José Manuel LUCÍA MEGÍAS, La juventud de Cervantes. Una vida en construcción. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte I, Madrid, edaf, 2016, 301 p.; La madurez de Cervantes. Una vida en la corte. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte II, Madrid, edaf, 2016, 396 p.; La plenitud de Cervantes. Una vida de papel. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte III, Madrid, edaf, 2019, 311 p.
José Manuel Lucía Megías, La juventud de Cervantes. Una vida en construcción. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte I, Madrid, edaf, 301 p.; La madurez de Cervantes. Una vida en la corte. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte II, Madrid, edaf, 396 p.; La plenitud de Cervantes. Una vida de papel. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte III, Madrid, edaf, 311 p. (ISBN: 9788441436169, I; 9788441436930, II; 9788441438903, III.)
Texto completo
En 1958, Luis Astrana Marín ponía término a su monumental Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra, emprendida diez años antes a raíz de las conmemoraciones del cuarto centenario del nacimiento del escritor. En 2018, sesenta años después, José Manuel Lucía Megías concluye a su vez el tercer y último volumen de una nueva biografía de Cervantes. Aunque no ha podido publicarse hasta abril de este año, su redacción, finalizada dos años después de editados los dos primeros tomos, se sitúa en el ámbito de otra conmemoración, la del cuarto centenario de la muerte del biografiado. Concebidas desde diferentes supuestos y en muy distintas circunstancias, estas dos empresas no se pueden equiparar siquiera en sus dimensiones; pero donde contrastan del modo más significativo es en su respectiva finalidad. Astrana Marín, a partir de una masa de documentos en parte inéditos, desarrolló una narración un tanto perentoria de la vida de quien se le aparecía como «un superhombre que vive y muere abrazado a la Humanidad». Lucía Megías, autor de importantes contribuciones al estudio de la recepción iconográfica del Quijote, así como comisario de la exposición «Miguel de Cervantes, de la vida al mito (1616-2016)», no quiere darnos una biografía «al uso» que intente descubrir las andanzas y las aventuras de un escritor transfigurado por la posteridad, sino los «retazos de una biografía en los Siglos de Oro»: un libro que acabe con los tópicos y nos permita conocer y comprender mejor, con todos sus matices, al hombre de carne y hueso que fue Cervantes. A aquel «Cervantes del día al día, de las dudas y golpes de fortuna», conviene ante todo situarlo en su época, separándolo no solo del escritor «que se proyecta, que se inventa, que se convierte en personaje de ficción», sino también del mito «que se ha llenado de Historia y de las historias de los cientos de biógrafos y de cervantistas», un mito que ha terminado «por entremezclarse con el mito quijotesco» (I, p. 11). El primer volumen, La juventud de Miguel de Cervantes. Una vida en construcción, nos lleva desde el nacimiento del alcalaíno, en 1547, hasta el final de su cautiverio argelino, en 1580, en un momento «donde las posibilidades se multiplican y el futuro está por escribirse en las diferentes geografías en que se mueve» (I, p. 12). El segundo, La madurez de Cervantes. Una vida en la corte, abarca el período que empieza con su regreso a España, ese mismo año, y acaba en 1604, después de concluidas sus comisiones andaluzas y una vez terminado su encarcelamiento en Sevilla: un período «de consolidación, de voluntad, estático, que tiene un único espacio de desarrollo, […] la corte, […] y una única preocupación, la merced solicitada» (I, p. 12). Finalmente, el tercero, La plenitud de Cervantes. Una vida de papel, se inicia con su llegada por las mismas fechas a Valladolid, nueva sede de la corte de Felipe III, prosiguiendo con la publicación de la primera parte del Quijote, el traslado a Madrid, otra vez cabeza del reino, y el retorno definitivo a las letras del «raro inventor» de las Novelas ejemplares, del segundo Quijote y, como legado póstumo, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda.
A diferencia de otras biografías, La juventud de Miguel de Cervantes no empieza con su nacimiento en Alcalá de Henares, sino que se abre con dos capítulos que ponen en perspectiva el curso de sus primeros años. El primero se centra en su «rostro de papel», el que traza en 1613 el prólogo de las Novelas ejemplares, para compararlo no solo con el primer retrato impreso, el que adorna la edición del Quijote publicada por Lord Carteret en Londres en 1738, sino también con los seis retratos falsos que se escalonan entre los siglos xvii y xx, y especialmente con los que se atribuyeron a Jáuregui. De este cotejo se infiere cómo los mil rostros que nos han llegado del Cervantes mito no consiguen llenar el vacío debido a que nunca el Cervantes hombre se mereció en su vida un retrato autorial al estilo de los que solía ostentar un Lope de Vega al inicio de sus obras. En estas condiciones, nos explicamos por qué cada volumen de esta biografía lleva en su tapa una imagen de pura invención del biografiado, representado en su juventud, su madurez y su edad provecta. El segundo capítulo establece el balance de los documentos reunidos a partir del siglo xviii y utilizados por sus biógrafos desde Fernández de Navarrete, antes de señalar los descubrimientos recién realizados en los archivos nacionales, provinciales y municipales y de establecer un ensayo de tipología de los mismos. Solo después de estos preliminares se abordan, una tras otra, las tres etapas sucesivas de esta primera época : la del estudiante (1547-1568), la del soldado (1569-1575) y la del cautivo (1575-1580).
