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Notas
Lazarillo de Tormes, p. 135. Desde este punto, cito por la edición de Francisco Rico.
Es más, como prolongación natural de aquel proceso de integración y ascenso en la sociedad cortesana, el autor de la Segunda parte convierte a Lázaro, una vez transformado en atún, en mayordomo de la Casa del rey de los atunes, oficio donde pone en práctica las enseñanzas del escudero de la primera parte, tal y como describen Piñero Ramírez, 1990, y Núñez Rivera, 2003, p. 351 y ss.
Segunda parte de Lazarillo de Tormes, p. 23. Sigo en adelante la edición de Florencio Sevilla.
Los principios que inspiran los estudios sobre la Corte quedan descritos en Martínez Millán, 2006.
Véanse, al respecto, las explicaciones de Álvarez-Ossorio, 1998, p. 299 y ss.
Álvarez-Ossorio, 2001, p. 45 y ss.; y Martínez Millán, 2009, p. 686, describieron los caminos de acceso a la nobleza y el honor abiertos en la sociedad cortesana por el patronazgo regio.
Sobre el sistema de la gracia en la Monarquía hispana, consúltese el trabajo de Álvarez-Ossorio, 2006.
Los fundamentos de la mentalidad tradicionalista y la identidad “cristianovieja” fueron aclarados y deslindados por Martínez Millán, 2007, p. 50 y ss.
Esta segunda línea de pensamiento, que acabó siendo desplazada y condenada desde la cúspide del poder político conforme avanzaba el siglo xvi, dio aliento a las distintas facciones que, desde finales de la centuria anterior, abogaron en la Corte española por la práctica de un humanismo político y cultural. Entre ellos se contaron los servidores afines a Isabel la Católica, los erasmistas del séquito de Carlos V y, más adelante, los miembros del partido de Éboli, tal y como se detalla en Martínez Millán, 1998.
Como explica Álvarez-Ossorio, 1998, p. 289, n. 2, la sociedad política («aquellos grupos organizados capaces de influir regularmente en la toma de decisiones que les afectan») del Antiguo Régimen, estaba conformada, con ciertas variaciones según los territorios de la Monarquía, por «los rangos medianos-superiores y más operativos de la nobleza, el alto y medio clero y los grupos de plebeyos cuyo trabajo les permitía una cierta acumulación de capital y el acceso a la esfera del honor».
Las relaciones de servicio establecidas en el Antiguo Régimen quedaron descritas en Maravall, 1990.
Reproduzco en estos párrafos las observaciones de Álvarez-Ossorio, 1998, p. 301 y ss.
Sobre la aspiración personal de medro, véase el capítulo de Maravall, 1986, pp. 350-408.
La configuración del llamado discurso cortesano y el florecimiento de la literatura áulica en las distintas tradiciones europeas recibió tratamiento en el estudio clásico de Quondam, 1980.
Sobre la formación humanística del moderno gentiluomo, véase Quondam, 2006.
Como producto derivado de la institutio humanística destinada a la educación de la joven aristocracia europea, el arte de la cortesanía tuvo como objeto la formación integral del individuo para la vida en Corte. Saber leer, escribir, conversar, gesticular, danzar o montar a caballo fueron sólo algunas de las destrezas que conformaron la nueva forma de vida descrita y definida por aquel arte, del que se ocupó una copiosa literatura que tuvo desde un principio su referente universal en El cortesano de Castiglione. Con la expansión del modelo áulico al conjunto de la sociedad política, la cortesanía, las buenas maneras, se impusieron también en su seno, fuera de palacio, de tal modo que el ingreso en dicho entorno de sociabilización privilegiada llevó aparejado el aprendizaje —las más veces, como en el caso de Lázaro, a través de la observación y la emulación— de unas habilidades prácticas imprescindibles para moverse con gracia y desenvoltura en el proceloso laberinto de la Corte (y de la sociedad cortesana). Fruto de esta necesidad pedagógica, pronto surgieron, en lengua vulgar, libros de institutio especializados en la modelización de ciertas figuras (el secretario, el capitán, la viuda) o circunscritos a determinados temas (como los manuales de escribir cartas mensajeras), que, junto a los libros de avisos y la literatura anticortesana, conformaron el llamado discurso cortesano, mal estudiado todavía en la tradición española.
