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Notas
Por supuesto, Gracián es consciente de la insurrección portuguesa y deja constancia de ella en sus cartas privadas, sobre todo en la remitida desde Madrid a Juan Francisco Andrés de Uztarroz con fecha de 27 de julio de 1641, donde da cuenta, con decepción, del «principio de la guerra» y de que «el Brasil se entregó luego al de Berganza, perdiéndose en él cinco millones de renta, y de la India tres, que llegaron a Lisboa y Sellés salió a convoyar las naos» (Obras completas, ed. 2011, pp. 1380-1381).
Véase Milhou, 1987, pp. 185-187 (la cita procede de la p. 187). Según indica el propio autor, su estudio se inspira en el análisis de las coordenadas narrativas espacio-temporales de El criticón acometido por Benito Pelegrin, quien escribe: «l’itinéraire a pour point de départ une île, Goa, “la Rome asiatique”, premier haut lieu jésuitique illustré par François-Xavier, et finit dans l’île de l’Immortalité pour laquelle ils s’embarquent d’Ostie, port de Rome, Entrée catholique du ciel, siège de la Chrétienté, de la Compagnie de Jésus, et sanctuaire où est véneré le corps de son fondateur. Donc, l’itinéraire des deux héros du roman, non seulement n’est nullement arbitraire comme l’a cru toute la critique jusqu’ici, mais répond à une subtile symbolique spatio-temporelle qui illustre le propos philosophique de Gracián, et qui nous paraît être une exaltation de la Compagnie de Jésus» (1985, pp. 24-25); y, con atención más particular a la isla de Goa: «Goa était considérée, grâce aux missions jésuitiques, comme “la Rome de l’Asie”. Cette île avait vu le premier grand triomphe de la Compagnie outre-mer: et quel triomphe! François-Xavier comme premier missionaire jésuite, qui sera canonisé, la fondation du premier collège et de la première université de la Compagnie. La Societé de Jésus va rayonner dans tout l’Orient et les jésuites seront élevés dans presque toutes les cours asiatiques comme conseillers, ministres, professeurs. C’est à coup sûr à partir de Goa que la Compagnie va conquérir sa gloire la plus indiscutable» (1984, p. 146).
Véase Milhou, 1987, pp. 183-185.
Tendremos presentes en todo momento los valiosos estudios específicos, y complementarios entre sí, de Viqueira, 1961, y Periñán, 1999.
Citamos los textos de Gracián por Obras completas, ed. 2001, salvo el Arte de ingenio, que leemos en la edición de E. Blanco. La fuente del relato fue señalada por Coster, 1913, p. 456, según se indica en B. Gracián, Obras completas, ed. 1944, p. 9, en nota; en la edición de los Detti memorabili que hemos consultado, la anécdota figura en el libro I, p. 77. En cuanto a la influencia de esta obra sobre la primera de Gracián, Ferrari escribió: «Desde el punto de vista historiográfico —Gracián complementa con ejemplos históricos los primores de su héroe—, el primer trabajo político del bilbilitano es producto directo e inmediato [de aquella], y como [su] selección o compendio acomodado» (1945, p. 22).
La expresión «medios humanos» procede, claro está, del aforismo nº 251 del Oráculo (p. 287), glosado por García Gibert, 2002, pp. 51-56.
Véase Herrero, 1966, pp. 134-141.
Valladares, 1998, p. 28. Al comentar el Memorial de la preferencia que hace el reino de Portugal al de Aragón y de las dos Sicilias (Lisboa, 1627), Cardim observa: «llama la atención […] la ausencia de alusiones a las conquistas realizada en el Atlántico. Para Barbosa de Luna, tal como para muchos de aquellos que entonces celebraban la expansión portuguesa, el hecho de que Portugal extendiese su dominio en Asia seguía siendo el principal foco de gloria» (2014, p. 190).
La acción de A secreto agravio, secreta venganza (compuesto hacia 1635, impreso en 1637) transcurre en Lisboa y sus inmediaciones en vísperas de la jornada africana del rey don Sebastián. En la primera secuencia, el caballero portugués protagonista, don Lope de Almeida, se encuentra con su álter ego don Juan de Silva, quien comienza el relato de su infortunio evocando la gloriosa empresa a la que concurrieron como camaradas, sin ocultar la inspiración camoniana: «A la conquista famosa / de la India, que eligió / para su tumba la noche / y para su cuna el sol, / amigos, y tan amigos, / pasamos juntos los dos / que asistieron en dos cuerpos / un alma y un corazón. / No codicia de riqueza, / sino codicia de honor, / obligó nuestros deseos / a tan atrevida acción / como tocar con bajeles / la provincia que ignoró / por tantos años la ciencia, / nunca creída hasta hoy. / La nobleza lusitana / de su fortuna fió / naves, que ciertas exceden / las fingidas de Jasón. / Dejo esta alabanza a quien / pueda con más dulce voz / contar los famosos hechos / de esta invencible nación, / porque el gran Luis de Camoes, / escribiendo lo que obró, / con pluma y espada muestra / ya el ingenio, ya el valor» (vv. 82-109). La evocación de «la conquista famosa / de la India», fuente de «honor» y «riqueza» para Portugal, sirve para caracterizar a los dos amigos, y en particular al protagonista, como digno representante de «la nobleza lusitana», a la espera de los desafíos que la acción dramática opondrá a su «ingenio» y su «valor». Pero, en relación con el tema de este ensayo, resulta significativo que esta rememoración de la expansión hacia Oriente preceda a un segundo encuentro, el de doña Leonor, la prometida de don Lope, y un mercader que le ofrece su exquisito surtido de piedras preciosas (vv. 570-747). No viene al caso el hecho de que, bajo el disfraz de mercader, se oculte en realidad el rival de don Lope; lo pertinente es la asociación establecida entre la ambientación portuguesa de la acción, el Estado da Índia y la pedrería oriental. Sobre el carácter y el valor de la lusofilia en este drama calderoniano, véase Rodríguez Rodríguez, 2017.
Apud Bouza, 2000, p. 63.
Véase Fernández Álvarez, 1998, pp. 518-519.