Su calificación en tanto que estudiante, al abrirse la exposición de la primera etapa, nos remite sin más tardar a su vinculación con el maestro López de Hoyos, pero corresponde solo en parte a lo que sabemos de sus primeros pasos: sus antecedentes familiares, su bautismo en Alcalá, sus sucesivas estancias con los suyos en Valladolid y Córdoba, su llegada a la Villa y corte, su formación académica, sus contactos con la vida literaria madrileña, sus primeras composiciones poéticas. Otros tantos episodios que solo conocemos a medias gracias a la documentación conservada al respecto y de la que Lucía Megías se vale para acabar de una vez con las polémicas levantadas por la localización de la cuna de Miguel o por su problemática asistencia al colegio de Jesuitas de Sevilla. En cuanto a su relación con López de Hoyos, tiene que examinarse a partir de la hipótesis emitida por Alfredo Alvar Ezquerra según la cual fue más bien alumno, a su llegada a Madrid, de la escuela privada que su maestro hubo de mantener antes de ser nombrado rector del Estudio de la Villa. Así pues, el que este le llamara «caro y amado discípulo» hace pensar, más bien, en un tipo de educación particular dispensada posteriormente por el mismo, al margen de los estudios cursados por estudiantes de una edad mucho menor. Sus contactos con los cenáculos literarios madrileños sugieren al biógrafo que pudo ser apadrinado por su amigo Pedro Laínez para ingresar en la academia del Duque de Alba o en la que dirigía Don Diego de Acuña, gentilhombre de cámara del rey. Sin embargo, añade, no hay por qué pensar que, por aquellas fechas, se dispone a iniciar su carrera de escritor: no se puede, en efecto, conceder excesiva trascendencia a sus primeras poesías, recogidas por López de Hoyos en la Relación de las Exequias de la reina Isabel de Valois. Por lo que se refiere a su partida a Italia, Lucía Megías duda de que fuera consecutiva a un posible duelo con Antonio de Sigura, ya que le parece más plausible atribuirla a una recomendación de algún miembro del entorno del cardenal Espinosa, presidente del Consejo de Castilla: entre ellos Mateo Vázquez, al que Miguel debió de conocer a través de Nicolás de Ovando, sobrino de Diego Vázquez de Alderete, el protector del secretario, y amante de Andrea, la hermana mayor de Miguel. De este modo, la semblanza que nos ofrece durante aquellos años se perfila no tanto como la de un poeta en ciernes, sino, más bien, como la de un muchacho «en busca de algún oficio con el que mantener y ayudar a su familia»: o bien consiguiendo, mediante su participación esporádica en las academias madrileñas, un oficio de escribano, de ayudante de cámara o de secretario en alguna casa nobiliaria, o bien llegando a formar parte de «ese cuerpo de letrados que, año tras año, irá extendiéndose y dominando el clientelismo cortesano» (I, p. 117).
El capítulo siguiente empieza con su estancia en Roma. Sobre los meses pasados al servicio del cardenal Acquaviva solo disponemos de lo que nos da a entender el prólogo de La Galatea, ya que los documentos recién descubiertos y comentados por Patricia Marín Cepeda se refieren más bien al entorno de Ascanio Colonna, al que fue dedicada la obra. En su exposición de los años de milicia y de cautiverio, Lucía Megías se apoya esencialmente en la Información de Argel de 1580, aunque sometiendo a un cuidadoso examen las declaraciones de los testigos requeridos por Cervantes para su defensa en contra de las acusaciones de Blanco de Paz. Se sitúa por consiguiente en la línea del análisis realizado hace ya años por Carroll B. Johnson, para quien nos encontramos frente a un texto vertebrado por un proceso de autoconstrucción del protagonista. Considera que su alistamiento en los tercios españoles tuvo lugar en agosto o septiembre de 1570, aunque, personalmente, soy de los que creen más verosímil retrasarlo hasta julio del año siguiente, en el momento en que Rodrigo de Cervantes, su hermano menor, desembarcó en Italia con la compañía de Diego de Urbina, en cuyas filas combatirá junto con él en Lepanto. Sobre su actuación durante el combate nos facilita interesantes aclaraciones acerca del lugar del esquife donde fue destinado y herido; en cambio, el que Don Juan de Austria lo visitara durante su convalecencia resulta una leyenda sin fundamento, elaborada posteriormente por sus hagiógrafos. Otra fábula que cabe descartar definitivamente es la del hijo nacido de sus posibles amores napolitanos, aquel Promontorio que ve surgir en sueños en el Viaje del Parnaso y al que reencuentra emocionado. La intervención de este misterioso vástago hace pensar, más bien, en un juego literario en el que «padre» e «hijo» aparecen como apelativos de habla familiar.
Sobre las condiciones en las que estuvo en Argel durante cinco años, los trámites emprendidos por su familia para reunir parte de las sumas que se dieron para su rescate y, last but not least, sus cuatro intentos frustrados de evasión, debemos al autor unas páginas de notable densidad. Se sorprende con razón de la clemencia de Hazán, después del fracaso de la tercera tentativa: sabemos en efecto que el bajá mandó que diesen dos mil palos a aquel cautivo suyo, pero, al decir de uno de los testigos, «si no le dieron, fue porque hubo buenos terceros». Aunque, a mi modo de ver, conviene tener en cuenta el testimonio de dos declarantes, Diego Castellano y Rodrigo de Chaves, según los cuales intervino en su favor el corsario Morat Arraez Maltrapillo, renegado murciano y amigo de Hazán, Lucía Megías no se dice en condiciones de determinar de qué apoyos concretos pudo disponer Cervantes. De acuerdo con Carroll Johnson, piensa que fue lo que se llama en tierras latinoamericanas un «coyote», o sea una persona que se ganaba la vida con el negocio del transporte clandestino de cautivos a tierras de cristianos, con la esperanza de conseguir así la cuantía de su rescate. Cabe recordar, sin embargo, que, de manera general, este tipo de negocio ha dejado poca traza en la documentación conservada y, por lo que se refiere a Cervantes, resulta difícil considerar como prueba decisiva de su dedicación a tal negocio el testimonio de Juan de Valcárcel, uno de sus compañeros de cautiverio, según el cual ayudó a cinco jóvenes renegados a escapar de Argel. A fin de cuentas, como apunta Adrián J. Sáez en su edición de la Información de Argel, no hay por qué descartar una explicación más sencilla: «Cervantes es considerado un cautivo valioso tanto por motivos económicos como diplomáticos en tiempos de negociación […]. En plata: valía más vivo que muerto, como tantos nobles y capitanes más que libraban el pellejo simplemente por su condición». En cualquier caso, el papel que desempeñó en esos cuatro intentos de fuga, lejos de convertirlo en mera pieza del mecanismo de compra-venta de esclavos, lo puso cada vez en peligro y no hay por qué dudar de su valentía ni tampoco del prestigio que ejerció sobre los demás cautivos.
