1A Jean Canavaggio se le considera como uno de los mejores conocedores de la literatura española, especialmente de Cervantes, pero su obra no se limita al Siglo de oro, sino que se extiende además a otros temas y otras épocas como lo acaba de demostrar con el magnífico libro que, en 2016, le ha dedicado a las Españas de Mérimée. Los tres trabajos que se reúnen aquí ahora lo confirman: tratan de temas y de períodos muy distintos. Estamos lejos de la literatura en el sentido estricto de la palabra y en pleno terreno de la historia, lo que revela otra faceta del hispanismo de Jean Canavaggio: el interés que siente por la trayectoria histórica de España en el momento clave de la crisis de las Comunidades de Castilla, que señala el tránsito de la Edad Media a la Moderna y el protagonismo de España en el mundo caracterizado por los nuevos descubrimientos atlánticos, la ruptura de la unidad espiritual de Europa y el avance de los Turcos en el Mediterráneo occidental.
2De acuerdo con el título que los encabeza, los estudios aquí reunidos examinan unas aproximaciones calificadas como periféricas, es decir, ajenas a la historiografía oficial peninsular y, por consiguiente, emprendidas por sus respectivos iniciadores desde perspectivas fuera de lo habitual: primero, las estilizaciones debidas a autores contemporáneos de los hechos, luego la revisión llevada a cabo, en el siglo de las Luces, por el historiador escocés William Robertson, por fin las reflexiones de Karl Marx. Ahora bien, dichas aproximaciones, más allá de la primera impresión que producen, acaban metiéndonos en el meollo del debate: ¿son las Comunidades una última algarada feudal, como dijo un autor del siglo pasado, mal inspirado por cierto, o una auténtica revolución moderna, fracasada porque era prematura?
3Francisco López de Villalobos, médico de Carlos V, Antonio de Guevara, predicador real, y Francesillo de Zúñiga, bufón de la Corte, parecen a primera vista interesarse más bien por los aspectos anecdóticos de las Comunidades y, de esta manera, dan la impresión de querer quitarle importancia al fenómeno; en realidad, llaman la atención sobre aspectos secundarios, si se quiere, pero significativos. En 1769, Robertson reacciona como historiador y hombre de las Luces sobre lo ocurrido a principios del reinado de Carlos V e inicia una nueva interpretación, la que va a imponerse en el siglo xix, merced a los escritos de Quintana, de Martínez de la Rosa y del liberalismo español, interpretación que ya habían esbozado Cadalso y Forner al preguntarse si, al fin y al cabo, la Casa de Austria había representado un período de gloria y de prosperidad, no para los monarcas, pero sí para la nación. En sus grandes líneas, Marx ratifica aquella interpretación al ver en las Comunidades un episodio revolucionario de singular trascendencia, pero —todo hay que decirlo— Marx se queda corto en el análisis: su caracterización de la monarquía austriaca como ejemplo de «despotismo oriental» no es digna del gran pensador que fue en el resto de su obra.
4Al presentarnos esta segunda edición de artículos publicados anteriormente, Jean Canavaggio nos recuerda oportunamente que las Comunidades de Castilla siguen siendo un momento clave en la historia de España. En este sentido, demuestra que es un historiador y no solo un especialista de la literatura.
5Si nos atenemos a la materialidad de los hechos, la guerra de las Comunidades que padeció Castilla entre 1520 y 1521 se nos aparece ante todo como una tremenda sacudida, un alud de violencias y muertes que, ineluctablemente, marcó con un reguero de sangre los comienzos del reinado del emperador Carlos V. Ahora bien, en cuanto el historiador quiere aclarar su significado, se enfrenta inevitablemente con múltiples interrogantes, como se infiere de los varios intentos de interpretación que aquella crisis ha suscitado. Para los cronistas áureos —Pero Mexía, Alonso de Santa Cruz, Prudencio de Sandoval— nació de una reacción de las ciudades castellanas contra la camarilla flamenca del nuevo rey, convirtiéndose, con el correr de los meses, en una rebelión inadmisible contra las autoridades legítimas del reino. Tres siglos más tarde, en tiempos de Fernando VII y de su régimen absolutista, Martínez de la Rosa y Ferrer del Río, tras rebatir semejante concepto, pretendieron hacer del levantamiento comunero un movimiento precursor de las aspiraciones del liberalismo decimonónico. Esta visión vino a suscitar a su vez, por parte de Ángel Ganivet y, sobre todo, de Gregorio Marañón, una lectura diametralmente contraria, según la cual este levantamiento fue en realidad el sobresalto de un puñado de ciudades oligárquicas, aferradas a sus privilegios, contra las nuevas formas del Estado moderno. Para decirlo con frase de José Bergamín, quien, en Mangas y capirotes, se refirió de pasada a este replanteamiento: «el revolucionario es Carlos V, no los comuneros rebeldes, inspirados por el interés particularísimo de ilegítimos señoríos» (p. 75). A la inversa, en años más recientes, José Antonio Maravall y Joseph Pérez se han aplicado a detectar en su nacimiento y expansión una primera revolución moderna que se propuso, antes de fracasar, establecer sobre nuevas bases las relaciones del trono y de la nación. Por su parte, José Gutiérrez Nieto ha defendido una interpretación más restrictiva, según la cual una protesta inicial de las capas medias acabó por convertirse en un movimiento anti-señorial, al radicalizarse en su tentativa para superar sus contradicciones íntimas. Los estudios posteriores, publicados desde el comienzo del siglo actual, se hacen eco de las diversas hipótesis propuestas.
6Dejar así constancia de este amplio debate nos permite colocar en sus respectivos contextos las tres aproximaciones sucesivas que vamos a examinar a continuación: no solo para enfocarlas una tras otra en su debida perspectiva, sino para destacar en cada caso su situación peculiar. En efecto, como vamos a ver, cada una de ellas nos ayuda a calibrar las interpretaciones canónicas que, por las mismas fechas, se han dado del movimiento comunero. En la primera aproximación, en contraste con el acercamiento que nos ofrecen los cronistas de los siglos áureos, se destaca el interés que presentan las estilizaciones bufonescas de este movimiento, elaboradas en el siglo xvi por Francisco López de Villalobos, Antonio de Guevara y Francesillo de Zúñiga, en una visión que hunde sus raíces en las paradojas de la locura de inspiración erasmista. En la segunda, se concede toda la importancia que se merece a la valoración de las Comunidades iniciada a mediados del siglo xviii por el escocés William Robertson en su Historia del reinado de Carlos Quinto, prefigurando, en este sentido, la lectura promovida en España, medio siglo después, por el liberalismo. Finalmente, en la tercera, se examina cómo Karl Marx, dentro de la labor periodística que desarrolló a mediados del siglo xix, durante su exilio en Londres, llegó a intuir la trascendencia de los acontecimientos ocurridos en la Castilla de 1520, en unas breves consideraciones no exentas de inexactitudes, pero que han tenido el mérito de rebasar los aspectos meramente circunstanciales del alzamiento.
7Este ensayo es fruto de una reelaboración de tres estudios redactados en diferentes momentos y que se reproducen aquí en una ordenación que no se ciñe a las fechas en que se publicaron, sino a las sucesivas épocas —siglos xvi, xviii y xix— en que aparecieron las interpretaciones examinadas:
1) «La estilización bufonesca de las Comunidades (Villalobos, Guevara, Francesillo)», en Hommage à Robert Jammes, ed. Francis Cerdan, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1994, t. I, pp. 121-132.
2) «William Robertson y las Comunidades de Castilla: un precursor de la interpretación liberal», en Homenaje a José Antonio Maravall, eds. María Carmen Iglesias, Carlos Moya, Luis Rodríguez Zúñiga, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, l985, t. I, pp. 359-369.
3) «Karl Marx y las Comunidades de Castilla», en À tout seigneur tout honneur. Mélanges offerts à Claude Chauchadis, eds. Mónica Güell y Marie-Françoise Déodat-Kessedjian, Toulouse, Université de Toulouse-Le Mirail (Coll. Méridiennes), 2009, pp. 141-149.
8Además de encabezar el conjunto así formado con este preámbulo, hemos procedido a una revisión de los textos que lo integran. Si bien hemos conservado en lo esencial nuestros planteamientos iniciales, nos hemos aplicado a actualizar las referencias, eliminar las reiteraciones y enlazar estas contribuciones, concluyéndolas con unas breves reflexiones finales.
9Nos complace expresar nuestras más sentidas gracias a Joseph Pérez, profundo conocedor de las Comunidades y autor de un gran libro que despertó hace casi medio siglo nuestro interés hacia el tema, por el prólogo que ha tenido la amabilidad de redactar, así como a todos aquellos que, en diferentes momentos, nos han hecho beneficiar de sus observaciones, en especial Jean-René Aymes, Jean-Pierre Lefebvre y Francisco Florit. Agradecemos también a Marc Vitse haber tenido la gentileza de abrir a esta recopilación las puertas de Criticón. Finalmente, queremos dedicar un emocionado recuerdo a dos amigos desaparecidos: Yves-René Fonquerne, quien nos facilitó referencias a obras de difícil acceso, y Francisco Márquez Villanueva, organizador, en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, del seminario sobre literatura bufonesca en el que leímos una primera versión de nuestro primer estudio.
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Marzo, 14: Carlos de Gante es proclamado en Bruselas rey de Castilla y Aragón.
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Septiembre, 17: Llega el nuevo rey a España, desembarcando en Villaviciosa.
Noviembre, del 4 al 11: Entrevista secreta de Carlos I con su madre doña Juana en Tordesillas. Comienza verdaderamente Chièvres a gobernar.
Noviembre, 8: Muere el cardenal Cisneros sin haberse entrevistado con Carlos.
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Enero: Primera sesión de las Cortes en Valladolid.
Marzo: En las Cortes de Valladolid, los procuradores se niegan a votar el servicio, contribución destinada a subvenir a los gastos del monarca en el extranjero, con motivo de su candidatura a la corona imperial.
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Enero, 12: Muere el emperador de Alemania Maximiliano.
Junio, 28: Carlos I es elegido emperador por unanimidad, con nombre de Carlos V.
Octubre: Toledo invita a las demás ciudades con voto en Cortes a adoptar una actitud común frente a la próxima salida del rey para Alemania y a las consecuencias para Castilla de su elección al imperio.
141520
Febrero, 12: El rey vuelve a convocar las Cortes en Santiago de Compostela, en vísperas de su partida, en tanto que se difunde un documento redactado por monjes salmantinos que será la base de la carta del futuro movimiento comunero.
Abril, 16: Toledo expulsa a su corregidor y entrega el gobierno de la ciudad a una comunidad.
Abril, 23: Sin hacer caso de las promesas, sobornos y presiones de la Corona, Córdoba, Madrid, Murcia y Toro votan en contra del servicio, en tanto que Salamanca y Toledo se niegan a participar en el debate.
Mayo, 20: El rey se embarca en La Coruña con destino a Alemania. Nombra como gobernador en su ausencia a su antiguo ayo, el cardenal Adriano de Utrecht.
Mayo-julio: Incidentes y motines en Zamora, Burgos, Guadalajara, León, Segovia. Varios procuradores son matados al regresar a sus respectivas ciudades.
Agosto, 1: Formación de la Santa Junta en Ávila, integrada por representantes de Toledo, Segovia, Salamanca y Toro, los cuales eligen como cabezas a dos toledanos: Pedro Laso de la Vega como presidente y Juan de Padilla como jefe de los ejércitos comuneros.
Agosto, 21: Incendio de Medina del Campo por las fuerzas reales, debido a que la ciudad se había negado a entregar la artillería destinada al bombardeo de Segovia.
Septiembre, 19: La Santa Junta, formada ahora por 13 de las 18 ciudades representadas en las Cortes, se traslada a Tordesillas. No consigue de doña Juana que se resuelva a firmar cualquier documento que se le presente.