Esta es una de las principales ideas defendidas por Elías, 1987, p. 229 y ss.
Véanse al respecto las reflexiones de Elías, 1993, p. 314 y ss.
Sobre el particular, son esclarecedores los comentarios de Guillén, 1988, pp. 93-97.
Según Rico, 1988b, pp. 57-58, el pregonero actuaría como aquellos autores que componían epístolas privadas haciendo un uso literario de la lengua y considerando su posible difusión pública.
Adviértanse los dislates acumulados en «un exordio escrito con una técnica cercana a la de algunas sátiras de Horacio o Juvenal, en donde la voz, pese a su buena intención, dice involuntariamente una cosa por otra, se contradice y se trabuca, rompe la lógica del discurso o trangrede, por torpeza, las convenciones retóricas y literarias al uso» (Madrigal, 2001, p. 404).
Lázaro adopta así la actitud propia de un historiador —no de un fabulador— que escribe para que los hechos no caigan en el olvido y sirvan de ejemplo a la posteridad (Ramajo Caño, 2001, pp. 354-355).
El sentido de estas líneas prolonga el carácter paródico del “heroico” título (Ayala, 1971, pp. 22-24).
Véase Rico, 1988b, p. 58.
En la sociedad cortesana, el honor no era un valor restringido al ámbito de la consideración social, sino que se relacionaba, al mismo tiempo, con la idea de utilidad y provecho (Mozzarelli, 1980).
La puesta en escena de los atributos personales, como elemento clave del arte de la cortesanía, fue magistralmente explicada por Quondam, 1987, pp. xix-xx.
Este aspecto fue ya resaltado por Gilman, 1966, pp. 150-151.
El deseo de honra y alabanza es lo que explica, internamente, la difusión pública de la carta y la irrupción de Lázaro como autor literario, tal y como señaló Rico, 1988b, pp. 58-59.
El «grosero estilo» de Lázaro ha sido considerado por Joset, 1998, como propio de un hombre humilde, cuya existencia literaria no era concebible fuera del registro cómico y el estilo burlesco.
Así lo hizo Ife, 1992, p. 47, quien habló de un primer prólogo dirigido por el autor real a los lectores, y un segundo —ya dentro de la ficción— enunciado por Lázaro de Tormes para Vuestra Merced.
Sobre el particular, véanse los argumentos de Navarro Durán, 2003, pp. 14-24.
Como un «acto de obediencia» lo calificó en su día Guillén, 1957, p. 268.
Sobre el caso existen dos corrientes interpretativas fundamentales, la primera, encabezada por Rico, 1988a, pp. 13-16; 1988c, pp. 76-77; y 2000, pp. 22-26, y Lázaro Carreter, 1972b, p. 85, considera que el caso del prólogo coincide con el del tratado VII, de manera que no sería otra cosa que el famoso ménage à trois; la segunda, por el contrario, surgida a partir de los comentarios de Sobejano, 1975, pp. 30-32, rechaza tal identificación y prefiere, con García de la Concha, 1981, p. 80 y ss., a la cabeza, vincular el caso con algún aspecto general concerniente a la propia vida de Lázaro de Tormes, como, por ejemplo, «el proceso de sus cambios de fortuna» (Sobejano, 1975, p. 31), el status fortunae meae (Carrasco, 1987), el modo en que alcanzó la cumbre de toda buena fortuna (Ynduráin, 1992, p. 479) o su llamativa y equivocada concepción de la honra (Rey Hazas, 2001, pp. 281-282).
Para Ynduráin, 1992, pp. 478-479, Lázaro procede como un historiador que cuenta ordenadamente, es decir, por y desde el principio, acontecimientos verdaderos sucedidos en realidad.
Así lo cree Rico, 1988c, p. 81.
Ynduráin, 1992, p. 479: «Para mí, lo que Vuesa Merced pregunta a Lázaro es cómo ha llegado a la cumbre de toda buena fortuna».
Como exige Rico, 1988c, p. 76.
