- 1 Olivares (en prensa) señala el paralelismo de la violencia sobre los personajes femeninos y el libr (...)
1Distingue León Hebreo (Diálogos de amor, 1986, p. 96): «El deseo es el afecto voluntario de la existencia o posesión de la cosa que consideramos buena y que falta; […] el amor es el afecto voluntario de disfrutar con unión de la cosa que consideramos buena», y Lacan, como recuerda Kauffman (1986), establece las relaciones entre deseo y lenguaje; podríamos decir, para María de Zayas, entre deseo (no siempre amor) y narración, en términos de aspiración a un discurso que la mujer escritora siente como lejano, arrebatado en una situación de dominación que expresa a través de los vínculos de familia1. No fue una respuesta privativa. En sus Noches de Placer (1631) Castillo Solórzano presenta en «Las dos dichas sin pensar» una hija que huye de un padre despótico para cumplir su deseo, y en «El bien hacer no se pierde» otra hija que se rebela y contradice el acuerdo de boda establecido por el padre; no aparece, sin embargo, una dimensión metaliteraria. Reconocido heredero de la tradición cervantina, Henry Fielding explicita en la compleja arquitectura de Tom Jones la relación entre la escritura y los conflictos familiares, en particular en el eje de la bastardía, con su sentido de escisión respecto a un linaje y la necesidad de afirmación por el empeño personal. La estrategia se desarrolla en un despliegue a tres niveles: una voz narrativa interna, que va dando cuenta irónicamente de la fábula; una voz autorial, al principio de cada capítulo, que reflexiona sobre la narración mientras organiza el relato; y otra voz autorial, más cercana a la real, que en los paratextos reflexiona sobre el hecho de narrar y, sobre todo, de publicar. El resultado puede ser un paralelo entre el itinerario del personaje en busca de identidad y del relato que la sustenta y la escritura de quien encuentra en ella su propia identidad.
2Algo más de un siglo antes, María de Zayas, legataria directa de la enseñanza de las Novelas ejemplares, había ofrecido una muestra ajustada a la implícita poética de un género, la novela cortesana, y a la ideología de su momento, con una especial incidencia de su condición femenina en un espacio dominado por la voz, el oficio y los valores de los escritores varones (Cox Davis, 2003; y Zafra, 2009). En tanto se sitúa en el centro argumental del conflicto un movimiento de salida (del espacio físico y, sobre todo, moral) regido por el deseo, la bastardía se sustituye por una particular forma de las tensiones familiares, que Laspéras (2012) ha puesto en relación con una emergencia del sentimiento frente a la tridentina institucionalización del matrimonio, dando lugar a enfrentamientos entre padres y, sobre todo, hijas. La relación de la genealogía con la escritura (Montauban, 2003; y Brownlee, 2001, para Zayas), entre la picaresca y la cervantina, tematiza un deseo materializado en el impulso sexual que arrastra a una mujer hacia un hombre, y cobra vuelo ligado a unas connotaciones de aspiración a la libertad y búsqueda de la identidad, para convertirlo en una metáfora de la propia escritura. Este valor se acentúa desde la propia condición femenina de Zayas y su problemática relación con un campo literario masculinizado. Como tal, se halla conceptualizado ideológicamente en términos de estirpe y de paternidad, la del autor respecto a su obra y la de esta respecto a una tradición en la que asienta su auctoritas, mientras la competencia en el mercado literario no acaba de perfilar un sentimiento de autoría en la adocenada serie de cultivadores del género narrativo hegemónico en el consumo, especialmente entre las damas. Rehuyendo este modelo, Zayas organiza su laberinto narrativo (Brownlee, 2000) en una múltiple articulación o juego de espejos entre los que se mueven las protagonistas de las «maravillas», sus narradoras o narradores, la figura de Lisis (con sus rasgos de enfermedad y conflicto amoroso) como demiurgo de su propio sarao (Bosse, 1999; Hernández Araico, 1999; y Costa Pascal, 2007) y, en última instancia, una autora que vive su escritura en términos de una aventura entre hombres, que se resuelve mediante el ejercicio de la ficción y la voluntad de desplazarse desde la periferia al centro, transformando su habitus en términos de distinción (Bourdieu, 1988 y 1995).