En conclusión de este primer volumen, Lucía Megías, saltando por encima no solo de los treinta y cinco años restantes de la vida del alcalaíno, sino de los cuatro siglos que nos separan de su muerte, dedica el capítulo final a las investigaciones realizadas entre 2014 y 2015 para localizar su sepultura en la Iglesia del convento de las Trinitarias. Resalta de este modo el abismo que media entre el hombre cuyos restos posiblemente se encuentren en una concentración de huesos fragmentados y deteriorados, correspondientes a quince personas, y el mito, consagrado una vez más en la nueva placa colocada en la fachada del convento.
El segundo volumen, Cervantes en la corte, nos propone una introducción «al ritmo del juego de la oca de la Filosofía cortesana, de Alonso de Barros», poeta amigo de Cervantes al que regaló un ejemplar de su libro, publicado en 1587. Si hemos de creer al biógrafo, que se divierte en bosquejar en tres páginas unas escenas de pura invención, es un juego al que Miguel se entregaba febrilmente cada tarde a las cinco, con parientes y amigos, en su casa de Valladolid, porque todos soñaban con ganar con los dados a falta de poder hacerlo en el juego de la vida. Solo después de este preámbulo, Lucía Megías recobra su seriedad para hacernos penetrar, sucesivamente, en los tres laberintos en que se va a adentrar el recién rescatado después de su regreso a España. El primero es el de la corte, o sea el del poder, de las facciones políticas, pero también de los pretendientes en busca de mercedes. Cervantes se mete en él en tres ocasiones: la breve misión que desempeña en Orán en junio de 1581, tal vez como espía o, más bien, correo; la demanda que, al año siguiente, presenta al secretario Balmaseda para conseguir un oficio en América, sin tener éxito a pesar del posible apoyo de Antonio de Eraso; y, en 1592, la petición que dirige al Consejo de Indias para ocupar una de los cuatro vacantes y que tampoco recibe la respuesta esperada. Se va concretando de este modo el perfil del hombre de carne y hueso que, a falta de poder obtener el cargo que pide, se dedica a ser solicitador de causas o agente de negocios para terceras personas, dentro de una compleja red de préstamos, obligaciones y poderes. Al mismo tiempo, entre dos transacciones, se deja entrever el amante de Ana Franca de Rojas y, algunos meses más tarde, el esposo de Catalina de Salazar. Aprovechando los importantes descubrimientos realizados por Emilio Maganto Pavón, Lucía Megías arroja nueva luz sobre el entorno familiar de la que fue madre de Isabel de Saavedra, así como sobre las circunstancias en que se casaron Miguel y Catalina: si bien ambos se desposaron el 12 de diciembre de 1584 en Esquivias, solo fue el 16 de enero de 1586 cuando se celebró el acto de sus velaciones en la iglesia de San Martín de Madrid en donde Cervantes había sido parroquiano, y el 9 de agosto del mismo año cuando se formalizó la carta dotal entre el matrimonio. Las recomendaciones del Concilio de Trento estipulaban que las velaciones se llevaran a cabo inmediatamente después del desposorio, pero los meses transcurridos entre desposorio y velaciones se debieron probablemente a los problemas económicos de una y otra familia. Por consiguiente, Cervantes no se apartó prácticamente de los círculos madrileños, llegando a convivir tan solo unos meses en Esquivias con su esposa, una vez firmada dicha carta. Lucía Megías se apoya en este dato ignorado de muchos para acabar con las libres evocaciones que debemos a otros biógrafos (entre los cuales me cuento) de lo que hubiera sido la vida del recién casado de haber permanecido más tiempo en casa de su esposa. Así y todo, el marido de Catalina no parece haber concedido demasiada consideración a los «ilustres linajes» y los «ilustrísimos vinos» de aquella localidad toledana, ya que los menciona en tono de chanza en el prólogo del Persiles. Otra observación interesante debemos al biógrafo cuando repara en que los padrinos y testigos de la ceremonia mostraban todos una vinculación con las Indias, en un momento en que el desposado no había renunciado a su sueño americano. No obstante, al comparar su demanda con las de otros solicitantes que consiguieron las vacantes mencionadas por Cervantes en sus memoriales —licenciados, doctores, capitanes— concluye que eran de más encumbrada categoría y disponían de más apoyos dentro de «la compleja reja clientelar de la Monarquía Hispánica» (II, p. 69).