Septiembre: Primeras disensiones entre los miembros de la Junta. El cardenal Adriano aprovecha esta situación para conseguir el apoyo de la aristocracia. Carlos nombra a dos gobernadores pertenecientes a la nobleza: el condestable de Castilla, Íñigo de Velasco, y el almirante de Castilla, Fadrique Enríquez.
Octubre-noviembre: En tanto que Burgos se separa de la Junta, Valladolid se une al bando comunero.
Diciembre, 5: Las fuerzas reales se apoderan de Tordesillas. La Junta huye a Valladolid y elabora un programa revolucionario. Juan de Padilla regresa a Toledo.
151521
Enero: En nombre de la Junta, el obispo de Zamora, don Antonio de Acuña, desencadena un fuerte movimiento anti-señorial en la Tierra de Campos.
Febrero, 25: Ofensiva de los comuneros contra Torrelobatón, propiedad del almirante, que se rinde el 25.
Febrero-marzo: Se entablan negociaciones entre el almirante de Castilla y la Junta.
Abril, 23: El ejército comunero sale de Torrelobatón con el propósito de refugiarse en Toro. Las fuerzas reales lo persiguen y lo alcanzan en Villalar. La caballería de los nobles derrota a los rebeldes, debilitados por una fuerte lluvia y la ausencia de artillería. Mueren en el campo de batalla entre 500 y 1000 soldados comuneros; 6000 son hechos prisioneros. Al día siguiente, los tres jefes militares comuneros son ejecutados: Juan de Padilla, Juan Bravo, capitán de los comuneros de Segovia, y Francisco Maldonado.
Septiembre, 1: Comienza el sitio de Toledo donde se encuentra María Pacheco, viuda de Juan de Padilla, quien capitanea la resistencia de la ciudad.
161522
Febrero, 3: Las fuerzas imperiales penetran en Toledo y acaban con la rebelión comunera. María Pacheco huye con su hija a Portugal donde muere 10 años más tarde.
Julio, 22: Carlos V regresa a España.
Verano: Ejecución de varios jefes comuneros.
Noviembre, 1: Amnistía general, quedando excluidas, sin embargo, unas trescientas personas.
171526
Febrero, 25: Recluido en el castillo de Simancas, Acuña intenta escapar asesinando al alcaide del castillo Mendo de Noguerol.
Marzo 24: Por orden expresa de Carlos V, Acuña es ajusticiado a garrote vil en el castillo de Simancas, en manos de Rodrigo Ronquillo y Briceño.
18Extraña, a primera vista, el que pueda contemplarse desde un enfoque bufonesco un acontecimiento que fue todo lo que se quiera, menos una bufonada. Por cierto, si nos centramos en el testimonio de los cronistas del reinado de Carlos V, se desprende del conjunto de sus aportaciones una visión nada irrisoria del movimiento comunero, más allá de las diferencias que median entre la actitud comprometida de un Pero Mexía y el prurito de imparcialidad de un Santa Cruz o un Sandoval. Todos, en efecto, coinciden en considerar la rebelión de las ciudades castellanas contra la Corona como un hecho condenable, un acontecimiento infausto y un episodio funesto. De ahí el interés que reviste, frente a esta visión que podría llamarse oficial u ortodoxa, un acercamiento distinto que procede de otro sector contemporáneo del levantamiento: el que integran tres escritores a los que debe probablemente sus mejores frutos la llamada «literatura del loco», esa modalidad genérica inventada por el Renacimiento para encarar el mundo y desentrañar el sentido de su realidad.
19Erasmo, en su Stultitiae Laus, celebra primero la existencia de la locura en tanto que estado primario, inocente, que aligera la carga de la vida de los hombres moviendo a la hilaridad y fomentando sus ilusiones. En una segunda etapa, la locura deja de encomiarse: se erige en azote moral de quienes la padecen por defecto del espíritu y se ofrece al lector en un desfile de los estamentos de la sociedad y de los vicios del linaje humano. En una tercera fase, recobra la libertad de obrar y existir, regresando a la inocencia primitiva, pero enriquecida con un entendimiento superior, el de la fe, que la impulsa al sacrificio, a la entrega voluntaria, en una alabanza del loco santo, próximo al bufón por su desprecio de la mundanidad, pero ya dotado de responsabilidades que el bufón no tenía. Por consiguiente, esta defensa de la locura como universal destino humano hace de la paradoja un fin en sí mismo, una forma absoluta de la expresión irónica y una postura dialéctica infinitamente reversible. Esta postura es, precisamente la que adoptan los tres escritores a los que nos hemos referido. Primero, el médico Francisco López de Villalobos, cuyo Epistolario permaneció inédito hasta finales del siglo xix; luego, Antonio de Guevara, el celebrado autor del Marco Aurelio y del Relox de príncipes, que nos ha dejado fragmentos dispersos, de distinta índole, sobre el alzamiento comunero, entre los cuales algunas de sus Epístolas familiares; por fin, don Francesillo de Zúñiga, el famoso bufón del Emperador, cuya Crónica burlesca, admirable jest-book redactado después de 1525, divulgado en copias manuscritos y no publicado hasta 1855, dedica unos cuantos capítulos al episodio.
20Así pues, estos tres escritores ocupan un lugar destacado en una literatura que, en contra de lo que se podría pensar, no fue nunca de mero entretenimiento, sino que respondió, si bien paradójicamente, a las más nobles preocupaciones del humanismo cristiano. Villalobos, médico del Emperador Carlos V, representa el entronque de la marginación conversa con la tradición de lo irrisorio adscrita a la medicina seria, con aquella nota ambigua, propia de la estilización bufonesca, que se desprende claramente de su profesión de fe:
Escrivo burlas de veras,
padezco veras burlando,
y çufro disimulando
mil angustias lastimeras
que me hieren lastimando;
y con risa simulada
disimulo el llanto cierto,
que, aunque vea al descubierto
vuestra burla tan burlada,
lo que siento está cubierto.
(Algunas obras…, p. 271)
21Participa también Antonio de Guevara de la estética de la locura, y esto a pesar de los esfuerzos que se han hecho para convertirlo en un alto mentor y un verdadero sabio, ordenando sus ideas políticas y morales en un sistema articulado y coherente. Como ha mostrado Márquez Villanueva en una serie de estudios iluminadores, este franciscano con alguna raza de confeso abre, con sus epístolas, nuevos cauces al «arte» de las «nuevas de corte». Por último, Francesillo de Zúñiga, de público origen judío, reivindica abiertamente su vocación truhanesca: no solo asumiendo en su vida y muerte trágica su condición de loco por oficio de la corte imperial, sino desplegando en su Crónica burlesca un catálogo completo de su singular talento de escritor. Tres testigos de primera fila, pues; tres testimonios al margen de la historia oficial, también; finalmente, tres evocaciones que adoptan una misma perspectiva, un tanto sorprendente para una mentalidad moderna, pero en perfecta concordancia con lo paradójico de aquella «locura» emblemática. Sin desistir, ni mucho menos, de deslindar entre sus respectivas estilizaciones, conviene, en un primer momento, resaltar el enfoque que les es común.
- 1 Joffre de Cotannes, que llevaba más de treinta años en Burgos y estaba casado con una burgalesa, ha (...)
22Lo primero que nos llama la atención es que, en los tres casos, nos encontramos frente a una visión trunca, fragmentada, inconexa, de la guerra de las Comunidades: no solo por adoptar Villalobos y Guevara la forma epistolar, sino por limitarse los tres a determinados hechos, incorporados por ellos a una trama discursiva caracterizada por constantes vaivenes y retrocesos; irreductible, por ende, a cualquier ordenación cronológica. En Villalobos, la selección operada no parece proceder de una clara voluntad de estilo; ilustra más bien la perspectiva de un testigo ocular que escribe a vuelapluma cartas enviadas a cortesanos de alta estirpe, entresacando acontecimientos presenciados por él o que pudieron afectarle personalmente: en mayo de 1520, la partida del rey a Alemania, con el fin de recibir la corona imperial; en mayo y junio del mismo año, los disturbios que marcaron los comienzos del levantamiento: casas quemadas en Medina del Campo, muerte violenta en Burgos del francés Joffre de Cotannes, ligado a la camarilla flamenca del monarca1; en enero de 1521, los temores de los caballeros «arrinconados […] en sus barreras» (Algunas obras…, p. 52), frente a las exigencias de la Santa Junta, a los sermones de los frailes, a las hazañas bélicas del obispo Acuña; por último, en febrero y marzo, los intentos frustrados del Almirante de Castilla para entablar conversaciones de paz con la Junta.
23Por lo que se refiere a Guevara, el procedimiento selectivo es tan obvio como en Villalobos, pero la perspectiva elegida es distinta. A diferencia del médico, redacta sus cartas una vez concluida la guerra: entre marzo de 1521 y marzo de 1522, si hemos de dar fe a las fechas que llevan cuatro de sus epístolas, pero, en realidad, varios años más tarde, debido a que muchas de estas fechas son inviables. Además, estas cartas, destinadas inicialmente a los happy few de la corte imperial, se pretenden dirigidas a las cabezas del movimiento: dos (núms. 47 y 48) a Antonio de Acuña; dos (núms. 49 y 51) a Juan de Padilla y María Pacheco, su mujer; una —el «razonamiento hecho en Villabráxima» (núm. 52)— a la Junta de Ávila. Cada vez —y en esto se separa tanto de Villalobos como de don Francés— el autor de la carta se aplica a refutar los argumentos aducidos por los comuneros en defensa de su causa, recordando de pasada aquellos sucesos que le sirven para ilustrar su propia tesis. De esta manera, no pretende ceñirse a una cronología estricta, sino aislar y valorar unos cuantos hechos considerados por él como importantes, conforme va desarrollando su refutación. Así es como insiste en los alborotos y disturbios ocurridos en Toledo, Segovia y Medina del Campo durante la primavera de 1520, relacionándolos, como era de esperar, con la formación de la Junta de Ávila en junio del mismo año. En cambio, si alude varias veces a las campañas de los jefes comuneros, principalmente Acuña, las reduce a pura anécdota, haciendo resaltar, por contraste, la progresiva recuperación del terreno por los caballeros: valgan, como muestras significativas, el nombramiento, en septiembre, del Almirante y del Condestable de Castilla como gobernadores al lado del cardenal Adriano; la entrevista de Villabrágima en noviembre, en la cual Guevara dice haber desempeñado un papel a todas luces sospechoso; en diciembre, la toma de Tordesillas; por fin, en las postrimerías de la guerra, el cerco de la ciudad de Toledo, defendida por María Pacheco. Como se echa de ver, Guevara, igual que Villalobos, pasa por alto acontecimientos militares consignados por la memoria colectiva: la toma de Torrelobatón por Padilla o la derrota final del ejército comunero.
24Por su parte, aunque sustituya el estilo inconexo del epistológrafo por el fluir de una narración continua, Francesillo de Zúñiga dista mucho de seguir, paso a paso, las etapas sucesivas de la rebelión. Por cierto, en el capítulo IV de la Crónica burlesca, empieza evocando los acontecimientos que transcurrieron entre abril y agosto de 1520: alzamiento de las ciudades, violencias e incendio de Medina. Pero, de repente, tuerce el curso de su narración con la noticia de la huida y captura de Acuña, ocurrida en Navarra un año después. Luego, al reanudar el hilo del relato inicial, se salta a pies juntillas varios meses, para centrarse en la campaña del prior de San Juan en la vega de Toledo, sucedida en enero de 1521. Acto seguido, vuelve atrás, destacando un episodio del todo excéntrico, las protestas anti-fiscales que surgieron en Galicia en agosto del año anterior. En el capítulo V, después de señalar la toma de Tordesillas, ocurrida como ya vimos en diciembre, se demora en las disensiones entre caballeros, a la hora de proseguir las operaciones militares. Por fin, en el capítulo VI, después de otro salto hacia adelante que nos lleva al regreso del Emperador a Castilla, en julio de 1522, nos hace retroceder hasta abril de 1521, para hablarnos de Villalar.