3Foa (1979), Williamsen (1995) y Sotelo (2005) han puesto en relación el desafío de Zayas, leído en clave feminista, con el sentido de la honra, que codifica en la España de los Austrias menores las relaciones familiares en términos de patrimonio, en su doble sentido: se trata de una posesión y establecida en clave patriarcal, como algo que se transmite de padres a hijos, como clave de un linaje, donde la mujer sólo se incluye en términos de objeto, en tanto depositaria de la honra o su prenda misma, lo que la convierte en un valor de cambio, un capital simbólico sometido a las dinámicas de un mercado y de un discurso. Lo significativo, sin embargo, es que este horizonte ideológico acoge el germen de su negación, justamente de mano de quienes introducen la novedad en el arte, con especial incidencia en las décadas iniciales del siglo xvii. A mediados de la centuria anterior, en el marco de la administración humanista del legado grecolatino, entre el sometimiento y la usurpación, la cita de Cicerón restalla, no sin ironía, en las palabras prologales del Lazarillo: «La honra cría las artes»; la afirmación brillaba tanto por su inclusión en un encomio paradójico de la honra conyugal como por un contexto (post)erasmista en el que va calando la afirmación de ser el hombre hijo de sus obras, llevada a primer plano por Cervantes y su personaje. El mismo autor afirma su conciencia de autoría y reivindica su originalidad en términos de concepción y parto en el prólogo de las Ejemplares. Insiste en el mismo discurso el Góngora que respondía a los ataques afirmando que «me holgara de haber dado principio a algo» y, sobre todo, «honra me ha causado hacerme oscuro a los ignorantes»; y, ante los académicos representantes del saber instituido, el Lope defensor de la novedad de su arte por una legitimación del mercado deja en suspenso las reglas y la auctoritas de los modelos grecolatinos. Entre los escritores más conscientes del momento se extiende, pues, un sentimiento de conflicto expresado en términos en que se aúnan ideología social y preceptiva poética, con el choque entre la tradición (linaje, modelos e imitación) y la ruptura (transgresión, originalidad, afirmación individual), entre la norma del uso establecido, con sus convenciones y leyes, y una singularidad no exenta de conflicto en su anomia (Ruiz Pérez, 2016).
4El sentido familiar de la honra y su tendencia a la cosificación se plasma en la concepción del matrimonio en el barroco hispánico, en especial cuando se trata de un acuerdo impuesto por criterios familiares, padecido por la mujer como una forma de condena, de sumisión a las implacables leyes del linaje y la tradición, con el mayorazgo como referente socioeconómico y la autoridad paterna como principio inviolable. La imposición del vínculo conyugal más por honra que por sentimiento choca en los argumentos dramáticos y narrativos con la voluntad más o menos trágica del galán y, en menor y más significativa medida, con la resistencia de la mujer. Con excepciones como la de Tirso de Molina, esta resistencia se acentúa cuando los personajes nacen de pluma femenina, movida por una mano que bien ha podido experimentar en carne propia la pretensión de dominio paterno y que muy posiblemente intuya el paralelismo con lo vivido en su condición de autora respecto a la autoridad apoyada en una tradición masculina, que le obliga a adoptar unos valores ideológicos para su trama argumental, a la vez que unos códigos genéricos y un determinado lenguaje. Sucede en la lírica de raíz petrarquista (Olivares y Boyce, 2012) y en los géneros ligados al mercado, con el teatro (Williamsen, 1992 y 1999) y la novela cortesana como paradigmas. Zayas se mueve en los dos géneros con huellas de la situación descrita, aunque es en el complejo entramado narrativo que comienza en su Honesto y entretenido sarao (1637), aparecido con el cervantino título de Novelas amorosas y ejemplares (Olivares, en prensa) donde todos los elementos confluyen y cobran cuerpo discursivo, en su doble sentido, textual y narrativo, de formalización y de devenir, entre la periferia, el centro y la exclusión.