El segundo laberinto es el de las letras, en una coyuntura en que el papel del mercader de libros se beneficia del desarrollo de la imprenta, potenciando a su vez una profesionalización de la escritura. En este contexto, pues, cabe situar la publicación de La Galatea, donde, de creer en una lista de nombres conservada en la Biblioteca Nacional, se introducen bajo el ropaje pastoril poetas amigos así como importantes personajes, y entre ellos Don Juan de Austria y Mateo Vázquez. Al mismo tiempo, las alabanzas de Cervantes a sus poetas predilectos que llenan el «Canto de Calíope» inserto en el libro VI de la obra, convierten este poema en una pieza fundamental: los elogios tributados a aquellos escritores configuran en efecto una academia imaginaria detrás de la cual se trasluce la reivindicación por el autor de su propio reconocimiento. Otra muestra de esta evolución es el desarrollo de una auténtica industria cultural del teatro: mientras se establece una fructífera colaboración entre poetas, comediantes y cofradías de beneficencia, las piezas que se representan en los corrales se están convirtiendo en «mercadería vendible», como dirá en 1605 el cura amigo de Don Quijote. Entre ellas hemos de colocar las veinte o treinta comedias que Cervantes dirá haber compuesto durante aquellos años, y de las que solo se conservan El trato de Argel, la Numancia y, tal vez, La conquista de Jerusalén, descubierta por Stefano Arata en los fondos de la Biblioteca de Palacio. Finalmente, Lucía Megías destaca el éxito que el alcalaíno conoce por aquellos años en tanto que escritor de romances, si bien la mayoría de sus composiciones circularon en forma de copias manuscritas hoy perdidas, caso de no incluirse de forma anónima en Flores cuyos colaboradores somos a menudo incapaces de identificar. Se marca en esta circunstancia un primer hito en la compleja relación entre Cervantes y Lope de Vega, una relación que iba a cambiar con el correr de los años y donde, en contra de lo que se suele afirmar, «los límites del fracaso y del éxito se diluyen» (II, p. 249).
A pesar de su fama como romancista, de la favorable acogida de La Galatea y del razonable éxito de sus comedias, «recitadas sin que se le ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza», Cervantes no se satisface de su condición. Como afirmará en 1615, en el prólogo de las Ocho comedias y entremeses, «tuve otras cosas en qué ocuparme, dejé la pluma y las comedias». Estas ocupaciones, como se sabe, son el fruto de una nueva búsqueda, esta vez llevada a buen puerto, ya que en 1587 consigue del proveedor general de la armada, Antonio de Guevara, un encargo de comisario de abastos. Lucía Megías nos hace tocar con el dedo los apremios y sinsabores que le valen las sacas de trigo y aceite que tiene que ordenar en los pueblos de Andalucía, especialmente en Écija. Un oportuno cotejo con casos similares encontrados en los archivos nos permite apreciar con mayor precisión sus responsabilidades. Concluida en 1594 la vasta operación iniciada siete años antes, el comisario pasa a ser en tierras granadinas recaudador de impuestos atrasados para el Erario público: recibe por consiguiente aquel «algo en que se [le] haga merced», de acuerdo con el dictamen del Doctor Núñez Morquecho, el relator del Consejo de Indias al que se dirigió en 1592. Por otra parte, sin desestimar el valor de testimonio de sus poemas de circunstancias, desde las dos canciones a la Armada Invencible hasta el soneto dedicado al túmulo erigido en Sevilla con motivo de la muerte de Felipe II, el biógrafo se centra en las dos cárceles tradicionalmente evocadas por las biografías al uso: la Cueva de Medrano en Argamasilla de Alba, imaginada por el cervantismo decimonónico, y la Cárcel Real de Sevilla. Nos consta sin lugar a dudas que Cervantes estuvo preso en ella a consecuencia de un abuso de poder del juez Vallejo, pero este encarcelamiento dio pábulo a otra leyenda, nacida de una frase mal interpretada del prólogo del primer Quijote, según la cual allí fue engendrado el ingenioso hidalgo. A fin de cuentas, a pesar de haber sido, durante más de diez años, alejado casi siempre de Madrid por sus obligaciones, el manco de Lepanto se descubre al lector como un hombre que, aunque sigue en los márgenes de la corte, se convierte ocasionalmente en un escritor que no ha dejado del todo la pluma, desmintiendo así en parte lo que afirmará dos decenios después.
Encabezado por una amable dedicatoria a seis predecesores de quienes Lucía Megías dice haber aprendido tanto, el tercer volumen, Una vida de papel, nos muestra a un «Cervantes que poco a poco se vuelve de papel», dejando de «buscar en este mundo para adentrarse en la originalidad de un programa literario coherente, al que dedicará los últimos años de su vida» (III, p. 14). Poco a poco, por cierto, como se infiere, en el capítulo primero, de los años transcurridos en Valladolid: estos presentan más de una incógnita debido a la escasez de datos relativos a sus ocupaciones en la nueva sede de la corte, así como a la casa donde se alojó con los suyos y de la que se nos cuentan aquí las posteriores vicisitudes hasta nuestros días. Tan solo disponemos de las averiguaciones del caso Ezpeleta, objeto de una «radiografía» que, además de corroborar lo establecido por quienes examinaron este documento, permite abrir una rendija a la realidad cotidiana que Miguel vivió con su familia. En cuanto a un hipotético encuentro con William Shakespeare, en el momento de las fiestas que se celebraron con motivo de la llegada de la embajada de Lord Howard, lo que sabemos de la trayectoria del poeta inglés parece excluir del todo esta posibilidad imaginada por Astrana Marín. Como prueba de su interés por el Quijote, Lucía Megías señala una comedia titulada Cardenno o Cardenna, cuya acción procedería de uno de los cuentos intercalados en la primera parte. Representada en 1613 en la corte de Inglaterra, esta obra, desafortunadamente, está perdida, pero Roger Chartier, que le ha dedicado una minuciosa investigación, piensa haber encontrado su rastro en el registro de los libreros e impresores de Londres, donde aparece mencionada en 1653 como «The History of Cardenio, by Mr. Fletcher & Shakespeare». ¿Sería Shakespeare el coautor de aquel Cardenno? Tiffany Stern lo ha puesto en duda, considerando que aquel «& Shakespeare» parece ser uno de esos añadidos que Humphrey Moseley, editor del registro, solía usar para atribuir obras desconocidas al autor de Hamlet.
