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Artículo-Reseña

Don Quijote en el país de los Nibelungos (1700-1800)

Rafael Bonilla Cerezo
p. 153-166
Referencia(s):

Carmen Rivero Iglesias. La recepción e interpretación del Quijote en la Alemania del siglo xviii, Argamasilla de Alba/Ciudad Real, Ayuntamiento de Argamasilla de Alba/Diputación de Ciudad Real, 2010. 422 p. (ISBN: 978-84-922446-2-1; Premios de Investigación Cervantina José María Casasayas, 1).

Texto completo

1Pocas presentaciones en sociedad —de lo más regia, por cierto— habrán tenido la mala fortuna del Quijote en la Alemania de 1613, con motivo de las nupcias de Federico V en Heidelberg. Conocido como el «rey de un invierno», a causa de su corto mandato, el monarca ni siquiera alcanzó a sospechar que aquellas justas poéticas en su honor sobre las aventuras del hidalgo, adaptadas por Martin Opitz, se convertirían en el bautismo de una «estación novelesca» mucho más longeva e influyente. Hasta el punto de que hoy las consideramos el primer aliento de la recepción de la obra cervantina en tierras germanas. En un año, por otro lado, que resultó de veras fecundo para nuestras letras, pues vieron la luz tanto las Ejemplares como la primera Soledad de Góngora. Paradojas de la ficción.

2Hablo de «mala fortuna» porque la imagen del ingenioso manchego, a ojos de los nobles que asistieran a los citados desposorios, debió de ser la de un simple loco cuyas peripecias se aunaban en un relato del todo satírico contra el ideal caballeresco. No es poca cosa, pero sí se antoja escasa cuando nos las habemos con un texto de honda proyección. Esto responde, en esencia, a que por entonces la cultura alemana se situaba bajo el amparo de modelos franceses, a los que se plegó con frenesí. Uno de los grandes aciertos del presente libro, según veremos, es el retrato de la evolución de una Alemania sometida a las pautas satíricas de Francia e Inglaterra —coyuntura que rige sus lecturas del Quijote— a una valoración más ajustada de España y de su narrativa.

3Aquel debut de la novela barroca ante unos lectores/oidores que recuerdan a los de la venta de Palomeque, aunque henchidos de cetros y armiños, no impidió que la huella de Cervantes en la Ilustración generase un fértil abanico de opiniones. Nombraré a tres de las que me sirven como brújula —cuatro centurias después— para los apuntes que ofrezco a continuación: 1) Paolo Cherchi, Capitoli di critica cervantina (1605-1789), Roma, Bulzoni, 1977; 2) Anthony Close, La concepción romántica del Quijote, Barcelona, Crítica, 2005; y 3) José Montero, El Quijote durante cuatro siglos. Lecturas y lectores, Valladolid, Universidad, 2005.

4Tres monografías fruto, curiosamente, de tres hispanistas de tres países distintos: Italia, Inglaterra y España. Ensayos de prestigiosos colegas —quizá Anthony, desde su Clavileño del cielo, apruebe mis líneas con su ironía a prueba de molinos— que ahora se ven complementados por este de Carmen Rivero. Un trabajo a caballo entre Oviedo y Alemania, pero que debe todo, o casi, a la última nación —método incluido—, y que llena el hueco que pusieron de manifiesto los que he listado. Viene a presentárnosla, en la medida en que nace de su tesis doctoral, como firme promesa de una Universidad, la de Münster, que tantas y tan originales aportaciones sobre el Barroco —Cervantes, Gracián y Calderón, principalmente— nos ha ido regalando en las últimas décadas.

5La recepción e interpretación del Quijote en la Alemania del siglo xviii, galardonado con el Primer Premio de Investigación Cervantista José María Casasayas, rebasa la frontera teutona, ya que a menudo se detiene sobre la Confederación helvética, que desempeñó un papel relevante en la imagen de la inmortal novela y de sus no menos únicos personajes. No exagero al decir que Carmen Rivero Iglesias propone otra forma de leer la Aufklärung; de modo que he llegado a plantearme si el título más adecuado para su tesis no hubiera sido La Alemania del siglo xviii a la luz de la recepción e interpretación de Cervantes. Entre otras razones porque sus capítulos abundan en la rica Filosofía del Setecientos germano, pero también en un contexto histórico que permite entender con rigor por qué el Quijote se leyó como se leyó, al tiempo que matiza a los estudiosos que la han precedido: Dorer, Berger, Neumann, Hoffmeister, Briesemeister, Stammler…

6Con otras palabras: una vez fijadas las claves cervantinas para la Alemania del xix, Rivero se interroga sobre si esos hitos, que más de una vez se han adjetivado con términos exageradamente nuevos, no son sino el corolario de unas causas que datan de siete décadas atrás. Es decir, si la interpretación romántica, vinculada al idealismo de Herder, Schlegel o Schelling, que definieron el Quijote como una obra mítica basada en antítesis (lo real frente a lo ideal, lo finito y lo infinito, la poesía y la verdad), habría que medirla como prolongación —nunca falsación— de las de Bodmer, Gerstenberg, Abbt o Möser en el siglo que llaman ilustrado.

7Rivero se muestra consciente en su introducción de que tras los estudios de Tietz («El Quijote y el discurso de la Ilustración», en Discursos explícitos e implícitos en el Quijote, ed. Christoph Strosetzki, Pamplona, Eunsa, 2006, pp. 293-326), Ertler y Humpl (Der widerspenstige Klassiker. Don Quijote im 18. Jahrhundert [El clásico rebelde. Don Quijote en el siglo xviii], Frankfurt am Main, Peter Lang, 2007) o Martínez Mata («El cambio de interpretación del Quijote; de libro de burlas a obra clásica», en Actas del Coloquio Internacional «Cervantes y el Quijote», Madrid, Arco Libros, 2007, pp. 167-181) acerca de la recepción de esta novela en Europa, especialmente en Francia y Gran Bretaña, es mucho lo que falta por decir sobre dicho fenómeno en Alemania. Su libro asienta los raíles por los que circularán futuros deslindes. La autora ha fatigado un sinnúmero de artículos de prensa, relatos de viaje, obras filosóficas, poéticas literarias y traducciones del Quijote, puntos de partida para investigaciones a la zaga de la que nos ocupa.