5Goytisolo (1997) señaló para la novelística de Zayas cómo en ella se produce el desplazamiento desde una consideración de la mujer como objeto pasivo del deseo masculino hasta una reivindicación femenina como sujeto deseante, en un empeño por alcanzar un objeto de deseo que oscila entre la correspondencia masculina de un amor y un espacio de libertad. La empresa no está exenta de conflicto, porque la mujer, protagonista, narradora o escritora, no acaba de ver de manera concluyente si dicho espacio se sitúa en el matrimonio o en el convento, como veremos. Laspéras (2012) ha señalado una inflexión en el género novelesco hacia 1630, que lleva desde el inicial análisis de los sentimientos (en línea con la proliferación tridentina de la literatura de casos de conciencia) a un predominio del régimen urbano manifiesto en el auge del género de las laudes urbium y las antigüedades locales, con un mayor peso de las acciones y convenciones sociales; en paralelo, constata el protagonismo creciente de la mujer en el espacio doméstico (dictado por la tratadística quinientista sobre la «perfecta casada»), con el resultado de la tensión entre el espacio público y el privado, que se resuelve en el sarao, como espacio feminizado, pero de convivencia de sexos, entre la «anatomía de los resortes de la pasión» (Laspéras, 2012, p. 25) y del deseo y, añadimos, un microcosmos en que los relatos dan cuerpo textual a un similar juego de tensiones entre hombres y mujeres, con la pugna entre los deseos y las convenciones matrimoniales. Lope había girado en sus novelas hacia un marco privado y erotizado, representado por su conversación con Marcia Leonarda; María de Zayas retoma este escenario con una dimensión de mayor sociabilidad, para dar cuerpo narrativo a un sentimiento paralelo al que el Fénix resolvía en su Arte nuevo, esto es, para dar respuesta, desde la subversión de su lógica, a las exigencias de una norma doblemente genérica, la del patrón de la novela cortesana y la de una escritura patrimonializada por el hombre y su sentido del linaje; la autoridad paterna y el matrimonio impuesto se erigen en motivos argumentales con valor estructural, y así se manifiestan de manera privilegiada en las dos «maravillas» que analizamos.
6En el volumen de 1637, «Aventurarse perdiendo» inicia la serie de diez relatos o «maravillas» propuestos para entretener el sarao y abrir un espacio narrativo en el que proyectar y dinamizar las tensiones y rivalidades abiertas entre sus participantes, como éstas textualizan las que sostiene la autora con su entorno social y literario. En boca de Lisarda, la rival de Lisis por el amor de don Juan, aparece Fabio, que en Montserrat encuentra a Jacinta retirada y travestida; esta toma la palabra para dar cuenta de su trayectoria vital, resultante de dos opciones marcadas por la iniciativa femenina, primero contra el criterio del padre y luego frente a las convenciones, llevada por sus sentimientos o por el impulso del deseo; paga su decisión con una doble pérdida, la de sus amados y la de su espacio, que Fabio restituye, no sin ironía, llevándola al convento.
7En «El juez de su causa», inserta casi al final de la serie por el deseado don Juan, se reitera una salida de la casa paterna y de su designio matrimonial, así como el travestismo. Un nuevo objeto de deseo, don Carlos, lo es de la honesta voluntad de Estela y de la desaforada pasión de Claudia, protagonista del primer travestismo y de su engaño doloso. Con él se pone en marcha una serie de peripecias, con un nuevo travestismo incluido, hasta invertir el eje de superioridad entre el hombre y la mujer; el final con anagnórisis se presenta aparentemente feliz, no sin que Estela renuncie a su adquirida jerarquía como condición para el matrimonio.
- 2 Las imágenes oníricas, mezcla de eros y thanatos y un fuerte componente de violencia, suponen la ap (...)
8Las recurrencias argumentales en torno a la salida del espacio —físico y simbólico— de la casa paterna se despliegan en la materia y la forma de sendos relatos de aventuras más o menos peregrinas, con sus engaños, viajes, anagnórisis y peripecias, que incluyen el disfraz y el ocultamiento de la identidad (sexual). En los dos casos el relato muestra una estructura bipartida, con fuertes elementos de simetría; en la primera «maravilla» se duplica la secuencia de deseo/obstáculo/unión/pérdida, primero con la oposición paterna y el amado muerto, después con las obligaciones religiosas y el seductor que huye; en la segunda, sobre el eje del cautiverio, la caída (separación y cautiverio) encuentra la correspondencia del ascenso (virreinato y unión de los amantes). Las diferencias también se hacen significativas desde el plano argumental: el de Jacinta arranca de un sueño transgresor2 y acaba en la clausura de la protagonista, en el retiro agreste o en el del convento; el de Estela, en cambio, tiene el juicio como elemento estructurante y supone, por la vía del matrimonio, un triunfo aparente de la mujer. Dada su ubicación en la dispositio del sarao y el volumen, la distancia entre ambos relatos podría leerse como una gradación dentro de la dialéctica generada en el conjunto de novelas y su marco, concluyente en «El jardín engañoso», narrado por la madre de Lisis. Avanzar en ese camino exige distinguir entre el enunciado (la «maravilla» que se cuenta) y el acto de enunciación, con su función en el universo de personajes en torno a Lisis; consecuentemente, también contrastar las acciones novelescas y las del marco narrativo, dentro de su doble plano de ficcionalidad. Así, entendemos significativo que quienes introducen las dos novelitas completen el triángulo de deseo en que se debate Lisis y se materializa en su enfermedad, justo