Al contrario opinan quienes, como Cabo, 1995, explican la estrategia retórica de Lázaro como una insinuatio, en la que, para protegerse, el narrador se ocuparía principalmente de un asunto (su ascenso social) por el que no ha sido preguntado, para venir al caso sólo al final, muy brevemente y de soslayo.
La tradición epistolar en la España del siglo xvi ha sido descrita, en sus líneas maestras, por García de la Concha, 1981, pp. 47-70; Rico, 1987, pp. 66*-77*; e Ynduráin, 1988.
Al respecto, véase Lázaro Carreter, 1972a, pp. 41-46.
Véanse las observaciones de Rico en Lazarillo de Tormes, 1987, p. 10, n. 22.
El género epistolar, por tanto, participó del movimiento general que llevó al clasicismo a erigirse en tipología cultural dominante durante el Antiguo Régimen, tal y como explica Quondam, 2005.
Como los de Juan de Yciar (1547), Gaspar de Texeda (1547 y 1549) o Antonio de Torquemada, en el seno de su Manual de escribientes (1552). Sobre los mismos, véanse los comentarios de García de la Concha, 1981, pp. 63-69; e Ynduráin, 1988, pp. 61-67.
Empleando como apoyo la retórica clásica, se han vertido muy diversas opiniones acerca de la modalidad epistolar a la que se adscribe el Lazarillo de Tormes. Quienes, como Rico y Lázaro Carreter, consideran que el caso del prólogo coincide con el del tratado VII, entienden que la carta tendría una intención esencialmente expurgativa —caería, en cierto modo, dentro del genus iudiciale— (Rico, 1988c, p. 82), pues estaría escrita como defensa para justificar el ménage à trois, Por el contrario, aquéllos que, como García de la Concha, 1981, p. 84 y ss., no aceptan tal identificación, tienden a considerar el asunto de la epístola como de genere humili, puesto que se trataría de un caso insignificante —la biografía de un pregonero— con matices plebeyos y vulgares.
Comparto, en este sentido, las explicaciones de García de la Concha, 1981, pp. 67-70, quien certeramente situó la carta de Lázaro en el ámbito de la cortesanía.
El hecho de que Lázaro penetre, al final del relato, en la sociedad cortesana resulta fundamental para apuntalar la ilusión realista —descrita por Lázaro Carreter, 1972a, pp. 50-57; y Rico, 1987, pp. 73*-77*— destinada a hacer pasar la carta por verdadera creación del pregonero.
Sintetizo en las líneas que siguen las explicaciones contenidas en García de la Concha, 1981, pp. 71-79.
Muy plausibles, a este respecto, nos parecen los argumentos de Navarro Durán, 2003, pp. 28-31, quien, además de recordar el uso del pronombre «ella» en referencia a Vuestra Merced y subrayar las disculpas introducidas por Lázaro al relatar las indecorosas hablillas que corrían sobre su mujer (acusada de haber parido tres veces), da cuenta de la aparición, en el manuscrito B del Buscón, de un destinatario femenino (“Señora”), escogido, casi con seguridad, por emulación del Lazarillo. Este hecho reforzaría la hipótesis que mantenemos, al alejar la epístola del campo judicial y situarla en el ámbito general de la cortesanía.
La doble perspectiva que rige el discurso de Lázaro fue descrita por Rey Hazas, 2001, pp. 283-284.
Esta ironía primaria, proyectada por Lázaro sobre la materia narrada, además de desvirtuar el sistema de valores encarnado por sus distintos amos (la caridad del clérigo de Maqueda, la honra del escudero) y de crear interesada ambigüedad mediante dobles sentidos («[mi padre] padesció persecución por justicia»), sirve para difuminar una realidad demasiado descarnada (esas «otras cosillas» que calla Lázaro) para ser mostrada abiertamente al respetable Vuestra Merced. Al respecto, véanse García de la Concha, 1981, pp. 218-229; Maravall, 1986, pp. 631-638; y Bueno, 2003, pp. 290-291.
