José Martínez Millán y Carlos Javier de Carlos Morales. Religión, política y tolerancia en la Europa Moderna
José Martínez Millán y Carlos Javier de Carlos Morales. Religión, política y tolerancia en la Europa Moderna. Madrid, Ediciones Polifemo, 2011. 381 p. (ISBN: 978-84-96813-58-8; La Corte en Europa.)
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1Como fruto maduro de una larga trayectoria docente e investigadora en la Universidad Autónoma de Madrid, José Martínez Millán y Carlos Javier de Carlos Morales ofrecen en Religión, política y tolerancia en la Europa Moderna una serena reflexión sobre la época del Antiguo Régimen que pretende superar, desde los estudios sobre la Corte, los límites y contradicciones de las escuelas y paradigmas precedentes, como la escuela de los Annales y el marxismo, por medio de un discurso renovador donde se integran argumentos tomados de la historia política, social, religiosa y cultural. A través de esta perspectiva, vanguardista en el ámbito hispánico, la configuración, evolución y descomposición de las grandes monarquías dinásticas del período adquiere nueva significación a la luz de aquellos factores espirituales y filosóficos que, junto a los intereses personales y faccionales —y más allá de las series económicas, los conflictos sociales y la institucionalización del Estado— determinaron el curso de la historia en una época que no puede entenderse al margen de la división espiritual de Europa, del proceso de confesionalización subsiguiente o del paulatino triunfo del pensamiento ilustrado durante el absolutismo.
2Así las cosas, tras explicar el origen de la Cristiandad como consecuencia de la compleja evolución de los reinos situados bajo la órbita del antiguo Imperio Romano de Occidente, los autores recorren el camino que va desde la constitución de los sistemas de Corte a partir de una particular reelaboración de las ideas aristotélicas (según las cuales el hombre era un animal social por naturaleza) hasta su momento de crisis con la emergencia de pensadores como Thomas Hobbes —para quien el hombre era un lobo para el hombre, unido en sociedad a través de un acto de voluntad— o Jean-Jacques Rousseau, quien defendió la inalienable libertad del individuo sólo tras describir cómo la cultura de Corte adornaba con guirnaldas de flores las cadenas de hierro con que las monarquías subyugaban a sus súbditos.
3Con objeto de perfilar con nitidez el contexto político y religioso europeo a comienzos de la Edad Moderna, el capítulo I, «La Cristiandad en la Edad Media», de carácter introductorio, analiza los jalones fundamentales que marcaron la configuración institucional de la Iglesia católica en su paso de comunidad de fieles a máxima autoridad temporal y espiritual de una Europa en ciernes que trató de sacudirse, durante la alta Edad Media, la influencia bizantina a partir del fortalecimiento del poder papal, de la elección de un emperador romano de Occidente —primero franco y después germánico— y del desarrollo de una nueva cultura latina de fuerte impronta clerical que, frente al mundo griego, cohesionase el Occidente cristiano. Este proceso de reorganización política llegaría a su madurez —conforme explican los autores— con el pontificado de Gregorio VII (1073-1085) y la promulgación del dictatus papae (1075), máxima plasmación de la doctrina hierocrática que situaba al papa romano como autoridad suprema de un gobierno universal en el que los reyes cristianos debían ejercer un poder subsidiario como ejecutores de las órdenes y decretos del vicario de Cristo. El establecimiento de este sistema trajo consigo la fundación de numerosas universidades que sirvieron, a través de la escolástica, para desarrollar las nuevas teorías y crear una elite intelectual que las propagase: se trataba de mostrar que las ideas proporcionadas por la razón (filosofía) y la revelación (Biblia) estaban en armonía, de donde se deducía fácilmente que el mundo natural era reflejo del orden divino.