8El capítulo II («Historia») arroja luz sobre las oscilaciones exegéticas sufridas por el Quijote, acogido por los alemanes, en primera instancia, como sátira e, insisto, a resultas de lo dicho por británicos y galos. Esto se explica como reflejo de la leyenda negra que persiguió a nuestro país hasta bien entrado el xviii, o sea, como eco de la consideración que aún se tenía por aquellos lares del reinado de los Austrias (vid. Heinz Schilling, «Del imperio común a la leyenda negra: la imagen de España del siglo xvi y comienzos del xvii», en España y Alemania: percepciones mutuas de cinco siglos de Historia, eds. Miguel Ángel Vega Cernuda y Hening Wegener, Madrid, Universidad Complutense, 2002, pp. 37-78). Rivero deja patente que, a medida que España sufrió el aislamiento del resto de potencias, las interpretaciones del Quijote se tornaron cada vez más idealizadas; o sea, prerrománticas

9Si bien responde a un alarde de modestia la no mención de un opúsculo que la autora ha publicado sobre el tema («España y la leyenda negra como trasfondo histórico de la recepción del Quijote en el xviii alemán», en Cervantes y su tiempo, coord. Desirée Pérez, eds. Juan Matas Caballero y José María Balcells, 2008, pp. 85-92), queda por explicar la ausencia de cuatro, a lo sumo cinco, aportaciones esenciales: 1) Henry Kamen y Joseph Pérez, La imagen internacional de la España de Felipe II: leyenda negra o conflicto de intereses, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1980; 2) Alfredo Alvar Ezquerra, La leyenda negra, Madrid, Akal, 1997; 3) Ricardo García Cárcel, La leyenda negra: historia y opinión, Madrid, Alianza, 1998; 4) Roberto López Vela, «La integración de la leyenda negra en la historiografía: el hispanismo francés y Felipe II a fines del xix», en El siglo de Carlos V y Felipe II: la construcción de los mitos en el siglo xix. Congreso Internacional, Valladolid, 3-5 de noviembre, 1999, coords. Carlos Reyero Hermosilla, José Martínez Millán, 2000, vol. 2, pp. 13-68; y 5) Ricardo García Cárcel, «Elliott, el hispanismo británico y la leyenda negra», en Historia sin complejos: la nueva visión del Imperio español. Estudios en honor de John H. Elliott, coord. David García Hernán, Madrid, Editorial Actas, 2010, pp. 259-287.

10No se trata de un pueril despliegue bibliográfico por mi parte. Al contrario. La consulta de dichos estudios permitiría a Carmen Rivero apuntalar mejor si el mosaico que nos brinda de la concepción que se tuvo del Imperio español en Alemania es el mismo, o no, cuando se mira en el espejo de historiadores e hispanistas europeos de finales del xviii, del xix y hasta del xx. Un vistazo a los planteamientos de García Cárcel le hubiera facilitado la inclusión de un epígrafe sobre lo que se ha dado en llamar «leyenda rosa»; es decir, el relato exaltado de lo hispánico, que, como se sabe, tiene sus más devotas expresiones en la Apología de Adserenda hispanorum eruditione seu de viris hispaniae doctis enarratio (1553), de García de Matamoros, y en el Libro sobre las grandezas y cosas memorables de España (1548), de Pedro de Medina.

11Lo cierto, a pesar de estos flecos, es que Rivero demuestra con tino que España y la valoración de la novela cervantina «se hallan estrecha y simbióticamente unidas, de tal modo que el Quijote proyecta una concreta imagen [de lo que sucedía en la piel de toro] mientras que esta última determina, a su vez, y entre otros factores, la recepción de la propia obra en territorio germano» (p. 40). Para llegar a esta conclusión se apoya en fuentes como los libros de viaje, que participan de la prosa científica y la autobiografía: tras poner los puntos sobre las íes de la veracidad de la entrada «España» en el Zedlers Universal-Lexicon, que analiza su geografía física, política, económica, gubernativa, etc., o de plumas tan dudosas como la de Madame d’Aulnoy, autora de la Relation du voyage d’Espagne, profundiza en las pistas que podemos extraer de los periplos de Bourgoing (entre 1782 y 1788), Goethe, el Philosophisches Lexicon (1726), de Walch, el Ausführlicher Diskurs über den ietzigen Zustand der Europäischen Staaten [Discurso pormenorizado sobre la situación actual de los Estados de Europa] (1733), de Gundling…

12Tanto la Inquisición como la independencia del yugo español por parte de los Países Bajos permiten a una legión de autores justificar cómo Cervantes fue una de las figuras más destacadas en un tiempo «oscuro por antonomasia». Siempre a su juicio. De aquí deriva esa concepción del Quijote como sátira de un país, a la que he aludido, y en la que profundizaron Wolf o el mismo Gundling, herederos de la hispanofobia francesa, antes de ser matizados por Zedler, Plüer, Schiller y Splitter. A propósito de esta idea de sátira, habida cuenta de que Carmen Rivero aduce una vasta bibliografía para explicar las nociones de «ingenio», «razón» o «comedia», recomiendo el cotejo de un par de referencias que no constan en su ensayo: la tesis doctoral de Heinz Peter Behr, Die Spanische Satire im 18. Jahrhundert [La sátira española en el siglo xviii], Frankfurt am Main, Peter Lang, 1986, y la monografía de Francisco Uzcanga Meinicke, Sátira en la Ilustración española. Análisis de la publicación periodística El Censor (1781-1787), Frankfurt am Main, Vervuert, 2004. Glosas aparte, lo cierto es que Rivero prueba cómo el giro en esa «fotografía» de los Austrias, o sea, desde la sátira a la idealización, y de esta al exotismo y al orgullo patrióticos, habría que cifrarla hacia 1767, en el Briefe über Merkwürdigkeiten der Literatur [Cartas sobre las maravillas de la literatura], de Gerstenberg, y en las traducciones cervantinas y de la picaresca que acometió Fischer.

