de la preeminencia de la Corona, al tiempo que confiaban en controlar en su favor la autoridad de la reina. Sin embargo, esto condujo a resultados que escaparon del dominio de los moderados o que, incluso, produjeron el desprestigio de la Corona y una grave disgregación del partido moderado. La escasa cooperación de Isabel II (1833-1868) para confluir en el proyecto institucional previsto facilitó que esos mismos sectores de orden utilizaran como crítica política la vida privada de la reina, desordenada según los criterios de respetabilidad burguesa. De esa forma se arruinaba la aureola indiscutible que debía envolver a la Monarquía17.

  • 18 Alcalá Galiano cit. in MARCUELLO, Juan I., «La Corona y la desnaturalización del parlamentarismo is (...)
  • 19 Alcalá Galiano cit. in SÁNCHEZ GARCÍA, Raquel, op. cit., p. 149.
  • 20 BURDIEL BUENO, Isabel, Isabel II. Una biografía (1830-1904), Madrid, Taurus, 2010; MARCUELLO, Juan (...)

19Además, el fortalecimiento del ejecutivo – por contraste con el planteamiento clásico, que lo entendía como emanación de la voluntad electoral – bloqueó la posible trayectoria hacia la parlamentarización. En ocasiones incluso involucionó el embrión de régimen parlamentario basado en la doble confianza (la regia y la de las Cortes), construido en la década de 1830. Alcalá Galiano expresó esta extendida opinión: «Si bien venero y acato esta clase de gobiernos representativos, [...] no los miro como el instrumento más a propósito para gobernar [...] Son excelentes como medios políticos. Pero no son buenos para formar las leyes»18. Los moderados, que recortaban de ese modo sus premisas liberales y daban pie a ser excluidos del universo liberal, rechazaban la monarquía parlamentaria. Era para ellos la antesala del caos, la «tiranía tribunicia» que dijo Alcalá Galiano19. Defendían un claro dirigismo, cuya raíz liberal derivaba hacia el autoritarismo, en el que la Corona como actor determinante de la vida política les aseguraba el control del Estado, siempre que la reina fuera instrumento de partido. Contrariamente a lo que se suele plantear, esto no sucedió. La práctica de la Corona y la pluralidad de monarquismos en liza lo hicieron imposible20.

3) El liberalismo progresista

20El progresismo español fue una influyente variante original con respecto a sus afines europeos. Esta peculiaridad consiste en que, desde su configuración en la década de 1830, trató de combinar la aceptación de las nuevas fórmulas liberales en Europa – recurso dosificado a una violencia controlada por élites, rechazo de los vacíos de poder y énfasis en la representación censitaria de la nación- con su asentamiento en la poderosa cultura política del soberanismo de Cádiz. Que no acabaran de renunciar a ambas vertientes hasta el último cuarto del Ochocientos, los singulariza en el contexto europeo. El partido progresista intentó reconducir el soberanismo de 1812 hacia la negociación para transformar pacíficamente la monarquía, pero sin prescindir de fórmulas de presión.

21La guerra civil, a raíz del conflicto sucesorio, cerró la vía de adaptación al modelo respetuoso con el poder monárquico típico de la Europa liberal. La dureza del conflicto reactivó el soberanismo, que estalló en las revoluciones de 1835 y 1836. Triunfó la imposición violenta sobre la regente, María Cristina (1833-1840). La Corona perdía el control sobre el proceso político, clausurando así la vía de la Carta otorgada. Las Cortes constituyentes destruyeron lo que quedaba de monarquía absoluta, remodelaron la sociedad y actualizaron la legislación de 1812. La consolidación de este modelo híbrido debía combinar un monarquismo liberal y una amplia adhesión social, a través de la soberanía nacional, el carácter electivo de los ayuntamientos y la milicia nacional, que cuestionaban la estabilidad burguesa a la que se aspiraba. No fue sencillo, ni tuvo éxito a largo plazo.

22El progresismo soslayó la desconfianza acumulada entre la nación liberal y el Trono, reinterpretó la supeditación violenta de la voluntad de María Cristina en 1836 al enfatizar el sacrificio bélico de los liberales en pro de la reina niña inocente. Sobre esta base debía desarrollarse una transacción que, sin desterrar el dogma de la soberanía nacional, permitiera la decisión de la Corona en un sistema representativo de doble confianza (regia y parlamentaria) y que tuviera como horizonte la parlamentarización sin democracia. Fue un empeño original y difícil, más aún en la Europa posterior a 1848.

