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Alfonso de Valdes, La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. Introd. Rosa Navarro Durán, ed. Milagros Rodríguez Cáceres, Barcelona, Octaedro, 2003. 222 p.

Héctor Brioso Santos
p. 219-222
Referencia(s):

Alfonso de Valdes, La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. Introd. Rosa Navarro Durán, ed. Milagros Rodríguez Cáceres, Barcelona, Octaedro. 222 p. (ISBN: 84-8063-580-0; Col. Biblioteca Octaedro.)

Texto completo

1 Esta nueva edición del eterno Lazarillo nos ofrece ahora desde su portada una interesante noticia: la autoría propuesta y argumentada del humanista y erasmista conquense Alfonso de Valdés, que Rosa Navarro asienta sobre diversos razonamientos de corte biográfico, cronológico, literario, de estilo… y que se nos presenta ya en casi cada una de sus páginas como un hecho cierto. Es probablemente, de ser auténtica —algo muy difícil de comprobar—, la mayor aportación reciente a los estudios lazarillescos y a los valdesianos, ya que desde 1925 —cuando Marcel Bataillon le prohijó el espléndido Diálogo de Mercurio y Carón— no se había hecho nada semejante. La autora conoce perfectamente la obra de Valdés por sus ediciones precedentes del Diálogo de las cosas acaecidas en Roma (Madrid, Cátedra, 1992) y del Diálogo de Mercurio y Carón (Madrid, Cátedra, 1999). Y el interés por ese humanista ha sido también estimulado sin duda, en los últimos años, por la edición de su obra completa, prologada y preparada por Ángel Alcalá (Madrid, Turner, 1996).

2 Esta atribución de autoría no es exactamente nueva en la bibliografía del Lazarillo, ya que Joseph Ricapito la había sugerido en 1976 en su propia edición del famoso anónimo (Madrid, Cátedra), como Navarro indica en una anotación de la p. 93 (donde le achaca, sin embargo, haber basado su hipótesis «en intuiciones más que en pruebas»). Ricapito brindó aquella atribución en su introducción de entonces con gran humildad –—como quien sabe que le va a llover encima una crítica ardua» (p. 44)— y la basó en el «estilo y la tonalidad crítica que permea toda su obra» y en el retrato directo y vivo de los personajes (p. 46), a la vez que destacaba la mayor «libertad artística» en el Lazarillo (ibid.) y subrayaba, en la novelita y en la restante obra valdesiana, el erasmismo, las relaciones políticas de Carlos V con el rey de Francia, por lo que conjeturaba entonces que el Lazarillo «podría ser la primera obra que él escribe» y que el orden de escritura pudo ser: Lazarillo, Las cosas ocurridas en Roma y el Mercurio y Carón (p. 47).

3Finalmente, añadía Ricapito el sentido del episodio del Escudero en la obra del anónimo, próximo al ideario de Valdés y de Erasmo (p. 51). Curiosamente, el crítico italo-americano no sacó a colación esa hipótesis en su vasta y entonces muy oportuna Bibliografía razonada de la novela picaresca (1980), en la que, sin embargo, recogía, como es lógico, las autorías sugeridas tradicionalmente para la novela. Ni tampoco anotaba su propia tesis valdesiana en la breve introducción de 18 páginas a su traducción posterior al inglés del Diálogo (Dialogue of Mercury and Charon, Bloomington, Indiana University Press, 1986). La cautela de Ricapito era quizás lógica en ese momento, ya que, un año más tarde, Rico derribaba la atribución a Sebastián de Horozco propuesta previamente por Francisco Márquez Villanueva (aunque en 1994 Jack Weiner volvía a sugerirla en su edición de Horozco, El libro de los proverbios glosados, Kassel, Reichenberger, p. 37).

4 El lector puede pensar que esta atribución propuesta por Ricapito y Navarro Durán puede caer de nuevo en el vacío por falta de indicios más firmes, pero hay que reconocer que los argumentos aducidos son cada vez más sutiles y numerosos. No se trata ya de aquella serie consabida de nombres que todos hemos leído alguna vez (fray Juan de Ortega, Diego Hurtado de Mendoza, el mismo Horozco, Lope de Rueda, Pedro de Rhúa o el comendador Hernán Núñez…), unas atribuciones descritas tradicionalmente por George T. Northup como «equally improbable guesses» (An Introduction to Spanish Literature, Chicago, The University of Chicago Press, 1936 [1925], p. 175). Ahora la situación es otra, al menos aparentemente.