13La Literatura es el núcleo alrededor del cual gira el capítulo III. La clave reside ahora en la Reforma y en el proceso de búsqueda de una identidad cultural (Historia, Filosofía, Literatura, Lengua) que posibilitara a Alemania desligarse de la ascendencia foránea. Me refiero, obviamente, al francés, como idioma dominante, al racionalismo y, por último, al empirismo inglés. El debate estanco entre estas dos corrientes filosóficas comenzó a superarse gracias a Rousseau, impugnador de la confianza en la razón, pues le achacaba la pérdida de la libertad original del hombre, y sobre todo a Kant, que logró reconciliarlas en el idealismo trascendental. Al socaire del autor del Emilio, Hamann y Herder sentaron las bases para inspirar a los jóvenes del Sturm und Drang, la Edad de Oro de la poesía germana, y en aquel caldo de cultivo, pero solo en el último tercio del xviii —como lamentó Bertuch—, la huella de las letras españolas del Seiscientos cobra cierto protagonismo, más allá de que las obras neoclásicas del Padre Feijoo, Jovellanos o Meléndez Valdés no despertaran muchos aplausos a orillas del Rin.

14El desplazamiento de la cultura francesa a la española se inicia con los Discours von Nachahmung der Franzosen [Discursos sobre la imitación de los franceses] (1687-1701), de Christian Thomasius, buen conocedor de Gracián, al que se sumaría Postel, quien en 1704 celebraba a Quevedo, Góngora y Cervantes en su De linguae Hispaniae difficultate, elegantia et utilitate meletema. No olvidemos, por otro lado, que Jacobi tradujo en 1767 los poemas de Góngora para que sirvieran de estímulo a los alemanes. Y repárese también en Kaspar von Barth, responsable de las paráfrasis neolatinas de La Celestina y La Diana de Gil Polo, aún en un contexto de propaganda antiespañola.

15Uno de los asuntos más sugestivos es el del teatro de Lope y Calderón. Rivero argumenta cómo Goethe, por ejemplo, asumiendo el predominio de las tablas inglesas sobre las francesas, se aproxima a Calderón a través de alabanzas y comparaciones con Shakespeare. Y es que, si Mencke, Cronegk y Lessing (Hamburgische Dramaturgie) [Dramaturgia de Hamburgo], se dolieron de la penuria de piezas españolas vertidas a su lengua, fue este último quien supo ver la interacción entre las fases que pautan la imagen de nuestro país en Alemania y la propia recepción de la literatura.

16Así las cosas, Rivero, a propósito del Quijote y remontándose hasta el Barroco —Harsdörffer consideraba superiores las Ejemplares—, aclara la dicotomía ilustrada entre Gottsched, quien en Der Biedermann, semanario de carácter moralista, se decantó por el clasicismo galo, y Bodmer, que rechazó su cerrado sistema de reglas y abogaba por la narrativa inglesa. El primero había leído en francés El Quijote, La Historia de los Sevarambos y Los viajes de Gulliver, y sostiene que la novela de Cervantes posee carácter burlesco, a partir de la distinción que él mismo establece entre parodia y travestismo, en la línea de la retórica de Quintiliano y de su recuperación por Addison en 1711 (The Spectator, nº 249). J. J. Bodmer, en cambio, apuesta en sus Anécdotas personales por una lectura simbólica, juzgándola la quintaesencia del carácter pasional de España. No en vano, considera las hazañas de Don Quijote subordinadas a Dulcinea, principio y fin de todas sus acciones, lo que a mi entender no es cierto pero sí hermoso. Además, Bodmer apunta que la polaridad en el personaje del hidalgo entre cordura y locura le confiere tal verosimilitud que puede tipificársele casi como dechado histórico. Rompe en definitiva la barrera entre Historia y Literatura establecida por Aristóteles. Y tampoco desatiende a Sancho, descrito como el responsable de dotar de profundidad psicológica a su señor, añadiendo notas de comicidad.

17De veras novedoso resulta el epígrafe «Cervantes, clásico entre los modernos: el autor y el canon». Rivero explica aquí cómo la inclusión del ingenio complutense en el Compendiöses Gelehrten Lexicon [Lexicón Enciclopédico Ilustrado] de Mencke, obliga a atender la poética de Schmid (1767), quien propuso un nuevo canon, reflejo del predominio del paradigma inglés sobre el galo: Homero y Virgilio son los clásicos antiguos mientras que Shakespeare, Milton y Cervantes son los preferidos entre los modernos. Pienso que esto se entendería mejor a la luz de los teóricos españoles del Setecientos y el Ochocientos. Bastaría repasar la lista que Leopoldo A. Cueto incluyó en su «Bosquejo histórico de la poesía castellana en el siglo xviii» una centuria después (1869). Tras declarar que la primera mitad del siglo se redujo a un «monótono laberinto de conceptos, de relatos chocarreros, monstruosas hipérboles [...] y alambicamientos», el Marqués de Valmar dictaba la siguiente clasificación; es verdad que sesgada, pero no más que la de Schmid: 1) númenes gigantes (Homero, Dante, Shakespeare); 2) ingenios elevados (Virgilio, Tasso, Ariosto, Camoens, Lope, Calderón, Milton, Goethe, Voltaire, Schiller, Quintana, Byron); y 3) el resto, que «disimula los estragos de la hermosura con el velo engañoso, y por desgracia seductor, de afeites y cosméticos, y con el relumbrón de falsas joyas». Invito asimismo a echar una ojeada al artículo de José Checa Beltrán, «En busca del canon perdido: el siglo xviii», Studi Ispanici, 5, 2002, pp. 95-102.

18También Cervantes aparece inmortalizado como «clásico» en las opiniones de Gerstenberg, quien entiende que España es la única nación con una infraestructura lo suficientemente «romántica» como para dar albergue a los «delirios» de Quijano. En definitiva, Carmen Rivero expone, punto por punto, cómo con el correr del siglo la obra cervantina termina ocupando un lugar central del proceso de revalorización de nuestra literatura. Se hace eco para ello de un trabajo de Raabe en el que evidencia cómo los préstamos en la biblioteca de Wolfenbüttel entre 1714 y 1799 arrojan que el Quijote era, con mucho, la novela preferida del público ilustrado, por encima de Sterne y Fielding. Lo que remite, a mi parecer, a ese clásico artículo de K. Whinnom donde sintetizaba a las claras las diferencias entre los conceptos de best-seller —o incluso de long-seller, como sería nuestro caso—, en el Siglo de Oro y en la contemporaneidad («The Problem of the Best-Seller in Spanish Golden Age Literature», Bulletin of Hispanic Studies, 57/3, 1980, pp. 189-198).