25Esta común indiferencia ante lo que sería una narración ordenada, exacta y puntual evidencia otras preocupaciones que la escueta transcripción de los hechos ocurridos: quizás, más que nada, el querer abordar el levantamiento comunero como mera peripecia, paréntesis intrascendente, desde un enfoque anecdótico. Quien se revela el más propenso a deslizarse por semejante pendiente es, sin la menor duda, Francisco de Villalobos. Tras protestar de su incapacidad innata —«otro mejor historiador quisiera que buscara v.m. para dalle a entender las cosas de la corte» (Algunas obras…, p. 19), como declara a uno de sus correspondientes— acumula con evidente fruición las notas triviales, en un alarde de pintoresquismo que le lleva a valorar el detalle soez. Así, durante los primeros meses de reinado del futuro Carlos V, las tensiones entre castellanos y flamencos se resuelven en una «avenida de cámaras» padecida por las tripas de uno y otro bando, la cual ni perdona siquiera a los consejeros íntimos del monarca: no sin descaro, nuestro médico afirma haber entrado en palacio «por la puerta falsa de Monsiur de Xevres» (Algunas obras…, p. 23). Más adelante, si menciona el incendio de Medina al iniciarse los primeros disturbios, es porque «se quemaron dos casas a pared y medio» de la suya; y, para concretar el impacto del suceso, no encuentra mejor indicio que el espanto de su mujer: embarazada por aquellas fechas, «estuvo muy cerca de mover lo que tenía en el vientre» (Algunas obras…, p. 44).
26Guevara, lo mismo que Villalobos, se revela aficionado a semejante anecdotismo, aun cuando sus epístolas, destinadas a la imprenta, no encajen realmente en el molde de una correspondencia privada. Prueba de ello es su propensión obsesiva a explicar el alzamiento por pequeñeces, o sea las ambiciones personales de las cabezas del movimiento: «Don Pedro Girón quería a Media Sidonia; el conde de Salvatierra, mandar las merindades; Fernando de Ávalos, vengar sus injurias; Juan de Padilla, ser maestre de Santiago; don Pero Lasso, ser único en Toledo; Quintanilla, mandar a Medina…» (Epístolas familiares, p. 295). Otra muestra de esta tendencia es el sabroso cuento del cura de Mediana, que viene a concluir la primera carta a Acuña:
Es el caso que en un lugar que se llama Mediana, que está cabe a la Palomera de Ávila, había allí un clérigo vizcaíno medio loco, el cual tomó tanta afectión a Juan de Padilla, que al tiempo de echar las fiestas en las iglesias, las echaba en esta manera: «Encomiendo os, hermanos míos, una Avemaría por la Santísima Comunidad, porque nunca caiga; encomiendo os otra Avemaría por Su Magestad el Rey Juan de Padilla, porque Dios le prospere; encomiendo os otra Avemaría por su Alteza de la Reina Nuestra Señora doña María de Padilla, porque Dios la guarde; que a la verdad estos son los reyes verdaderos, que todo los de aquí eran tiránicos». Duraron estas plegarias poco más o menos de tres semanas, después de las cuales pasó por allí Juan de Padilla con gente de guerra, y como los soldados que posaron en casa del clérigo le so[n]sacasen a su manceba, le bebiesen el vino, le matasen las gallinas y le comiesen el tocino, dixo en la iglesia el siguiente domingo: «Ya sabéis, hermanos míos, cómo pasó por aquí Juan de Padilla, y cómo sus soldados no me dexaron gallina y me comieron un tocino y me bebieron una tinaja y me llevaron a mi Cathalina, dígolo porque de allí adelante no roguéis a Dios por él, sino por el Rey don Carlos y por la Reyna doña Juana, que son reyes verdaderos, y dad al diablo estos reyes toledanos» (Epístolas familiares, p. 297).
27Como se echa de ver, el pintoresquismo del cuento acaba por ofuscar por completo la lección ejemplar que Guevara parecía dispuesto a sacar de aquella desventura simbólica. Significativo también de este anecdotismo es el interés que dedica el franciscano a la figura de Antonio de Acuña. Ya Villalobos, en un escorzo expresivo, había caracterizado el estilo peculiar del terrible obispo, al asediar con sus clérigos una plaza fuerte:
Dos días ha que no se desarma ni de día ni de noche, y duerme una hora sin más sobre un colchón puesto en el suelo, arrimada la cabeça al almete; corre las más veces cavallero en un cauallo saltador que trae […]. Es el primero que llega a poner fuego a las puertas […]. Vestido en pontifical, sale afuera y santigua la fortaleza con su artillería […] todo ello parece de la librea del infierno (Algunas obras…, p. 52).
28También Guevara carga algún tanto la mano, aunque desde otra perspectiva, ya que se dirige personalmente al «muy reverendo y bellaco prelado» (Epístolas familiares, p. 292). Las cartas de Acuña quedan convertidas en otros tantos carteles y, al recibir las del franciscano, se pone a gruñir. Por fin, similar tendencia es la que se observa en la Crónica burlesca, si bien sistematizada por la narración. Mientras se pasan por alto acontecimientos importantes (así la toma de Torrelobatón por Juan de Padilla), se valoran, en cambio, incidentes de menor monta, como las conversaciones secretas entre Fonseca y el cardenal Adriano después de la quema de Medina, las correrías del prior por la vega de Toledo, la negativa opuesta por los gobernadores a los ofrecimientos del duque de Béjar, el supuesto altercado entre el Almirante y el Condestable en vísperas de Villalar o la captura de Antonio de Acuña.
- 2 Se refiere aquí Guevara al obispo Oppas quien, según la leyenda, ayudó en 711 a Tarik en su invasió (...)
29Semejante preferencia no se debe a una incapacidad del cronista para sintetizar datos dispersos y ordenarlos en un relato coherente; traduce, al contrario, un propósito deliberado: al sacar al escenario a personajes que resultan ser, muchas veces, actores de segunda fila, promueve don Francesillo un retratismo de claro sesgo caricaturesco. En esto no hace sin ensanchar el camino abierto por sus predecesores. Ya en Villalobos la convivencia entre castellanos y flamencos se dice tan incómoda como la de los caballos con los asnos; el ejército comunero, por el miedo general que infunde, se compara con «una alimaña encantada que traga los hombres vivos» (Algunas obras…, p. 51); y en cuanto a la «gente baja y menuda» a la que los frailes someten en el púlpito las cartas de paz del Almirante, «entiende los primores y sutilezas dellas como las ovejas y las vacas entienden los altos versos de la Sibila» (Algunas obras…, p. 53). Guevara, por su parte, lleva más adelante la estilización. Antonio de Acuña se le aparece «armado como relox», haciéndole dudar «si lo que veía era sueño, o si se había el obispo don Orpas resucitado»2 (Epístolas familiares, p. 301). Y en cuanto a María de Padilla, «muy magnífica y desaconsejada señora» (Epístolas familiares, p. 307), se convierte en una hembra feroz y hechicera, capaz de robar la plata del Sagrario toledano en circunstancias que nos pinta con irónica delectación, sin hacer caso de su condición de viuda:
Ha nos caído acá en mucha gracia la manera que tuvistes en el tomarla y saquearla: es a saber que entrastes de rodillas, alçadas las manos, cubierta de negro, hiriendo os los pechos, llorando y sollozando, y dos hachas delante de vos ardiendo. ¡Oh bienaventurado hurto! ¡Oh glorioso saco! ¡Oh felice plata!, pues con tanta devoción mereciste ser hurtada de aquella sancta iglesia (Epístolas familiares, p. 327).
30Por fin, el espectáculo que le ofrecen los comuneros en Villabrágima es el de un maremágnum de muecas y rumores, de ruidos y gritos, en el cual se reserva el mejor papel: «los unos dellos me contemplaban, otros pateaban, otros oxeaban, otros voceaban, y aun otros me mofaban» (Epístolas familiares, p. 333).
31Ahora bien, quien alza el procedimiento a un grado nunca visto hasta entonces es, sin la menor duda, Francesillo de Zúñiga: consigue, mediante la animalización a la que somete el retratado, un efectismo deshumanizador. Esta técnica se ha calificado, a veces, de esperpéntica; pero, como apunta Márquez Villanueva, procede en realidad de la estética del disparate. Antonio de Fonseca, al decir del rey de Portugal, tendría aspecto de «carnero viejo guardado para casta»; el prior de San Juan, don Antonio de Zúñiga, es «garça demorada en el río de Duratón» (Crónica burlesca, ed. 1989, p. 76); don Pedro de Zúñiga, su tío, «bofes de asadura de buey» (ibid., p. 77); el conde de Haro parece «de casta de alcotanes y sobrino de garça blanca» (ibid., p. 80); el arzobispo de Bari, «águila recién salida del río o roçín con desmayo» (ibid., p. 78); el Condestable de Castilla, «ministril alto extranjero» (ibid., p. 81); el Almirante Fadrique Enríquez, conocido por hombre bajito, «higo cozido en agua de dolientes o mona oservante»; en cuanto se pone armadura, se convierte en «caxcavel plateado» y «si por caso en la batalla me perdiere —advierte—, no me busquen hasta que llueva como alfiler» (ibid., p. 81). Ni siquiera el propio cronista se salva de este proceso: una vez armado, don Francés recuerda irresistiblemente al «hombrezico de relox de San Martín de Valdeyglesias» (ibid., p. 78).
32La finalidad más obvia de semejante deformación es provocar la risa del lector. A ello concurren los retruécanos, juegos de palabras y demás dichos agudos de que gusta Guevara, las citas paródicas con que Zúñiga salpica su narración, algunas sacadas del refranero, otras, de Job, Aristóteles o Tito Livio, otras más, de la lírica tradicional, como el verso «O castillo de San Servando…» que, al decir del cronista, los caballeros del prior cantaban mientras huían de Toledo hacia Carmona (ibid., p. 76). A ello también las anécdotas al estilo del cuento de cura de Mediana, o los cuentos graciosos que don Francesillo trae a veces por los pelos: del conde de Haro, muy aficionado a chistes, nos dice que en aquel día muy caluroso en que se volvió a tomar Tordesillas, templó con una frialdad a toda la gente, dando frescor en el real (ibid., p. 80).
33Sin embargo, esta sistematización de lo ridículo nos parece apuntar hacia otro blanco; algo que se podría llamar una desmitificación de la guerra de las Comunidades. Prueba de ello, ante todo, es la extraordinaria confusión que recalcan aquellos testigos que la miran con ojos desprevenidos. La recalca con fuerza Villalobos, desde el momento en que parte el rey a Alemania, comparando el mecanismo desencadenado por esta partida con «el andar de una rueda que no tiene cabo» (Algunas obras…, p. 23). Y en cuanto se confirma el alzamiento, la visión que se le ofrece es la de un mundo al revés:
La república de Spaña anda trastornada, juzgados y sentenciados los juezes, y hechos juezes los juzgados; los señores solos son los vasallos, y las comunidades son los señores. Hay la mayor disensión que nunca se vio, en la mayor conformidad que nunca se oyó; la discordia y la concordia tan juntas y tan entretexidas, que entre sí no hacen diferencias, los unos hijos de los otros; los más ruynes de los pueblos mandan ahorcar por justicia a la misma justicia, y a los que tienen voz y apellido de Rey… (ibid., p. 47).