Como era de esperar, es la publicación del Quijote de 1605 la que requiere la mayor atención del biógrafo en el capítulo siguiente, titulado «Los inicios de la plenitud de Cervantes». Antes de entrar en el meollo de esta compleja cuestión, nos ofrece una documentada presentación de los libros de caballerías, apoyándose en su amplio conocimiento del género. Se aplica a diferenciar el paradigma inicial del Amadís de Gaula de la producción finisecular, y en especial de aquellas obras de entretenimiento censuradas por el canónigo de Toledo como otros tantos disparates, aunque apreciadas por un extenso y variado público de lectores en el mismo momento en que Cervantes estaba imaginando a un caballero andante de nuevo cuño. No se mete en el callejón sin salida de los supuestos modelos vivos del ingenioso hidalgo, sino que prefiere centrarse en el proceso editorial del libro en sus diferentes etapas, tal como lo ha reconstruido Francisco Rico: el contrato con Francisco de Robles, con quien la relación del autor no parece haber sido exclusivamente profesional, las gestiones previas a la impresión de la obra, la labor de imprenta llevada a cabo por Juan de la Cuesta, el destino reservado a los primeros ejemplares, especialmente aquellos que se despacharon a las Indias, los misterios de las reediciones de 1605 y, finalmente, las apariciones en la plaza pública de la pareja inmortal, única muestra, al decir de Lucía Megías, del primer éxito del primer Quijote.
En «Sombras y silencios de la plenitud de Cervantes» se refieren a continuación las vicisitudes de una vida que, hasta la hora final, transcurre en gran parte en un Madrid que ha vuelto a ser sede de la corte. Nos enteramos de las mudanzas del escritor de una casa a otra, oportunamente localizadas por el biógrafo en el plano de Texeira (pp. 144-145). Seguimos los altibajos de dos de sus hermanas, Andrea y Magdalena, víctimas una y otra de varias promesas de matrimonio no cumplidas. En vista de las reparaciones financieras que recibieron de sus seductores, Francisco Márquez Villanueva consideró que se dedicaban, además de sus labores de costura, a una forma de galanteo retribuido, al estilo del trato que solían mantener las llamadas corteggiane honeste en Italia. Lucía Megías no admite semejante hipótesis, rompiendo una lanza a favor de estas «eternas desconocidas» cuyas reclamaciones matrimoniales no servirán de nada. Prosigue con los dos casamientos de Isabel de Saavedra, sus amores ilícitos con Juan de Urbina y las transacciones financieras entre su protector y su padre, antes de pasar a las apariciones fugitivas de Catalina de Salazar cuyo testamento da fe, a fin de cuentas, del «mucho amor y buena compañía» que ha tenido con su esposo. Mientras tanto, este se deja entrever como hombre de letras, en «un nuevo espacio donde será posible hacer demostración de poder literario en especial en lo relacionado con la poesía» (III, p. 171). Este espacio es el de las Academias en cuyas sesiones estuvo presente. Lástima que solo dispongamos al respecto de una carta de Lope de Vega en que cuenta lo que sucedió en 1612 en la Academia de Saldaña, donde leyó «unos versos con unos antojos de Cervantes que parecían güevos estrellados mal hechos». En este contexto cabe destacar la publicación, en junio de 1608, de la tercera edición madrileña del Quijote: en primer lugar, porque los muchos y variados cambios textuales que comporta sugieren una relación cada vez más estrecha entre autor y editor en el trabajo editorial que suponen; además, porque esta edición iba a relegar en un segundo plano las de 1605, al convertirse en texto base de las ediciones y traducciones que se publicarán hasta muy entrado el siglo xx y, entre ellas, la francesa celebrada en 1869 por Flaubert en carta a George Sand. Lucía Megías no llega a identificarla, pero se trata, sin lugar a dudas, de la de Damas-Hinard, comprada en 1847 por el autor de Madame Bovary el mismo año de su publicación, anotada de su mano y conservada en su biblioteca de Canteleu.
No sorprende el interés concedido por el biógrafo a la relación que Cervantes mantuvo con Don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, en claro contraste con el poco trato que estableció con el duque de Béjar, al que había dedicado la primera parte del Quijote. Ahora bien, una vez examinadas las cuatro dedicatorias que se mereció el conde —las de las Novelas ejemplares, de las Ocho comedias y entremeses, del segundo Quijote y del Persiles—, juzga un tanto convencionales las muestras de devoción y afecto que expresan, de modo que dicha relación bien pudo no llevar al alcalaíno más allá de su red de mecenazgo o de algún miembro de su Casa, concluyendo que «por ahora queda en paréntesis y sin concretar» (III, p. 187). Sin embargo, por su estilo y su tono, creo que estos textos se separan de los convencionalismos del género, dictadas por la cultura del mecenazgo, especialmente la última, vertebrada por una tensión entre esperanza y angustia por haber sido dictada en su lecho de agonía por quien sigue siendo contra vientos y marea un escritor.
Lucía Megías no solo descarta con razón la tradición que sitúa en el Paseo Colón la casa que habitó Cervantes en Barcelona, sino que pone en duda el viaje a la ciudad que, según Martín de Riquer, hizo en 1610, poco antes de irse el conde a hacerse cargo del virreinato de Nápoles. Además, no encuentra en los versos del Viaje del Parnaso tradicionalmente invocados por la crítica base suficiente para afirmar que los hermanos Argensola no le dejaron formar parte de la corte literaria que iba a acompañar a su mecenas, considerando que las «promesas» a las que aluden estos versos quizás tengan que ver con el deseo de gozar de algún tipo de prebenda o de trabajo en Madrid. Queda sin embargo sin resolver el enigma que plantea el conocimiento directo que parece haber tenido de la ciudad condal, puesto que ningún testimonio documental permite establecer sin lugar a dudas cualquiera de las tres posibilidades en las que pudiera encontrarse allí. En cuanto al cardenal Sandoval y Rojas, tío del duque de Lerma, arzobispo de Toledo e Inquisidor General, elogiado por Márquez Torres en una de las aprobaciones del Quijote de 1615, no se le aparece tanto como un protector de las letras o un mecenas literario, sino, más bien, «como el centro de una particular red clientelar donde las dedicatorias [y] los libros constituían una estrategia más que utilizaban muchos de los que deseaban ocupar un oficio o gozar de un beneficio eclesiástico» (III, p. 199). Este concepto restrictivo, cabe señalarlo, no cuadra con la semblanza del cardenal que acaba de trazar Luis Gómez Canseco en su reciente monografía.