19El cuarto capítulo versa sobre la Filosofía. Me atrevería a decir incluso que sobre el humor como filosofía de vida, en virtud, eso sí, del debate sobre las proporciones entre razón y pasión que irá modelando la asimilación del Quijote a lo largo del xviii. Si reparamos en las notas de Descartes, Hobbes o Hume, enseguida se deduce que la precisión de este último acerca de que el hombre no tiende solo a la satisfacción de los propios deseos, sino que, igualmente, experimenta placer en la amabilidad, la bondad y la compasión, hay que retrotraerla al pensamiento de Shaftesbury. Rivero rastrea cómo para el inglés el entusiasmo, guiado por la razón, se alcanza por medio del humor, la mejor arma contra el fanatismo. He aquí, pues, el principal mérito de Cervantes al poner coto al gobierno de la pasión sobre la razón por medio del ingenio cómico. Otro cantar es la distinción entre lo verdadero y lo falso, que ocupa un sector destacado tanto en el Quijote como en la cultura del Setecientos. Pero para entender esa antinomia en clave jocosa hay que reparar en Haller y Wieland. Y como altavoces de los dos anteriores, en Leibniz y Lessing, quienes desaprobaron la aplicación del humor a la cuestión religiosa —palpitante— de aquellos años; por más que Flögel (Geschichte der komischen Literatur [Historia de la Literatura cómica], 1784) le otorgara una función positiva.

20Una mina de sugerencias es el epígrafe IV.1.2: «La evolución del concepto de humor y la interpretación del Quijote». Carmen Rivero se aferra a las tesis de Congreve sobre la comicidad para iluminar las acepciones del término en el periodo comprendido entre 1700 y 1800: 1) humor realista, divisible a su vez en burlesco (Gottsched) y cómico (Wieland); 2) humor idealista (Steele, Sterne); y 3) humor romántico (Bodmer, Lessing, Möser, Flöger). Se trata de descubrir la raíz de un «humor benevolente», que remodela la filosofía moral de Hobbes por medio de la tendencia al bien, y de apuntar un reflejo multidimensional del hombre. Rivero se detiene también en dos categorías: la de la burla y la de lo cómico, singularizadas de forma opuesta por Addison y Steele. A partir de aquí subraya cómo el humor en Alemania se ancla a la noción de ingenio (Witz), considerado por Sulzer una de las bases del «genio necesario», y avanza en torno a dos concepciones de la literatura: una ilustrada, ejemplificada por Gottsched, basada en la finalidad didáctica y en el sometimiento de la fantasía a la razón; y otra, de corte prerromántico, que surge como reacción a la anterior, derogando la anulación de las pasiones del hombre y a favor de la valoración de la individualidad en la obra artística.

21Es así como se puede comprender, después, la aportación esencial de Möser al desarrollo del género cómico, en pos de la risa como secuela del enfrentamiento entre un elemento cómico y otro trágico. O las de Richardson, Abbt y Musäus. Por no citar de nuevo a Lessing, quien estudiaba a Sancho Panza desde una perspectiva de inocencia y, al tiempo, de ingenio cómico que percibe la locura o debilidades de los otros. Y es que la risa procede siempre de un contraste. De ahí que Blanckenburg señalara que el humor se subdivide en dos clases, según el modo en que se individualice: por un lado, «el humor intelectual se manifiesta en un pensamiento y en un juicio peculiar de las cosas que singulariza a un personaje, en la medida en que sus pareceres, por definición, no coinciden con los del resto. Por otro, el humor sentimental se limita a las peculiares sensaciones, pasiones y tendencias a las que el personaje se entrega voluntariamente» (Rivero Iglesias, p. 169).

22Muy provechosas son las páginas que la autora dedica a la «estética del genio» en Cervantes. Hay que organizarlas en dos fases: la definición de genio, cuyas raíces se hunden en el Examen de ingenios de Huarte de San Juan, traducido en Alemania por Joachim Caesar, firmante, a su vez, de la primera versión del Quijote; y el itinerario por los informes de Wieland, Flögel, Sulzer o el suizo Lavater, quien trató de fijar en sus Psysiognomische Fragmente una conexión entre los rasgos físicos y los espirituales. Por lo demás, el debate sobre la categoría de «genio» gravitó alrededor de una serie de pares dicotómicos excluyentes (genius/ingenium; inventio/imitatio; natura/ars; ciencias/artes; emoción/intelecto) que Rivero desglosa a lo largo de treinta páginas, para concluir que «se produce un cambio interpretativo en el Quijote que subraya la nobleza de su protagonista frente al carácter plebeyo y prosaico del escudero y que señala a Cervantes como genio, por su condición de autor de una obra clásica, combinación de poesía y prosa y primera novela moderna» (p. 219).

23Otro aspecto destacable, como apreció Bodmer, es la doble dimensión de Don Quijote como loco y cuerdo, fruto del desajuste entre el genio y el ingenio, la pasión y la razón. Por tanto, la estética del genio implicó una revolución del canon, que pasó a rechazar los textos «no inspirados», fundando a su vez nuevos criterios para la selección de los clásicos, con Cervantes y Shakespeare a la cabeza.

24El capítulo V se ocupa del «Género literario». Rivero perfila cómo las «hazañas» del hidalgo suponen un ejemplo perfecto de simbiosis entre teoría y práctica novelesca (se echa de menos alguna mención al libro de José Mª. Paz Gago sobre este particular: Semiótica del Quijote: teoría y práctica de la ficción narrativa, Amsterdam/Atlanta, Rodopi, 1995; y más aún el citadísimo Cervantes’s Theory of the Novel, Oxford, Clarendon Press, 1962, de Edward C. Riley). Enfatiza que el problema central es la legitimación de un género no incluido en el sistema aristotélico. Según Rivero Iglesias, los primeros atisbos de tipificación novelesca, en lo que a la teoría se refiere, datan del tratado de Pierre Daniel Huet, Traitté de l’origine des Romans (1670), que repercutió y mucho en el xviii alemán. Me permito recordar que antes hubo tres tanteos —en Italia y España— que no carecen de interés: 1) Lección o tratado sobre la composición de las novelas (1574), recitada en la Accademia degli Alterati por Francesco Bonciani, si bien dos años antes Girolamo Barbagli ya había impreso el raro Diálogo de los juegos que suelen hacerse en las veladas sienesas (1572), donde pueden espigarse detalles sobre la novela como «entretenimiento» cortesano (vid. María José Vega Ramos, La teoría de la novela en el siglo xvi: la poética neoaristotélica ante el Decamerón, Cáceres, Asociación de Estudios sobre el Renacimiento Europeo y Tradición Clásica, 1993); y 2) el «Proemio» e «Introducción a las novelas» del Teatro popular de Francisco Lugo y Dávila (1622), editado por quien suscribe en Edad de Oro, 30, 2011, pp. 27-70.