la que motiva el sarao y la sarta o laberinto de relatos. Igualmente revelador aparece el mecanismo de caja china trazado para dar cuerpo textual a la peripecia de Jacinta: se trata de un relato autobiográfico, en el marco del encuentro con Fabio que relata Lisarda para los asistentes al sarao de quien mueve los hilos del programa narrativo, todo ello dentro del volumen que, con numerosos avatares (Olivares, en prensa), lleva a la imprenta María de Zayas. Prescindir del encuadramiento múltiple de los dos episodios simétricos en la historia amorosa de Jacinta no sólo desmonta un complejo artificio narrativo, sino que también neutraliza el juego de ironías ya señalado por Cox Davis (2003) y, sobre todo, la re-flexión de la autora, implicando su propia posición. La dimensión metaliteraria de la narración, esbozada en la superposición de narradoras en los distintos planos del relato, se hace patente desde la aparición inicial de Jacinta como una voz que se expresa y se descubre bajo el hábito de varón, antes de que asuma la responsabilidad narrativa para dar cuenta, muy por extenso, de su vida, alternando canto y relato en una imagen doble que, bajo forma de oposición, Ana Caro había señalado en la autora, al dedicarle un poema laudatorio. De hecho, y a partir de la subversión del locus amoenus y el hábito (y habitus) pastoril, con la voz del personaje y el contraste con la composición bucólica cantada por Lisis, Compte (2003) ha insistido en la apropiación femenina del discurso, en una línea ya asentada por El Saffar (1995), justamente a partir de la consideración de las diferentes figuras y voces femeninas como hipóstasis de Zayas en su rol de autora y su condición femenina. Si Jacinta puede tomarse como la voz de Zayas, también prefigura el deseo frustrado y el desenlace de Lisis, con la doble reclusión en el convento. También es doble la tentativa de Jacinta para cumplir su deseo, como es doble la entrega editorial de Zayas, y también ella acaba en una forma de reclusión o silencio, a la vez literario y vital, señalado por sus frustrados biógrafos. No pretendemos una restrictiva lectura en clave biográfica, más bien apoyarnos en estos paralelismos para resaltar la reverberación proyectada por esta superposición de figuras femeninas que narran o escriben, textualizan su pasado o tratan de decidir su futuro y que o no se justifican por ello o usan la excusatio obligada para subvertir la retórica prologal y la pragmática del discurso masculino. Y en este eje la resistencia al dominio patriarcal se manifiesta en el plano de la acción por el rechazo al matrimonio impuesto y la salida del hogar familiar como primer espacio de reclusión (Gamboa Tusquets, 2009; Laspéras, 2012).
- 3 Es de notar en este punto que, como ocurre con los galanes, generalmente tratados de “don”, las dam (...)
9Para la hija la autoridad paterna sólo puede enfrentarse bajo el gesto de la rebeldía, en un conflicto de resultado incierto, como muestran las dos novelas; para la escritora, el conflicto se da también con la norma patriarcal, la auctoritas ligada a una tradición o genealogía netamente masculina, y se manifiesta asimismo en términos de exclusión o integración. El antecedente de la mujer que se expresa, que protagoniza y cuenta su vida, era para la novela esencialmente el de la pícara, pero esta es siempre fruto de la pluma masculina, y ya ha sido señalado (Zafra, 2009; Montauban, 2003) cómo su ejercicio se vincula a la prostitución (mercantilización de los sentimientos, como hace la escritora, en especial desde el moralismo patriarcal) y que para ella se impone la genealogía femenina. Las protagonistas de Zayas, sin embargo, carecen de madre en su mayoría, y la escritora asume orgullosamente su acceso al mercado del libro, al mismo tiempo que practica las formas de sociabilidad e institucionalización permitidas e identificadas con las academias, las mismas que se proyectan ficcionalmente en el sarao de Lisis. Zayas y sus protagonistas se mueven en los límites de la frontera que separa el adentro y el afuera, objeto de una doble tensión, ya que no quieren obedecer ciegamente las leyes impuestas por el padre (el matrimonio, el discurso literario masculinizado), ni tampoco caer en la marginación, en la exclusión. Resuelto por Zayas en las relaciones académicas materializadas en los textos de sus preliminares, el precario equilibrio lo muestra Lisis, objeto de la enfermedad, el deseo y el rechazo, entre el sarao y el convento, ella sí acompañada por una madre, pues el conflicto con la autoridad tiene un correlato con el de la rivalidad. También ocurre así en las dos «maravillas» analizadas, con distinto resultado, ya que doña Adriana acaba suicidándose ante el triunfo de Jacinta3, en tanto Claudia, travestida en Claudio, engaña a Estela, pone en marcha su desgracia y, finalmente, muere víctima de sus propios enredos y traiciones. En el primer caso, la desaparición de la rival sólo permite el triunfo momentáneo de Estela, ya que persisten los factores institucionales de resistencia, las imposiciones religiosas que retrasan la unión y un sentido de la honra traducido en la muerte del amado en el campo de batalla; para Estela, en cambio, el castigo de su enemiga se convierte en el impulso para su ascenso hasta la condición de virrey. La varietas permite apreciar que, más allá de un moralismo inmediato, Zayas levanta un friso de posibilidades mientras insiste en los elementos del conflicto. En sus «maravillas» se da cuenta de la precariedad de unas relaciones en las que la dimensión triangular visibiliza y problematiza el deseo y donde la rectitud de los comportamientos no separa a hombres y mujeres, pues en ambos bandos anidan el engaño y el error.