5Por lo pronto, la atribución y sus argumentos pueden adquirir peso por sedimentación y decantación de los materiales: la propia Navarro había reiterado esta hipótesis en 2002, en sendos artículos de la revista Ínsula (números 661-662 y 666), luego recogidos en un libro el año siguiente (Lazarillo de Tormes de Alfonso de Valdés, Salamanca, SEMYR), y en otra monografía de ese mismo 2003: Alfonso de Valdés autor del Lazarillo de Tormes (Madrid, Gredos). Si en el primer libro desbrozaba parte del camino y señalaba sobre todo las concomitancias con la Propalladia de Torres Naharro y la posterioridad del Baldus (Sevilla, 1542) frente al anónimo de 1554, en el segundo apuntaba hacia otras fuentes: Plauto, La Celestina, La Tebaida y el Retrato de la Lozana andaluza del jiennense Francisco Delicado.

6 La tesis de Navarro tiene dos partes: además de la cuestión de la autoría, esta profesora adelanta la fecha de composición y publicación de la obra y, como se ha hecho recientemente con La Celestina, propone una redacción original diferente de la conservada hasta nuestros días, algo que estaba implícito en la crítica lazarillesca desde hace bastante tiempo. En ese punto defiende la composición de la obra por Valdés en Italia hacia los años 1529-1532 (pp. 10-11). Esta última parte de su razonamiento viene exigida, naturalmente, por la fecha temprana de la muerte de Valdés, el 5 de octubre de ese último año, en Viena, a causa de la peste. Y el que fuera un texto italiano explicaría, en parte, que nunca se haya encontrado su rastro. La fecha de 1529 coincide, por lo demás, con la que Ricapito sugería para esa composición original lazarillesca, aunque sea por razones distintas, pues el profesor ítalo-americano indicaba como una fuente del anónimo genial la Ementita nobilitas erasmiana, precisamente de ese año (ed. cit., p. 22, n.), una idea interesante, pero desmentida en su parte cronológica por Antonio Vilanova en un artículo de 1983, luego recogido en su vasto Erasmo y Cervantes (Barcelona, Lumen, 1989, p. 256).

7 Los demás argumentos de Navarro, expuestos con claridad y orden, son los siguientes, en forma resumida: el Lazarillo recibe una influencia decisiva de La lozana andaluza (1528) y del Relox de príncipes de fray Antonio de Guevara (1529) (p. 10); las dos ediciones perdidas sugeridas por Alberto Blecua y otros habrían hecho de puente; la obra contiene retazos del temprano erasmismo valdesiano, frente a lo escrito hace ya muchos años por Marcel Bataillon (Erasmo y España, 1966, p. 211) y el reajuste de Vilanova desde los setenta (casi todo recogido en su tomo citado).

8 El razonamiento de Navarro invierte, una vez más, los presupuestos de los estudiosos de la obra renacentista: las fuentes previas son, ahora, influencias posteriores (p. 11), trastocando el panorama asentado por Francisco Rico, que defendía hace casi dos décadas (introd. a Lazarillo de Tormes, Madrid, Cátedra, 1990, pp. 17-30) una fecha de composición más tardía y más cercana al año de publicación de la obra, y apuntaba una batería de argumentos bien conocidos y que hace años parecieron difícilmente discutibles. Hoy Navarro Durán vuelve a la idea, descartada entonces por Rico, de una cronología interna para la historia datable hacia 1525 (pp. 22-23) y una fecha de redacción hacia 1530 (p. 23), todo ello entreverado de argumentos valdesianos (pp. 23-25). Podemos dar por bueno el argumento de esa estudiosa acerca de que el concilio de Trento no hubiese permitido atacar las bulas en la obra después de 1545, pero queda sin aclarar, en cambio, la mención en el libro a un año «estéril de pan», alusión que Navarro resuelve con la explicación de que el texto lazarillesco puede obedecer a una «creación ácrona, fuera del tiempo» (pp. 26-27).

9 Un aspecto muy interesante de la tesis de Navarro (1.1) es la suposición de que la aparente incoherencia del prólogo lazarillesco pueda deberse a que en él se han confundido dos piezas separadas en su origen, el prólogo y una dedicatoria, que en un principio debieron (o pudieron) estar claramente separadas. Estas dos piezas habrían sido dirigidas a diferentes personas, un lector hipotético y un «Vuestra Merced» concreto. Y la confusión la habría causado la pérdida de una hoja de la primera edición, la que contenía el argumento resumido de la obra, como en otros libros de la época. Ya Rico había sugerido en su edición citada una intervención de mano ajena en el título y los epígrafes del Lazarillo (p. 2), una idea que Navarro Durán retoma (p. 81, n.), aunque aquel investigador no insinuaba entonces ninguna lectura de un doble texto hipotético. Mientras la editora actual asevera que «no se puede hablar de honra, de alabanza si se está escribiendo una carta personal, «familiar»» (p. 14), Rico aclaraba, en una nota de la edición de 1990 (p. 5, n. 9, con una cita oportuna de Paul O. Kristeller) una cuestión como la del aspecto cuidado y literario de las cartas entre humanistas.