25Aun cuando yo lo estime el menos feliz de sus capítulos (quizá hubiera exigido más labor limae), son útiles los datos que nos proporciona sobre el erudito Christian Thomasius, quien distinguió superficialmente entre novelas largas y cortas, así como los relativos al debate entre Gotthard Heidegger y Nikolaus H. Gundling. De hecho, en el momento en que Rivero se adentra en la teoría novelesca del xviii su epígrafe gana en estatura. El ajuste de cuentas con Wezel (prólogo de Hermann und Ulrike), que acercó la novela a la biografía y a la comedia, equidistante de ambas, surgiendo así un género que podría llamarse también «epopeya burguesa», cabría vincularlo con el de Pacheco-Ransanz en un artículo («El concepto de novela cortesana», en What’s Past Is Prologue. A Collection of Essays in Honour of L. J. Woodward, Edimburgo, Scottish Academic, 1984, pp. 114-123) que recupero aquí: «si el concepto de verosimilitud —clave en Aristóteles— relacionaba la tragedia con la comedia, dado que una y otra apuntaban hacia la verdad como objeto propio de la poesía, acercando las fronteras entre ambas, pero sin llegar a borrarlas, la “tragicomedia”, resultado de esa aproximación mutua, podría ser una buena guía para descubrir la naturaleza esencial de la novela».

26Aquilataré que la situación no parece distinta de la esbozada por Orazio Ariosto en sus Difese dell’Orlando Furioso dell’ Ariosto (1585), donde asoció la tragedia con la épica, la comedia con el «Margites» homérico y, fruto del proceso de reunión entre la tragedia y la comedia, que dio lugar a la tragicomedia, señaló la aparición de una nueva modalidad, ligada con esta última, que atiende por «narración mixta» y en donde se situaría, de algún modo, la novela. Quizá con estas apostillas asimilemos del todo una lección como la de Gottsched al observar que a lo largo del xvii la novela había ido alejándose paulatinamente de la épica para, en el siglo xviii, afiliarse más bien al drama.

27Todavía en 1774 el autor del primer tratado sobre la novela en lengua germana, Friedrich von Blanckenburg, rechazará una división estricta entre género dramático y novela, mientras que Goethe y Schiller se oponen a la mezcla de ambos. Johann Adolf Schlegel, por su parte, definía la novela como «poesía en prosa», y así lo repetirán sus hijos, August Wilhelm y Friedrich. Ingredientes como la verosimilitud y el didactismo facultaron después a Bodmer y Meier, entre otros, para estudiar los condimentos de esa «olla podrida» que es la novela. Tröltsch se apresuraría a pulir que los personajes no deben ser ni demasiado positivos ni negativos, mientras que Lessing renegaba de los excesivamente idealizados. A la postre, toda esta querelle se resume en los tipos de novela que sancionara Herder: la poesía ideal de los sueños, al margen de la naturaleza, representada por la narrativa de Richardson, y la poesía fiel a la naturaleza, que iguala con la de Fielding.

28Carmen Rivero rescata por último las premisas de Garve en sus Betrachtungen einiger Verschiedenheiten in den Werken der ältesten und neuern Schriftsteller [Consideraciones en torno a las diferencias en las obras de los escritores antiguos y modernos] sobre la distinción entre la conciencia antigua y la moderna, a fin de ultimar que no hay que caer en el error de clasificar «la visión ilustrada del Quijote como cómica y la romántica como trágica. La novela, desde la perspectiva ilustrada, posee como objeto de imitación el ser humano y ve el conflicto entre lo real y lo ideal desde una perspectiva seria, aun cuando del choque entre ambas puedan resultar efectos cómicos. Exactamente lo mismo podríamos afirmar de la interpretación romántica» (p. 267).

29Rivero acentúa así un asunto que Sebold había adelantado para el terreno de la poesía: la dificultad a la hora de estratificar corrientes (¡cuánto más la interpretación de las ideas estéticas!) en función de unos rótulos u otros. Quiero decir que cuando Sebold tituló uno de sus ensayos Lírica y poética en España (1536-1870) (Madrid, Cátedra, 2003), también declaraba que en ese misterioso alambre que conduce del Neoclasicismo al Romanticismo —lo mismo ocurre, creo yo, al trazar la frontera del Renacimiento al Barroco, para lo que apenas sirve el concepto de Manierismo, perceptible en pintura, pero que en poesía, salvo torpeza manifiesta por mi parte, resulta un invento crítico— hay que aislar las «tendencias» dentro de ese gran «movimiento» que él ha etiquetado como «Clasicismo». Porque, como avanzara Emilio Orozco Díaz, «lo mismo que hay rasgos de anticipación de un estilo, los hay también de supervivencia» (Porcel y el barroquismo literario del siglo xviii, Oviedo, Cátedra Feijoo, 1968, pp. 11-17).

30No asumir esta circunstancia equivaldría a reflejar dos rostros sobre las aguas de un par de arroyos para darnos de bruces con que ambos eran Narciso. Es decir, podemos toparnos con un Miguel de Cervantes de lo más moderno y pulsional en la Ilustración y sorprendernos con que el mismo novelista se nos trueca en conservador según la fuente romántica que consultemos. Remito sobre este particular al florilegio de José M. Lucía Megías, El libro y sus públicos (Ensayos sobre la Teoría de la recepción coetánea), Madrid, Ollero & Ramos, 2007.