34Otro tanto afirma Guevara, para quien esta «república al revés» ha surgido por culpa exclusiva de los comuneros. Mientras los clérigos a las órdenes de Acuña santiguan con escopeta a los del bando contrario (Epístolas familiares, p. 294), el tundidor Bobadilla, cabeza de los disturbios de Medina y prototipo de la gente del común, se deja «llamar señoría como si […] fuera muerto el rey de Castilla» (ibid., p. 326). «Todos confiesan rey y todos apellidan rey —declara el franciscano a los de la Junta— y es el donaire que ninguno guarda la ley y ninguno sigue al Rey». Y concluye:
Yo no sé cómo decís que queréis reformar el reyno, pues no obedecéis al Rey, no admitís gobernadores, no consentís Consejo Real, no sufrís chancillerías, no tenéis corregidores, no hay alcalde de Hermandad, no sentencian pleitos, ni se castigan los malos por manera que a vuestro parescer el no haber en el reino justicia es reformar la justicia (ibid., p. 327).
35Más que la validez de las afirmaciones de Guevara o que la cuestión de saber si pronunció o no esta reconvención, lo más llamativo, a nuestro parecer, es la mecánica discursiva del franciscano, aquella acumulación de términos que le lleva, inexorablemente, a trastrocar las perspectivas.
36Así se nos explica por qué, en el mundo en el que se enfrentan caballeros y comuneros, no hay finalmente más norma, más regla de conducta que la locura. Una locura que, según Villalobos, no perdona a nadie. No perdona, por supuesto, a la gente del común: «los pueblos son los más desatinados de atar que hay en el mundo» (Algunas obras…, p. 57), proclama el médico, concretando en una imagen sugestiva la paradoja del alzamiento: «desnudo el villano, con las tripas en las manos, dize que ¡Viva la Comunidad!» (ibid., p. 58). Tampoco perdona a los religiosos que se han unido a la Santa Junta, aquellos frailes «que predican y matan». Tampoco a los que están en la cumbre del edificio, puesto que «los miembros están tan corruptos, que presto llegará el daño a la cabeza» (ibid., p. 55). Guevara, por su parte, no va tan lejos: son los comuneros los que llevan la culpa, ya que no saben lo que siguen y menos lo que pierden, tras haber desencadenado la peor de las guerras: «pueblo contra pueblo, padres contra hijos, tíos contra sobrinos, amigos contra amigos, vecinos contra vecinos y hermanos contra hermanos», peleando más «por la opinión que toman que por la razón que no tienen» (Epístolas familiares, pp. 329-330). No extraña, por consiguiente, que, para él, el loco por antonomasia venga a ser Acuña, como hombre que no sabe sino fundarse «sobre pasión, y no sobre razón» (ibid., p. 295).
- 3 Villalobos, Curiosidades bibliográficas, p. 449.
- 4 Ibid., p. 454.
37Surge entonces la cuestión de fondo, la que plantea la inversión bufonesca en tanto que posible subversión. Puesto que Villalobos, Guevara y Francesillo coinciden en una clara condena del alzamiento comunero, del programa de la Junta, de las violencias de sus adictos, ¿adónde apunta aquella remodelación bufonesca, si no la queremos reducir a pura voluntad de estilo? Probablemente hacia distintos blancos, según la postura que se examine. Por lo que se refiere a Villalobos, su franco compromiso a favor del bando imperial no parece ofrecer dudas: basta contemplar el dolor que le nace de los desmanes de los comuneros, «gente dañada y desesperada» (Algunas obras…, p. 52), y, más concretamente, de la desastrada muerte de su amigo Joffre de Cotannes, referida por él en dos ocasiones. Ahora bien, no por ello vacila en echar su verdad a la cara de los caballeros: los que huyen a Alemania con el pretexto de acompañar al rey; los que, sin tomar partido, se quedan «como los niños que han meado en la cama» (ibid., p. 47), «arrinconados en sus barreras, sin osar mudarse de lugar» (ibid., p. 52); los que, al estilo del Almirante, mandan cartas más elegantes que las de Séneca a una plebe analfabeta (ibid., p. 53): otras tantas indirectas que son como hojas desgajadas de aquel gran libro soñado por el médico cronista, «que fuere como un espejo en que pudiesen mirar todos los cortesanos»; un libro que no llegó a componer, porque, según decía, la «casa de mi entendimiento es tan angosta, que apenas yo puedo caber dentro della para entenderme a mí mesmo…»3. ¿Falsa humildad, la de Villalobos? Más bien auto-desprecio, muy afín a la ritual indignitas del bufón, aunque éste fuese de alto vuelo, al estilo de aquel médico chocarrero que afirmaba querer «más tener el orinal en la mano izquierda quel sceptro imperial en la derecha» (ibid., p. 110). Un auto-desprecio que se aúna con la mirada sagaz del desengañado, frente a la risa falsa de la corte imperial: de aquel «animal» con sus «dos o tres mil bocas, todas muertas de risa, que siempre se anda riendo sin haber gana de reír»4.
38Otra finalidad es la que persigue Guevara, la cual se aclara si prescindimos de lo que resulta ser de menor cuantía: los argumentos que pretende esgrimir frente al bando comunero, en defensa de la verdad y en contra de la mentira. Más significativo nos parece, primero, el papel relevante que se asigna a sí mismo en el conflicto, fingiendo cartearse con las cabezas del movimiento después de mediar entre caballeros y comuneros en una entrevista que, probablemente, nunca tuvo lugar. Sencillamente porque semejante falsificación nos abre interesantes perspectivas sobre su manera de colocarse entre los dos bandos. Para decirlo con frase de Enid Welsford, viene a encarnar «the voice speaking from without, and not from within the dramatic plot» (Welsford, 1935, p. 324), la voz que va hablando desde fuera y no desde dentro del espacio de la contienda, más allá de lo que podría parecer mero infundio calumnioso, buceando en lo más recóndito de la subconsciencia política comunera: por ejemplo cuando denuncia, en la carta a Juan de Padilla, el supuesto «republicanismo» latente en la ideología de los alzados.
39Entendemos entonces cómo Guevara acaba por asumir y hasta ostentar sin empacho los atributos emblemáticos del «loco» erasmiano: al aceptar el desafío de un «reverendo señor e inquieto obispo» (Epístolas familiares, p. 309); al proclamarse, como buen franciscano, aficionado a los valores histriónicos, «en vida pecador, en hábito religioso, en oficio predicador y en el saber simple» (ibid., p. 298); al recoger, con evidente fruición, el perfil que traza de él María de Padilla, cuando le llama «frayle irregular, desbocado, atrevido, absoluto y disoluto» (ibid., p. 318); al reivindicar su libertad en el hablar y su osadía en el predicar (ibid., p. 324); o al poner en boca de Acuña, a manera de prosopopeya, el retrato que se complace en bosquejar de sí mismo, acumulando, desde un enfoque claramente bufonesco, las «locuras» que, según él, le achacó el terrible obispo, el día en que le contestó en nombre de la Junta:
Oído había yo decir que érades atrevido en el hablar, y áspero en el reprehender; mas junto con esto tenía creído que, pues los gobernadores os traían consigo, que teníades buen celo y no falta de juicio; mas pues ellos sufren vuestras locuras, no es mucho que nosotros suframos vuestras palabras. Dios os ha hecho la costa en no se hallar aquí algún capitán de la guerra, que según los desatinos que habéis dicho, primero os quitaran la vida que acabárades la plática, y entonces fuera en nuestra mano pesarnos, mas no remediaros. Cuando otro día hablardes delante de tanta auctoridad y gravedad como son los que están aquí, habéis de ser en lo que dixerdes muy medido, y en la manera del decir más comedido, porque vuestra plática más ha sido para escandalizarnos, que no para mitigarnos, pues habéis querido condenar a nosotros y salvar a los gobernadores (ibid., p. 334).
40Es interesante cotejar este retrato del franciscano puesto por él en boca de Acuña con la versión que recoge del mismo la Crónica del Emperador Carlos Quinto, de Alonso de Santa Cruz, la cual, como se sabe, incorpora capítulos redactados por el propio Guevara:
Padre Fray Antonio de Guevara, vos habéis hablado asaz largo y aun con más osadía de lo que convenía a la honestidad de vuestro hábito, y aun a la autoridad de los señores deste Consejo, porque la resolución de toda vuestra plática ha sido hacernos en creyente que los Gobernadores son los que traen la demanda de remediar la república, que nosotros no hacemos sino revolver y tiranizar a Castilla (Santa Cruz, Crónica del Emperador Carlos V, I, p. 336).
41En tanto que el texto de Santa Cruz, mucho más sobrio, elimina todo lo referente a la dimensión bufonesca del predicador, Guevara, en cambio, nos ofrece otra visión del levantamiento. Si bien, en última instancia, se pronuncia a favor de los gobernadores, nos restituye a su modo las dos posturas —la de los comuneros y la de los caballeros—, desbrozando pistas hacia una fragmentación del episodio, convertido en «nuevas de corte» de claro sesgo periodístico.
42Queda por último el caso de don Francés, cuya Crónica, aunque más estrechamente regida por el código de la narración, sin el escapismo que permite la forma epistolar, no se deja, sin embargo, encasillar en moldes predefinidos: no solo por la capacidad de deshumanización que revela, sino por los horizontes que nos abre, más allá de una inevitable adhesión a las líneas generales de la política imperial, patente en su vituperio anti-comunero. Valgan, nada más, tres muestras. En primer lugar, las insinuaciones del autor al dar a entender que los gobernadores, al aplazar las operaciones militares que iban a concluir con Villalar, mirarían antes por lo suyo que por el bien del reino; juicio bastante injusto en opinión de Diane Pamp, editora de la Crónica, pero, de hecho, corroborado por las investigaciones que se ha merecido, por parte de Joseph Pérez y Gutiérrez Nieto, la actitud contemporizadora de la alta aristocracia, nada dispuesta a favorecer, frente a la rebelión, los intereses exclusivos de la Corona. En segundo lugar, la desacralización del bando de los caballeros, iniciada por la sucesión de retratos burlescos de sus prohombres y rematada por una patraña, la supuesta junta de herederos impacientes, surgida después de la derrota comunera y reprimida sin tardar por el Emperador. Parodia evidente de las Comunidades, como observa Diane Pamp, pero también sátira punzante de los nuevos alzados, pronto desanimados por la negativa imperial y la amenaza de que «no solamente les mandaría Su Magestad cortar las cabeças, mas que proçedería contra sus bienes. Y como esto fuese oydo por estos cavalleros, la liga fue deshecha luego y cada uno dellos se quisiera ir a su casa, si la tuviera» (Crónica burlesca, ed. 1989, p. 84). Por fin, el énfasis puesto por don Francés en el deseo que todos tenían de que Carlos V, al llegar a Valladolid, se dignase perdonar:
Al bienaventurado Emperador vinieron muchos perlados y religiosos de buena vida, confiando de hallar misiricordia [sic] con justiçia en Su Magestad, y que quisiese perdonar a los pueblos por las alteraçiones pasadas, y que lo que a Su Magestad dezían en este tienpo los niños en alta boz era: —«Parce, Domine, parce populo tuo» (ibid., p. 84).
43Afirma el cronista que Su Majestad, «movido a piedad», perdonó «generalmente todas las cosas pasadas eçebto lo que tocase a terçera persona» (ibid., p. 85) ¿Alarde de lealtad de un converso en busca de un escudo tras el cual defenderse de los detestados nobles? Puede ser. Ahora bien, para quien sabe cuán limitado fue aquel perdón imperial y cuán rigurosa, en cambio, una represión que duró más de cinco años —pues la última amnistía no se promulgó hasta 1527—, la noticia que trae aquí don Francés no puede ser más irónica. Zúñiga, con este último pinchazo, nos permite comprobar, una vez más, algo que puntualiza con razón Márquez Villanueva: el que la bufonería fue, «antes que nada, un intento de hallar salida a una realidad imposible» (Márquez Villanueva, 1985-1986, p. 513).