4Con esta formidable expansión, la Iglesia de Roma englobó dentro de sí a Europa entera, hasta el punto de que toda manifestación social y cultural quedó inserta dentro del gran universo que conformaba la Cristiandad. Fuera de ella no existía reconocimiento político-jurídico alguno: estaban los infieles. Ello explica el surgimiento de diferentes movimientos de oposición al centralismo romano, como las herejías, que pretendían por regla general la reforma de la Iglesia y el regreso a la pureza de las primeras comunidades apostólicas, o el conciliarismo, que cuestionaba el poder absoluto del pontífice. No obstante, la emergencia de monarquías más consolidadas en Occidente a partir del siglo xiii fue el factor determinante que propició la crisis del modelo hierocrático, pues paulatinamente los distintos reyes y emperadores fueron recuperando cotas de poder y aumentando su espacio de influencia a costa de la Iglesia, que hubo de admitir a partir del concilio de Constanza (1414-1418) unas nuevas reglas de relación con los distintos reinos europeos basadas en una política de acuerdos y concordatos, por la que los príncipes asumieron competencias para la reforma in membris de la Iglesia. Este sería el marco preliminar sobre el que se desencadenarían los hechos históricos narrados por J. Martínez Millán y C. J. de Carlos en el cuerpo central de la obra.
5La primera parte, «La fragmentación de la Cristiandad», engloba los capítulos II y III, titulados, respectivamente, «La ruptura religiosa: la Reforma» y «La difusión de la Reforma». En ellos, los autores —al margen de la periodización tradicional (Reforma-Contrarreforma-Absolutismo), que no admiten— dan cuenta de la evolución de la Cristiandad desde la baja Edad Media hasta la época del concilio de Trento, clausurado en 1563, cuando se consumó la división confesional europea. En sus explicaciones iniciales, muestran cómo, durante el siglo xv, fueron surgiendo diversos movimientos de renovación espiritual y reforma in membris a falta de un concilio general que, tras la reunificación de la Iglesia lograda en Constanza (1418), impulsase un proceso de cambio desde la cabeza. Así se explica el origen de la observancia franciscana, la devotio moderna o la imitación de Cristo, corrientes con las que entroncó el humanismo cristiano, empeñado ya desde el siglo xv en la depuración textual de las Sagradas Escrituras y en la superación de unos métodos escolásticos que daban lugar a prácticas religiosas formalistas y faltas de autenticidad.
6Una vez conocidos los antecedentes, el capítulo II aborda frontalmente el estudio de la Reforma, ocupándose en primera instancia de la vida y obra de sus principales artífices —Martín Lutero, Ulrico Zwinglio, Juan Ecolampadio, Martín Bucero, Felipe Melanchton y Juan Calvino— para pasar después al detallado examen de sus respectivas doctrinas en lo concerniente a la salvación (con la decisiva cuestión de la justificación por la fe), las Sagradas Escrituras (con la polémica sobre su traducción a las lenguas vernáculas), la composición de la Iglesia (la comunidad de los fieles, el sacerdocio universal) y los sacramentos (en los que habían de aunarse promesa y signo). El capítulo III, a continuación, emprende la narración de los hechos históricos que precipitaron la ruptura de la unidad religiosa en Occidente, ocupándose, sucesivamente, de la Reforma en el Imperio y Escandinavia, en Inglaterra, en Francia, en Italia y en España. En conjunto, este amplio recorrido por la geografía espiritual europea da cuenta de los variados movimientos y herejías (anabaptistas, alumbrados, etc.) que florecieron durante un período de particular efervescencia religiosa; período en el que los distintos poderes temporales y espirituales —en particular, el Papado— no fueron capaces de cerrar la brecha abierta por Lutero y los reformadores que siguieron sus pasos antes de que la separación entre el mundo católico y protestante fuese ya insalvable. Dicha división quedaría sellada con la paz de Augsburgo (1555) y la asunción del principio cuius regio, eius religio, por el que se reconocía a los príncipes alemanes la potestad de imponer en sus dominios su propia confesión. En último extremo, con la clausura del concilio de Trento en 1563 —ese concilio general que hubiera debido terminar con el cisma protestante— la Iglesia católica emprendió por fin la reforma desde la cabeza, mas pertrechándose ya —tanto doctrinal como organizativamente— para combatir a luteranos y calvinistas.