Esta idea de compleción y universalidad de la Monarquía regulaba, por ejemplo, el programa iconográfico de la decoración del torreón añadido por Felipe II (I de Portugal) al Paço da Ribeira y se desvela en el diseño de una de sus imágenes centrales: «En este espacio se pintará el globo de la Tierra, haciendo quedar la España n’el medio, porque en todo ha de imitar al verdadero. Le ceñirá una serpiente por lo más grueso, y la cabeza tendrá sobre la parte ocidental de España, que es Portugal, y se ha de procurar que sobre la cabeza de la serpiente se conozca la ciudad de Lisboa. Alderredor desta impresa se pondrán estas letras: “Prudentia et Religione”; y encima la corona real» (apud Bouza, 2000, p. 101). La misma idea se expresa en los diseños de divisas y medallas surgidos en el tiempo de la agregación, tanto en aquel que proponía la imagen de que «nunca se ponía el sol a todos los reinos de la Monarquía», como en los elaborados proyectos de Duarte Nunes de Leão, el tercero de los cuales reza como sigue: «También parecía buena divisa un zodíaco atravesado en el altura que en este clima debe estar con sus signos pintados, con una letra que dijiese: “Ultra anni solisque vias”, que está más fantástica que la del Emperador, porque él prometía que pasaría las Columnas de Hércules, y quien agora alcanzó tan grande imperio que por el Mundo Nuevo es señor de todo el Occidente y, de otra parte, llega al último Oriente, con más razón podía decir por sí aquellas palabras que Vergilio dijo en el VI de la Eneida por Augusto a otro propósito. El extra anni solisque vias mudado en ultra tiene más gracia y va aludiendo a lo de su padre de Plus ultra, y va mostrando más grandeza y mayores esperanzas, ya que Dios le heredó más y con su gran poder podrá ser señor de la Cambaya y de la China y de otras grandes provincias si quisiere, y así queda más soberana y más propria que la de su padre, y más acomodada a Su Majestad que a Augusto, que no llegó su imperio hacia el Oriente onde agora llega el estado de Portugal, ni al Occidente onde llega el estado de Castilla por el Nuevo Mundo» (apud Bouza, 2000, pp. 88 y 106).
Véase Valladares, 1998, pp. 25-26, y Periñán, 1999, p. 468, quien señala la simultaneidad de los inicios de la carrera literaria de Gracián y del conflicto portugués.
El político don Fernando el Católico se edita en Zaragoza, en la imprenta de Diego Dormer, en 1640. La fecha de la suma del privilegio es de 27 de noviembre.
Desde un punto de vista diferente, Ferrari escribe: «Gracián singulariza a Fernando el Católico con sus conocidas palabras primeras, escritas al frente del cuerpo de la obra: “Fundó Fernando la mayor monarquía hasta hoy en religión, gobierno, valor, estados y riquezas; luego fue el mayor rey hasta hoy” [El político, p. 52]. A manera de axioma que no necesitara demostración ni escolio […], así Gracián trata la nota de inconfundibilidad, de univocidad, de esencia única que, como político, tuvo Fernando el Católico. Mayor monarquía y mayor rey son los términos que entre sí están unidos por los conceptos políticos de religión, gobierno, valor, estados y riquezas; éstos, en definitiva, son los que hacen evidente y cierta a tan lógica correlación» (1945, pp. 179-180).
Se trata de una posición política que Batllori relaciona con el medio aragonés y que constata en la actitud de Gracián ante la sublevación de Cataluña: «No conocemos la reacción inmediata de Gracián ante todos esos sucesos [que condujeron a la ruptura entre las autoridades del Principado y las de la Monarquía]. Su posición, en los años subsiguientes, fue auténticamente aragonesa: adhesión al monarca en ese aprieto, lamentaciones por la rebelión de Cataluña contra el rey católico y por su alianza con Francia, pero, al mismo tiempo, silencio sobre las causas y motivos del alzamiento: silencio que involucraba una desaprobación de la política del conde-duque contra la constitución federativa de la corona aragonesa dentro de sus propias fronteras y en su unión con Castilla, obra de su admirado Fernando el Católico» (Batllori y Peralta, 1969, pp. 80-81). En una línea afín, Solano Camón escribe: «En Gracián, su fervorosa y encendida defensa de la católica monarquía española, tantas veces esgrimida a lo largo de su obra, inevitablemente se contrastaría con su concepto de necesario equilibrio de Estado para que ésta pudiera consolidar sus fines» (1989, p. 73). Por otra parte, tales ideas no eran nuevas, sino que pertenecían al discurso político hispánico desde el reinado de Felipe II. En este sentido, Cardim explica: «Al adoptar el estatuto de “monarquía”, los Austrias se definían titulares de una función dirigente de una Cristiandad universal, idea que tenía una enorme fuerza como elemento de unión, cohesión e identidad colectiva. La expresión “Monarquía Católica” se hizo así más presente en el discurso promovido por la realeza y, a pesar de que dicha expresión implicase una voluntad de dominio universal, fue siempre compatible con el carácter plural de España, en una suerte de imperativo para respetar la personalidad y características de cada una de sus partes» (2014, p. 124). No obstante, el mismo historiador señala que ya en tiempos de Felipe III «se hicieron muy frecuentes y vehementes las propuestas que pretendían matizar el particularismo regnícola de los distintos territorios de la Monarquía», en relación con «el creciente pragmatismo que marcó el debate político, unido a las dificultades derivadas de los problemas que afectaban a la Monarquía» (2014, p. 169); unas propuestas que inspirarían «el reformismo de Olivares» (2014, pp. 207-208) y el consiguiente «recrudecimiento del debate entre dos formas de entender el conjunto territorial de los Austrias: por un lado se encontraban los que defendían una Monarquía más plural, asentada en la diversidad de las partes y admitiendo la autonomía de los reinos; por otro, los defensores de un dominio más uniforme, pautado por el valimiento y apostando por el predominio político y administrativo de Castilla» (2014, pp. 217-218). Para Gil Pujol, sin embargo, la postura de Gracián en dicho debate no es clara: el conjunto de factores aducidos por Batllori o Solano Camón «no da pie para señalar […] que en su obra asome un espíritu foralista y que esto le convierta en representante de la tradición pactista» (2004, p. 133; y véanse las pp. 167-182, donde analiza los fragmentos de El político que aducimos seguidamente en nuestro ensayo).