En términos reveladores expresó esta idea García de la Concha, 1981, p. 242: «A contrapunto de otra moda, denunciada, como se recordará, por Erasmo en su coloquio “Ementita nobilitas” —la de fingir cartas en demanda de noticias de la propia vida, a fin de conseguir honra—, un anónimo humanista español introduce a su criatura, el pobre Lázaro González Pérez, en el mundo de la cortesanía, convirtiéndole para ello en el donoso, facecioso, hablador, el cortesano Lázaro de Tormes que presenta y recita su carta autobiográfica en demanda de honra». En la misma línea, Ynduráin, 1988, p. 56, puso de manifiesto el vano cultivo de las cartas mensajeras por parte de quienes trataban de mostrarse, sin serlo, como buenos cortesanos.
Sobre la significación del nombre y oficio de los padres de Lázaro, véase Redondo, 1987, p. 83 y ss.
Así lo interpretó con acierto Wardropper, 1961, p. 442.
Aquel hogar representa para Lázaro un espacio de amparo y protección frente a la frialdad de su aceña natal y la hostilidad de las fuerzas externas, en palabras de Casanova, 1980, pp. 518-521.
Sobre el peso en la educación de Lázaro del sistema de valores y los modelos de conducta aprendidos de sus progenitores, véanse los comentarios de Maravall, 1986, pp. 440-449.
Lázaro Carreter, 1972b, pp. 89-97; y Rico, 2000, pp. 31-33, describieron las simetrías que vinculan el tratado I con el Lázaro triunfante del tratado VII.
La ciudad constituyó el ecosistema “natural” del pícaro: un espacio amplio, rico y civilizado donde sus habitantes se desconocían entre sí y era, por tanto, posible suplantar, desde el anonimato, la identidad de los privilegiados con el fin de integrarse y medrar. Al respecto, véase Maravall, 1986, pp. 698-753.
Dicho proceso ha quedado descrito en Maravall, 1986, pp. 245-293, quien explica la pérdida de los lazos familiares, geográficos, religiosos y socio-políticos padecida por el pícaro.
La relación entre los avisos del ciego y la tratadística —en particular, los manuales de comportamiento destinados a los “hombres nuevos”— fue ya apuntada por García de la Concha, 1981, pp. 194-196.
La obra de fray Antonio de Guevara —en especial, la de temática áulica— resulta esencial para el conocimiento del contexto referencial del Lazarillo, tal y como intuyó Ruffinatto, 2000, pp. 375-376; y ha demostrado después Rodríguez Mansilla, 2006, pp. 119-123.
Este ideal antropológico surgió como consecuencia de las decisivas alteraciones sufridas en su código genético por el arte de la cortesanía conforme avanzaba el siglo xvi: si en el modelo humanístico de Castiglione la perfección ética y estética del individuo representaba el único medio aceptable para alcanzar el favor del poderoso dentro del sistema de la gracia, en la corriente que arranca de Guevara y culmina en Gracián —a la que nos remitimos para entender a Lázaro— se observa, por el contrario, el predominio de lo útil frente a lo honesto, de manera que la literatura áulica inspirada en tales principios, antes que cincelar la figura del perfecto cortesano, trata de transmitir, como las enseñanzas del ciego, un elenco de avisos y consejos prácticos destinados a la supervivencia y el triunfo del discreto en la escena social mediante la tecnificación de su conducta.
Así lo reconoce Maravall, 1986, p. 440.
Véase al respecto, Torres Corominas, 2010, pp. 1219-1220.
Ya García de la Concha, 1981, pp. 242-243, advirtió que, desde un punto de vista retórico, el modo de hablar del ciego concordaba con el propuesto por Castiglione para su cortesano. Acerca de esta decisiva expansión de la cultura áulica a todos los estamentos sociales, véase Maravall, 1986, p. 624.
La dinámica de asedio al espacio vedado del fardel fue explicada por Casanova, 1980, p. 522.
Al respecto, véase Maravall, 1986, p. 475.
Así lo han calificado, entre otros, Ayala, 1971, pp. 42-43; y Ruffinatto, 2000, pp. 328-333, quien destaca las reminiscencias judaicas tanto del avaro personaje como de su “sagrada” arca.
Sobre la simbólica expulsión de Lázaro, véanse los comentarios de Casanova, 1980, pp. 526-527.