7La segunda parte de la obra, «Confesión y construcción del Estado», acomete precisamente el estudio de aquella convulsa etapa durante la que, ya confirmada la división espiritual del continente, tuvieron lugar los cruentos conflictos religiosos que culminarían con la guerra de los Treinta Años (1618-1648). Dicho período estuvo marcado por la consolidación tanto de las Iglesias surgidas de la Reforma (luterana y calvinista) como de la propia Iglesia católica, las cuales, en connivencia con el poder civil, hubieron de fijar —de manera distinta en cada territorio— unos claros principios doctrinales que, en adelante, servirían para establecer el canon de la ortodoxia y marcar la pauta de una cultura determinada (y diferenciada) por criterios confesionales. Así que, comprobados en décadas precedentes los riesgos de la diversidad religiosa, Iglesia y Estado colaboraron activamente desde mediados del siglo xvi —en el mundo católico, luterano y calvinista— para trasladar a los súbditos, desde la cabeza a los pies, estos rígidos principios a través del adoctrinamiento (obras pías, predicadores, parroquias) y el castigo (tribunales de la fe) en pos de esa ansiada homogeneización que garantizase, conforme al pensamiento político dominante, la paz social y la estabilidad interna de los reinos.
8En conjunto, estos aspectos definen en sus rasgos fundamentales lo que se ha llamado desde la historiografía alemana «proceso de confesionalización» —analizado desde un punto de vista teórico en el capítulo IV, «Confesión y construcción del Estado»—, categoría con la que se ha tratado de superar —tal y como explican los autores— la tradicional división Reforma-Contrarreforma, que no se ajustaba fielmente a los hechos históricos ni por cronología, pues no se trató de una secuencia de acción-reacción, ni por la connotación ideológica asignada a tales términos: Reforma progresista frente a Contrarreforma reaccionaria. La confesionalización, por tanto, dio lugar a la definición precisa de los distintos dogmas; al desarrollo institucional de las Iglesias católica, luterana y calvinista; a la imposición de una cultura de elites; y a la implantación de la disciplina social desde el poder político y religioso. Se entiende bien, en consecuencia, que el confesionalismo favoreciese tanto el proceso de civilización, que a través de los mecanismos de educación, adoctrinamiento y control social dio lugar a la expansión de un paradigma cultural clasicista y cristiano que delineó toda una forma de vida (desde la conducta sexual a las buenas maneras), como la maduración orgánica de los Estados, que corrió pareja a la constitución de este nuevo individuo apto para vivir en sociedad y aceptar los designios de una férrea autoridad civil y eclesiástica.
9Los tres siguientes capítulos están destinados a la reconstrucción histórica del período dando cuenta de la evolución seguida por las tres confesiones, de su incidencia en la política interna de los distintos reinos, así como de la escalada belicista desencadenada por el nuevo orden político-religioso. Así, el capítulo V, «Confesionalización católica», se ocupa de explicar el sentido de la reforma católica impulsada por Roma —entre renovación espiritual y reorganización institucional, entre regeneración interna y rearme contra el protestantismo— mediante un exhaustivo análisis del concilio de Trento, de la monarquía papal (que conquistó su independencia tras sacudirse la influencia española con Clemente VIII) y de los modos de transmitir el dogma católico a la sociedad, entre los que destacó el desarrollo de un movimiento cultural efectista, alegórico, artificioso, teatral, grandilocuente y, ante todo, persuasivo —el Barroco— que supo reconducir el clasicismo a fines confesionales conforme a modelos estéticos de inspiración romana.