Suprimimos la coma que sigue a la palabra «siglos» en la edición por la que citamos. Dicha coma puede haber favorecido la interpretación equivocada de Ferrari, según la cual Gracián llama «Gerión de España a Fernando el Católico» (1945, pp. 185-186); en cambio, la lectura de Sánchez Laílla resulta plenamente convincente: «Los tres primeros monarcas de los futuros reinos peninsulares (Aragón, Castilla y Portugal) son el “verdadero Gerión”, por oposición al falso Gerión, uno de los reyes míticos de la España antigua» (en B. Gracián, El político don Fernando el Católico, p. 113, nota 45). El símbolo tricéfalo del jesuita continúa (y proyecta sobre el mapa de la expansión extrapeninsular) la línea de pensamiento expresada, por ejemplo, por el aragonés Pedro Calixto Ramírez en su Analyticus tractatus de lege regia (Zaragoza, 1616), de acuerdo con la interpretación de Cardim: «Frente a aquellos que planteaban que la “reconquista” había sido una iniciativa castellana de origen asturiano, él defendía la idea de una respuesta plural a la presencia musulmana, una tesis que […] tenía implicaciones concretas en lo relativo al estatuto político de los territorios, pues rechazaba la idea de que había sido León-Castilla la entidad política que había concedido la independencia a cada uno de los reinos peninsulares. Se trata de un argumento que, naturalmente, privaba de fundamento histórico a las pretensiones castellanas en torno a la supremacía peninsular. Pero además era una tesis que vindicaba también el carácter “particular” de cada entidad política ibérica, es decir, subrayaba que cada territorio tenía orígenes y trayectorias específicos, lo que hacía que cada lex regia adquiriese igualmente un perfil específico que debía ser respetado por el rey» (2014, pp. 176-177).
Américo Castro advirtió sobre la importancia del pasaje (1972, p. 254), cuyos antecedentes entre los tratadistas y publicistas políticos explica Ferrari (1945, pp. 188-191). Véase Egido, 2010, p. 20.
Estudió el tema Ferrari (1945, pp. 282-284) y lo recuerda, desde otra perspectiva, García Gibert, 2002, p. 34. Sobre la importancia de esta cuestión en la Monarquía Hispánica y, en particular, en relación con Portugal, véase Bouza, 2000, pp. 109-126.
Los términos del símil reaparecen invertidos en la altercación introductoria de El criticón, III, 8, sobre el «capricho» del heliocentrismo. Allí, la posición de Gracián es nítida: «Pero, a todos estos desconciertos, ¿qué había de hacer el sol, inmoble y apoltronado en el centro del mundo, contra toda su natural inclinación y obligación, que a fuer de vigilante príncipe pide moverse sin parar, dando una y otra vuelta por toda su lucida monarquía? ¡Eh, que no es tratable eso! Muévase el sol y camine, amanezca en unas partes y escóndase en otras, véalo todo muy de cerca y toque las cosas con sus rayos, influya con eficacia, caliente con actividad y refresque con templanza, y retírese con alternación de tiempos y de efectos; aquí levante vapores, allí conmueva vientos, hoy llueva, mañana nieve, ya cubierto, ya sereno; ande, visite, vivifique, pase y pasee de la una India a la otra; déjese ver ya en Flandes, ya en Lombardía, cumpliendo con las obligaciones de universal monarca del orbe; que si el ocio donde quiera es culpable vicio, en el príncipe de los astros sería intolerable monstruosidad» (pp. 1405-1406).
Recuérdese que, desde el mismo instante de la agregación de Portugal, no habían faltado voces en defensa de la instalación (permanente o alternante) de la corte de la monarquía en Lisboa (véase Bouza, 2000, pp. 159-183). Ya Ferrari relacionaba la discusión graciana con «una de las fuertes polémicas publicísticas en los días de Felipe III», sobre la ciudad que debía ser la residencia de la corte (1945, p. 283).
Así, en Arte, XXXII, p. 309, se evoca el episodio histórico de las Vísperas Sicilianas, que la propaganda española blandía entonces contra la intervención francesa en Cataluña (véase Deias, 2016a y 2016b); y en El discreto, IV, p. 121, se rememora la pacificación del Principado por Juan II de Aragón (véase B. Gracián, Obras completas, ed. 1960, pp. cxliv-cxlv). Tan solo en Agudeza, XXVIII, pp. 552-553, con ocasión del elogio del «valeroso caballero portugués Pablo de Parada», se mencionan varios hechos de armas de la guerra de Cataluña.
La alusión permanece en Agudeza, XLVI, p. 682.
Modernizamos la ortografía y la puntuación en las citas del Arte de ingenio. El fragmento pasó intacto a Agudeza, XLVII, pp. 687-688.
Soledades, II, v. 379.
Recuérdese la siguiente observación de Egido: «El gusto de Gracián por las letras portuguesas merecería consideración aparte, así como sus relaciones con esa nación, como prueba la misma dedicatoria de la Primera Parte de la obra que nos ocupa [i.e., El criticón] a don Pablo de Parada, así como las numerosas ediciones de sus libros en tierras lusas» (2009, III, p. cxxxix).
En Agudeza, p. 309.
Así, por ejemplo, Lope de Vega escribe el soneto 112 de sus Rimas como un centón de versos de Horacio, Ariosto, Petrarca, Camões, Tasso, Aquilano, Boscán y Garcilaso, cada uno en su propio idioma; y compone «en cuatro lenguas» el soneto 195, cuya distribución resulta significativa: en los cuartetos, cada verso pertenece a un idioma (por este orden: latín, portugués, italiano, castellano); en los tercetos, cuyo esquema de rimas es CDE CDE, los versos de la primera rima son latinos y los de la tercera son italianos, mientras que los versos de rima D se reparten entre el portugués (primer terceto) y el castellano (segundo terceto). Véase Lope de Vega, Obras poéticas, pp. 89-90 y 140.