Termina este capítulo con el examen de tres de las obras que forman el códice Porras: Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño en su modalidad primera, y La tía fingida, cuya atribución sigue debatida, aunque Lucía Megías se inclina con suma prudencia a considerarla auténtica. Además de reconstruir las vicisitudes de dicha colección, resalta la difusión sevillana en un espacio nada ejemplar de estos textos que debieron de figurar entre «estas otras obras que andan por ahí descarriadas», mencionadas por Cervantes en el prólogo de 1613. En cambio, parece ignorar la hipótesis emitida hace ya tiempo por Geoffrey Stagg al observar que no disponemos ni del original de Porras ni del manuscrito definitivo de las Novelas ejemplares. En opinión de este estudioso, las diferencias entre ambas versiones tienden a manifestar la sustitución de una primera pluma, la de Cervantes, por una segunda, la de un plagiario que bien pudo ser Porras, el cual se dedicó a retocar los originales en diferentes lugares antes de incluirlos en su miscelánea. En estas condiciones, concluye Stagg, el manco de Lepanto tuvo que esperar hasta 1613 —cuatro años después de la muerte del cardenal Niño de Guevara a quien iba dedicado el códice— para restablecer el verdadero texto de sus dos novelitas, incluyéndolas en el volumen que dio entonces a la imprenta.
«La vida en papel de Miguel de Cervantes» es el título del siguiente capítulo, dedicado al proyecto que el manco de Lepanto pone en marcha hacia 1612, desde la atalaya de sus 65 años. Mirando hacia atrás, recuerda sus sueños truncados, pero comprueba al mismo tiempo que no ha dejado nunca de escribir. Aunque «el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan», se dispone a ofrecernos todo un programa literario, bien pensado y medido, que va a cumplir durante los pocos años que le quedan de vida. Empezando con las Novelas ejemplares, primera piedra de este edificio, Lucía Megías reconstruye el proceso editorial que concluye con su publicación en 1613, destacando la concertada elección de este tipo de ficción por un autor que dice ser el primero en novelar en lengua castellana, así como la libertad con que va mezclando los géneros en una particular «mesa de trucos» cuyo carácter ejemplar no se somete a las claves de lectura adscritas a la literatura de entretenimiento. Prosigue con el Viaje del Parnaso, publicado un año después con su Adjunta en prosa, donde aquel Cervantes de papel reivindica su «yo» de escritor, recordando y enjuiciando su carrera literaria en una deliberada ruptura entre personaje y persona. Se vuelve después hacia las Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados, obra aparecida al año siguiente, señalando cómo su autor, a falta de poder conseguir el visto bueno de los comediantes, es uno de los primeros que se acercan a las prensas para ofrecer sus textos dramáticos. Recalca la importancia del prólogo donde el manco de Lepanto, en una muy personal retrospectiva, defiende su propio modelo de teatro antes de admitir el triunfo de Lope de Vega. No obstante, el biógrafo concede que, dentro y fuera de España, solo unas pocas obras del reducido corpus cervantino han gozado de una presencia continua en los escenarios. Tal vez hubiera sido oportuno señalar que, aunque no deje de calificar las comedias del Fénix como «felices y bien razonadas», Cervantes nada nos dice, en este prólogo, de su «arte nuevo». Lo que prefiere indicar es cómo Lope «avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes». En otras palabras, su monarquía teatral se le aparece como la de un poeta fecundo que ha conseguido adueñarse de un negocio, poniendo a su servicio un complejo sistema de producción y difusión, en perfecta adecuación con el gusto reinante y con la colaboración de cuantos «han ayudado a llevar esta máquina al gran Lope». A continuación, Lucía Megías pasa revista a los últimos poemas, al menos los que conocemos, a los que sitúa en los márgenes de aquella vida en papel, por haber sido escritos para conseguir algún beneficio económico, como la composición con que se presentó en 1615 para las fiestas en la beatificación de Teresa de Jesús. Termina con Los Trabajos de Persiles y Sigismunda, obra que califica de «épica en prosa o, mejor de novela de aventuras» (III, p. 252), concluida por su autor en el umbral de la muerte. Recuerda las circunstancias de la publicación póstuma de un texto que se ha convertido en «punto de llegada». El Persiles es, en efecto, «uno de los textos con los que Cervantes cifra que conseguirá un espacio, un recuerdo, una memoria en la literatura de su tiempo, y en el futuro en la segunda vida de la Fama» (III, p. 248), dejando al licenciado Márquez Torres que cuide de asentar, en su famosa aprobación de la segunda parte del Quijote, las dicotomías consagradas ulteriormente por las biografías románticas: pobreza en vida y riqueza en literatura, silencio en España y reconocimiento fuera de ella. Un breve repaso de las obras anunciadas por Cervantes en los últimos años de su vida le sirve al biógrafo para enumerar las atribuciones y falsificaciones difundidas a lo largo del siglo xix, confirmando así que fue el Persiles, con toda seguridad, el que cerró el programa literario ideado por su autor.