10Por su parte, el capítulo VI, «La “Segunda Reforma”. El calvinismo internacional», se centra en la evolución de la Europa protestante durante la segunda mitad del siglo xvi, período durante el que el calvinismo, cuyo foco y referente fue la ciudad de Ginebra, se expandió con gran rapidez gracias a la implantación, allí donde triunfó, de una rígida disciplina que afectó a todos los órdenes de la sociedad, y a la eficacia que mostró como elemento aglutinador de las potencias enemigas de España y Austria, defensoras de la confesión católica bajo los Habsburgo. El texto repasa a continuación las guerras de religión en Francia, concluidas con la conversión de Enrique IV al catolicismo (1594) y el edicto de Nantes (1598), que consagró la unión civil de los súbditos de la corona, así como la tolerancia religiosa; la rebelión de los Países Bajos, que propició la independencia de las Provincias Unidas del norte bajo la bandera del protestantismo; y, finalmente, la evolución de la Iglesia anglicana en tiempos de Isabel I con la cuestión del puritanismo.
11En última instancia, el capítulo VII, «La deriva del proceso de confesionalización», recorre la historia de la espiritualidad europea de la primera mitad del siglo xvii, cuando se radicalizó el proceso de confesionalización y todas las potencias terminaron implicadas en un conflicto religioso de dimensiones continentales. Desde el punto de vista doctrinal, los problemas llegaron a la hora de redefinir la función que cumplían el libre albedrío y la gracia divina en la salvación, de manera que los claros planteamientos en torno a este tema realizados por Lutero y Calvino, por una parte, y por la Iglesia católica en Trento, por otra, volvieron a replantearse una vez establecidas las distintas iglesias confesionales. De este modo, hilvanando historia política e historia religiosa —pues tras las controversias teológicas generalmente subyacían enfrentamientos políticos, intereses faccionales o rivalidades entre órdenes y movimientos cristianos—, los autores se internan en un complejo entramado de opiniones y sensibilidades con objeto de revisar, en el mundo católico, la controversia De auxiliis, el jansenismo y el quietismo; en el ámbito calvinista, la disputa arminiana; y, finalmente, el pietismo en el seno del luteranismo.
12Para concluir, en la tercera parte del volumen, «Razón y tolerancia», J. Martínez Millán y C. J. de Carlos explican los cambios filosóficos sobre los que se cimentó la quiebra del sistema cortesano y el paso al mundo contemporáneo. A la cabeza de este bloque se sitúa el capítulo VIII, «La crítica al sistema político y los nuevos espacios para la religión», donde se repasan los años de la llamada crisis de la conciencia europea —siguiendo las corrientes historiográficas más recientes—, a caballo entre los siglos xvii y xviii, en que florecieron, entre otras, las teorías de Hobbes, Pufendorf y Locke. En conjunto, sus escritos pusieron en cuestión los principios sobre los que se había erigido el sistema de Corte, particularmente, el aristotelismo que concebía al hombre como ser social por naturaleza y a la sociedad como cuerpo orgánico constituido mediante la prolongación natural de la familia. De igual modo, y como consecuencia de que aquellas ideas se mezclasen durante el período confesional con argumentos religiosos a la hora de justificar la legitimidad de los soberanos —a través de grandes construcciones idealistas de vocación universal—, los pensadores críticos no dudaron, tras la traumática guerra de los Treinta Años, en separar el ámbito temporal del espiritual con el fin de establecer unas nuevas bases políticas, más pragmáticas y realistas, que favoreciesen la búsqueda del bien común.
13Así, Thomas Hobbes, a partir de una concepción pesimista del hombre, estableció la autonomía de la política con respecto a la religión, mientras que, frente a Aristóteles, afirmaba que la sociedad no se había desarrollado de manera natural a partir de la familia, sino que era el resultado de un convenio que tenía como objeto la protección de los individuos: ese era el fin esencial del Estado. La crítica de Pufendorf, por su parte, partía de una idea clave: las entidades morales, a diferencia de las cualidades naturales, son impuestas por el hombre, no por Dios (frente a los escolásticos, no creía que existiesen acciones buenas o malas en sí mismas); de ahí que sólo a partir de aquellas entidades morales creadas por el hombre hubiera de organizarse, a pesar de su arbitrariedad, la vida en sociedad. No en la metafísica ni en la teología, sino en la indagación racional, se hallaba el camino para la construcción de una nueva moral, una moral laica, sobre la que, a su vez, se erigirían nuevos sistemas políticos andados los años.