Véase Larsen, 1981, así como Viqueira, 1961, pp. 63-79, y Periñán, 1999, pp. 478-482. Los tres estudiosos señalan también la relevante presencia de Jorge de Montemayor (sobre la cual debe leerse Egido, 2009, III, pp. cxxxviii-clviii, quien, además de estudiar los ejemplos del portugués en los tratados sobre la agudeza, explora la relación intertextual entre El criticón y La Diana) y de Diogo Lopes de Andrade, el predicador más citado por Gracián (véase Smith, 1986, p. 328, y Cerdan, 1988, p. 179), a lo que debe sumarse el ejemplo tomado de Sebastián de Barradas (Arte, XXXIII, p. 315; véase la nota del editor, E. Blanco).
Larsen (1981, p. 5) recuerda el comentario de Dámaso Alonso: «El chiste no es muy bueno, pero es muy revelador: la Poesía, que ha formado algunas censuras a poetas como Góngora, Ariosto, Lope de Vega, Petrarca, tiene como su amado o preferido a “Camoes”, y la expresión de su amor es el mismo nombre del poeta» (1973, p. 52). Por su parte, Jammes destaca la independencia y originalidad del escrutinio de Gracián, a la vista de la reacción indignada de Mateu y Sanz en su Crítica de reflexión (1988, p. 83).
Merece la pena anotar la mención de Agostinho Manuel de Vasconcelos y la discreta alusión a su infortunio, que lo es, de paso, al conflicto de la Restauración. Como se sabe, se trata del autor de la obra titulada Sucesión del señor rey don Felipe Segundo en la Corona de Portugal (Madrid, 1639), tomada erróneamente como manifiesto precursor de la rebelión por autores como Quevedo y Pellicer (véase Arredondo, 2011, pp. 281-282), cuando se trataba de una «obra de indubitável sentido agregacionista, a qual valeu ao historiador a cruel condenação dos restauradores» (Bouza, 2000, p. 194; véase también Schaub, 2001, pp. 105-109). En nota a la Respuesta al manifiesto del duque de Berganza, de Quevedo, Arredondo informa de que el historiador «participó en la conjuración del verano de 1641, que pretendía matar a Juan IV y reponer a la virreina, duquesa de Mantua, y fue ajusticiado con el resto de los conspiradores en la plaza del Rocío el 20 de agosto de 1641» (p. 392).
Véase Herrero, 1966, pp. 163-167.
Sobre la tópica de los caracteres nacionales y sus fuentes en El criticón, véase Vaíllo, 2004, pp. 117-123; sobre su vigencia en la preceptiva poética, véase Coenen, 2006.
No compartimos la idea de «la radical y agria desesperación de Gracián frente a España», defendida por Américo Castro (1972, p. 270), para quien «Gracián, más aragonés que español, contemplaba la triste España de Felipe IV como la escombrera en que había venido a parar el gran monumento erigido por el monumental Fernando el Católico» (p. 278). Por otra parte, el eurocentrismo de la mentalidad de Gracián resulta evidente. Entre otros indicios, Avilés (1998, pp. 42-43) destaca con acierto la advertencia sobre el origen europeo de Andrenio antepuesta a su aprendizaje lingüístico: «Dudara con razón el más atento ser inculto parto de aquellas selvas, si no desmintieran la sospecha lo inhabitado de la isla, lo rubio y tendido de su cabello, lo perfilado de su rostro, que todo le sobreescribía europeo; del traje no se podían rastrear indicios, pues era sola la librea de su inocencia» (I, 1, p. 809); inocencia, sí, pero que solo hasta cierto punto puede ser identificada con la del «salvaje» y «las gentes bárbaras» (Egido, 2014, p. 236). Más adelante (p. 45), Avilés llama la atención (como también Pelegrin, 1998, p. 105) sobre un intercambio concluyente, que tiene lugar, no por casualidad, en Roma, centro del catolicismo, o, lo que es lo mismo para Gracián, de la civilización: «—¿Cómo decís que habéis andado todo el mundo, no habiendo estado sino en cuatro provincias de la Europa? —¡Oh, bien! —respondió Critilo—, yo te lo diré: porque así como en una casa no se llaman parte de ella los corrales donde están los brutos, no entran en cuenta los redutos de las bestias, así lo más del mundo no son sino corrales de hombres incultos, de naciones bárbaras y fieras, sin policía, sin cultura, sin artes y sin noticias; provincias habitadas de monstruos de la herejía, de gentes que no se pueden llamar personas, sino fieras» (III, 9, p. 1437).
Véase Periñán, 1999, pp. 468-469.
Tanto era así, que no se puede dejar de pensar en los portugueses al leer el siguiente párrafo de El discreto: «Ponen otros su capricho en una vanísima hinchazón, nacida de una loca fantasía y forrada de necedad; con esto afectan una enfadosa gravedad en todo y con todos, que parece que honran con mirar y que hablan de merced. Hay naciones enteras tocadas deste humor; que si para uno destos no tiene espera la risa, ¿qué será en tan ridícula pluralidad?» (XVI, p. 165).
Periñán no percibe la atenuación y entiende que a Artemia «la disuade ese carácter de “fantástica nacionalidad” de los lisboetas» (1999, p. 472). Por otra parte, es posible que en este fragmento la palabra «confusión» tenga doble sentido y, además de referirse al desorden característico de una gran urbe y centro comercial, aluda también a la circunstancia de la Restauración, juzgada como ofuscación política (véase El criticón, ed. 2016, I, p. 157, en nota). En todo caso, la alusión sería muy discreta, en consonancia con la actitud mantenida al respecto a lo largo de todo el libro, que contrasta con las abundantes referencias a protagonistas y lances de la guerra de Cataluña. Resulta significativa la contraposición de las actitudes de Artemia hacia Lisboa y hacia Barcelona: «Barcelona, aunque rica cuando Dios quería, escala de Italia, paradero del oro, regida de sabios entre tanta barbaridad, no la juzgó por segura, porque siempre se ha de caminar por ella con la barba sobre el hombro» (I, 10, p. 939).
Véase Herrero, 1966, pp. 171-172, y Pelegrin, 1998, pp. 112-113. La interpretación de Periñán es más matizada: afirma primero que en este lugar «la inquina queda velada por la comicidad» (1999, p. 472) y advierte después que «por encima de los tonos negativos, ha reconocido el jesuita al hombre portugués auténtica audacia» (p. 473).
En El criticón, ed. 2016, el enunciado «Cierto que serían famosos, si no fuesen fumosos» constituye una réplica independiente (t. I, p. 710). Véase Sánchez Laílla, 2001, p. 173.