31Siquiera unas líneas merecen las finas notas de Carmen Rivero acerca del tratado de Blanckenburg (1774), que condensa cuestiones que se enlazaron con la historia de la novela: su inclusión en el sistema de géneros literarios, su deuda con los clásicos, la delimitación de su objeto y modo de imitación, sus principios estructurales y su función. Aspectos, todos ellos, que nos devuelven el semblante de una novela percibida como continuación de la antigua Epos, si bien con menor grado de elementos maravillosos —lo que hace pensar que los alemanes sentían muy viva la oposición entre la épica francesa y la española durante la Edad Media—; una novela, pues, en la que domina la verosimilitud, la mayor vocación exterior de la epopeya frente al interiorismo de la novela y, siempre desde el enfoque de Blanckenburg, la importancia concedida a la educación, a la configuración del carácter del héroe, a la zaga de Wieland (Agathon) y Fielding (Tom Jones). Ahora bien, la intuición de Rivero es que estas ideas no difieren en exceso de las presentadas después por Hegel en su Estética.

32Pocas dudas tengo de que el epígrafe V.2.1. («Traducciones: novela cervantina inglesa y francesa», «Traducciones, adaptaciones o continuaciones extranjeras del Quijote» y «Composiciones originales alemanas a imitación de Cervantes») servirá como manual para próximas pesquisas. Cada uno de sus apartados, en los que se nos informa de los títulos que perpetuaron la fortuna del Quijote, debería ser atendido por un equipo de traductores, o incluso ser objeto de un Proyecto I+D+i del Ministerio. Paso de puntillas sobre las paráfrasis inglesas y galas (el Joseph Andrews, de Fielding; The Female Don Quixote, de Lennox; el Tristram Shandy, de Sterne; el Candide, de Voltaire…) para comentar las obras alemanas, ya a imitación de Cervantes, ya como secuela de los personajes creados por aquel.

33Lo primero que llama la atención es que se trata de libros en los que prolifera una variedad de humor que responde a una antropología positiva del hombre; un humor que se centra en la risa y no en la burla. Pues bien, este dato, en principio tan aséptico, entraña una reflexión de mayor calado: si el Cervantes que prorrogaron los escritores del xviii tenía un marcado cariz paródico, por más que en el Quijote la ironía también campee en todo momento, y por arrobas, resulta obvio que se creó entonces un mercado editorial donde la jocosería gozaba de predicamento. Mucho mayor del que disfrutó en la España neoclásica.

34En un Curso del Escorial sobre Literatura en la Guerra Civil, bajo la dirección de Emilio Peral, he constatado recientemente cómo en los periodos en los que el cuerpo no está para demasiadas fiestas —la pérdida de nuestro dominio europeo en el xviii, el conflicto bélico que precedió a la dictadura—, suele fomentarse la impresión de obras de humor. Recuerdo ahora la extinta editorial «El Gorrión», en la que durante los años cuarenta y cincuenta del siglo xx se dio a los tórculos una buena cantidad de ediciones de ingenios tan estimulantes como Shepherd Mead (Cómo triunfar con las mujeres sin proponérselo) o Jardiel Poncela (Aventuras estúpidas). ¿Y qué son los capítulos del Quijote sino unas «aventuras estúpidas», pero también irónicas, seductoras, situadas en el siglo xvii? Pues bien, hoy, en una época en la que vivimos con cierta holgura —a pesar de las crisis, en plural—, han desaparecido los sellos que estampaban volúmenes chocarreros, por usar un adjetivo «a lo barroco». Chocarreros y también agudos, para no dejar fuera a Gracián.

35Cierro el paréntesis. Pero solo por uno de sus lados. Sorprende que en tiempos de bonanza el humor quede exiliado de nuestro canon, por así decir, mientras que los alemanes, al menos con estos primeros libros, entendieron que se trataba de un filón. Esta veta quijotesca tan paródica se extrajo del Hoppfen Sack (1678), del Adimantus (1678) y del Ritter Spiridon (1679), de Beer, caricatura de los libros de caballería que sigue la estela del Quijote. El alemán, según Rivero, hubo de conocerlo por medio de una traducción francesa; o quizá, de manera indirecta, a través de los episodios cómicos adaptados por Harsdörffer.

36Ya en el siglo xviii, Mencke publica su poema «Cartell des Bramarbas an Don Quixote», en el que este soberano chipriota y fanfarrón, capaz de vencer a sus enemigos con el movimiento un dedo, desafía al hidalgo cervantino. Mayor ambición posee el Der teutsche Don Quichotte oder die Begebenheiten des Marggraf von Bellamonte [El Don Quijote alemán o las aventuras del conde de Bellamonte] (1753), de Neugebauer, imitación del esquema de Don Quijote y Sancho en las figuras de Johann Glück y Görg (Dux Bois), aunque a este se le reserva el papel de contrapunto cómico de una clase social inferior. Sin dejar en el tintero que Neugebauer se amolda bastante a la horma de Pharsamon, ou les nouvelles folies romanesques (1737), novela satírica de Marivaux.