Con ella, García de la Concha, 1972, pp. 251-252, define a ese Dios instrumentalizado y utilitario que colabora con Lázaro, por ejemplo, en la venganza perpetrada contra el ciego o en la profanación del arca.
Baste recordar las palabras con que Andrea Navagero describió la ciudad en los años 1525-1526: «los amos de Toledo y de las mugeres precipue son los clérigos, que tienen hermosas casas y gastan y triunfan, dándose la mejor vida del mundo sin que nadie les reprenda» (García de la Concha, 1981, p. 27).
Así lo reconoce Ynduráin, 1975, pp. 508-509.
Lázaro llega por fin al espacio propicio para la vida picaresca, un espacio urbano y cortesano, como muy claramente lo describe Maravall, 1986, p. 717: «el pícaro es un personaje de ciudad, más aún de capital y más de Corte. No será su lugar de origen, pero sí su centro de atracción […] Se ha dicho que Lázaro nunca estuvo en la Corte, no se acogió a ella. En principio esto no desmiente mi tesis sobre el ecosistema urbano del pícaro, porque para ello basta con moverse atraído por la gran ciudad, como en aquel momento lo era Toledo, que no había iniciado su declive demográfico. Lázaro no estuvo, ciertamente, en Madrid, pero en las fechas de su composición no era capital ni sede de la Corte, que en tiempos del Emperador es itinerante. Es más, si hay alguna ciudad que pueda aproximarse a lo que en otras partes era una corte real, podía ser precisamente Toledo».
El escudero del Lazarillo ha sido juzgado desde muy distintos puntos de vista: Lázaro Carreter, 1972b, pp. 140-141, destacó su carácter pintoresco e incipientemente folklórico; Redondo, 1979, p. 435, su semejanza con el pobre escudero de la realidad; Casanova, 1980, p. 534, su naturaleza fantasmal; Maravall, 1986, pp. 429, 565 y 567, su verdadera condición de pícaro; Vilanova, 1989b, pp. 246-247, su dependencia con respecto a la sátira anticortesana de raíz erasmiana; y, finalmente, Rodríguez Mansilla, 2006, p. 123, lo consideró una ridiculización de los modos cortesanos.
Sobre el sentido eminentemente desenmascarador que manifiestan los apartes del tratado III con respecto a la honra externa y a la forma de vida cortesana, véase Bueno, 2003, pp. 291-293.
Como contraste entre la moral mundana (del escudero) y la moral divina calificó Wardropper, 1961, p. 445, la exclamación de Lázaro, tras cuyas palabras se intuye la sensibilidad religiosa del autor (Ayala, 1971, pp. 91-92).
Su inverosimilitud, dado el grado de madurez de Lázaro, fue reseñada por Lázaro Carreter, 1972b, pp. 151-152; y Ayala, 1971, pp. 62-65, entre otros.
Véanse las explicaciones de Ynduráin, 1975, pp. 510-512.
La difícil encrucijada vivida por los escuderos tras el ocaso de la caballería fue descrita por Redondo, 1979, pp. 422-423, quien recuerda la presión a la que, en sus aldeas, estuvieron sometidos (pp. 425-427).
Véase Torres Corominas, 2010, pp. 1223-1226, donde queda de manifiesto la rectitud moral que alienta al perfecto cortesano de Castiglione, «maestro de virtud» para su príncipe o señor. Acerca de las enseñanzas del escudero, véase también Torres Corominas, 2014.
Lázaro representa así la víctima “purificada” de su tercer amo (Ynduráin, 1975, pp. 513-515).
A partir de este punto, Lázaro se convertirá definitivamente en un individuo insolidario, pragmático y prudente, conforme a la descripción que Maravall, 1986, p. 315, ofrece del arquetipo: «La soledad del pícaro es un estado de ruptura de solidaridad, de lazos altruistas con los demás, con los cuales, no obstante, se sigue coexistiendo o, quizá mejor, coestando, pero transformando a los acompañantes en instrumentos para los móviles de la conducta picaresca. […] Es una situación social en la que el individuo opera inspirado por el principio fundamental de la sociedad barroca: la prudencia».