23La afirmación de la soberanía nacional como principio legitimador, consignada en la Constitución de 1837 y en la que se elaboró – sin aprobarse – durante el Bienio Progresista (1854-1856), se conjugaba con el reforzamiento de la Corona. Esto alejaba rotundamente a los progresistas del modelo contractual y asambleario de 1812. Reivindicaron una monarquía representativa, en la confianza de que las instituciones parlamentarias y electivas, la participación ciudadana, encauzada y tutelada por la elite progresista – singularmente, a través de la autonomía local para elegir sus autoridades –, las libertades civiles y la ampliación gradual del sufragio – a medida que las reformas que propugnaban favorecieran la movilidad social – harían de la Corona un símbolo al margen de controversias.

  • 21 BURDIEL BUENO, Isabel, Isabel II, cit. p. 189.

24La esperanza en una progresiva parlamentarización se asociaba con una lectura política de la historia de España, que hacía del amor a la libertad y la lucha contra el despotismo las premisas de identidad de la nación, de cuya existencia desde tiempos inmemoriales no había dudas. A diferencia de otros casos europeos, los progresistas españoles participaban de la consideración de la nación como una realidad básicamente ya hecha. Esa concepción nacionalizaba y consagraba la Monarquía representativa, sin clausurar la autonomía política de la nación. Pero los problemas para el progresismo vinieron de los dos frentes. Por un lado, la Corona no se sometió a la soberanía nacional, no se dejó tutelar por este liberalismo, ni estaba dispuesta a ser espectadora “dignificada” del proceso político. Por otro, los liberales progresistas no podían (ni querían) renunciar a la monarquía constitucional. Necesitaban su autoridad política, dado que eran un partido de notables y con aspiración a gobernar. A mediados del siglo XIX la percibían como freno contra las demandas revolucionarias, en buena medida, estimuladas por ellos. Pero, al ser ingrediente sustancial de su cultura y su estrategia, no podían (ni querían) prescindir de lo que los individualizaba en el magma liberal y les permitía recuperar credibilidad popular: la soberanía nacional. A diferencia de otros progresistas europeos, ésta venía a ser, por tanto, no un horizonte futuro, sino una experiencia de partida, que condicionaba su práctica política. Aspiraban a lo que muchos juzgaron imposible: «los progresistas no necesitan del Monarca para ser fuertes porque se apoyan en las turbas. ¿Qué fuerza no tendrán cuando se apoyen a un mismo tiempo en las turbas y en el Monarca?», escribió Donoso Cortés, quien, como tantos otros, daría el paso de impugnar todo liberalismo político21.

25En la lógica progresista, el avance hacia la Monarquía parlamentaria no se cifraba en la institucionalización de los instrumentos políticos pertinentes, sino en envolver la Corona de cuerpos representativos. Contrariamente a lo que podría hacer pensar el radicalismo de la idea de soberanía nacional, que no desecharon del todo, la peculiar movilización progresista no privilegiaba en España ni la movilización electoral, ni el desarrollo del partido extramuros del Parlamento. En momentos críticos, el recurso a la soberanía servía para deslegitimar el poder establecido. Pero también favorecía una estrategia de «ocupación del espacio público», que trataba de dosificarse según la lógica de un partido de notables. Optaron por la presión nacional mediante unas Cortes y un Senado electivos, una Diputación Permanente de Cortes encargada de velar por el cumplimiento de la constitución cuando el Parlamento no estaba reunido – art. 47 de la Constitución de 1856 –, unas diputaciones provinciales elegidas, unos ayuntamientos con capacidad política, igualmente electivos, y una milicia nacional, todas ellas instancias abiertas a sectores populares. Respondían a una concepción integradora y proyectiva de la nación. Pero su radicalismo no llevaba aparejado un avance en la configuración de una sociedad de ciudadanos políticamente autónomos. La agitación disidente del progresismo solía desembocar, tras su triunfo, en una ocupación del espacio institucional que disponía la desmovilización.

  • 22 ROMEO, María Cruz, La ficción monárquica y la marcha de la nación en el progresismo isabelino, in L (...)