Al abordar la segunda parte del Quijote, a la que sitúa en los márgenes de la plenitud del autor, Lucía Megías nos hace retroceder a los años en que se inició su redacción. Confiesa no poder asignar una fecha concreta a esta decisión cervantina: no lo permiten, en efecto, las alusiones del capítulo tercero al olvido del robo del rucio, preferentemente destinadas, al parecer, a los lectores de la princeps de 1605, y no a los de las ediciones posteriores donde se encuentran los datos necesarios para comprender lo sucedido. Como era de esperar, dedica unas páginas esenciales al Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda y, más especialmente, a su impacto sobre la segunda parte auténtica, perceptible en el encuentro del ingenioso hidalgo con dos lectores del apócrifo, en el cambio de rumbo de los protagonistas que se desvían de Zaragoza para ir a Barcelona y en la introducción de Don Álvaro Tarfe en la trama de la novela. Por cierto, el anonimato de aquella obra —no disipado por Cervantes—, la distancia temporal entre el éxito del primer Quijote y la publicación de la continuación de Avellaneda, así como la crítica que recibió por parte de su víctima esconden un misterio que estamos lejos de resolver. No obstante, observa el biógrafo, de no haber aceptado el reto del Quijote apócrifo, ahora tendríamos en las bibliotecas ejemplares de la primera parte cervantina junto a otros de la de Avellaneda, como sucede con tantas otras obras durante los Siglos de Oro. Más aun, «estos dos textos quijotescos, escritos por dos autores distintos, no habrían puesto las bases de la novela moderna». En tales condiciones, una obra que estaba en las márgenes del programa literario de Cervantes se ha convertido, no solo en «el centro de su reivindicación como escritor», sino como «la piedra fundacional de una nueva forma de entender la narrativa» (III, p. 274).
Se cierra esta biografía con un epílogo que, después de recoger la hipótesis según la cual la hidropesía referida en el prólogo del Persiles sería un síntoma posible de una diabetes que pudo llevar al alcalaíno a la tumba, examina cómo se operó el paso del hombre al mito: a partir del momento en que las dos partes del Quijote van a editarse y a traducirse como una unidad, preparando así un relevo del triunfo de Don Quijote como personaje por el triunfo del libro de sus aventuras y el de su autor. A este triunfo, iniciado en el siglo xviii mediante un acercamiento a su vida inaugurado por Mayans en 1737, iba a contribuir una reconsideración de su obra maestra por la narrativa inglesa cuyas novelas, «written in imitation of the manner of Cervantes», serán colocadas bajo su advocación por Fielding, Smolett y Sterne.
Publicados en fechas distintas, estos tres volúmenes forman un todo que, a fin de cuentas, requiere una lectura continua, debida, entre otros motivos, a la colocación de algunos episodios que no encajan en la segmentación establecida por el autor. Así es como, en el volumen primero, la narración se prolonga en un primer momento hasta 1592, abarcando de este modo las reiteradas tentativas del manco de Lepanto para conseguir un oficio en las Indias y, más adelante, hasta el momento actual, el de las investigaciones realizadas hace cuatro años para localizar su tumba. De la misma manera, en el volumen segundo, sus complejas relaciones con Lope nos llevan más allá de 1604 para incluir las desavenencias surgidas posteriormente entre ambos escritores, mientras que, en el tercero, retrocedemos de la publicación póstuma del Persiles a los años en que la segunda parte del Quijote se pone en el telar. Desde la perspectiva de conjunto que nos abre dicha lectura, podemos tomar la plena medida de las incógnitas que perduran en nuestro conocimiento del vivir cervantino. Originan por parte de Lucía Megías unas hipótesis que pueden dar lugar a discusión sobre puntos no del todo esclarecidos: la participación de Cervantes en la academia de Don Diego de Acuña, la fecha de su alistamiento en los tercios españoles, las condiciones en que se fraguaron en Argel sus cuatro tentativas de fuga, los motivos y la fecha de su viaje a Barcelona o su grado de intimidad con Lemos. También nos damos cuenta de las dificultades que surgen a la hora de separar de manera satisfactoria al hombre de carne y hueso del personaje y del mito. Se evidencia por supuesto la presencia preeminente del primero, no solo durante los años que corren entre su nacimiento y su regreso del cautiverio, sino en el período de las comisiones andaluzas, en el proceso Ezpeleta, durante su estancia vallisoletana, y en Madrid, a raíz de su conflicto con su hija. Sin embargo, más pronto de lo que el biógrafo nos da a entender, creo que vemos asomar a un escritor cuya dedicación a las letras se está afirmando cada vez más: desde el momento en que salen a luz las Exequias coordinadas por López de Hoyos, hasta la época de los baños argelinos donde dedica dos sonetos a su compañero de esclavitud, el italiano Bartolomeo Ruffino di Chiambery, así como unas octavas ofrecidas al humanista siciliano Antonio Veneziano, capturado en la primavera de 1579. En cuanto a las obras que compone después de 1580, corresponden, a mi modo de ver, a un propósito que rebasa el deseo de conseguir algún oficio o de beneficiarse de un reconocimiento meramente social. La Galatea trasciende los límites de una novela en clave y de una concesión a la moda pastoril para expresar unas aspiraciones profundas: el sueño de la Edad de Oro, el retorno a la naturaleza, la búsqueda de una imposible armonía de almas y cuerpos, preservada de la fuga del tiempo, de los achaques de la vejez y de la fatalidad de la muerte. En cuanto a las comedias representadas en los corrales madrileños, no se pueden contemplar exclusivamente como producto del desarrollo de una industria teatral, sino que ilustran la auténtica vocación de un aficionado a la farándula, aun cuando la visión retrospectiva que este nos ofrezca más tarde de su contribución al progreso de la escena española se resienta de los altibajos de sus relaciones con el mundo de los comediantes.