Las connotaciones psicológicas del cambio de ritmo fueron señaladas por Guillén, 1957, pp. 275-278.
Como afirma García de la Concha, 1981, pp. 205-206, con la experiencia del buldero culmina el proceso de “avivamiento” de la visión de Lázaro, a quien, en adelante, ya no confundirán las apariencias.
Dicha hipótesis sostiene Molho, 1985, pp. 77-78.
Véase García de la Concha, 1981, p. 107.
Sobre la significación de la vestimenta y la espada de Lázaro, véanse Márquez Villanueva, 1968, pp. 93-94; y Maravall, 1986, p. 555.
Como tal fue considerado el oficio por Bataillon, 1968, p. 67 y n. 57, quien apoyó su opinión en numerosos testimonios de época. No obstante, sus afirmaciones quedaron matizadas por García de la Concha, quien, ya en 1972, p. 273, dudaba al respecto: «Y, sin embargo, los datos objetivos quizás nos engañen. No se puede perder de vista la creencia común de que cualquier oficio real bastaba para dar honra». Años más tarde, en 1981, pp. 114-115, confirmaría que «el cargo era fuente de buenos ingresos», y explicaría que, para acceder al mismo, conforme señalaban las Ordenanzas municipales, era necesario que los aspirantes fuesen «hombres buenos y de buena vida y fama y no viles personas ni mal infamados; hábiles y pertenecientes para usar del dicho oficio, que tengan voces altas y claras y elegibles a vista y examinación de los mayores». Si a esto se añade que los pregoneros eran recibidos por el justicia y los regidores de cada ciudad, se entiende bien que Lázaro, para su ascenso, haya necesitado vestirse como «hombre de bien» y ser patrocinado por «amigos y señores», o que, más adelante, defienda públicamente, con inusitada agresividad —le iba el empleo en ello—, la honra y buena fama de su esposa.
Al respecto, véanse los comentarios de García de la Concha, 1981, p. 150.
Si se considera que la Corte del Antiguo Régimen, en tanto que sistema político, estaba configurada, más allá del lugar donde se hallase el rey (curia), por un grupo de personas (cohors) que, unidas a través de redes clientelares y distribuidas sobre el territorio, servían a la Corona y representaban, junto a sus instituciones, el cuerpo de la Monarquía, entonces no cabe duda de que Lázaro de Tormes, tras obtener un oficio real con la ayuda de «amigos y señores», pasa a ser, en toda regla, un cortesano, aun ocupando el último escalón dentro del sistema de la gracia. Todos estos oficiales, en fin, debido a su carácter representativo, debían estar versados en el arte de la cortesanía, que les permitía desenvolverse con gracia, naturalidad, dignidad y decoro en los círculos de sociabilización privilegiada.
Aquella casilla, que se levanta apoyada en la del arcipreste, protector de la pareja, encarna para Lázaro valores de amparo y protección frente al mundo exterior (Casanova, 1980, pp. 536-539).
Como explicó Wardropper, 1961, la degradación moral de Lázaro, consistente en confundir lo bueno con lo provechoso, conducirá al protagonista a sacrificarlo todo por sobrevivir y medrar, hasta adoptar, en última instancia, una actitud hipócrita ante la vida semejante a la de sus distintos amos.
En este punto, coincido plenamente con la interpretación ofrecida por Carrasco, 1993.
Alcanzar el nivel de la honra, aparejado a la riqueza, a una cómoda forma de vida y a cierto prestigio social, era el objetivo último del pícaro (Maravall, 1986, p. 420), de ahí que Lázaro defienda con tanto ahínco la honradez de su esposa y, con ella, el terreno conquistado gracias a su ingenio e industria.
Maravall estudió la casa como símbolo de medro en la novela picaresca (1984, p. 322) y, en general, de status en el Renacimiento (1986, pp. 575-579).
Según nuestra lectura, Lázaro dejaría la pluma en este punto —a pesar de que el tiempo de la enunciación se sitúa en un momento posterior, como apuntara en su día Ayala, 1971, pp. 80-81, y explicase después Carrasco, 1991— por ceñirse estrictamente a la pregunta de Vuestra Merced (¿cómo ha llegado a la cumbre de toda buena fortuna?), para quien, desde luego, resultaría impertinente el relato de acontecimientos posteriores una vez aclarado el caso de ascenso social.