26Cuando la confianza en Isabel II se resquebrajó en la década de 1860, el progresismo volvió a mostrar la fuerza reactivable que tenían dentro de su cultura política las premisas de tipo soberanista y movilizador. Ante la ausencia de cauces institucionales, la soberanía de la nación se manifestó en el espacio público de manera violenta. A falta de «un rey de la nación progresista», en 1868 no dudaron en fabricarse una nueva dinastía, procedente de la casa de Saboya, recuperando el modelo del soberanismo democrático. El fracaso de esta reconstrucción del Estado “desde abajo” –llamativamente tardía en la Europa posterior a 1848 – condujo incluso a que se proclamase la Primera República española (1873), en un marco de vacío constitucional y de múltiples conflictos internos. Todo ello legó durante generaciones el impacto de una situación límite para la supervivencia de la nación22.

4) El monarquismo autoritario isabelino

27A diferencia de otras monarquías de la Europa liberal, que, no sin resistencias y retrocesos, se vieron obligadas a un compromiso con la representación de la nación, la Corona española obstaculizó el acuerdo hasta el último cuarto del siglo XIX. Su empeño, a veces errático, fue revertir la lógica revolucionaria que había impuesto la constitucionalización del Trono, en 1836, y preservar su autoridad exclusiva, derivada de la legitimidad histórica.

28Para la regente Mª Cristina de Borbón y su entorno era imprescindible, dadas las circunstancias del país, fortalecer el principio monárquico, entendido como “el derecho común, antiguo, nacional”. La pugna con el belicoso monarquismo legitimista impidió que ese derecho se organizara en torno a la monarquía tradicional, basada en la ortodoxia religiosa y las leyes fundamentales de raíz absolutista. El conflicto sucesorio empujó a la Corona a liderar una vía de monarquía autoritaria no liberal, dispuesta a lo sumo a ofrecer una especie de carta otorgada, que asegurase su control sobre el proceso político y su monopolio en la iniciativa legislativa. El liberalismo revolucionario de 1836 desbarató para siempre esta opción, pero no logró que la Corona se plegase a las condiciones de su hegemonía política.

29Isabel II y su mundo familiar y palaciego rechazaron actuar dentro del cauce de la monarquía constitucional. Interlocutora obligada del liberalismo, dada su forma de acceso al Trono, la reina sin embargo se veía como titular de la Corona por derecho propio, sin que la dura lucha por su causa hubiese alterado este principio. Esta concepción del poder tuvo dos consecuencias. Por una parte, la pretensión monárquica de disponer de independencia política frente a las diversas alternativas liberales, que debían ser neutralizadas. Esta pugna afectó en especial al moderantismo, disgregado en múltiples facciones. En realidad, sus elementos liberales eran irreconciliables con este monarquismo autoritario. Por otra, la legalidad dinástica se convirtió en polo de atracción de antiliberales y de sectores confesionales que, tras el resurgir revolucionario de 1848 y 1854-1856, rompieron todo vínculo con el liberalismo.

  • 23 BURDIEL, Isabel, Isabel II, cit.; MARCUELLO Juan I., El discurso constituyente y la legitimación de (...)

30Estos antiliberales isabelinos podían coincidir con los carlistas en algunos aspectos, pero había dos cuestiones que impedían su identificación: el estatalismo monárquico y religioso y la violencia popular. La defensa de la potestad real en su versión isabelina suponía aceptar que la reina era la ley y por tanto dar por legítima la línea de sucesión de 1833. Por último, el isabelino era un antiliberalismo de orden, elitista y burgués, que, en las condiciones normales del siglo XIX, se veía incompatible con la violencia de las masas carlistas23.

4. Un republicanismo latente: la difícil confluencia entre nación y monarquía

31El “siglo de las Monarquías” fue el de la nación y la burguesía. Si bien los historiadores han destacado la adaptación mutua de estos tres factores – corrigiendo las visiones mecánicamente rupturistas de lo contemporáneo –, el análisis comparado del caso español supone una compensación obligada, al plantearnos las repercusiones de la experiencia revolucionaria, que fue un fenómeno tan influyente en la época.