37Pionero de la sátira sanchesca en el xviii alemán es Gottlieb Wilhelm Rabener, autor de Antons Pansa von Mancha [Antons Pansa de La Mancha] (1755), secuela de las andanzas del escudero tras el fallecimiento de Don Quijote. Rabener nos relata cómo el cándido labrador se convierte en la mente más ingeniosa del lugar, generándose, con sus sabios refranes, muchos más rivales que amigos. Cuatro argumentos a vuela pluma:
1) nótese que el escritor germano funda las sergas del
Quijote, por así llamarlas, paradójicamente ajenas al hidalgo y centradas en un personaje que conservaba hasta entonces la vitola de «secundario». Por tanto, Antons Pansa se define como tatarabuelo de experimentos más modernos —y premiados— como Al morir don Quijote (2005), de Andrés Trapiello, novela que profundiza sobre el destino de unos seres dignos de su propia vida, de su propia ficción: amigos, ama, sobrina y Sancho permanecieron al pie de Don Quijote en su lecho de muerte y en absoluto resultan agotados como figuras novelescas;
2) dichas opciones, la de Gottlieb Rabener y la de Trapiello, traslucen que, a tres siglos de distancia, no han leído el
Quijote como parodia de los libros de caballería. Se diría que ni siquiera como libro de caballería. Los dos detectaron que uno de los códigos perpetuos de aquel universo medievalizante, la omnipotencia e inmortalidad del héroe —excepción hecha de Tirant Lo Blanc—, quedó abolido por Cervantes con la muerte de su protagonista. Como quedó sepultado —o casi— uno de los géneros que había servido de lanzadera para el nacimiento de la novela moderna. Con esa «humanización del héroe», Cervantes no solo abre el camino para un nuevo tipo de ficción, en la que los personajes que dialogan alrededor de Don Quijote lo justifican y dotan de sentido, sino que inauguró una nueva interpretación de lo que son los héroes. Si lo traemos hasta nuestros días, Rabener quiso que tomáramos conciencia de que lo que a él le interesa no es un hombre vestido de acero, sino quién modeló la armadura y el casco que poseyó cualquier don nadie antes de que Quijano los reciclara a modo de baciyelmo. ¿Qué otra cosa hizo si no? ¿Qué es el Quijote, texto y personaje, sino el reciclaje y la sublimación de muchas lecturas? A esta clase de ingenios no les intriga saber cuántos casos resolvió Sherlock Holmes, ni cuándo comenzó su enemistad con Moriarty, sino cuál es su marca de té favorita, dónde se compra las pipas, con qué frecuencia cambia las cuerdas de su violín;
3) el
Antons Pansa von Mancha de Rabener se nos presenta como un Licenciado Vidriera a contrapelo, ya que su «erudición» le acarrea bastantes problemas. He aquí otra de las claves del texto: los refranes. Para analizarlos con justeza quizá haya que carearlos con el capítulo del Quijote donde el hidalgo recrimina a su compañero: «—No más refranes, Sancho, pues cualquiera de los que has dicho basta para dar a entender tu pensamiento; y muchas veces te he aconsejado que no seas tan pródigo en refranes y que te vayas a la mano en decirlos; pero paréceme que es predicar en desierto, y “castígame mi madre, y yo trómpogelas”» (II, cap. lxvii);
4) Rabener avanza iniciativas mucho más vulgares del siglo xx, como la del editor López del Arco, quien promovió en el Madrid de 1905, con ocasión del tercer centenario de la novela, la impresión del libro Refranes de Sancho Panza. Aventuras y desventuras, malicias y agudezas del escudero de Don Quijote. Más «vulgares» porque si comparamos ese opúsculo —una retahíla de paremias— con la poliédrica comicidad de Antons Pansa, y más aún, de Sylvio Pansa, descendiente de aquel y motor de la sátira de Johann Christoph Rasche, Antons Pansa von Mancha fortgesetze Abhandlungen von Sprüchwörtern, wie solche zu verstehen und zugebrauchen sind [El uso continuado de refranes por Antons Pansa de la Mancha: cómo comprenderlos y utilizarlos] (1774), enseguida nos enfrentamos con un hecho nada baladí: si la sátira de Gottlieb Rabener era la serga de los episodios del Quijote, sobre un andamiaje de refranes y en torno a un oscurus, a un labriego de andar por casa, la de Rasche suelda el eslabón preciso para crear la «novela de la sanchificación», los libros de escudería, si se admite la licencia; esto es, aquellos que otorgan el primado a individuos que tienden a quedar ocultos entre bambalinas. Uno y otro relato, las andanzas de Antons y Sylvio Pansa, que hasta donde yo sé no se han traducido al español y tampoco reeditado, debieran recuperarse en una edición crítica, precedidos de una buena introducción y, sobre todo, vertidos a nuestra lengua con la pericia de la que Rivero hace gala al extractar el rosario de refranes, que mantienen todo el sabor de la época.

38Por la simple razón de que ambos se acercan a un género poco frecuentado aquí, la paremiología, y que resucita muchas notas de la agudeza barroca: narran una breve historia ensartando refranes, justo lo que incordiaba a Don Quijote en el capítulo lxvii de la Segunda parte. Pero es que, además, de estas curiosas novelas a algunos de los triunfos de la literatura de vanguardia —los Disparates y Caprichos (1921-1925) de Gómez de la Serna— solo hay un salto (con tirabuzón).

39En la órbita de los anteriores hay que situar el Don Ambrosio Pansa von Mancha des Jüngern [Don Ambrosio Pansa de la Mancha el joven] (1755), de Johann Mertin Meyling, también de la familia de Sancho, aun cuando no sea pariente de Antons y Sylvio. Mayor enjundia encierra el cervantismo de Wieland, quien en Don Sylvio (1763) optimiza el tópico del manuscrito encontrado y diseña a un campesino huérfano, criado por su tía, doña Mencía, que instruye al muchacho en la afición por las caballerías. Los párrafos que dedica Rivero a esta última novela, así como las consagradas al Grandison der zweite [Grandison II] (1760), de Musäus, o al Der neue Amadis [El nuevo Amadís] (1771), de Wieland, son de lo más recomendables.

40Citaré asimismo el Tobias Knaut (1773) de Wezel, con notorias similitudes con el Tristram Shandy en lo que concierne a su afición por las digresiones, si bien se sitúa en las antípodas de Sterne al parodiar la Empfindsamkeit, o sea, el sentimentalismo. Tampoco son desdeñables ni el Belphegor (1776) de Wezel, donde Cervantes se da la mano con la sátira de Voltaire, ni el Siegfried von Lindenberg (1779), de Müller, novela en la que un hidalgo del Pommerland sueña con convertirse en caballero o emperador, para lo cual trata de ejecutar las acciones con las que otros no llegaron a serlo. En la línea de la sátira contra el fanatismo y la condena del entusiasmo descuella el Wendelin von Karlsberg (1789) de Schulz, con elementos tan modernos —antepasados de las ocurrencias de Dickens (Los papeles del Club Pickwick) o Chesterton (El hombre que fue Jueves)— como su ingreso en un club donde comienza a leer escritos de corte anarquista: la revista Berliner Monatschrift y las cartas de Schlözer.

41Quizá el díptico que más puede atrapar al público actual sea el formado por el Erscheinung und Bekehrung des Don Quijote von Mancha im letzten Viertel des 18 JH [Aparición y transformación del Don Quijote en el último cuarto del siglo xviii] (1786), de L. Meister, y el Freymaurerische Wanderungen des weisen Junkers Don Quijote von Mancha und des grossen Schildknappen Herrn Sancho Pansa [Andanzas francmasónicas del hidalgo Don Quijote de la Mancha y del gran escudero Don Sancho Panza] (1787), de Göchhausen, por su propensión a satirizar a jesuitas y masones, con una fantasmagórica resurrección del Caballero de la Triste Figura en la primera de ellas.