10Milanesio (2012) ha destacado los comportamientos de complicidad femenina con el proceso de victimización de la mujer; sin llegar a los casos extremos, que se acentúan en los «desengaños» de la Segunda parte (1647), en esa dinámica se inscriben las muestras de la rivalidad entre mujeres, como las de nuestras dos «maravillas», con una dinámica inversa a la actuante en el marco, justamente con los dos narradores como protagonistas junto a Lisis; entre las dos entregas editoriales, Lisis se debate entre el deseo, los celos, la atracción por un nuevo pretendiente y su rechazo final, para acabar en un convento; en los relatos insertos las protagonistas imponen su acción, aunque la superación de sus rivales tiene causas ajenas (el suicidio de doña Adriana y el castigo de Claudia), y sus resultados finales no son coincidentes. En lo que coinciden Jacinta y Estela es en la transformación del impulso del deseo en un desafío a la autoridad, representada por la norma y la imposición paterna, un impulso traducido en salida de la casa familiar y, finalmente, resuelto en un retorno al orden, sea en términos de castigo o purgación, sea en términos de premio socialmente normalizado, el convento y el matrimonio respectivamente, eso sí, Jacinta llevada de la mano del varón protector, y Estela, como sacrificio para el matrimonio, tras renunciar en el hombre la dignidad del virreinato alcanzada por su discreción. Mientras en sus iguales las damas encuentran rivalidad, en los masculinos objetos de sus deseos hallan rechazo o imposición, aunque la violencia sea simbólica.
11Si no la aparición del deseo, en términos girardianos, la dinámica del mismo aparece condicionada por la presión de la autoridad paterna y patriarcal, completando la serie de fuerzas que mueven a las protagonistas en su voluntad de obtener la correspondencia de sus amados y materializar su unión. Sus acciones generan así una historia y un relato que le da forma, de acuerdo con una poética que bien se puede identificar con la del deseo. A la vez, el espejo de la narración compone la imagen de sus narradoras y, en última instancia, de María de Zayas, en cuya pluma discurre el deseo de una poética, no sin enfrentarse a los mismos obstáculos que sus protagonistas, entre el peso de la noción de auctoritas y la preceptiva más o menos explícita del género, el enfrentamiento de quienes rechazaban la narrativa de ficción y la escritura femenina, y unas relaciones en la sociabilidad literaria que convertía el campo literario en campo de batalla, como fabulara el Viaje del Parnaso cervantino (Ruiz Pérez, 2006).