32La ruptura revolucionaria, entre 1808 y 1835-1840, abrió el camino en España al protagonismo político de la nación y a un orden social de tipo burgués. La prioridad de la nación – que adaptaba la herencia de la identidad de la metrópoli peninsular de la Monarquía hispánica – se produjo mediante una confluencia endógena de planteamientos: la reformulación del contractualismo monárquico tradicional – opuesto a la idea patrimonial del poder – bajo el impacto de las teorías del contrato social. De aquí surgió la soberanía nacional, núcleo insoslayable y polémico de gran parte de la cultura política en España durante la formación de la Europa de los Estados. No tuvo menor entidad la ruptura social. La política liberal impuso unas transformaciones, comparativamente intensas, que alteraron la reducida entidad productiva y demográfica de la antigua metrópoli del imperio, a fin de crear una nueva economía nacional. El intenso trasvase de riqueza desde los negocios urbanos a la tierra y la consiguiente movilidad social alteraron las bases del poder político e influyeron sistemáticamente en el escenario político.

  • 24 MOLAS, Pere, Del absolutismo a la constitución. La adaptación de la clase política española al camb (...)

33En este contundente conjunto de rupturas que configuraban la nación no tuvo lugar la cooperación armoniosa de la monarquía. Los cuatro monarquismos concurrentes, analizados más arriba, no llegaron a ofrecer una cobertura institucional eficaz y capaz de beneficiarse de la legitimidad nacional. En España, la herencia revolucionaria – un fenómeno que también se dio en Francia y que era a la vez minoritario e influyente en Europa – contrasta con la pauta característica de los Estados nacionales. La fuerza crítica del liberalismo soberanista marcó la evolución española. Al emerger políticamente la nación, en 1808, esta no rechazó por principio su confluencia con la monarquía. Sin embargo, sí trató de prolongar al máximo su capacidad de autoorganización constituyente. Cuando en aquellos años se trató de establecer la regencia en la persona de un familiar próximo a Fernando VII, la movilización popular de rechazo demostró hasta qué punto ese surgimiento del protagonismo de la nación reclamaba para sí misma una esencial autonomía política24. La reiteración de coyunturas de este tipo hasta 1868 alimentaría un eficaz sustrato de republicanismo latente, que aleja el caso español de la fácil identificación de la representatividad nacional con las dinastías nacionalizadas que tuvo éxito en otros países.

  • 25 Cit. in BURDIEL, Isabel, Isabel II, cit., p. 66.
  • 26 Cit. ibidem, p. 725.
  • 27 Ibidem, pp. 66, 725. SIERRA, María, PEÑA, Maria Antonia, ZURITA, Rafael, Elegidos y elegibles. La r (...)

34Así se observa en lo relativo al papel militar de la Corona. La afirmación bélica de la nación española contra el invasor francés se apoyó en la defensa del rey legítimo, retenido por Napoleón. Pero el entusiasmo que fusionaba nación y Monarquía fue efímero. El protagonismo del pueblo insurrecto no tuvo parangón con la pobre imagen de un rey ausente y políticamente decepcionante. Las actuaciones bélicas no generaron figuras confluyentes con la realeza. Los protagonistas bélicos – al identificarse con la nación – se constituyeron en alternativas a la dinastía, como sucedió con Espartero y Prim, generales y políticos de primera magnitud. De ahí que la confluencia entre liberalismo y derechos de la inocente niña Isabel II se tradujera en una convivencia forzada entre ambos principios de legitimidad, lo que asentaría una pauta disociativa: si los reyes no agradecían el sufrimiento de los pueblos, estos «niegan su afecto a los tiranos»25. La escasa iniciativa real estuvo muy lejos de asentar pasos fundamentales en la formación del Estado: la posibilidad de una Carta otorgada quedó cegada al tiempo que esa fórmula arrancaba en Europa; no fue posible prescindir en absoluto de la necesidad de contar con las Cortes como base de legitimidad; las conexiones exteriores y familiares de la dinastía española mostraron su aislamiento. Si bien los progresistas revisaron críticamente el soberanismo, sus dirigentes no aportaron una capacidad de integración estable y gradualmente ampliable, como en Inglaterra. A diferencia de lo que define la acción de los Saboya del Piamonte o los Hohenzollern de Prusia, la monarquía de Isabel II no ganó la colaboración subordinada del progresismo burgués en España. Aquí, como destacaba alarmado un viejo liberal en la década de 1860, un gobierno progresista implicaba arrancar del monarca «todo lo que podía pedir en una larga serie de años»26. Se podría decir que estas limitaciones configuraron en España, desde mediados del siglo, el predominio de una especie de republicanismo latente o por exclusión, como se comprobaría en 1868-187427.