- 5 Ver Pérez, 1970; Gutiérrez Nieto, 1973. En esto se separan de Pierre Chaunu, quien, sin volver a la (...)
44Al oponerse a toda una corriente interpretativa que se inició durante la Restauración borbónica para proseguir con las afirmaciones polémicas de Ángel Ganivet y culminar con el ensayo de Gregorio Marañón, José Antonio Maravall ha rehabilitado, al menos parcialmente, la visión que dieron los liberales decimonónicos de la sublevación de las ciudades castellanas contra el despotismo de Carlos V. Aunque fragmentaria, por limitarse a los aspectos políticos del movimiento, así como anacrónica, al convertir las reivindicaciones de la Santa Junta en prefiguración del programa de las Cortes de Cádiz, esta visión, no obstante, nos convence más que la presentación contraria que la reemplazó a principios del siglo xx, según opinan historiadores tan destacados como Joseph Pérez y Juan Ignacio Gutiérrez Nieto5.
45Queda por aclarar, sin embargo, un punto sobre el cual investigaciones contemporáneas a las de Maravall han llamado nuestra atención: el de los orígenes de la interpretación liberal de las Comunidades y de las condiciones en que se forjó. Joseph Pérez, en un estudio preliminar a su gran libro (Pérez, 1963), ha puesto énfasis en la ruptura que esta interpretación vino a significar con la historiografía áurea, desde Pero Mexía hasta Santa Cruz y Sandoval: una ruptura que, según él, se explica por dos razones. La primera, el olvido completo en que cayeron los comuneros durante casi dos siglos, desde la reedición en Pamplona, en 1634, de la crónica de Sandoval, hasta el comienzo, en 1808, de la guerra de Independencia. La segunda, la perspectiva desde la cual Quintana y Martínez de la Rosa vinieron a enfocar el levantamiento de 1520: en su deseo de rebatir la opinión de quienes les acusaban de aclimatar en España las ideas de la Revolución francesa, los liberales de 1812 se empeñaron en presentar el movimiento comunero como el antecedente directo de su propia empresa, arraigándola de esta forma en una castiza tradición hispana.
46Pocos años después de publicarse el trabajo de J. Pérez, J. I. Gutiérrez Nieto ha puesto en tela de juicio parte de aquella presentación. El estudio que ha dedicado a la evolución del pensamiento historiográfico sobre las Comunidades tiende a mostrar, en su opinión, cómo España ha tenido siempre muy claro concepto de un levantamiento cuya amplitud y aspectos esenciales han sido valorados en sucesivas épocas por testigos, cronistas y políticos: no solo su empaque nacionalista y hasta xenófobo, así como su carácter de protesta anti-fiscal, sino también su dimensión sociopolítica, en tanto que movimiento dirigido contra los privilegios de la nobleza y las prerrogativas del poder real. Así es como Pedro Mártir, en el siglo xvi, Sandoval, en el xvii, y Juan Amor de Soria, en el xviii, pudieron preparar, a través de sus reflexiones, la toma de conciencia que se producirá durante la guerra de Independencia, estimulando de esta forma el pensamiento liberal.
47Sin desestimar, ni mucho menos, el interés de esta exposición, conviene, a nuestro juicio, matizarla. Primero, no es del todo cierto que los autores aducidos por este estudioso en defensa de su tesis hayan sido consultados y meditados por los historiadores liberales, al menos en la fase inicial que corresponde al Bosquejo histórico de Martínez de la Rosa. Entre los cronistas del Siglo de Oro, el más asequible y más a menudo citado, Sandoval, no fue el que mejor supo medir el alcance de la crisis, y Gutiérrez Nieto es el primero en puntualizar sus contradicciones. A la inversa, los comentarios más enjundiosos suelen ser los que, por diversos motivos, quedaron al margen de la corriente historiográfica tradicional. En cuanto al siglo xvi, el Epistolario de Pedro Mártir, aunque aprovechado y hasta saqueado por los historiadores posteriores, se presenta más bien como un conjunto de observaciones inconexas; además, escrito originariamente en latín, lo que hubo de limitar su difusión, no fue traducido al castellano y editado de modo satisfactorio hasta mediados del siglo pasado; y en lo que toca al xviii, el discurso de Juan Amor de Soria —«Enfermedad crónica y peligrosa de los Reinos de España»— conservado en la biblioteca de la Real Academia de la Historia, ha permanecido manuscrito hasta una época reciente, siendo editado tan solo en 2000 por el llorado Ernest Lluch. No extraña, por lo tanto, que, a diferencia de Sandoval, ni el uno ni el otro se incluyeran en las fuentes que Martínez de la Rosa, en la nota que finaliza su ensayo, declara haber utilizado.
48Por otra parte, cabe observar que los más perspicaces de esos autores elaboraron, como era de esperar, una visión tributaria del contexto en que se forjó, al limitar sus observaciones al marco espaciotemporal en que se situó el levantamiento de 1520. Quizá llegaron a sospechar lo novedoso de las reivindicaciones de la Junta, con intuición más o menos certera de las consecuencias que iban a originar; pero nunca estuvieron en condiciones de colocar en su debida perspectiva histórica su programa de reformas, como lo harían más tarde los liberales, comparando la contienda de los comuneros contra el absolutismo imperial con la lucha que protagonizó el Parlamento británico en el siglo xvii o la que iniciaron los Estados generales en la Francia de 1789. Solo Amor de Dios, con su «interpretación pactista del pasado político español» y de las Comunidades en general, consideradas por Gutiérrez Nieto como una «lucha por la libertad y la defensa de las leyes fundamentales castellanas» (Gutiérrez Nieto, 1973, p. 49), nos parece haber anticipado verdaderamente algunas de las reflexiones de Martínez de la Rosa. En efecto, su defensa de un modelo de monarquía «federal» para España, cercano al de la Monarquía Constitucional por oposición a la centralista Monarquía absoluta borbónica, suponía un papel fundamental para las Cortes de cada reino. Pero queda por demostrar que el autor del Bosquejo histórico llegara a consultar y meditar sus escritos.
49A decir verdad, las limitaciones del estudio de Gutiérrez Nieto se deben, más que nada, al enfoque adoptado por él, puesto que se centra, en lo que toca al período anterior al siglo xix, en la historiografía española del movimiento comunero. Pues bien, a través del catálogo establecido por Martínez de la Rosa al final de su estudio, sabemos que el Bosquejo histórico aprovecha fuentes de distinta procedencia, algunas de ellas extranjeras. Entre estas últimas, una nos parece haber desempeñado un papel importante en la génesis del famoso ensayo: la Historia del reinado de Carlos Quinto, del universitario escocés William Robertson. Publicada en 1769, esta obra que pronto le valió a su autor una fama universal, ha quedado en adelante desprestigiada: sus deficiencias de método, sus referencias a fuentes de segunda mano, no siempre utilizadas con suficiente discreción, sus errores y carencias en la narración de los acontecimientos han contribuido a relegarla en el olvido, por lo que hace casi dos siglos se la consideraba ya como superada. Sin embargo, la presentación que debemos a Robertson del siglo de Carlos V ha hecho época. En particular el prólogo que la encabeza —titulado «Bosquejo de los progresos de la civilización desde la caída el Imperio romano hasta el comienzo del siglo xvi»— representó en su tiempo una notable aportación: el estudio comparado de las instituciones y costumbres del Medioevo europeo, por la capacidad de síntesis que demuestra, denota, en efecto, una amplia visión que contrasta con el exclusivismo castellanista que, en los tiempos de los Austrias, prevaleció en la historiografía peninsular.
- 6 De esta versión proceden en adelante nuestras citas de esta obra.
50Así se comprende la calurosa acogida reservada a la Historia de Carlos Quinto por la Ilustración: tanto en Inglaterra donde la celebraron Horace Walpole, Edward Gibbon, David Hume, como en toda Europa, siendo d’Holbach, Voltaire y Catalina II de Rusia sus más fervorosos admiradores. De ahí la amplia difusión que conoció durante más de un siglo: entre 1769 y 1802, diez ediciones se publicaron en Inglaterra, y la fama del autor, confirmada en adelante por varias reediciones de sus obras, solo decrece después de 1870. En Francia, l’Histoire du Règne de Charles Quint, publicada en Amsterdam en 1771 en versión de Jean-Baptiste Antoine Suard, conocerá un éxito inmediato, y dos ediciones de sus obras completas saldrán a luz ulteriormente en París, en 1817 y 1838. En el caso de España, la censura inquisitorial hizo que se retrasara hasta el trienio liberal la publicación de la primera traducción castellana, hecha por Félix Ramón Alvarado y Velaustegui y editada en Madrid por Sancha en 18216. Pero, antes de esta fecha, las obras de Roberston se propagaron muy pronto del otro lado del Pirineo, y su Historia de América, publicada en inglés en 1777, si bien suscitó una polémica cuyas peripecias han sido estudiadas, movió a la Real Academia de la Historia a elegir al autor como correspondiente. Así pudo figurar Quintana entre sus más destacados lectores. Tal vez consiguiera tener acceso a las obras del escocés gracias a su padre, catedrático de derecho canónico de Salamanca y abogado del Consejo Real, el cual gozaba, en esta calidad, de una licencia inquisitorial para leer libros prohibidos; en todo caso, como apunta Albert Dérozier, se menciona la edición original de la Historia de Carlos Quinto en un borrador que se conserva entre los papeles del autor de la Oda a Padilla (Dérozier 1968, pp. 26-28 y 29, n. 32). En cuanto a Martínez de la Rosa quien, según acabamos de ver, la menciona en su nota final, posiblemente llegara a consultarla en el British Museum, con motivo de su estancia de 1810 en Londres, cuatro años antes de que se publicara el Bosquejo histórico (Sarrailh, 1930, pp. 31-34).
51No sorprende el que uno y otro se centraran en el relato que nos ha dejado Robertson del levantamiento comunero. Su versión de los sucesos ocurridos, aunque siga en lo esencial las narraciones anteriores, viene a ser un compendio muy aprovechable, más asequible, a fin de cuentas, que las crónicas tradicionales —Pero Mexía, Alcocer, Sandoval— también usadas y citadas por el autor de la Viuda de Padilla. Además, si bien tiene errores y lagunas, este compendio las supera notablemente, al incorporar complementos sacados de dos obras de distinta índole, pero de igual importancia. Por un lado, el Epistolario de Pedro Mártir, al cual la Historia de Carlos Quinto remite a menudo, cuyo matiz comunero ha sido señalado por Gutiérrez Nieto y que denota por parte del célebre humanista una amplitud de miras muy distinta del enfoque partidista de un Pero Mexía. Por otro lado, The History of the Wars of the Commons of Castile in the Beginning of the Reign of the Emperor Charles V, de otro eclesiástico escocés, Michael Geddes, publicada en 1702, reeditada varias veces y que ha dejado indiscutible huella en la exposición de Robertson. Buen conocedor de la Península por haber permanecido en Portugal durante varios años y autor de una Vida de don Álvaro de Luna, Geddes, aunque comete varias inexactitudes en el relato de los acontecimientos, parece haber sido uno de los primeros en percatarse de la trascendencia de la sublevación de las ciudades castellanas. Marcado por el recuerdo de otra crisis comparable con la de 1520, aquella que, en 1649, echó abajo la Monarquía de los Stuart para concluir con el establecimiento de la República de Cromwell, no vacila en calificar de «revolución» el levantamiento comunero. En abierto desfase con la visión negativa de la historiografía áurea, tiende a valorar, lo mismo que Robertson, el testimonio de Pedro Mártir, y hasta llega a expresar su simpatía por aquellos sublevados que, según nos dice, solo quisieron, al luchar por los fueros del estado llano, defender la libertad y el orden público. Y al señalar que, durante casi ocho meses, los comuneros se llevaron los votos del reino entero, pone énfasis en el ideal democrático y republicano de los miembros más destacados de la Santa Junta: «the leading Men of the Junta— escribe— were strongly suspected of having had a design to form Castile into a Commonwealth» (The History…, p. 284). Término, cabe recordarlo, que, además de ser sinónimo de Republic, había llegado a calificar el régimen establecido en el Reino Unido entre 1649 y 1660.