12Otra vez en el plano concreto de los dos textos, el travestismo de Jacinta, Claudia y Estela puede leerse como imagen de la voluntad de ocupación de un espacio y un papel esencialmente masculinos, en paralelo al modo en que Zayas intenta ingresar en el parnaso de los escritores. Como disfraz, asunción de un hábito ajeno, el travestismo tiene algo de engaño o, más específicamente, de ficción, ya que, como muestran los tres personajes, las intenciones pueden ser dispares: la traición para imponerse sobre el rival (la trama de Claudia), la voluntad de retiro para ocupar un espacio propio al margen de los instituidos (Jacinta convertida en pastor) o situarse en el centro mismo de la institución (el virreinato de Estela). Las diferentes estrategias de ficcionalización ofrecen respuestas a las tensiones entre el deseo y la autoridad o la norma, con resultados argumentalmente dispares: el borramiento absoluto que supone la muerte, la difuminación en un matrimonio donde el varón asume la jerarquía, o el semiocultamiento del convento, convertido en un lugar apto para la sociabilidad femenina, pero siempre en los límites de unos muros y la vigilancia masculina. No eran otros los destinos abiertos al deseo femenino de escritura: el silencio, la asimilación al discurso institucionalizado, o la circulación en ámbitos restringidos, por lo que la irrupción de Zayas en el mercado supone un completo desafío, en el que se puede rozar el triunfo y sobre el que acaba imponiéndose el desengaño. Con la paradoja de seguir formulándose en el cauce de la imprenta y el mercado, la deriva del Sarao (1637) al Desengaño (1647) representa también en el plano de la pragmática real la encarnación por Zayas de un destino prefigurado en sus personajes. El caso de Estela es significativo: en la ficción última se convierte momentáneamente en virrey de Nápoles; su juego cortesano reproduce el del sarao de la ficción marco, con Lisis en su centro; y la referencia evoca la biografía real de Zayas, componedora del Sarao. Para llegar hasta él, como sus personajes, la novelista ha debido salir de su reclusión y enfrentarse a la vez al dominio del orden patriarcal (la auctoritas o la autoridad paterna), a la inconsistencia moral de sus amados (los modelos u objetos de su atracción) y a la rivalidad de sus iguales (los que comparten prácticas académicas o deseo triangular). La salida supone el abandono de un espacio (el del padre, el de la institución) y la búsqueda de otro, desde la intemperie de un campo abierto que es el de la aventura de las protagonistas en el plano de la ficción y lo que ya podemos considerar un incipiente campo literario en el plano de la autora.
13Zafra (2009) y Cox Davis (2003) ya apuntaron algunos elementos de interés en nuestra línea de razonamiento. La primera, en su análisis de las pícaras y su relación con la prostitución, recoge la relación establecida entre silencio y castidad, a partir de las prohibiciones morales de la escritura femenina (p. 160); en ellas la elocuencia, la asunción de la palabra, se identifica con la promiscuidad y la falta de decoro (p. 159), es decir, el libre impulso del deseo, hasta el punto de que llega a identificarse el hecho de publicar con la pérdida de la virginidad; es por ello que una mujer que publica se convierte en una «mujer pública», porque ocupa un espacio público, tradicionalmente reservado al varón. Así, mientras en su prólogo Zayas debe defenderse o, al menos, justificarse por ser una mujer elocuente, sus personajes se dividen en mujeres virtuosas y cortesanas. Cabe añadir que la resistencia al matrimonio impuesto por la familia se convierte en metáfora emblemática de una afirmación femenina: el personaje que se opone a pasar del espacio cerrado de la casa paterna a similar clausura en el hogar marital puede leerse como un reflejo de la escritora que rechaza el silencio y, a la vez, la forma de autoridad patriarcal que supone un modelo de poética basada en la imitación de los modelos y el principio de auctoritas. Con sus novelas Zayas sale al mercado como sus protagonistas abandonan el solar familiar y salen a un espacio abierto, público, con todas sus acechanzas acompañando el riesgo de la libertad.
14Cox Davis (2003) relaciona los conflictos ante el orden paterno con la apropiación de la voz y una agencia discursiva, con especial incidencia en una escritora que debe apropiarse y reelaborar los discursos masculinos, como los imperantes en los géneros a que se acerca Zayas. Relaciona a Lisis con su autora, aunque no en la clave biográfica sostenida por El Saffar (1995), sino en sus funciones respecto al discurso, el que ha de oponerse a otros en el mercado (Zayas) y el que se despliega, no sin oposición, en el sarao (Lisis), que también podemos leer como un reflejo de las academias masculinizadas en las que la escritora pudo hacerse un hueco y obtener algún reconocimiento. También esta investigadora relaciona la búsqueda de una voz propia con la oposición a constricciones como la de un indeseado contrato matrimonial.
15Si en el comienzo de la primera «maravilla» Jacinta cantando en el barroquizado locus amoenus de Montserrat introduce en el segundo plano de la ficción una proyección de la narradora Lisarda y un reflejo de Lisis moviendo los discursos en el jardín y recitando un soneto pastoril, la triple máscara femenina puede leerse como una imagen compleja de Zayas escribiendo en el campo literario, dominado por los escritores varones y alimentado por las lectoras femeninas. El escenario de la primera ficción, la que hace funciones de marco, se halla a medio camino entre la clausura de la casa del padre (no hay tal, aunque la madre acaba asumiendo en la segunda parte las funciones de Lisis) y la intemperie del mercado, como un espacio de cierta libertad o, al menos, de funcionamiento del discurso femenino. También en las ficciones segundas las damas hacen sus salidas llevadas por el deseo hacia un espacio abierto, en el que se mueven con desigual juicio y fortuna. Frente al encierro familiar, su aventura ofrece un horizonte de salida, siempre problemático: cuando no es la muerte, se trata del convento o la casa del marido, que, incluso tras un matrimonio deseado, mantiene los rasgos del domicilio y el dominio paterno, con la mujer resignando su empoderamiento, como hace Estela al final de «El juez de su causa». La propia Lisis se encuentra al final de los Desengaños ante esta disyuntiva y acaba optando por el convento, quizá porque entre sus paredes puede proyectarse algo de la libertad conquistada en el sarao.