Conclusiones

  • 28 BURDIEL, Isabel, Isabel II, cit.; LA PARRA, Emilio (coord.), La imagen del poder. Reyes y regentes (...)

35Salvo en ciertas fases y a gran distancia de sus equivalentes europeos, los monarcas españoles no dieron lugar al desarrollo de una simbología nacional significativa, aunque hubo diversos intentos en este sentido28. Ello no debe atribuirse a debilidad de la nación o al peso de un liberalismo excesivamente elitista y, por tanto, no comprometido con la identidad nacional. Lo que hemos tratado de proponer aquí es que, más bien, esta discontinua exaltación nacional de la Corona derivaría del temprano surgimiento político de la nación, en ausencia de una conexión eficaz con la realeza. A ese difícil enlace contribuyeron las divergencias en torno a cómo definir la nación y su identidad, sobre lo que no se alcanzó un consenso estable. Ello sería reforzado por la concurrencia de los cuatro modelos señalados hasta el último tercio del siglo XIX. Durante todo ese tiempo, mientras se exaltaba la identidad española en sus diversas variantes, carecía de una fórmula monárquica suficientemente consensuada.

36Esta dinámica cambió tras la dramática experiencia del Sexenio (1868-1874). La solución posterior se halló en un quinto modelo de monarquía, ahora claramente liberal. Era, sin embargo, un liberalismo específico, pero que garantizaba que el gobierno y la legislación no procedían de la voluntad del rey, sino que expresaban una hegemonía social. La peculiaridad estribaba en que la expresión política de la sociedad se confinaba en unas élites dispuestas básicamente a no competir para convencer y movilizar a una ciudadanía real, utilizando para ello todo tipo de instrumentos. A cambio se garantizaba un pluralismo identificado con la alternancia en el poder. Bajo este sistema, se fraguó una nueva concepción de la monarquía, que fijaba un rey como partícipe de la doble soberanía y, por tanto, de la doble confianza. La Constitución de 1876 no preveía su reforma, lo que muestra la función clave que se reservaba al monarca. La imagen de este divulgó su faceta popular, militar y familiarmente respetable, lo que, por primera vez desde Fernando VII, culminó con el matrimonio de dos reyes de España con princesas de importantes dinastías europeas.

37En la época de ascenso de la sociedad de masas, esa peculiar cobertura liberal, que restringía el desarrollo de la ciudadanía, no pudo estabilizar su credibilidad. Como en otros países, la época de consolidación nacional bajo la política de élites se reveló decisiva en la España contemporánea. Fracasada esta cobertura de legitimidad, manifiestamente hacia la primera década del siglo XX, la única opción dentro del sistema era reforzar el protagonismo político del monarca, ahora con un signo militarista y nacionalcatólico. No era en absoluto algo que continuara la tradición del antiguo régimen y no abocó tampoco a una solución duradera.

Torna su

Note

1 Agradecemos las sugerencias de Isabel Burdiel y Emilio La Parra. Este trabajo se incluye en el Proyecto HAR2012-36218 del Ministerio de Economía de España.

2 VILLARES, Ramón, MORENO LUZÓN, Javier, Restauración y Dictadura, Barcelona, Crítica-Marcial Pons, 2009, p. 632; TUSELL, Javier, QUEIPO DE LLANO, Genoveva, Alfonso XIII. El rey polémico, Madrid, Taurus, 2001, pp. 184-194; GONZÁLEZ, María Jesús, El universo conservador de Antonio Maura. Biografía y proyecto de Estado, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997.

3 Regeneracionistas eran todas las corrientes palingenésicas que trataban de recuperar la fortaleza de la nación ante el atraso económico y la derrota en la guerra colonial con Estados Unidos de 1898.

4 MORENO LUZÓN, Javier, ¿’El rey de todos los españoles’? Monarquía y nación, in MORENO LUZÓN, Javier, NÚÑEZ SEIXAS, Xosé M. (eds.), Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX, Barcelona, RBA, 2013, p. 156; CASMARRI, Silvana, SUÁREZ, Manuel (eds.), La Europa del sur en la época liberal: España, Italia y Portugal, una perspectiva comparada, Santander, Universidad de Cantabria, 1998.