10 En verdad, la mera existencia de un prólogo al comienzo de una carta o informe personal tan logrado como el Lazarillo siempre me había producido ciertos reparos que me había reservado. Algunos argumentos manejados por Durán para probar la mutilación de los preliminares originales parecen bastante creíbles, como, por ejemplo, el de la relativamente pequeña separación que media, en las primeras ediciones de Burgos y Medina del Campo, entre el prólogo y el primer tratado, a diferencia de lo que sucede con los otros tratados, bien separados entre ellos (p. 15). Con todo, acaso parece algo excesivo dar por sentada la cuestión, en presente de indicativo, ya en la página siguiente, donde se afirma que «Esta rareza [de la no separación clara entre las partes iniciales de la obrita] se debe a la falta de ese folio […]»; aunque quizás la situación de esta novela en la tradición crítica y el tradicionalismo de nuestros estudios pueden exigir un tratamiento de choque como éste.

11 El punto siguiente es la sugerencia de que el enigmático ella de la frase del final del Lazarillo —«[…] hablando con reverencia de vuestra merced porque ella está delante» (p. 133 de la edición de Rico)— debería ponernos sobre la pista de una dama como destinataria de la obra y como la identidad oculta bajo el famoso «Vuestra Merced» (1.2; pp. 18-19). Es cierto que el curioso pronombre ya había sido muchas veces comentado, como Navarro recuerda (p. 17; y cf., por ejemplo, Rico, página citada, n. 33), pero la nueva inferencia lleva ahora aparejadas varias cosas: la obra encierra una «agudísima sátira erasmista» (p. 19) porque el Arcipreste, que es el amante de la esposa de Lázaro, sería también supuestamente el confesor de la dama; y el oficio de Lázaro en ese entonces —pregonero— sería harto peligroso para el secreto en cuestión (ibid.).

12Otros argumentos expuestos por Navarro son especialmente ingeniosos y parecen indicar que esa dama misteriosa no vivía en Toledo, como Lázaro subrayaría con varias de sus frases en la obra (pp. 18-19), que en efecto pueden haber sido pensadas para un destinatario o una destinataria lejanos. La inferencia es la siguiente: «No es tan raro que la dama esté inquieta por los rumores que le han llegado sobre la conducta de su confesor y que le pregunte a Lázaro, el marido de la criada del sacerdote, si son ciertos y que le pida que le relate el caso “muy por extenso”. […] La importancia del “caso” reside en la implicación en él del Arcipreste» (pp. 21-22).

13 Navarro supone que Alfonso de Valdés debió leer el Relox de príncipes y La lozana andaluza poco antes de empezar la escritura de La vida de Lazarillo (pp. 10 y 28). Pudo imitar a Delicado en la localización realista de su obra (p. 29) y escoger la cronología que más favoreciera a su protector, el Emperador Carlos, tras su entrada en Toledo y la derrota del rey de Francia (ibid.). Atribuye, por tanto, la autoría del Lazarillo al «mejor prosista de su época», Valdés (p. 36).

14 Sigue un recorrido por la vida del humanista y erasmista (cap. 3), con alguna asociación, remota pero sugestiva, de unas cartas personales de Antonio de Guevara con la epístola lazarillesca (pp. 41-42). Si este argumento triangular no convence demasiado, resulta curioso e inicia una serie de secciones sobre la obra anónima de 1554 salpicadas de varios argumentos más en favor de la candidatura de Valdés. El capítulo cuarto compara pasajes de La Celestina, de Plauto, de Torres Naharro, de La Tebaida o La lozana andaluza con otros del Lazarillo, con vistas a señalar las posibles lecturas fecundadoras de la imaginación del erasmista y secretario de Carlos V, que, según ella conjetura, concibió y redactó la novela anónima.

15Valdés aprendió bien la lección del realismo leída en La Celestina, La Tebaida, Torres y La lozana de Delicado (cap. 5). Por ello, según Navarro, incluye a Rampín en el recorrido de la novela picaresca (p. 85). En ese capítulo la estudiosa también inserta al Buscón en el itinerario del género, al mismo tiempo que reajusta la tradicional lectura erasmista de la obra, que ahora afecta no sólo al cura de Maqueda, al buldero y al Arcipreste, sino también al ciego, representante de la devoción supersticiosa y de la crueldad (p. 86). La crítica contra la Iglesia, según entiendo, sería indirecta: el arca maquedana con los bodigos es un paraíso inaccesible; el vendedor de bulas facilita una sátira de las indulgencias, pero a través de una «espléndida farsa» (p. 87). Incluso el escudero sería ejemplo de su grupo social, pero por medio del mismo mecanismo indirecto, pues su casa forma parte de la secuencia de elementos instrumentales de la denuncia en la obra: arcaz, iglesia, casa (ibid.). Y resume Navarro: estos elementos «se convierten en las pruebas de la denuncia, pero la maestría con que lo hace Alfonso de Valdés las transforma en espacios inolvidables» (pp. 86-87). La obra es «sobre todo testimonio», pero no «drama» (p. 87).