14Como señalan los autores, el período que va desde la paz de Westfalia (1648) hasta la Revolución Francesa (1789), tradicionalmente conocido como época del absolutismo, estuvo marcada por un profundo cambio de mentalidad del que estos pensadores no son sino temprana muestra. Así, tras la guerra de los Treinta Años, la razón de Estado se impuso a los criterios confesionales como motor de la política internacional, que, dejadas atrás las grandes construcciones teóricas medievales, estuvo basada en un crudo realismo conforme al cual cada Estado defendió únicamente sobre el tablero sus intereses terrenos en tanto que potencia política y económica. La religión, en consecuencia, quedó relegada progresivamente a un ámbito privado, mientras se imponía, por regla general, una política de tolerancia que permitía la coexistencia pacífica de diferentes confesiones bajo el mismo cetro. Este hecho constituyó un paso decisivo en la evolución de las monarquías europeas hacia el Estado liberal, que llegaría con las revoluciones burguesas entrado el siglo xix. La desconfesionalización, en fin, se complementó ideológicamente con la aplicación de la doctrina política de Thomas Hobbes, quien en su Leviatán justificaba y defendía el absolutismo como garante de la seguridad de los súbditos.
15Dentro del sistema absolutista, no obstante, la sociedad civil cobró nuevo empuje al tiempo que la crítica se hizo generalizada, afectando también, en última instancia, tras el revolucionario avance de las ciencias experimentales y de la filosofía racionalista, a la esfera política, pues resultaba cada vez más evidente la incapacidad del absolutismo para satisfacer las necesidades de representación de las clases sociales emergentes y mantener la legitimidad del poder monárquico a la luz de la nueva moral. A repasar los fundamentos del pensamiento ilustrado que minaría las bases del absolutismo se dedica, precisamente, el capítulo IX, «Ilustración», donde se examinan los principios de un movimiento —más diverso, en sus variedades nacionales, de lo que a veces se ha considerado— caracterizado, en líneas generales, por la aplicación sistemática de la razón a la observación empírica. Así, con el fin de ofrecer una perspectiva panorámica del período —y junto a las reflexiones antes apuntadas sobre la naturaleza humana y la definición de una moral racional al margen de la revelación—, el texto incide también en las nuevas teorías sobre el conocimiento humano, en la revolución científica impulsada por Newton o en el escepticismo filosófico, así como en el surgimiento de ciertas realidades sociales, tales como el nacimiento de la opinión pública, las logias masónicas o las academias, que impulsaron desde la base los procesos de cambio acaecidos en Europa a finales del siglo xviii.
16La obra concluye con el capítulo X, «El cambio de paradigma», en el que se resumen las ideas de los principales pensadores europeos que dieron lugar a la quiebra del sistema cortesano y a la caída el Antiguo Régimen. En primer lugar se aborda la figura de Kant, que, en opinión de los autores, representa el último exponente de la visión optimista y racional dentro del sistema político-cultural de la Ilustración. Según su perspectiva, la historia constituiría la realización de un plan racional en el que el hombre sería conducido por la naturaleza hacia su destino —la felicidad y la dignidad— a través de la razón. Así pues, la transformación moral operada en los individuos por medio de una ilustración creciente habría de permitir al hombre progresar y construir, consciente y libremente, una sociedad estructurada políticamente conforme a los principios de justicia y libertad. Frente al optimismo kantiano, sin embargo —y una vez sustituida la teología por la filosofía de la historia—, algunos pensadores como Voltaire cuestionaron la idea de progreso, concibiéndolo como algo reversible y contingente.