La crítica ha reconocido en dicha anatomía el tema principal de la obra. Véase Egido, 2014, pp. 229-348, speciatim pp. 249-255 (sobre El criticón, I, 5).
Desde otro punto de vista, M. Blanco entiende que la naturaleza alegórica y el valor abstracto de Andrenio y Critilo impide su evolución como personajes, de manera que «queriendo trazar el proceso que lleva de un término a otro, del hombre a la persona, de la vanidad al desengaño, de la necedad al juicio, el libro no hace más que presentar simultáneamente, en todo momento, las dos caras en una alternativa reiterada e inmóvil» (1986, pp. 28-29). En todo caso, lo que conviene tener presente en el análisis del pasaje que nos ocupa es que Andrenio se caracteriza por «cometer todos los yerros», mientras que Critilo «no yerra jamás» (p. 28), y que el errar o acertar se vincula sobre todo a su actitud hacia las figuras que, como el fantástico y el holgón, actúan como guías (no siempre dignos de confianza) en las sucesivas etapas de su viaje.
No lo ve así Checa, para quien las connotaciones básicas de «la oposición situación elevada / situación baja» (1986, p. 136) y de «los motivos del ascenso y del descenso» (p. 132) resultan modificadas en este episodio, donde se produce «su mutua neutralización axiológica»: «Ambos dominios son en sí negativos, mas asumen conjuntamente una misión educativa […], en la medida en que cada espacio advierte a los protagonistas de los peligros del restante». Representan, como los dos guías contrapuestos, «dobles degradados de ideales positivos: la fama y el legítimo orgullo por un lado, la modestia por otro». Añade el crítico que «frente a lo que sucede en episodios como el del viaje a la Corte del Saber (III, 6), no existe aquí una imagen o figura central que contrarreste los extremos desaconsejables y señale el medio de la virtud». Y lo interpreta como sigue: «Esta ausencia de un centro material sugiere que en el proceloso mundo civil los modelos ejemplares de conducta no siempre están a la mano; deben ser deducidos mentalmente a través del rechazo de alternativas pecaminosas de signo distinto» (1986, pp. 136-137). Conforme. Pero cabe matizar que, aunque tanto el palacio del fantástico como la cueva del holgón encarnan extremos rechazables, no por ello resulta necesario concluir que se trata de extremos rechazables en la misma medida: la afinidad espontánea de Critilo con el primero y de Andrenio con el segundo indican la diferencia cualitativa, como también lo hacen «la oposición situación elevada / situación baja» y «los motivos del ascenso y del descenso», cuyas valencias habituales aparecen aquí mitigadas, pero no anuladas. Así sucedía también en la alegoría de la Venta del Mundo (I, 10). Si bien todo su edificio remitía a la esfera del vicio y sus siete estancias representaban los siete pecados capitales, las diferentes alturas de los cuartos, en cuyos extremos se hallaban el de la soberbia («el más eminente y superior a todos» —p. 948) y el de la pereza («el más cómodo de todos» y «el más llano» —p. 948), establecían una jerarquía valorativa: el primero era «el más arriesgado», pero «no obstante eso, la gente más grave quería subir a él» (p. 948), mientras que «los que rodaban por las espaldas del descanso» en el cuarto de la pereza eran «gente muy para nada» que «solo sirven para hacer número y gastar los víveres» (p. 953). De manera semejante, pero adaptada a las condiciones de «la varonil edad», los obstáculos que los protagonistas han de superar en la subida hacia del monte de Virtelia (II, 10) se ordenan jerárquicamente, siendo el último el de los «dos disformes gigantes, jayanes de la soberbia», que impiden la entrada al palacio. El propio Andrenio se da cuenta de la diferencia cualitativa: «hasta ahora habíamos peleado con bestias de brutos apetitos, mas éstos son muy hombres»; y el varón alado que los guía ratifica esa impresión: «Así es […], que ésta ya es pelea de personas» (p. 1195) (véase Pelegrin, 2003, p. 86). Parece evidente que, aunque se trate en todos los casos de tentaciones, errores y extravíos, su naturaleza y su valor no son idénticos, porque unos son vicios de hombres y otros de brutos, unos son errores nobles y otros vulgares, de manera que la vía media de la prudencia no puede discurrir por un trazado equidistante de unos y otros.
Lo que no significa negar la conciencia graciana de la complejidad del proceso de la elección moral, en función de la heterogeneidad interna del individuo y del aspecto confuso y ambiguo del entorno social (en especial, del entorno social moderno: véase B. Gracián, Obras completas, ed. 1960, pp. clvii-clix), que se expresan mediante la transformación de las bifurcaciones en encrucijadas y laberintos, según explica Egido: «El jesuita dio […] un nuevo sentido al bivio heraclida, particularmente en el complejo tejido de El Criticón, al insertar la imagen al principio de la peregrinación de Andrenio y Critilo. Esta sin embargo se irá convirtiendo en un laberinto de laberintos, según avanza la edad de los protagonistas. Gracián dirigirá además al lector hacia el centro de sí mismo, para que finalmente encuentre por sí mismo la salida». La alegoría representa de este modo la convicción que había regulado «los aforismos del Oráculo», los cuales «señalaban un camino lleno de prevenciones y avisos para vivir y sobrevivir a lo prudente. Pero más que de un sendero estrecho, en relación con los postulados del bivio clásico, la obra mostraba infinidad de atajos aplicables a cada ocasión en el laberinto vital. Las vías formaban así parte de una prudencia acomodaticia a tenor de los tiempos, e incluso se plasmaba la idea de que los caminos son tan infinitos como las circunstancias. El Oráculo se alza como el arte de alcanzar un equilibrio y un centro, según la circunstancia y la ocasión, habida cuenta de que todo es mudable y cambiante, y que los símbolos espaciales, como el del bivio heraclida o el del laberinto anímico y social en el que el hombre vive, carecen de trazado geométrico y los dibuja el viento o la imaginativa». Así, en El criticón, I, 5, «más allá de la senda ascendente y descendente de las dos madres, el belmontino introduce una tercera vía con la que sin duda pretendió avanzar en el interés de los lectores y en la complejidad de la vida», porque «la simplicidad del bivio moral no bastaba en la era de Gracián»; y, a partir de I, 7, «vemos cómo del bivio heraclida, la Tabula Cebetis y la triple vía, se llega a un laberinto de confusiones y a una maraña de retorsiones» (2014, pp. 17, 96, 251-253 y 259). De acuerdo. Pero conviene recordar que, como condición previa a las delicadas operaciones de acomodación a la complejidad de las situaciones, se requiere siempre una elección primera y radical, que exige escoger entre la actitud razonable y valerosa de quien aspira a «ser algo y valer mucho» y el descuido de quien renuncia, consciente o inconscientemente, a ello.