Véase García de la Concha, 1981, p. 83.
Al respecto, véase Lázaro Carreter, 1972b, pp. 65-67; García de la Concha, 1981, pp. 192-193; y Rico, 2000, pp. 30-37.
A través de los “apartes”, Lázaro desvela su interioridad a lo largo de la novela, bien para dar cuenta de las enseñanzas aprendidas con cada experiencia, bien para desenmascarar a los hipócritas con quienes se topa (Bueno, 2003, pp. 287-294). Llegado el tratado VI, sin embargo, los apartes cesan y el silencio, hacia el que ya apuntaba el tratado IV, se hace absolutamente predominante: ya no es tiempo de desvelar la realidad oculta tras la farsa de sus distintos amos, ni tampoco de adquirir nuevos conocimientos, sino de enmascarar su personaje (y su discurso) camino de la “cumbre” (Bueno, 2003, pp. 293-295).
Maravall, 1986, p. 360 y ss., describió el proceso de usurpación protagonizado por el pícaro cuando, bloqueadas sus aspiraciones de medro, ha de tomar caminos desviados (basados en el engaño y el fraude) para alcanzar la forma de vida cortesano-aristocrática propia de los privilegiados.
En términos muy semejantes lo expresó Maravall, 1986, pp. 474-475.
Sobre la ostentosa exhibición por parte de Lázaro, como primer pícaro, de la forma de vida que trata de emular (vestido, espada, oficio, casa, riqueza y honra), véase Maravall, 1986, pp. 530-541.
Frente a Truman, 1969, p. 65, que consideraba a Lázaro como una parodia del homo novas, otros autores, como García de la Concha, 1981, p. 152, han juzgado con acierto que la obra no participa propiamente —Lázaro no es, en rigor, un “hombre nuevo”— en la polémica sobre la nobleza.
El discurso enunciado por Lázaro de Tormes imita el discurso cortesano de un homo novus, mas, sobre el mismo, el pícaro realiza una sistemática inversión de valores (lo bueno es lo provechoso, la virtud es la industria, etc.) destinada a camuflar y justificar su conducta (Maravall, 1986, pp. 372-375 y 428-429). De ahí que, para demostrar su tesis, la voz del pregonero se torne falaz: «Lázaro-narrador debe utilizar el reverso de los signos y explotar oportunamente los mecanismos de la ficción narrativa haciendo creer que la luz procede de la ceguera, la caridad cristiana de la avaricia, la honra del deshonor, la capacidad del engaño, y la felicidad, finalmente, de la aceptación de los cuernos» (Ruffinatto, 2000, p. 337).
Esta lectura “crítica” de la epístola, aunque inducida y privilegiada por la perspectiva de Vuestra Merced (desde la que contempla también el lector como receptor secundario de la carta), no viene impuesta en el texto —claro síntoma de su modernidad— de manera dogmática o doctrinal, sino que, antes al contrario, la fórmula empleada permite a cada lector contrastar su propio punto de vista con el de Lázaro, para, desde el mismo, aprobar o refutar su tesis. De ahí la consabida ambigüedad y polisemia de la obra —recalcada, entre otros, por García de la Concha, 1981, pp. 206-212; Rico, 2000, pp. 47-59; Ruffinatto, 2000, pp. 336-339; o Rey Hazas, 2001, pp. 298-300— que no impide, en cualquier caso, a pesar de la complejidad y sutileza del artificio, interpretar el sentido del Lazarillo a la luz de la historia.
A través de esta segunda clase de ironía, el autor busca la connivencia del lector, a quien supone la capacidad de descubrir el juego literario (el carácter falsario y paródico de Lázaro) y la verdad última que se esconde tras el discurso triunfante del pregonero (García de la Concha, 1981, p. 216).
En el marco de una sociedad en transición que favorecía las aspiraciones individuales de medro, Maravall, 1986, p. 365, describió al pícaro como «contrafigura, versión en un espejo deformador, esperpéntico, del individuo que el Renacimiento exalta».