42Luego todavía se pueden formular vías de análisis: 1) Rivero evidencia con este catálogo de obras, muchas de ellas no desconocidas, pero sí semiolvidadas, que la traducción de libros (neo)clásicos alemanes, a la zaga de modelos hispánicos del xvii, reclama nuevos estudios; 2) las secuelas germanas del Quijote, más o menos puras, invitan a trazar un panorama semejante en la literatura peninsular. Quiero decir que disponemos del acervo de versiones que ha generado la novela cervantina desde el siglo xvii al xxi, e incluso de sus adaptaciones fílmicas (vid. Fernando Herranz Roset, El Quijote y el cine, Madrid, Cátedra, 2005), pero se ignora mucho acerca de los textos que surgieron como derivación (o serga) de lo acontecido en los capítulos del complutense. Y no solo en prosa, sino también sobre las tablas, universo al que no se asoma Rivero Iglesias. Extraña que los alemanes se afanaran en continuar las fortunas del hidalgo y sus vecinos, y que en nuestro país —a diferencia del Lazarillo, prolongado por una Segunda parte anónima en 1555, y por la de Juan de Luna en 1620; o de la pastoril, que vio como La Diana de Montemayor (1554) se dilataba con La Diana enamorada de Gil Polo (1564)—, no hayan sido objeto de excesivas secuelas.

43Huelga decir que contamos con el enigmático ejemplo de Avellaneda, la mecha que prendió el fuego para que Cervantes escribiera la Segunda parte de su libro (1615), pero no sobran las continuaciones: los spin-off de sus personajes. Sí por el contrario las refacciones, y hasta las parodias al cuadrado. Tal vez esto responda a que el Quijote despidió un género en España —las caballerías— para fundar otro, la novela, y casi de inmediato se erigió en clásico: burlón, pero clásico al fin. Por el contrario, El Lazarillo y La Diana trazaron la senda por la que caminarían la picaresca y la pastoril; amén de que el primero no conquistó el favor editorial hasta los albores del Seiscientos.

44Si posamos la mirada sobre otras publicaciones cervantinas, pongamos por caso las Ejemplares, la situación, stricto sensu, no es muy diferente. Lo más llamativo sería el reciente descubrimiento por Abraham Madroñal de la edición príncipe de las Novelas de varios sucesos en ocho discursos morales (1635), de Ginés Carrillo Cerón, que se creía perdida. No ha revelado en qué biblioteca se tropezó con ese volumen, aunque anuncia que lo hará en un próximo artículo (compilado en Novela corta y teatro (1613-1685): vínculos y relecciones, Madrid, Sial, 2012). Como digo, esta colección es valiosa por su séptimo relato, Los perros de Maúdes, que continúa El coloquio de los perros allí donde lo interrumpió Cervantes. ¿Para cuándo, pues, con una metodología tan rigurosa como la de Rivero, un libro que dé noticia de la recepción de nuestra novela corta en Alemania y Suiza, teniendo en cuenta que desde 1685 en España solo se estamparon reimpresiones de las ediciones áureas?

45Dejo al margen, por supuesto, la novela histórica de la segunda mitad del xx, con obras tan sobresalientes como Bomarzo o, en menor grado, El laberinto, de Mujica Lainez, porque el argentino metamorfosea a Cervantes y Lope en secundarios dentro de sus tramas, no así a los personajes creados por aquellos.

46Rivero dedica las últimas reflexiones del ensayo a la relación entre Cervantes y Goethe. No son las más atinadas del conjunto, ya que funcionarían mejor como artículo. Quizá porque el autor de Fausto escribe a caballo entre dos siglos y tampoco la autora aclara por qué le tributa mayor espacio que a los anteriores. Con todo, Rivero delimita las lecturas preferidas por Goethe (La Numancia y las Ejemplares) para identificar, a renglón seguido, los ecos del Quijote en el Götz von Berlichingen (1773), el Werther (1774), Las afinidades electivas (1809) y Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796), a propósito de la cual, y en torno a la idea de ludus, esboza un paralelo con el enfoque de Torrente Ballester en El Quijote como juego y otros trabajos críticos, Barcelona, Destino, 2004.

47Hasta aquí nuestra ya larga salida por el Neoclasicismo alemán y, más aún, por las aventuras del hidalgo desde el Danubio a la Selva Negra. Aunque a la recepción que nos entrega Rivero podría sumarse el mundo de la pintura y el de la xilografía (vid. José M. Lucía Megías, Leer el Quijote en imágenes, Madrid, Calambur, 2006; Los primeros ilustradores del Quijote, Madrid, Ollero & Ramos, 2005), siempre después de aplaudirle su sensata bibliografía —hablamos de Cervantes, sinónimo de océanos de ensayos, artículos, reseñas—, la conclusión que extraigo de su trabajo es que por mucho que nos supongamos capaces de alumbrar casi todos los secretos de la novela barroca, si pasamos por alto aspectos tan esquivos —hasta hoy— como su crédito en Alemania, no tendremos más remedio que confesarnos caballeros de menor pelaje y jinetes de más tibias monturas.

48Con la recuperación para la causa cervantina de Bodmer, Gerstenberg, Lessing, Wieland, Gottsched o Flögel, se confirma que Wölfflin no erraba al pretender que las luminarias artísticas, o críticas, sean de donde fueren, permanecieran a contraluz, por un instante, para abrir otra habitación, con vistas a un telar sin nombres. Y añadiría que sin nombres repetidos o manoseados en demasía. Ese tapiz ha comenzado a trenzarse, por una de sus más bellas esquinas, la de los tipos de verde que exige la hilatura del paisaje de Oviedo con el de Münster, por el libro de Carmen Rivero. Don Quijote piruetea justo en el centro.

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Para citar este artículo

Referencia en papel

Rafael Bonilla Cerezo, «Don Quijote en el país de los Nibelungos (1700-1800)»Criticón, 113 | 2011, 153-166.

Referencia electrónica

Rafael Bonilla Cerezo, «Don Quijote en el país de los Nibelungos (1700-1800)»Criticón [En línea], 113 | 2011, Publicado el 01 noviembre 2011, consultado el 30 noviembre 2024. URL: http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/criticon/2367; DOI: https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/criticon.2367

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