Recuérdese cómo se introduce esta última noción en el arranque mismo de la anatomía moral, ante el misterio planteado por el hecho de que el ser humano comience siendo un «casi insensible, torpe y inútil viviente» y pueda convertirse en un individuo «tan entendido a veces, tan prudente y tan sagaz como un Catón, un Séneca, un conde de Monterrey»: «Todo es extremos el hombre —dijo Critilo—. Ahí verás lo que cuesta el ser persona. Los brutos luego lo saben ser, luego corren, luego saltan; pero al hombre cuéstale mucho, porque es mucho» (I, 5, p. 854). Desde un punto de vista complementario, llama la atención sobre el pasaje M. Blanco, 1986, p. 24. La idea de la democratización o universalización del ideario ético es una de las tesis mayores de Egido en su fecunda atención crítica al escritor aragonés. Recuérdese, por ejemplo, el siguiente lugar: «El discreto […] supone un avance extraordinario respecto a los caminos a seguir para alcanzar la excelencia, habida cuenta de que los modelos de la nobleza podían extenderse al común de los lectores que imitaran sus virtudes» (2014, p. 32). Por su parte, Pelegrin observa, con acierto, que dicho proceso de universalización conlleva otro de revisión del ideario («si no hay revolución, sí que hay evolución, y grande, entre este Gracián novelista y el tratadista» —2003, p. 71), que pasa de una orientación político-pragmática a otra más propiamente moral y crítica.
La crítica ha llamado la atención sobre el pasaje, que reúne nociones fundamentales del pensamiento graciano. Así lo hace, por ejemplo, Senabre, aunque sobrevalora el «fundamento religioso» de «la relación entre virtud e inmortalidad» (1979, p. 19). Egido también destaca el fragmento, pero insiste sobre la voluntad del autor de ceñir su reflexión al ámbito de los «medios humanos»: «Semejante aseveración, junto a la proclama de la honra y de la fama, no deja lugar a dudas sobre el sentido ortodoxo que Gracián daba a las últimas palabras, soslayando sin embargo cuanto se refiere a la salvación eterna» (2014, p. 329); de tal modo, el pensador jesuita permanecía fiel a la línea apuntada en El héroe, donde «más que las cuestiones teológicas sobre la eternidad del mundo […], le interesaba sobre todo la capacidad del hombre para eternizar y eternizarse en este mundo por sus obras» (2014, p. 32).
Recuérdese, por ejemplo, este pasaje de la reforma universal en el paso de la juventud a la edad adulta: «Hasta el material gusto les reformaban, ordenándoles que en adelante no mostrasen apetecer las cosas dulces, so pena de niños, sino las picantes y agrias, y algunas saladas. […] De modo que aquí no está vedada la pimienta, antes se estima más que el azúcar; mercadería muy acreditada, que algunos hasta en el entendimiento la usan, y más si se junta con la naranja. La sal también está muy valida y hay quien la come a puñados, pero sin lo útil no entra en provecho. Salan muchos los cuerpos de sus obras porque nunca se corrompan; ni hay tales aromas para embalsamar libros, libres de los gusanos roedores, como los picantes y las sales. Están tan desacreditados los dulces, que aun la misma Panegiri de Plinio a cuatro bocados enfada; ni hay hartazgo de zanahorias como unos cuantos sonetos del Petrarca y otros tantos de Boscán; que aun a Tito Livio hay quien le llama tocino gordo, y de nuestro Zurita no falta quien luego se empalaga» (El criticón, II, 1, p. 1039).
Para otras notas de la caracterización de lo italiano en El criticón, véase Garzelli, 1997, y Pelegrin, 1998, pp. 115-119.
Américo Castro llamó la atención sobre este lugar y señaló con acierto la asociación establecida por Gracián entre la soberbia y el carácter español (1972, pp. 270-274). Ahora bien, el ilustre historiador de la cultura española (como también Pelegrin, 1998, pp. 107-109) olvida la ambivalencia del término, que, si en ocasiones representa uno de los pecados capitales, en otras funciona como concepto afín a otros de indudables connotaciones positivas en el escritor aragonés, como los de señorío y ostentación, presentados a su vez como característicos de los españoles. Así, en El discreto, II, p. 115, se lee: «Hay naciones enteras majestuosas, así como otras sagaces y despiertas. La española es por naturaleza señoril; parece soberbia lo que no es sino un señorío connatural. Nace en los españoles la gravedad del genio, no de la afectación; y así como otras naciones se aplican al obsequio, ésta no, sino al mando»; y en El discreto, XIII, p. 154: «Hay sujetos bizarros en quienes lo poco luce mucho, y lo mucho hasta admirar; hombres de ostentativa, que, cuando se junta con la eminencia, forman un prodigio; al contrario, hombres vimos eminentes que, por faltarles este realce, no parecieron la mitad. Poco ha que aterraba todo el mundo un gran personaje en las campañas, y metido en una consulta de guerra, temblaba de todos, y el que era para hacer no lo era para decir. Hállanse también naciones ostentosas por naturaleza, y la española con superioridad; de suerte que la ostentación da el verdadero lucimiento a las heroicas prendas y como un segundo ser a todo». A la luz de pasajes como estos, no parece sostenerse la conclusión de que, en Gracián, «la visión de España y de los españoles es de un nihilismo descorazonante» (Castro, 1972, p. 277), o de que «la España presente en la obra gracianesca es vista como una aglomeración de conjuntos humanos, por una u otra razón inconvivibles y agrupados bajo la enseña de la Soberbia» (p. 287).