52Idéntico enfoque prevalece en Robertson, pero de manera más explícita y en mayor escala. Favorable a los comuneros en su exposición de los orígenes del levantamiento, empieza por destacar los errores del rey y los abusos de sus consejeros, cometidos «a despecho de la nación y con vilipendio de las antiguas formas del Gobierno», y no deja de dar su aprobación a las legítimas reivindicaciones presentadas por las ciudades castellanas, «con el aliento natural a un pueblo libre» (Historia del reinado del Emperador Carlos Quinto, II, p. 78). Pero aun más significativo viene a ser el hecho de que las alteraciones consecutivas a las negativas del monarca no pueden, según él, interpretarse como un fenómeno puramente circunstancial, sino que necesitan colocarse en un contexto más amplio:
Estos levantamientos de los pueblos no eran simple efecto de un furor popular y sedicioso: su objeto era alcanzar la reforma de muchos abusos y cimentar la libertad pública sobre una base sólida; tales asuntos eran dignos de todo el celo que el pueblo puso en llevarlos adelante. El gobierno feudal de España favorecía entonces la libertad mucho más que el de ningún otro Estado de Europa; eso era principalmente efecto del gran número de ciudades que había en este reino, circunstancia que he advertido ya, y que contribuyó más que ninguna otra a suavizar el rigor de las leyes feudales y a introducir una forma de gobierno más justa y razonable. Los habitantes de cada ciudad formaban una gran corporación con privilegios y fueros importantes: estaban exentos de toda servidumbre y vasallaje; fueron admitidos a una parte considerable en la legislación; cultivaron las artes de la industria, sin las cuales las ciudades no pueden subsistir; acaudalaron riquezas por el comercio; independientes y libres ellos mismos, fueron protectores de la independencia y de la libertad pública. El espíritu del gobierno interior establecido en las ciudades, espíritu que es democrático y republicano hasta en los países en que el despotismo domina más, les hacía la idea de la libertad más familiar y preciosa. Sus representantes en las Cortes estaban acostumbrados a resistir con igual firmeza a los intentos del rey que a la tiranía de los nobles; procuraban ensanchar los privilegios de su orden; trabajaban por sacudir las últimas trabas que les quedaban aún de la aristocracia feudal; y, no contentos con formar uno de los órdenes más importantes del Estado, aspiraban a ser el más poderoso (ibid., pp. 180-181).
53Como se echa de ver, se destaca en este párrafo la fuerza de un levantamiento inicialmente emprendido con el propósito de defender antiguos fueros, pero que, a fin de cuentas, «estremeció el trono y estuvo a pique de destruir la misma Constitución» (ibid., II, p. 57). Por cierto, el cuadro que Robertson traza del estado en que se encontraban las ciudades castellanas se nos aparece marcado de una notable idealización. Así y todo, a la vez que subraya este carácter subversivo, el historiador escocés insiste en lo innovador de las medidas decretadas por la Junta, aun cuando se arraigaran en la tradición democrática de dichas ciudades. Por esto concede evidente interés al «gobierno popular» establecido en Toledo al principio del levantamiento, primera muestra de una praxis política experimentada al nivel local y cuya peculiaridad ha sido puesta de relieve por Joseph Pérez; por esto también indica cómo las reivindicaciones de las ciudades incluyeron «no solamente […] los agravios cuya enmienda deseaba [la liga], mas también […] todos los reglamentos nuevos que juzgaba necesarios para asegurar los privilegios de los comunes» (ibid., II, p. 187); por esto, finalmente, examina con detenida atención el contenido de estas peticiones —o sea el programa de gobierno de los comuneros— al mismo tiempo que dirige a los historiadores españoles, tachados por él de parciales, el mismo reproche que les hará Martínez de la Rosa: el haber ignorado aquel documento de fundamental importancia. Y el comentario final que dedica a este programa merece, en nuestra opinión, reproducirse in extenso:
Tales fueron los principales artículos del memorial presentado por la liga a su soberano. Como las instituciones feudales eran originariamente las mismas en los diferentes reinos de Europa, el espíritu de los gobiernos formados sobre este sistema era con corta diferencia el mismo en todas partes; los estatutos, que los castellanos se esforzaban a establecer en esta coyuntura se diferencian muy poco de los que las demás naciones procuraron introducir en los debates que tuvieron con sus reyes por su libertad. Los abusos que los comunes de Inglaterra citaron, y los remedios que propusieron en sus contestaciones con la casa de Stuart se dan mucho aire a los artículos sobre que insistía entonces la liga santa de España. Mas los españoles habían adquirido entonces ideas de libertad y de independencia, principios atrevidos de gobierno y extensión de miras políticas a las cuales los ingleses no han llegado sino más de un siglo después (ibid., II, p. 190).
54Martínez de la Rosa, en su Bosquejo histórico, llegará a concretar de modo similar aquella nueva definición de las relaciones del rey con la nación, examinada con especial cuidado por José Antonio Maravall; tan solo se separa de su inspirador al introducir un segundo término de comparación: la Revolución francesa —que un contemporáneo de Luis XV, como era Robertson, al componer su Historia de Carlos Quinto, no podía, por supuesto, tomar como referencia. Así es como llega a ampliar las observaciones del historiador escocés, poniendo énfasis en el carácter precursor del levantamiento de 1520: «la nación española tiene la gloria de haber sido la primera que mostró en Europa tener cabal idea de monarquía templada, en que se contrapesen todas las clases y autoridades del Estado». Además de insistir en este carácter, el autor de La viuda de Padilla hace resaltar aun más la prioridad que tuvo Castilla sobre las demás naciones en establecer un régimen representativo, y esto a pesar de las pretensiones de Francia e Inglaterra, propensas a «apellidarse maestras en ciencia política» (Bosquejo histórico, p. 28).
55El último punto en que se observa cierta coincidencia entre el historiador escocés y el escritor liberal es su explicación del fracaso de los comuneros. En opinión del segundo, dos factores concurrieron a provocarlo: en un primer momento, las dilaciones de la alta aristocracia, que intentó fortalecer su posición aprovechando la contienda entre las ciudades y la Corona; y, en una segunda etapa, el error de la Junta que, al querer limitar los privilegios de los nobles, hizo que estos reforzaran el bando imperial en vez de colocarse al lado de los comuneros; y concluye Martínez de la Rosa: «Si hubiese habido concierto y hermandad entre ambas clases y hubieran trabajado de consuno para poner coto al poderío de los reyes, no cabe duda de que un régimen templado, semejante al que ha hecho libre y feliz a Inglaterra, nos hubiera ahorrado tres siglos de servidumbres y de desdichas» (ibid., p. 23).
56No nos corresponde examinar aquí esta interpretación «pactista» de una revolución frustrada, ni tampoco apreciar las razones aducidas para dar cuenta de su fracaso final. Lo que merece subrayarse, en cambio, es la radicalización por Martínez de la Rosa de las observaciones de Robertson sobre el papel desempeñado por la nobleza. Por cierto, el autor de la Historia de Carlos Quinto señala también sus fluctuaciones al empezar la crisis y su determinación final a favor del emperador: «luego que los comunes comenzaron a atentar contra los privilegios de la nobleza —observa— estos se indignaron y vieron claramente que las disposiciones de la liga no se encaminaban menos a aniquilar el poder aristocrático que a cercenar las preeminencias de la Corona» (Historia del reinado del Emperador Carlos Quinto, II, p. 191). Además, recalca el impacto que tuvo el nombramiento del Condestable y del Almirante como regentes al lado del cardenal Adriano. Pero no llega a denunciar, como hará el político español, «el egoísmo y ambición de los grandes señores» (Bosquejo histórico, p. 23). Lejos de limitarse a lamentar «la imprudencia y falta de política por parte de los comuneros», condena sin ambages las medidas en contra de los privilegios de la aristocracia, «plan insensato cuyo efecto hubiera sido aniquilar aquellas mismas libertades que quería defender [la liga], haciendo a los Reyes de Castilla absolutos e independientes de sus vasallos» (Historia del reinado del Emperador Carlos Quinto, II, pp. 197-198).
57Con esta notable preocupación por minorar las responsabilidades del estamento nobiliario, al que consideraba tan dispuesto como las ciudades a combatir el despotismo monárquico, el historiador escocés se separa claramente de su lector y émulo. También se diferencia de él por su mayor moderación frente a Carlos V. Martínez de la Rosa condena sin rodeos no solo «el desacuerdo y demasía» del monarca, al iniciarse las primeras tensiones, sino, más adelante, su rechazo de cualquier negociación con los sublevados, así como su voluntad de ejercer «un dominio absoluto, desembarazado de todo freno» (Bosquejo histórico, pp. 9 y 29). Robertson, al evocar los pródromos del levantamiento, tiende más bien a presentar a Carlos como a un rey sin experiencia, mal aconsejado por sus ministros. Una vez alzadas las ciudades castellanas, pondera en cambio su sentido táctico y su deseo de evitar a todo trance un conflicto armado, hasta hacer concesiones que sus adversarios no quisieron examinar. Más tarde, al relatar cómo el emperador se negó a dar audiencia a los comisionados despachados a Alemania por la Junta, cuida de no hacer suya la reacción de los comuneros ante lo que «era a sus ojos un acto de tiranía […] inaudito e intolerable» (Historia del reinado del Emperador Carlos Quinto, II, p. 192). Por último, valora la clemencia de que dio muestra al regresar a Castilla, contra la opinión de cuantos abogaban por una actitud represiva.
58En esta presentación del papel del monarca se trasluce, sin lugar a dudas, el enfoque propio de este pastor protestante, partidario de los whigs: fiel vasallo, por cierto, del rey Jorge III a quien está dedicada la Historia de Carlos Quinto, pero también ardiente defensor de un sistema representativo fundamentado en el acuerdo del monarca y de la nación y que se reveló capaz de superar las sucesivas crisis que Gran Bretaña conoció en el siglo anterior. Martínez de la Rosa, contemporáneo de la Revolución francesa y del despotismo de Napoleón, obedeció, como se sabe, a otras consideraciones: su severidad con Carlos V no se explica únicamente por su odio a la tiranía; también expresa la aversión de los liberales españoles hacia una dinastía que no solo acabó con las libertades castellanas, sino que condenó el país a «tres siglos de servidumbres y de desdichas» (Bosquejo histórico, p. 23), iniciando un proceso de decadencia al que, según se creía, las Cortes de Cádiz iban a poner fin.
59Robertson, por su parte, dista de hacer del emperador el máximo responsable de la crisis de 1520 y de su trágica conclusión. Claro que anticipa en cierta medida una observación fundamental de la historiografía liberal, al señalar que la derrota de los comuneros tendrá como triple consecuencia la extensión del poder real, la decadencia de las Cortes y el declinar de las ciudades castellanas. Pero lo que más requiere su atención, después de Villalar, es «la disolución repentina de una liga que no se había formado por ligeros descontentos ni por frívolos motivos, en la cual había entrado toda la masa del pueblo, y tenido tiempo de tomar cierto grado de consistencia y de solidez estableciendo un plan regular de gobierno» (Historia del reinado del Emperador Carlos Quinto, II, p. 204). Pueden juzgarse un tanto someras las razones que propone de tan repentino desenlace, al interpretarlo como «una prueba evidente de la incapacidad de sus cabos, o el efecto de algunas desavenencias secretas que desunieron a sus miembros» (ibid., II, p. 203). Pero no por ello dejan de ofrecer interés sus consideraciones acerca de la mutua indiferencia en que permanecieron comuneros castellanos y agermanados valencianos, aun cuando coincidieran en algunos aspectos sus respectivos levantamientos: claro indicio, pues, de la fragilidad de la obra realizada por los Reyes Católicos, al reunir bajo su cetro naciones tan diversas y con intentos y aspiraciones a veces incompatibles. Esta falta de concertación da mucho que pensar al historiador escocés: contribuye a iluminar, a la par que las contradicciones internas del movimiento comunero, el carácter prematuro de esta primera revolución moderna. En este sentido, las reflexiones finales que Robertson dedica a la crisis de 1520 contribuyen a confirmar el papel de precursor que se le ha de conceder.