5 LANGEWIESCHE, Dieter, La época del estado-nación en Europa, Valencia, PUV, 2012, p. 120; ID., Die Monarchie im Jahrhundert Europas. Selbstbehauptung durch Wandel im 19. Jahrhundert, Heidelberg, Universitätsverlag Winter, 2013; SELLIN, Volker, Gewalt und Legitimität. Die europäische Monarchie im Zeitalter der Revolutionen, Múnich, Oldenbourg Verlag, 2011.

6 SPÄTH, Jens, Revolution in Europa 1820-23. Verfassung und Verfassungskultur in den Königreichen Spanien, beider Sizilien und Sardinien-Piemont, Köln, SH Verlag, 2012.

7 SCHULZ, Gerhard, Kleist. Eine Biographie, Múnich, Beck Verlag, 2007, pp. 407-428. WOHLFEIL, Rainer, Spanien und die deutsche Erhebung, 1808-1814, Wiesbaden, Franz Steiner Verlag, 1965. El Guillermo Tell de Schiller (1804) construye la esperanza, que latía en la Europa de la época, en una refundación nacional basada en un amplio acuerdo patriótico, apoyado en la historia.

8 HINTZE, Otto, Historia de las formas políticas, Madrid, Revista de Occidente, 1968, p. 300. ÁLVAREZ JUNCO, José, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001; BALLESTER, Mateo, La identidad española en la Edad Moderna (1556-1665), Madrid, Tecnos, 2010. SÁNCHEZ BLANCO, Francisco, La Ilustración goyesca. La cultura en España durante el reinado de Carlos IV (1788-1808), Madrid, CSIC, 2007; GARCÍA CÁRCEL, Ricardo, La herencia del pasado: las memorias históricas de España, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2011; RUIZ TORRES, Pedro, La historia en el primer nacionalismo español: Martínez Marina y la Real Academia de la Historia, in SAZ, Ismael, ARCHILÉS, Ferran (eds.), Estudios sobre nacionalismo y nación en la España contemporánea, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2011, pp. 19-53.

9 CAPELLA, Juan R., Fruta prohibida. Una aproximación histórico-teorética al estudio del derecho y del estado, Madrid, Trotta, 2008, pp. 90-101.

10 HOCQUELLET, Richard, La revolución, la política moderna y el individuo. Miradas sobre el proceso revolucionario en España (1808-1835), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2011, pp. 83-106; ONAINDÍA, Mario, La construcción de la nación española: republicanismo y nacionalismo en la Ilustración, Barcelona, Ed. B, 2002; LA PARRA, Emilio, Godoy: la aventura del poder, Barcelona, Tusquets, 2002.

11 VARELA SUANZES-CARPEGNA, Joaquín, La monarquía doceañista (1810-1837). Avatares, encomios y denuestos de una extraña forma de gobierno, Madrid, Marcial Pons, 2013.

12 HALLER, Karl-Ludwig von, Über die Constitution der spanischen Cortes, Berna, 1820, p. 24.

13 Ibidem, p. 57.

14 CANAL, Jordi, El carlismo: dos siglos de contrarrevolución en España, Madrid, Alianza, 2000; MILLÁN, Jesús, La retropía del carlismo. Referentes y márgenes ideológicos, in SUÁREZ, Manuel (coord.), Utopías, quimeras y desencantos: el universo utópico en la España liberal, Santander, Universidad de Cantabria, 2008, pp. 255-282.

15 Cit. in SÁNCHEZ GARCÍA, Raquel, La Monarquía en el pensamiento del Partido Moderado, in LARIO, Ángeles (ed.), Monarquía y República en la España contemporánea, Madrid, Biblioteca Nueva-UNED, 2007, pp. 132.

16 Cit. in ibidem, p. 151.

17 BURDIEL BUENO, Isabel (ed.), Los Borbones en pelota, Zaragoza, Inst. Fernando el Católico, 2012.

18 Alcalá Galiano cit. in MARCUELLO, Juan I., «La Corona y la desnaturalización del parlamentarismo isabelino», in Ayer, 29, 1998, pp. 15-36, p. 32.