16Acaso es éste uno de los puntos que hacen dudar a quien esto escribe de la tesis principal de esta edición: ¿por qué un humanista acostumbrado a la soflama erasmista directa cambiaría completamente su sátira habitual para adoptar un sutil mecanismo irónico?; ¿por qué motivo sustituir el acostumbrado —y mucho más fácil— desfile de ejemplos, que tanto futuro tendría todavía en el Barroco, por un sistema mucho más eficaz, pero aparentemente producto de una manera distinta de concebir la narración? Porque en realidad el autor misterioso usa exactamente el esquema opuesto al de las obras erasmistas de Valdés, dispuestas como coloquios en los que las críticas se hacen más abiertamente. De ser él el autor de La vida de Lazarillo habría pasado de lo literal a lo indirecto, de la denotación, por así decirlo, a la connotación, de la afirmación a la inferencia irónica. Además, hay que suponer, como es lógico, que la cronología —borrosa de suyo en el caso valdesiano, cuyos dos diálogos se publicaron póstumamente— tendría que haber sido así: primero los restantes coloquios y por último el prodigioso descubrimiento de la novela moderna, que cabría atribuirle también aunque la editora no lo escriba.

17Quizás (y sin quizás) la delicadeza suma del Lazarillo, su elusivo punto de vista y su humilde fuero interno hayan parecido siempre indicios de un erasmismo tardío, lo que invitaba a datar la obra en tiempos más restrictivos y bajo una mayor vigilancia inquisitorial. Habrá que revisar nuevamente este viejo problema.

18Finalmente, Navarro anota que tanto el conquense como el anónimo apuntan de modos muy diversos a la misma realidad: el abarraganamiento de las mujeres con los sacerdotes corrompidos (p. 87). Ese paralelo es reforzado por varias cartas valdesianas, en las que, según ella aclaraba en otra parte de la introducción, «a veces parece que oímos un yo muy cercano al de Lázaro» (p. 34). Aunque se basa en ocasiones en este género de comparaciones discutibles, su exposición convence y la tesis por ella rehabilitada nos señala una vía de explicación del Lazarillo llena de interesantes novedades.

19La edición, preparada por Milagros Rodríguez Cáceres, se atiene, según su autora (pp. 101-102), al stemma codicum propuesto por Jesús Cañas Murillo en 1992, que mejoró el anterior de Alfredo Cavaliere (1955). Un apéndice contiene las interpolaciones apócrifas de la edición de Alcalá (1554) y aporta, por último, este libro una bibliografía selecta comentada, piedra fundamental de un trabajo serio. Revisa en ella seis ediciones y diecisiete estudios lazarillescos de un total de centenares de entradas posibles, pero que no considera tan pertinentes y no refleja en su lista, quizás a causa de las muy acuciosas bibliografías aportadas por otros críticos en años recientes. Todo ello configura una edición muy completa de la obra.

20 Como detalle formal mínimo, debería ponerse en cursiva el título Lazarillo en la bibliografía comentada de las pp. 91-100, especialmente teniendo en cuenta que coinciden el nombre del personaje y el del título de la obra.

21 En fin, una edición solvente, aunque polémica, y que coincide en el tiempo con los recientes estudios aparecidos desde el 2000 y firmados por Ruffinatto, Santonja o Núñez Rivera, entre otros.

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Para citar este artículo

Referencia en papel

Héctor Brioso Santos, «Alfonso de Valdes, La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. Introd. Rosa Navarro Durán, ed. Milagros Rodríguez Cáceres, Barcelona, Octaedro, 2003. 222 p.»Criticón, 100 | 2007, 219-222.

Referencia electrónica

Héctor Brioso Santos, «Alfonso de Valdes, La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. Introd. Rosa Navarro Durán, ed. Milagros Rodríguez Cáceres, Barcelona, Octaedro, 2003. 222 p.»Criticón [En línea], 100 | 2007, Publicado el 05 enero 2020, consultado el 12 diciembre 2024. URL: http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/criticon/9477; DOI: https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/criticon.9477

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