16De las fábulas relatadas a la que enmarca las narraciones se repite el simbolismo de un espacio estructurado y jerarquizado no sólo en la gradación que podemos recomponer: 1) el espacio de dominio interno masculino (la casa del padre o del marido); 2) el espacio de sociabilidad femenina pero dominado externamente por el hombre (convento); 3) el espacio de arte (jardín, sarao) donde conviven hombres y mujeres con presidencia femenina; y 4) el locus amoenus, pero reordenado por Fabio, como el campo literario masculinizado. En el imaginario de la narrativa contemporánea sólo faltaría el burdel que suele recoger a las pícaras de los relatos masculinos (Zafra, 2009). Todos estos espacios, en sí mismos y como parte de un modelo social, soportan un control del varón, por más que en algunos de ellos se encuentren rendijas de libertad para la mujer. En general, y lejos aún de la «habitación propia» apenas intuida en la soledad del retiro, se trata de marcos con un fuerte componente corporativo, por socializado y organicista, y en ellos se mantiene un orden que tiene en la genealogía, en la sangre como principal elemento de vínculo e identidad social, su principio rector. Son rasgos que el campo literario, de la academia al mercado, comparte con el conjunto del campo social, por lo que los problemas de la escritora María de Zayas no son sustancialmente distintos de los de sus personajes. Los paratextos de la obra dan cuenta de esta situación, aun cuando su designio es el de sustentar la autoría de quien se atreve a asumir el papel de novelista.
17Valdivieso firma la aprobación necesaria para la licencia (la misma que espera conseguir don Carlos para solicitar la mano de su amada Estela). Con brevedad compendia los dos argumentos de carácter genealógico: «Y cuando a su Autora, por ilustre emulación de las Corinnas, Safos y Aspasias no se le debiera dar la licencia que pide, por dama y hija de Madrid me parece que no se le puede negar» (Zayas, Novelas amorosas y ejemplares, p. 357). La referencia a «hija de» conecta con las afirmaciones de ser «honra de nuestra nación» que formulan Castillo Solórzano, Ana Caro y Pérez de Montalbán, y vuelven a repetirse en el anónimo «Prólogo de un desapasionado». La idea tiene raíz en la ideología de las mencionadas laudes urbium, con particularidades como las ofrecidas por Sólo Madrid es corte (1658), de Núñez de Castro, o la obra de González Dávila, Teatro de las grandezas de la villa de Madrid (1623), y cobra un carácter literario en el elenco recogido por Montalbán en Para todos (1632) o convocado por él en la Fama póstuma de Lope de Vega (1636, con presencia de Zayas); las academias, también con presencia de Zayas entre los nombres que aparecen en los preliminares de su edición, encarnan el modelo positivo de las reuniones de ingenios en la corte, con la contrafaz caricaturesca de las sevillanas dibujada por Vélez de Guevara en El diablo cojuelo. La relación de la escritora con una tradición, bien que en línea matriarcal, la presenta también en términos de descendencia, pues no en otro modo se concibe la emulación. Así, si las firmas y los discursos paratextuales componen una especie de Parnaso, con reflejo inmediato en el sarao de Lisis, este aparece regido por las mismas leyes que en el marco social oprimen a las mujeres. Y Zayas no deja de sentirse presionada por ellas, por más que necesite inscribirse en el campo literario que delimitan y al que alude en su prólogo «Al que leyere» (Zayas, Novelas amorosas y ejemplares, pp. 361-362), significativamente puesto en lugar de la habitual dedicatoria al mecenas o protector. Su denuncia parte del plano referencial (la «impiedad o tiranía en encerrarnos y no darnos maestros»), con clara dimensión en el campo de la formación y la práctica letradas, e incluye las alusiones a los modelos antiguos y al mercado de libros, que «se venden, pero no se compran porque la materia no es importante o es desabrida», en oposición a sus propias novelas, guiadas por el gusto, tal como Estela opondrá amor e interés en carta a sus padres y en relación con el matrimonio.