19 Alcalá Galiano cit. in SÁNCHEZ GARCÍA, Raquel, op. cit., p. 149.

20 BURDIEL BUENO, Isabel, Isabel II. Una biografía (1830-1904), Madrid, Taurus, 2010; MARCUELLO, Juan I., El discurso constituyente y la legitimación de la monarquía de Isabel II en la reforma política de 1845, in GARCÍA MONERRIS, Encarna, MORENO SECO, Mónica, MARCUELLO, Juan I. (eds.), Culturas políticas monárquicas en la España liberal. Discursos, representaciones y prácticas (1808-1902), Valencia, PUV, 2013, pp. 151-176; SÁNCHEZ GARCÍA, Raquel, op. cit., pp. 127-153.

21 BURDIEL BUENO, Isabel, Isabel II, cit. p. 189.

22 ROMEO, María Cruz, La ficción monárquica y la marcha de la nación en el progresismo isabelino, in LARIO, Ángeles (ed.), op. cit., pp. 107-125; LARIO, Ángeles, La Monarquía herida de muerte. El primer debate monarquía/república en España, in LARIO, Ángeles (ed.), op. cit., pp. 183-204; BURDIEL, Isabel, Monarquía y nación en la cultura política progresista. La encrucijada de 1854, in GARCÍA MONERRIS, Encarna, MORENO SECO, Mónica, MARCUELLO, Juan I. (eds.), op. cit., pp. 213-232; RUBIO, Carlos, Reverente carta que dirige a S. M. la reina doña Isabel II, Madrid, Imprenta de La Iberia, 1864.

23 BURDIEL, Isabel, Isabel II, cit.; MARCUELLO Juan I., El discurso constituyente y la legitimación de la monarquía de Isabel II en la reforma política de 1845, cit.; CANOVAS SÁNCHEZ, Francisco, El partido moderado, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1982.

24 MOLAS, Pere, Del absolutismo a la constitución. La adaptación de la clase política española al cambio de régimen, Madrid, Sílex, 2008, p. 162.

25 Cit. in BURDIEL, Isabel, Isabel II, cit., p. 66.

26 Cit. ibidem, p. 725.

27 Ibidem, pp. 66, 725. SIERRA, María, PEÑA, Maria Antonia, ZURITA, Rafael, Elegidos y elegibles. La representación parlamentaria en la cultura del liberalismo, Madrid, Marcial Pons, 2010; KAHAN, Alan S., Liberalism in nineteenth-century Europe. The political culture of limited syffrage, Basingstoke, McMillan, 2003.

28 BURDIEL, Isabel, Isabel II, cit.; LA PARRA, Emilio (coord.), La imagen del poder. Reyes y regentes en la España del siglo XIX, Madrid, Síntesis, 2011; MORENO LUZÓN, Javier, El rey patriota Alfonso XIII y el nacionalismo español, in LARIO, Ángeles (ed.), op. cit., pp. 269-294. El contraste con Italia en BRICE, Catherine, Monarchie et indentité nationale en Italie (1861-1900), París, EHESS, 2010.

Torna su

Per citare questo articolo

Notizia bibliografica digitale

Jesús Millán e Maria Cruz Romeo, «Modelos de monarquía en el proceso de afirmación nacional de España, 1808-1923»Diacronie [Online], N° 16, 4 | 2013, documento 3, online dal 01 décembre 2013, consultato il 10 décembre 2024. URL: http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/diacronie/837; DOI: https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/diacronie.837

Torna su

Autori

Jesús Millán

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de València, ha estudiado las transformaciones de la sociedad agraria durante el ascenso del capitalismo y el triunfo de la revolución liberal. Junto con Salvador Calatayud y Maria Cruz Romeo, ha editado Estado y periferias en la España del siglo XIX. Nuevos enfoques (Valencia, Universitat de València, 2009).

Maria Cruz Romeo

Profesora titular de Historia Contemporánea de la Universitat de València, ha investigado las bases sociales del liberalismo y las culturas políticas asociadas a la formación del Estado nacional. Junto con Salvador Calatayud y Jesús Millán, ha editado Estado y periferias en la España del siglo XIX. Nuevos enfoques (Valencia, Universitat de València, 2009).

Torna su

Diritti d'autore

CC-BY-NC-ND-4.0

Solamente il testo è utilizzabile con licenza CC BY-NC-ND 4.0. Salvo diversa indicazione, per tutti agli altri elementi (illustrazioni, allegati importati) la copia non è autorizzata ("Tutti i diritti riservati").

Torna su
Cerca su OpenEdition Search

Sarai reindirizzato su OpenEdition Search