Del mismo modo, queda fuera de duda que sus idas y venidas dentro del laberinto de las cuentas andaluzas no le llevan a dejar la pluma, a pesar de los escasos testimonios que nos han llegado de la parte emergente de su producción. Nos inclinamos a pensar, con Luis André Murillo, que el cuento del Cautivo se remonta a aquellos años, lo mismo que aquel núcleo narrativo que hoy conocemos como la primera salida del ingenioso hidalgo. También es muy posible que, por las mismas fechas, haya empezado a explorar las posibilidades artísticas del relato de mediana extensión, movido por unas preocupaciones que no se pueden reducir al constante anhelo por conseguir una merced. Otro tanto puede decirse del Quijote de 1605. La determinación expresada por el autor en su prólogo —«no quiero irme con la corriente del uso»— rompe con las expectativas tradicionales para proyectarnos, acto seguido, más allá del mero propósito de escribir lo que no sería más que «su particular libro de caballerías», como lo define Lucía Megías (III, p. 72). En efecto, estos libros que trastornaron la mente del ingenioso hidalgo le proporcionaron un material que no se limitó a incorporar, sino que lo aprovechó libremente para levantar un nuevo edificio, imaginando un conjunto de arquitecturas narrativas que las fábulas y ficciones anteriores no habían descubierto. Finalmente, a partir del momento en que se produce su retorno definitivo a las letras —posiblemente iniciado antes de la fase de redacción del segundo Quijote— las obras de madurez proceden, sin duda, del deseo de «mantener una cierta libertad de escritura que le permitió experimentaciones que no [fueron] comprendidas en su tiempo» (III, p. 15); pero también arrojan sobre la actitud del escritor frente al mundo una luz que nos incita a rebasar el terreno meramente factual para acercarnos, si no a su personalidad profunda, por definición inasequible, al menos a su singularidad con respecto al tono medio de su época. Aun cuando no tenga el valor documental que el positivismo decimonónico pensó atribuirles, basta pensar en la visión —inevitablemente fragmentada, además de configurada por la diversidad de los puntos de vista y de los modos de decir— que estas obras nos ofrecen del debate de las armas y las letras, de la realidad campesina, del inframundo picaresco o del problema morisco: nos permiten vislumbrar, si no las coordenadas de un pensamiento, como afirmó Américo Castro, al menos unos temas recurrentes que contribuyen a situar a su autor en el panorama intelectual de su tiempo. Algunos, sumamente resbaladizos —su limpieza de sangre o su deuda con respecto al erasmismo— se han convertido en escollos deliberadamente sorteados en esta biografía. Otros hubieran podido dar lugar a una prudente aproximación, como aquel legado humanista que se observa en lo que Cervantes conserva de la aspiración utópica a casar el cristianismo con las letras humanas.
Por cierto, el método elegido por Lucía Megías le lleva a deslindar entre el escritor que está forjando su destino con su pluma y el hombre de carne y hueso, el de «las dudas y golpes de fortuna»; pero el problema es que ni el uno ni el otro se dejan captar plenamente en su intimidad. En cierta medida, como el autor lo confiesa paladinamente, la falta de datos nos impide «acceder a la cotidianidad de Cervantes, a las redes clientelares en las que participa (la de Francisco de Robles por ejemplo) o a las a las que quiere aspirar (la del Conde de Lemos)» (III, p. 209). Pero esta imposibilidad se debe también a que el «yo» cervantino, incluso en los textos en que parece expresarse con voz propia, se proyecta más allá de una subjetividad que se nos escapa irremediablemente. No cabe duda de que el alcalaíno se aplicó a construir su propia vida, pero nosotros sus biógrafos no tenemos más remedio que volver a construirla a nuestro modo, en una narración elaborada con las herramientas de que disponemos. Si se me permite recordar lo que escribí hace más de treinta años, el Cervantes al que buscamos no se reduce ni al individuo que conocieron sus allegados, ni al «raro inventor» cuya efigie esculpió él mismo, ni a la sucesión de mitos —del superhombre al réprobo— que moldeó la posteridad, ya que, más allá de esas máscaras que tienen su parte de verdad, se descubre a nosotros el perfil perdido que prestamos al narrador secreto disimulado tras sus dobles, fascinante espejismo que nos encandila a cuatro siglos de distancia.
No quisiera conceder excesiva importancia a estas divergencias que proceden fundamentalmente de las lagunas de nuestra información, no solo sobre los acontecimientos que jalonaron la vida de Cervantes, sino sobre las motivaciones subyacentes a la mayoría de sus decisiones. Por haberme lanzado en otros tiempos en la misma aventura, considero más significativo resaltar la decisiva aportación que constituye un libro que no se limita a ensartar los retazos de una biografía, sino que los ordena desde una perspectiva innovadora, en un intento de remodelación coherente del vivir cervantino. Terminaré señalando que la impresión en papel satinado, la disposición de los capítulos, la inserción de cuadros recapitulativos y la calidad de las imágenes y mapas contribuyen a que su lectura nos resulte, además de imprescindible, sumamente amena.
Para citar este artículo
Referencia en papel
Jean Canavaggio, «José Manuel LUCÍA MEGÍAS, La juventud de Cervantes. Una vida en construcción. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte I, Madrid, edaf, 2016, 301 p.; La madurez de Cervantes. Una vida en la corte. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte II, Madrid, edaf, 2016, 396 p.; La plenitud de Cervantes. Una vida de papel. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte III, Madrid, edaf, 2019, 311 p.», Criticón, 135 | 2019, 269-279.
Referencia electrónica
Jean Canavaggio, «José Manuel LUCÍA MEGÍAS, La juventud de Cervantes. Una vida en construcción. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte I, Madrid, edaf, 2016, 301 p.; La madurez de Cervantes. Una vida en la corte. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte II, Madrid, edaf, 2016, 396 p.; La plenitud de Cervantes. Una vida de papel. Retazos de una biografía en los Siglos de Oro. Parte III, Madrid, edaf, 2019, 311 p.», Criticón [En línea], 135 | 2019, Publicado el 28 mayo 2019, consultado el 10 diciembre 2024. URL: http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/criticon/6508; DOI: https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/criticon.6508
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