18La trabazón se proyecta al texto desde este espacio liminar, cuando la «Introducción» dibuja el marco narrativo con los rasgos del pequeño universo literario esbozado en los paratextos:
Juntáronse a entretener a Lisis, hermoso milagro de la naturaleza y prodigioso asombro desta corte (a quien unas atrevidas cuartanas tenían rendidas sus hermosas prendas), la hermosa Lisarda, la discreta Matilde, la graciosa Nise y la sabia Filis, todas nobles, ricas, hermosas y amigas, una tarde de las cortas de diciembre, cuando los yelos y terribles nieves dan causa a guardar las casas y gozar de los prevenidos braseros, que en competencia del mes de julio quieren hacer tiro a las cantimploras y lisonjear las damas para que no echen menos el prado, el río y las demás holguras que en Madrid se usan.
Pues como fuese tan cerca de Navidad, tiempo alegre y digno de solenizarse con fiestas, juegos y burlas, habiendo gastado la tarde en honestos y regocijados coloquios, por que Lisis con la agradable conversación de sus amigas no sintiese el enfadoso mal concertaron entre sí un sarao [y] entretenimiento para la Nochebuena y los demás días de Pascua, convidando para este efeto a don Juan, caballero mozo, galán, rico y bien entendido, primo de Nise y querido dueño de la voluntad de Lisis, y a quien pensaba ella entregar en legítimo matrimonio las hermosas prendas de que el Cielo le había hecho gracia; si bien don Juan aficionado a Lisarda, prima de Lisis, a quien deseaba para dueño, negaba a Lisis la justa correspondencia de su amor […], sintiendo la hermosa dama el tener a los ojos la causa de sus celos y haber de fingir agradable risa en el semblante cuando el alma, llorando mortales sospechas, había dado motivo a su mal y ocasión a su tristeza, y más viendo que Lisarda, contenta como estimada, soberbia como querida, y falsa como competidora, en todas ocasiones llevaba lo mejor de la amorosa competencia (Zayas, Novelas amorosas y ejemplares, p. 365).
19Con la excepción de Lisarda, rival y narradora de «Aventurarse perdiendo», alrededor de Lisis las damas aparecen con epítetos aplicables a los escritores y no tarda en ordenarse un entretenimiento «literario», propio de un refugio contra la intemperie exterior, pero también cruzado por elementos perturbadores, en forma de rivalidad o «competencia», que convierte el campo de juego en campo de batalla (Bourdieu, 1995), sin distinción entre los juegos de amor y los de la república literaria. De hecho, las discretas, graciosas y sabias damas se entretienen con relatos mientras esperan «entregar en legítimo matrimonio sus hermosas prendas», lo que constituirá el final de todo el juego (Ruiz Pérez, 2005), sin más alternativa que el convento. En medio de la ligereza, Lisis arrastra la condición de la enfermedad, como metáfora de la escritura, estigma de una sensibilidad herida por la insolidaridad de sus iguales y el papel de los administradores del legado de la auctoritas; en el primer caso vale por igual la complicidad de las mujeres en el orden masculino (Milanesio, 2012) y la rivalidad entre escritores; en el segundo, incluso la aparente benevolencia de los preliminares (Albert, 2014, p. 16) apenas disimula una actitud como la de Fabio al concluir recluyendo a la narradora-protagonista de «Aventurarse perdiendo».
20Tras el camino truncado de las pícaras, sobre todo en las plumas masculinas, los personajes Jacinta y Estela se rebelan contra la imposición paterna, y su gesto textualiza los conflictos contra formas más latentes de autoridad, como la representada por el orden patriarcal de la república literaria y el principio genealógico de la auctoritas, frente a la autoría asumida por Zayas desde su condición de mujer. Tratando de superar el poco airoso encierro de Lisis y Jacinta en el convento o de Estela en el hogar matrimonial, la escritora, entre la presión de la norma y la mercantilización del sentimiento, busca un espacio de legitimación de la voluntad individual en un marco dignificado por la iniciativa propia, y da cuenta en su trama narrativa de esta situación, en una dimensión de lectura metaliteraria. En su primera entrega narrativa lo patriarcal domina en el argumento de las «maravillas» —en forma de la autoridad del «monarca doméstico» (Gamboa Tusquets, 2009, pp. 73-93) para imponer la norma simbolizada por el matrimonio—, se trata de cuestionar en el marco del sarao y pugna por imponerse en los preliminares, no sin resistencia por parte de la escritora, en cuya práctica, como ejercicio de seducción (Costa Pascal, 2007), la autoría canaliza el deseo de singularidad para encontrar un elemento distinción en un mercado necesario para el sustento material.