17En esa línea se expresó Rousseau en sus discursos presentados ante la Academia de Dijon —con cuyo análisis se cierra el volumen—, donde afirmaba que el progreso de las ciencias y las artes no había contribuido a la mejora de la moral, sino al contrario, pues el hombre moderno (el cortesano) vivía fuera de sí y basaba su vida más en la opinión que en su propia naturaleza, escondido tras una máscara, tras un corsé civilizatorio que ahogaba en él aquella libertad originaria para la que parecía haber nacido. Rousseau entroncaba en este punto con Herder, quien exaltaba la individualidad, la profundidad, la vitalidad, la virtud, la fe y la educación basadas en la experiencia de la cultura nacional y en el espíritu del pueblo, valores opuestos —y ya nítidamente prerrománticos— a una cultura de Corte clasicista de alcance internacional basada en el término medio, la gracia y la prudencia. De ahí que para Rousseau, el verdadero hombre fuera el hombre natural, una vez despojado de los adornos de la cultura. A partir de este punto, el pensamiento de Rousseau estuvo dominado por una antítesis fundamental entre la naturaleza original del hombre y la corrupción de la sociedad moderna. De ahí que para conocer el camino que llevó al hombre natural hasta el hombre civil sea preciso estudiar la historia, donde se comprueba que la sociedad política nació —conforme a su tesis— con la institución de la propiedad privada y el posterior desarrollo de un cuerpo legislativo destinado a la defensa de las desigualdades y privilegios adquiridos. Había que investigar, por tanto, cuál era la mejor forma de organización política, tarea a la que se entregó en El contrato social, donde pretendía encontrar una forma de asociación que defendiese y protegiese la persona y los bienes de sus asociados. Por esta vía, se abrían las puertas de la soberanía nacional —basada en la unión de las voluntades individuales de los ciudadanos— que no tardaría en remplazar al monarca como sujeto político en numerosas naciones europeas tras la Revolución Francesa y las sucesivas revoluciones liberales que jalonaron el siglo xix.
18De este modo se clausura la obra, tras recorrer con una nueva mirada tres siglos decisivos de la historia europea, desde los albores de la Edad Moderna, marcados por el fortalecimiento de las monarquías, el humanismo y el surgimiento de la Reforma protestante, hasta su ocaso, cuando el Estado absolutista se vio desarbolado desde su interior por la emergencia de una nueva burguesía ansiosa de representación política y la maduración del pensamiento ilustrado, con el que las creencias religiosas quedaron relegadas al ámbito privado, mientras la razón se erigía paulatinamente en único criterio de verdad en Occidente. Entre ambos momentos, que podrían hacer pensar en una evolución lineal de la historia hacia el racionalismo, el laicismo y la consecución del Estado, Europa vivió, sin embargo, un siglo de confesionalismo —entre mediados del siglo xvi y mediados del xvii—, durante el que los poderes temporales y espirituales colaboraron estrechamente para imponer a los súbditos un rígido sistema de ideas y creencias y una estricta disciplina social que, a la postre, llegado el tiempo de la tolerancia religiosa, facilitarían la implantación del absolutismo y el desarrollo de formas políticas más complejas y abstractas que precedieron al Estado liberal. Esta visión de conjunto, en suma, permite conocer, desde los estudios sobre la Corte, los hitos de la historia política y espiritual de la Europa Moderna, y alcanzar con ello una excelente atalaya desde la que contemplar las diferentes líneas de investigación abiertas por este nuevo paradigma interpretativo, que representa a día de hoy, por su carácter internacional y vocación interdisciplinar, un referente obligado para quien trate de ofrecer una visión más profunda y compleja del Antiguo Régimen en sus más diversas manifestaciones.
Para citar este artículo
Referencia en papel
Eduardo Torres Corominas, «José Martínez Millán y Carlos Javier de Carlos Morales. Religión, política y tolerancia en la Europa Moderna», Criticón, 117 | 2013, 221-226.
Referencia electrónica
Eduardo Torres Corominas, «José Martínez Millán y Carlos Javier de Carlos Morales. Religión, política y tolerancia en la Europa Moderna», Criticón [En línea], 117 | 2013, Publicado el 06 diciembre 2013, consultado el 09 diciembre 2024. URL: http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/criticon/251; DOI: https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/criticon.251
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