A propósito del pasaje que vamos comentando, Milhou escribe: «il y présente des Portugais plus espagnols que les Espagnols eux-mêmes, guettés par le vice le plus lucéferien, le plus noble aussi: l’orgueil et la vanité» (1987, p. 187; la cursiva es nuestra).
La crítica ha subrayado este aspecto del equilibrio formal de la obra desde diferentes puntos de vista. Así, Senabre escribe: «el designio alegórico de la novela ha exigido que la razón teológica desplazase a la razón narrativa y se instalara en su lugar» (1979, p. 15). M. Blanco, por su parte, señala que el discurso de El criticón se caracteriza por la tendencia a «la eliminación de lo contingente» (1986, p. 31). Ocurre, sin embargo, que «esta reducción no puede llevarse más allá de cierto límite», de modo que «Gracián se enfrenta en un determinado momento con una serie de aporías, se ve llevado a tener en cuenta exigencias contradictorias» (p. 32) y debe asignar algunos rasgos concretos al espacio, el tiempo y los protagonistas del relato: esto es, debe pergeñar una trama narrativa, por muy esquemática y rudimentaria que sea, y por mucho que su valor, e incluso su coherencia, estén siempre subordinados a la arquitectura alegórica, como demuestra la estudiosa en las pp. 32-35 de su ensayo. También González Rovira analiza con precisión los componentes del relato (según defiende, bizantino) (1996, pp. 357-363), sin olvidar que «los elementos didácticos de la alegoría y la yuxtaposición de cuadros se imponen a la construcción de una trama de peripecias en torno a los dos amantes ejemplares, la estructura característica del género desde la Antigüedad» (p. 351).
A este propósito, Cardim escribe: «las “conquistas” lusas fueron debidamente protegidas en el proceso de ingreso en la Monarquía Católica, pues los portugueses obtuvieron la garantía de que sus territorios ultramarinos permanecerían separados de los territorios extra-europeos bajo jurisdicción castellana. La principal preocupación consistió en garantizar que tales tierras no se verían “inundadas” por naturales de otros territorios que también se hallaban bajo el dominio del Monarca Católico. En el fondo se trataba de una medida proteccionista relativamente poco original», pero que en este caso se observó con tal exactitud que no dejaría de provocar descontento entre los demás vasallos de la Monarquía: «También era frecuente escuchar quejas sobre el rigor de los portugueses al expulsar a españoles, italianos y flamencos de sus territorios ultramarinos, al contrario de lo que sucedía en la América española con ellos mismos» (2014, pp. 103 y 140).
Como hemos escrito en el prólogo de este ensayo, Milhou hace notar que la isla «était sur le chemin de la carreira da Índia portugaise», cuyo destino era Goa (la ciudad donde su ubica la prehistoria de la acción), «et non de la carrera de Indias», de modo que el comienzo del relato contiene una clara evocación de la geografía y la historia lusitanas, que podría haberse evitado fácilmente (situando el punto de partida del itinerario en América, por ejemplo) y que resulta sorprendente en una obra que parece escrita bajo el designio de silenciar la rebelión de Portugal (1987, pp. 185-187). Desde nuestro punto de vista, conviene recordar la siguiente glosa de Egido: «la isla de Santa Elena, inicial e iniciática, era además una piedra preciosa [“o perla del mar o esmeralda de la tierra”] engastada en el anillo del mundo, como símbolo de perfecta utopía y encarnación de la corona de Felipe IV que lo abrazaba» (2014, p. 235). Es probable que esa descripción «lapidosa» de la isla no sea ajena al valor político del «diamante de Oriente» y las «piedras orientales» en las obras anteriores de Gracián. En la misma página, la estudiosa recuerda la tradición previa del motivo literario de la isla de Santa Elena en las letras portuguesas y remite a A. del Hoyo, 1944, como había hecho también Pelegrin, 1984, p. 7. En efecto, completando la nota de Romera Navarro sobre la dependencia de Gracián respecto de la Introducción al símbolo de la fe, de fray Luis de Granada, en lo relativo a la localización del arranque de El criticón (p. 104 de su edición), A. del Hoyo demostró que el dominico, a su vez, aprovechaba un motivo elaborado por la historiografía lusitana de los Descubrimientos (João de Barros, Damião de Goes y Jerónimo Osório), en la que «la isla de Santa Elena —escala en la ruta de las Indias— era tema obligado»: «El tema, indudablemente, es de origen portugués» (1944, p. 258), escribía, y señalaba el hecho de que el jesuita mantiene el tono celebrativo de las fuentes al recrearlo, en contraste con el espíritu desengañado dominante en El criticón: «Santa Elena para Gracián es el punto de arranque de su genial alegoría barroca. Optimista punto de arranque. […] Pocas fases de la obra de Gracián poseen la entonación, el ritmo, la redondez de los períodos, llena de majestad luminosa y optimista con que el sagaz jesuita describe Santa Elena… […] Gracián inicia el Criticón con unas líneas —cuajadas de recuerdos heroicos y felices— tensas y como domadas» (1944, pp. 260-261). Las connotaciones del tema no serían diferentes si la fuente directa del autor hubiese sido el Botero (Le relationi universali) o Juan de Aranda (Lugares comunes), posibilidades aducidas en la anotación de Cuartero, Laplana y Sánchez Laílla (B. Gracián, El criticón, t. II, pp. 17-18).