60La interpretación que Karl Marx nos ofrece de las Comunidades no es, por supuesto, la de un historiador profesional, ya que las examina, como vamos a ver, haciendo hincapié en unas informaciones de segunda mano. Tampoco se centra exclusivamente en los acontecimientos que conoció Castilla entre 1519 y 1521. En realidad, su lectura se deriva de una reflexión inspirada en los acontecimientos políticos que vivió la España de su tiempo. Esta reflexión, elaborada a partir de la labor periodística que desarrolló desde Londres, donde se había exiliado a consecuencia del fracaso de los movimientos revolucionarios de 1848, se descubre en los artículos que redactó entre 1854 y 1856 para la New York Daily Tribune, revista norteamericana de tendencias socialistas. Reunidas y editadas al cabo de casi un siglo en Estados Unidos, en su versión original inglesa, estas crónicas fueron parcialmente recogidas y traducidas al castellano por Andrés Nin en 1929, con notas de Jenaro Artiles, volviendo a publicarse en su totalidad en La Habana, durante la Segunda Guerra Mundial, en una nueva y deficiente traducción española que conoció escasa difusión en Europa. De mayor calidad es la recopilación publicada en 1960 por Ariel, en una versión mucho más satisfactoria, debida a Manuel Sacristán, que se beneficia además de una densa introducción y de numerosas notas del traductor. Este volumen, titulado Revolución en España, reúne a la vez textos de Marx y Engels sobre temas españoles, escalonados en casi veinte años (1854-1873), y recibió una acogida nada desdeñable, como se infiere de las dos reediciones de 1966 y 1970.
- 7 Marie Laffranque, 2004.
61Entre los artículos recopilados, especial relevancia tiene el titulado España revolucionaria, rótulo que agrupa tres series de artículos de fondo dedicados a los alzamientos que marcaron la vida política española en el siglo xix. La primera y la tercera de estas series versan sobre sucesos que eran para Marx de una actualidad inmediata: por un lado, la llamada Vicalvarada, pronunciamiento frustrado intentado en 1854 por Dulce y O’Donnell, y, por otro, el golpe de Estado de O’Donnell, dos años después. Ambas enmarcan una contribución de mayor extensión que trata de las sublevaciones ocurridas en España entre 1808 y 1819, con especial énfasis, como era de esperar, en la guerra de Independencia. Debidamente valorado por Marie Laffranque en una nutrida reseña7, este volumen, como tal, no entra en el ámbito de nuestras propias investigaciones. No obstante, no deja de llamar nuestra atención el planteamiento adoptado por Marx al abordar el ciclo revolucionario que se desarrolló de 1808 a 1814. Considera en efecto el autor que, si bien «los alzamientos insurreccionales son, en España, tan antiguos como el gobierno de los favoritos reales, contra el que se dirigen por lo común», y esto desde la privanza de don Álvaro de Luna, sin embargo, «a pesar de estas repetidas insurrecciones, no ha habido [...] hasta el presente siglo revoluciones serias, exceptuando la guerra de la Junta Santa en tiempos de Carlos I, o Carlos V, como lo llaman los alemanes» (Revolución en España, p. 70). Así se explica la valoración que se merece esta guerra, más conocida como el movimiento de las Comunidades de Castilla, cuyos orígenes y vicisitudes se exponen en unos pocos párrafos que reproducimos a continuación:
El pretexto inmediato, como a menudo ocurre, fue facilitado por la clique que, bajo los auspicios del cardenal Adriano, exasperó a los castellanos por su insolente rapacidad, vendiendo los cargos públicos al mejor postor y haciéndose culpable de manifiestos cohechos de la justicia. Pero la oposición contra la camarilla flamenca no pasó de la superficie del movimiento. En el fondo se trataba de la defensa de las libertades de la España medieval contra los abusos del absolutismo.
En la formación del reino de España se dieron circunstancias especialmente favorables para la limitación del poder real. Por una parte, las tierras de la Península fueron reconquistadas poco a poco durante las largas luchas contra los árabes y estructuradas en reinos diversos y separados. En esas luchas nacieron leyes y costumbres populares. Realizadas principalmente por los nobles, las conquistas ulteriores otorgaron a éstos un poder grande, mientras disminuía el del rey. Por otro lado, las ciudades y villas del interior adquirieron gran robustez interna por la necesidad en que la población se encontraba de fundarlas para vivir en comunidades cerradas como plazas fuertes, única manera de conseguir cierta seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la conformación peninsular del país y el constante intercambio con Provenza e Italia dieron nacimiento a importantes ciudades comerciales y marítimas en la costa. Ya en época tan temprana como es el siglo xiv, las ciudades componían el elemento más poderoso de las Cortes, compuestas por sus representantes junto con los del clero y la nobleza [...].
Vuelto Carlos I de Alemania, donde había conseguido la dignidad imperial, las Cortes se reunieron en Valladolid para coronarle luego que él jurara las antiguas leyes. En lugar de presentarse, Carlos envió representantes que, según pretendía, debían recibir de las Cortes el juramento de fidelidad. Las Cortes se negaron a admitir a aquellos delegados a su presencia, comunicando al monarca que si no se presentaba él mismo y juraba las leyes del país no sería nunca reconocido como rey de España. Carlos cedió entonces; compareció ante las Cortes y prestó juramento —de muy mala gana según los historiadores. Las Cortes le dijeron en esta ocasión: «Debéis saber, señor, que el rey es un servidor de la nación». Así empezaron las hostilidades entre Carlos I y las ciudades. A consecuencia de las intrigas del rey estallaron en Castilla numerosas insurrecciones, se constituyó la Santa Liga de Ávila y las ciudades unidas convocaron Cortes en Tordesillas, de donde partió el 20 de octubre de 1520 una «protesta contra los abusos» dirigida al rey, y en contestación a la cual éste privó de sus derechos personales a todos los diputados reunidos en Tordesillas. La guerra civil se hizo entonces inevitable y los comuneros tomaron las armas; bajo el mando de Padilla, sus mesnadas tomaron la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron finalmente derrotadas por fuerzas superiores en la batalla de Villalar, el 23 de abril de 1521. Rodaron por el cadalso las cabezas de los principales «conspiradores» y desaparecieron las antiguas libertades de España (ibid., pp. 70-73).
62Si nos limitamos, en una primera aproximación, a la mera narración de los acontecimientos referidos, se nota en seguida el poco espacio que se les concede. Marx, después de indicar, como pretexto inmediato del levantamiento de las ciudades castellanas, los abusos del entorno flamenco del joven rey, evoca, eso sí, las circunstancias en las que Carlos I prestó juramento ante las Cortes de Valladolid; en cambio, apenas se detiene en los sucesos ulteriores: tan solo señala la constitución de la Santa Junta en Ávila; la reunión de las Cortes en Tordesillas; la protesta dirigida por los comuneros al monarca, seguida de la negativa que recibieron de su destinatario; la toma de Torrelobatón, una vez iniciadas las operaciones militares; y finalmente, a consecuencia de la derrota de Villalar, la condena y muerte inmediata de las cabezas del movimiento. A la inversa, pasa por alto otros sucesos de notable trascendencia, como la concesión del servicio por las Cortes de Santiago (31 de marzo de 1520), la cual —y no el juramento prestado por el rey en las de Valladolid —fue el verdadero punto de partida de la sublevación de las ciudades; la designación del cardenal Adriano como gobernador a raíz de la partida del monarca; los intentos frustrados de los comuneros para conseguir el apoyo de Juana la Loca; la recuperación de Tordesillas por el bando imperial; la actitud pasiva de la alta nobleza, en una primera fase, en abierto contraste con su posterior adhesión a la Corona, después del nombramiento del Almirante y del Condestable de Castilla como gobernadores junto con el cardenal; las treguas consecutivas a la pérdida de Torrelobatón por el ejército real y el fracaso de los contactos iniciados con la Junta por el Almirante; por fin, después de Villalar, la resistencia capitaneada por María Pacheco en Toledo hasta febrero de 1522.
63Además de pasar por alto estos hechos, Marx se equivoca varias veces en su relación. Convierte al cardenal Adriano en cabeza de la camarilla flamenca, confundiendo de este modo al preceptor del monarca y futuro gobernador con otro flamenco, el señor de Chièvres. En cuanto a las Cortes de Valladolid, de cuya sesión nos ofrece una versión inspirada en la historiografía liberal, las coloca después de conseguida por Carlos I la dignidad imperial, el 28 de junio de 1519, cuando, en realidad, se reunieron en febrero de 1518, un año antes de su elección, en tanto que la partida del monarca para Alemania tuvo lugar el 20 de mayo de 1520, o sea más de un año después de su juramento y dos meses después de las Cortes de Santiago. No aclara un hecho fundamental: la prolongada ausencia del rey que permanece fuera de Castilla desde los primeros disturbios hasta julio de 1522, o sea más allá de Villalar y de la rendición de Toledo, ausencia que contribuye a iluminar las diferentes etapas del conflicto. Finalmente, al declarar que, a consecuencia de la derrota de los comuneros, «desaparecieron las antiguas libertades de España», extiende al conjunto de las posesiones peninsulares del rey el impacto de un desastre que tan solo afectó Castilla, al producirse en un territorio limitado a la Meseta central y a sus inmediaciones.
64Tantas faltas no dejan de sorprender, cuando se sabe el esmero con que Marx solía documentarse antes de redactar sus artículos. En efecto, al orientar su interés hacia las crisis revolucionarias de la España decimonónica, emprendió el estudio del español mediante la lectura del teatro de Calderón y del Quijote. Además este aprendizaje se compaginó con una concienzuda labor informativa. Así y todo, parece que parte al menos de sus errores procedieron del libro que leyó sobre el particular: la Historia política de la España moderna, del escritor, diplomático y político español de origen milanés Manuel de Marliani, traducida del francés al español y consultada por él en su segunda edición, publicada en 1849. De la larga introducción que encabeza esta obra procede su relación del levantamiento comunero. Reproducimos a continuación los apuntes que sacó de su lectura en una curiosa mezcla de idiomas, dando entre corchetes la traducción al castellano de las frases consignadas por él en alemán y conservando la ortografía de las palabras en español:
- 8 Se trata de Rodrigo de Tordesillas, que había votado el servicio en las Cortes de Santiago. Al volv (...)