Compartimos con Pelegrin su rechazo de que la obra presente «une géographie absolument arbitraire» así como su negación a «considérer l’itinéraire de Critilo et Andrenio comme fantaisiste, dénué de toute cohérence, voire de la plus simple logique», pero no su convicción contrapuesta sobre «sa logique géographique absolue» (1984, pp. 3-4), que conduce a asignar un referente geográfico real a cada emplazamiento y cada detalle espacial de la ficción alegórica. Como es sabido, Pelegrin sostiene que «Il est probable que, dans ses deux “Babilonias” [las dos ciudades de los capítulos I, 6 y I, 7], Gracián a voulu dépeindre deux villes andalouses aux qualités semblables, et qui peuvent être Cadix et Séville ou Séville et Triana, considérée comme une cité différente à l’époque» (1984, p. 113) y que Milhou se inclina en favor de la primera posibilidad (1987, pp. 160-161). Por nuestra parte, pensamos que la identificación de la primera ciudad con Lisboa, sugerida por el planteamiento de la trama narrativa y la ruta de los personajes hasta el momento, pero no impuesta por el narrador (véase Kassier, 1976, p. 34), es compatible con su significado alegórico-moral como introducción al «estado del siglo» (I, 6, p. 865), representado por la sociedad urbana: «La llegada a la Babilonia de España —ya se identifique con Madrid, Sevilla o Lisboa— significa, en cualquier caso, la entrada a la urbe, cualquiera que esta sea, donde los vicios y costumbres se hacinan y multiplican como las personas que la pueblan, lejos ya del paraíso de la isla solitaria que los protagonistas dejaron atrás» (Egido, 2009, I, pp. cxcv-cxcvi). En cuanto a la corte de Falimundo (I, 7), no parece necesario relacionarla con un referente geográfico real, como tampoco es necesario hacerlo con el lugar que le sirve de complemento, la corte en aldea de Artemia (I, 8). Podría argumentarse incluso que tal identificación no es conveniente. El propio Pelegrin observa que la segunda ciudad, donde reina Falimundo, aparece como «l’intensification, l’amplificatio réthorique, des traits allusifs de la première» (1984, p. 34); en realidad, se pasa de una descripción satírica tópica, suficiente para avisar a Andrenio sobre el «estado del siglo», pero no ofensiva para ninguna ciudad populosa (porque se daba por supuesto que toda urbe brillante ocultaba tal suerte de mundo al revés), a un análisis implacable del núcleo y de las causas de la corrupción de la vida social, simbolizadas por la corte de Falimundo, con un rigor que no podía relacionarse de manera verosímil ni decorosa con ciudad real alguna. Recuérdese la afirmación de Kassier: «The protagonists’ pilgrimage through life ostensibly unfolds in the real and entirely prosaic locales familiar to the Criticón’s readers (Spain, Madrid, Aragon, France, Germany, Vienna, Italy, and Rome), although for the most part Andrenio and Critilo move among wholly imaginary allegorical courts, palaces, kingdoms, and the like (courts of Falimundo, Artemia […])» (1976, pp. 26-27).
Véase Baltasar Gracián, El criticón, ed. 1938-1640, I, p. 358, y ed. 1980, p. 252. Pelegrin acepta la identificación de Romera-Navarro y entiende que los «negocios de extraordinaria grandeza» del diplomático en Roma («personnage clé du Criticón puisque c’est justement pour retrouver Felisinda qui est de sa cour que Critilo et Andrenio parcourent l’Europe») están relacionados con «la guerre jésuitico-janséniste»: «Et que faisait Castel-Rodrigo à Rome? Il obtenait la condamnation de l’Augustinus en 1653» (1985, pp. 12 y 29).
No le faltaban razones, en efecto, a don Francisco para recordar al valido don Luis de Haro, en carta de 1654, que «naide duda que mi abuelo trujo Portugal a Castilla» (apud Bouza, 2000, p. 274).
Véase Valladares, 2000, pp. 52-53. Milhou valora de manera muy negativa esta actitud de Gracián, que califica como «politique de l’autruche», coincidente con la del propio Felipe IV, quien también «refusait de reconnaître la réalité de la sécession portugaise» (1987, p. 186). Pero en su descargo cabe aducir que la pregunta con la que el crítico abre la discusión de este asunto («Pourquoi Gracián, qui écrit bien après la sécession du Portugal en 1640, situe-t-il le point de départ de l’aventure de Critilo dans une ville qui était redevenue portugaise?» —p. 185) no está bien planteada: en primer lugar, porque la secesión de Portugal no se había consolidado todavía cuando escribe Gracián; en segundo lugar, porque la ciudad de Goa y el Estado da Índia no habían vuelto a ser portuguesas tras el Primero de Diciembre de 1640, por la sencilla razón de que nunca habían dejado de serlo. También Periñán señala que Gracián «refleja en el epistolario» el conflicto portugués, «pero no deja constancia en ninguna de sus obras»; omisión que interpreta como «una instrumental negación de su importancia» (1999, p. 468), compatible con el «souci politique d’apaisement» apuntado por Pelegrín (1998, p. 115).
Véase Ares Montes, 1991. Esa tradición convivió con otra de orientación satírica y burlesca, según muestra Pedrosa, 2007.
Véase Valladares, 2002, pp. 47-78.
Véase Valladares, 1998, pp. 87-96 y 2000, 53-55; Bouza, 2008, pp. 131-158.
Según escribe Gracián a Lastanosa en carta de 22 de febrero de 1652, en B. Gracián, Obras completas, ed. 2011, p. 1401.
Véase Egido, 2009, I, pp. xciii-c. En el mismo trabajo, se lee: «Dicha dedicatoria conforma un capítulo más de la devoción que Gracián sentía por los portugueses»; y se propone una investigación sobre la recepción portuguesa del autor que no hemos podido acometer por el momento: «asunto sobre el que valdría la pena insistir más, ya que sus obras tuvieron […] una rica y temprana proyección en tierras lusas» (p. lxxxiv), «tal vez a impulsos de algún amigo jesuita en tierras lusas o de su amistad con portugueses de pro» (p. xcix).
En la célebre relación escrita por Gracián el 24 de noviembre de 1646 sobre el socorro de Lérida, destinada al Colegio Imperial de Madrid, el autor describe y ensalza la actuación decisiva del militar lusitano, maestre de campo, y señala de manera significativa que «es portugués, hermano del corregidor de Lisboa, a quien los portugueses en sus relaciones llaman “el traidor Parada”, y los nuestros “el más leal y valeroso al rey nuestro señor”» (en Obras completas, ed. 2011, p. 1392). Naturalmente, la dedicatoria a don Pablo de Parada desapareció en la edición lisboeta de la primera parte de El criticón, por Henrique Valente de Oliveira, en 1656, y el mismo destino correrían las dedicatorias de la segunda y tercera partes, a Don Juan José de Austria y a don Lorenzo Francés de Urritigoiti, en las ediciones del mismo lugar e impresor, de 1657 y 1661 respectivamente (véase B. Gracián, El criticón, ed. 2016, pp. xxxii, xxxviii-xxxix, xliii-xliv y lxvii).
Véase Valladares, 1998, p. 90.
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