Sein Erzieher [Su preceptor] Adriano de Utrecht, despues inquisidor jeneral, u. dann papa [después papa] [...] Versammlung der cortés zu Valladolid, um dem Flamenco Carl V die investidura national zu geben. Er will diese Autorität nicht anerkennen [Reunión de las Cortes en Valladolid para conceder la investidura nacional al flamenco Carlos V. No quiere reconocer esta autoridad], negándose a acudir a las córtes, y enviando encargados que se presentaron en su nombre para recibir el pleito-homenaje de los diputados de la nación; diese (córtes) lassen die comisionados nicht zu; notificiren ihm daß wenn er nicht persönlich kommt [éstas (las Cortes) no autorizan a los comisionados, notificándole [al monarca] que si no acude personalmente á jurar su acatamiento á las leyes del pais, no se le reconocerá por rey. Er kömmt u. schwört. [Viene y presta juramento] «Tened presentes, señor, dijeron ihm [le dijeron] que un rey es el asalariado de la nacion.» [...] Penetró hasta el alma á Carl[os] V die [la] humillacion forzosa ante las córtes de Valladolid... Aufrühre in Spanien.die [Levantamientos en España]. die [los] diputados perjuros v. Lynchgericht geviertheilt. [descuartizados por un tribunal popular]. Segovia zuerst straft m. Tod [Segovia castiga primero de muerte a] un diputado traidor8; alborótanse otros pueblos, y se formaliza la santa liga de Ávila. Celebran los diputados comuneros sus sesiones en Tordesillas, u. 20 October 1520, [y el 20 de octubre de 1520] estienden una protesta de agravios, decidirt dem Carl V [dedicada a Carlos V]. Er [Él] les contesta desaforando á cuantos diputados se hallan reunidos en Tordesillas. Inevitable se hace ya la guerra civil, y el porvenir de las libertades de España está pendiente de la suerte de las armas; capitanea Padilla á los comuneros, pero el desvío de las provincias, la deshermandad entre las diversas partes de la nacion, deja sin resultas el vuelo de aquel ímpetu sublime; las jerarquias privilejiadas se arriman al emperador, y el clero, menos el obispo de Zamora, se atiene á las disposiciones de la Inquisicion. Se había apoderado no obstante Padilla de la fortaleza de Torrelobaton; pero no teniendo mas que reclutas consigo, no puede contrarrestar á los Imperiales: lo alcanzan en las campiñas de Villalar, 23 avril 1521, y su hueste queda dispersa, cayendo él mismo en manos del enemigo. A poco tiempo, Padilla, mártir de la libertad, fenece en el cadalso, y con él se entierran las franquicias de Castilla. Dasselbe Jahr 1521 [El mismo año 1521] presenció el fallecimiento de la libertad en España... (Marx y Engels, Exzerpte und Notizen, p. 508).
65Si se compara este fragmento con la fuente de donde procede, se echa de ver que Marx se ha limitado a condensar el texto de Marliani, adaptándolo, eso sí, a sus normas habituales de transcripción, pero sin dejar de copiar literalmente numerosas frases, conservando sus peculiaridades ortográficas. De la misma manera, la versión destinada por él a la New York Daily Tribune se atiene al compendio que nos ofrecen sus apuntes, hasta tal punto que las omisiones que se pueden observar en su versión de los hechos son las mismas. Además, si bien Marliani no califica al cardenal Adriano de cabeza de la camarilla flamenca, la valoración que se merece de su parte, así como el pasar por alto el nombre de Chièvres explican el papel que el autor del Manifiesto comunista llegó a asignar al preceptor del rey. La relación que nos da Marliani de la sesión de las Cortes de Valladolid tiene un parecido notable con la que nos ofrece Marx, y particularmente la frase que éste pone en boca del joven monarca: directamente copiada del libro de su informador, resulta ser, en última instancia, una libre remodelación de otra consignada en las Actas de las Cortes de Castilla: «pues nuestro mercenario es». Finalmente, los dos autores coinciden otra vez a la hora de sacar la lección de la derrota de Villalar: «se entierran las franquicias de Castilla», dice Marliani, añadiendo a pocos renglones que el año 1521 «presenció el fallecimiento de la libertad en España», en tanto que, para Marx, «desaparecieron las antiguas libertades de España».
66Ahora bien, de esta misma conclusión se infiere un hecho esencial: más que la mera concatenación de los sucesos ocurridos, lo que le interesa a Marx es el significado que cobra, según él, esta primera y única «revolución seria» que conoció Castilla en la Edad Moderna. Es de notar al respecto que, en su opinión, la rapacidad de la clique flamenca fue el mero pretexto de la sublevación, ya que la oposición contra dicha camarilla «no pasó de la superficie del movimiento». Y añade: «En realidad se trataba de la defensa de las libertades de la España medieval contra los abusos del absolutismo moderno». Así definido, el movimiento comunero se merece de su parte la misma valoración que le dieron los liberales españoles desde Martínez de la Rosa: la cual, como ya vimos, fue iniciada a mediados del siglo xviii por William Robertson, en su Historia del reinado de Carlos Quinto, siendo confirmada con creces, medio siglo después, por el liberalismo decimonónico, en cuyas fuentes bebió también Marliani. Por cierto, el calificativo «medieval» aplicado a estas libertades hubiera podido dar pie, desde un enfoque ideológico contrario, a una lectura de otro tenor, según la cual no pasarían de ser el legado anacrónico de una época conclusa. Caso de reivindicar un concepto positivo del absolutismo de Carlos Quinto, nuevo artífice de un Estado «moderno», se abría camino a otra interpretación, radicalmente distinta, del alzamiento: aquella misma que iban a iniciar, algunos años después, Menéndez Pelayo y Ángel Ganivet, antes de recogerla y sistematizarla, más tarde, un Gregorio Marañón.
67Por cierto, el despotismo oriental que, según Marx caracterizaría el absolutismo de la monarquía hispana la separa radicalmente de las demás monarquías absolutas de Europa, llegando así a ser la clave de una «diferencia» que se mantuvo, en su opinión, hasta el momento actual. Este concepto que introduce y defiende aquí, aunque resulta sumamente discutible, nos permite entender por qué su interpretación del alzamiento de 1520 se deriva, sin lugar a dudas, de la visión forjada por el pensamiento liberal: no solo en el significado que reviste, para él, el movimiento emprendido por la Santa Junta hasta su derrota final, sino en las aclaraciones que nos proporciona acerca de las libertades que los comuneros intentaron en vano defender. Éstas no se limitaban, según él, a los fueros tradicionales: se ordenaron en torno a dos pilares —Cortes y ayuntamientos— cuyos orígenes hace remontar a los tiempos pre-medievales. Especial importancia tiene, para Marx, el autogobierno de las ciudades cuya consolidación se benefició de tres circunstancias favorables para la limitación del poder real: las «largas luchas» de los primeros siglos de la Reconquista, en las cuales «nacieron leyes y costumbres populares»; la necesidad en que la población se encontró de fundar ciudades y villas «para vivir en comunidades cerradas como plazas fuertes», frente a las incursiones de los moros, confiriéndoles de este modo una «gran robustez interna»; y, finalmente, «la conformación peninsular del país y el constante intercambio con Provenza e Italia, [que] dieron nacimiento a importantes centros comerciales y marítimos en la costa» (Revolución en España, pp. 71-72).
68Semejante explicación ha sido corregida por la historiografía de la segunda mitad del siglo xx, la cual ha puesto en tela de juicio varios de sus aspectos. Así por ejemplo, en el cuadro retrospectivo que traza del crecimiento y desarrollo de las ciudades castellanas, Marx se deja llevar hacia algunas simplificaciones, sin reparar en que el gobierno de dichas ciudades, a principios del siglo xvi, estaba en manos de una oligarquía local cuyos intereses eran muy distintos de los de una auténtica burguesía. De la misma manera, el intercambio con Italia es un fenómeno que se observa preferentemente en las costas catalanas y valencianas, pero que no afectó en grado similar a las urbes de la Castilla continental. Ahora bien, aunque en su explicación del fracaso del movimiento Marx puntualiza, al estilo de sus inspiradores, la falta de unión entre las diferentes regiones, no comparte su opinión al contemplar otro factor esencial, el desacuerdo entre nobles y vecinos de las ciudades. Robertson, un siglo antes, deploraba este desacuerdo, considerando que, por culpa de las ciudades, Castilla no fue capaz de asentar las bases de una monarquía parlamentaria, comparable a la que Inglaterra iba a establecer. En cuanto a Martínez de la Rosa, además de condenar sin ambages, como el historiador escocés, las medidas dirigidas por los comuneros contra la aristocracia —«plan insensato cuyo efecto hubiera sido aniquilar aquellas mismas libertades que quería defender [la liga]» (Bosquejo histórico, p. 33a)— lamentaba las dilaciones de la alta aristocracia que, durante varios meses, intentó fortalecer su posición a raíz de la contienda entre las ciudades y la Corona; pero no por ello dejaba de destacar, en una segunda fase, el error de la Junta que quiso limitar los privilegios de los nobles, haciendo que éstos prestaran finalmente su apoyo al rey.
69Marx, en cambio, nos da a entender cuán imposible era aquel sueño de los liberales: el que la Junta llegara a promover una hermandad entre ambos bandos con el fin de poner coto al poderío de los reyes y establecer un régimen templado. Enfatiza su agudo antagonismo, aprovechado por Carlos I para degradarlos uno tras otro: primero reduciendo los privilegios de los municipios, luego volviéndose contra la aristocracia, condenada por él a una irremediable marginación política. No cabe duda de que el antagonismo así planteado por Marx adolece de una esquematización excesiva. En efecto, el carácter fundamentalmente heterogéneo del bando comunero hizo que nunca se diera un enfrentamiento entre nobleza y estado llano, prefiguración del conflicto que iba a desencadenar, en el siglo xviii, la Revolución francesa. No obstante, dentro de las inevitables limitaciones que le imponía, en un texto periodístico, la brevedad de este paréntesis retrospectivo, el corresponsal del New York Daily Tribune tuvo el mérito de rebasar los aspectos meramente circunstanciales del movimiento comunero, llegando a intuir, más allá de su dimensión utópica y de sus contradicciones internas, el carácter que le iba a asignar José Antonio Maravall al calificarlo como «primera revolución moderna».
70El hecho de calificar como periféricas las aproximaciones sucesivas que acabamos de examinar no equivale a concederles un interés limitado, sino a reconocer como observación previa la marginación de sus iniciadores con respecto al gremio de los historiadores peninsulares. En el siglo xvi, un médico converso (Villalobos), un franciscano polígrafo (Guevara), un bufón de corte (Francesillo de Zúñiga), testigos los tres del levantamiento, son los que integran la primera fase del proceso. La segunda fase, a mediados del xviii, corresponde a William Robertson. Historiador extranjero que tuvo su hora de gloria, contempla el movimiento comunero dentro del contexto global del reinado de Carlos V y desde otra perspectiva que la de sus congéneres hispanos, la de un hombre familiarizado con la vida parlamentaria británica. En la tercera y última etapa, el que toma la palabra, Karl Marx, es un pensador conocido por preocupaciones bien distintas de las de sus predecesores. En pleno siglo xix, ocho años después de publicar el Manifiesto comunista, desarrolla desde su exilio londinense una actividad periodística que le lleva a enfocar el alzamiento de las ciudades castellanas en el marco de una reflexión más amplia, centrada en las peripecias políticas de la España isabelina.
71De estas tres aproximaciones, la que nos ofrece Robertson es, sin la menor duda, la que mayor trascendencia tiene: consultada por Martínez de la Rosa en su versión original, la Historia del reinado de Carlos Quinto, constituye un eslabón esencial entre la visión imperial consagrada por la crónica de Sandoval, también leída por el autor del Bosquejo histórico, y la interpretación liberal que expuso en esta obra, publicada en vísperas del regreso de Fernando VII a España. En cuanto a Marx, la deuda que contrajo con Manuel de Marliani no le impidió proyectarse más allá de la mera narración de los acontecimientos, contestando de antemano a la tesis de Marañón al reconocer en las motivaciones de los comuneros la defensa de las libertades de las ciudades castellanas en contra de los abusos del absolutismo moderno. Finalmente, son las variaciones bufonescas de los contemporáneos de Carlos V las que, a primera vista, no se dejan encasillar en este intento de clasificación, ya que todas se deslizan hacia la fragmentación, el anecdotismo, la deformación, el trastrueque de perspectivas. Sin embargo, no por ello se debe desestimar su mérito: al negarse a hacer la historia del levantamiento, prefiriendo elegir otro método expositivo, tanto Villalobos y Guevara como Francesillo de Zúñiga nos han permitido contemplar la guerra de las Comunidades en el espejo cóncavo de la literatura del loco.