Los elementos paródicos desplegados en el Lazarillo de Tormes fueron estudiados detalladamente por Ruffinatto, 2000, pp. 316-339.
Los atributos originales del perfecto cortesano a partir de los que se realiza la deformación paródica en el Lazarillo se concentran en el libro I de El cortesano. Véase Torres Corominas, 2010, pp. 1209-1217.
Aquellas habilidades prácticas que habían de desplegarse en la escena de la Corte fueron descritas en el libro II de El cortesano. Han sido estudiadas en Torres Corominas, 2010, pp. 1217-1220
Véanse las observaciones de Maravall, 1986, pp. 371-372; 477-487 y 623-630.
Sobre la perspectiva de lectura y sus connotaciones morales, véase Ayala, 1971, pp. 31-35.
Como certeramente apunta Vilanova, 1989a, p. 220: «es evidente que la intención primordial en que se inspira [el autor anónimo] es la de mostrar a qué precio consiguen evadirse de su humilde estado y escalar puestos más altos quienes, al no haber sido educados en el culto de la piedad y la virtud, se han visto forzados por la imperiosa necesidad de subsistir, a buscar sólo la ganancia y el provecho»
Sobre la deshonra e hipocresía de los otros, véanse los comentarios de Maravall, 1986, p. 603.
Ya Gilman, 1966, p. 151, consideró al Lazarillo como una sátira; pero fue Parr, 1979, p. 378, quien identificó con lucidez el objeto de aquel incisivo discurso: «En el Lazarillo no puede ser sino la política imperialista del emperador, la que ha contribuido a la creación de una sociedad de valores invertidos».
Con acierto, Piñero Ramírez, 1990, pp. 599-601, situó al Lazarillo en la línea del humanismo crítico que tan profusamente cultivara el tópico del menosprecio de Corte. Recientemente, Rodríguez Mansilla, 2006, pp. 118-119, ha reafirmado el sesgo anticortesano de la obra, oculto por su ruidoso anticlericalismo.
Sobre el confesionalismo católico en España, véase Martínez Millán, 2001.
Esta hipótesis fue sustentada, en origen, por Castro, 1957.
Asensio, 1959, defendió esta posibilidad en un sugerente trabajo que vinculaba al Lazarillo con el círculo de alumbrados de Escalona, del que formó parte Juan de Valdés a mediados de la década de 1520.
A partir de las antiguas teorías de Morel-Fatio, han seguido esta opinión numerosos hispanistas como Márquez Villanueva, 1968; Ricapito, 1976; o Vilanova, 1989.
Como le acontece al “mundano” Lázaro de Tormes, en opinión de Márquez Villanueva, 1968, p. 92.
Así lo piensan, con diversos matices, Márquez Villanueva, 1968, p. 136; Ayala, 1971, pp. 94-98; Ricapito, 1976; Redondo, 1987, pp. 109-110; Vilanova, 1989; o Navarro Durán, 2003.
Comparto plenamente en este punto la impresión de Márquez Villanueva, 1968, p. 136, quien calificó la actitud espiritual que alienta el Lazarillo como propia de un «cristianismo desesperanzado».
El origen medieval de la sátira anticortesana, como parte de la sátira dirigida contra el Mundo por los moralistas cristianos, fue recordado por Ayala, 1971, pp. 88-89, quien, sin embargo, atribuye el desprecio por la forma de vida cortesana a una mentalidad “moderna”, defensora del esfuerzo y mérito personales.
Esta idea fue defendida originalmente por Wardropper, 1961, p. 446; y, más adelante, suscrita por Vilanova, 1989b, p. 255.
La sátira anticortesana contenida en la obra de Erasmo fue comentada por Márquez Villanueva, 1968, pp. 84-87; y Vilanova, 1989b, pp. 238-248.
Sobre el coloquio erasmiano Ementita nobilitas, véase Vilanova, 1989b, pp 257-269.
Aunque el anticlericalismo del Lazarillo no parezca específicamente “erasmista” (García de la Concha, 1972), no cabe duda de que, en líneas generales, sintonizaba con la perspectiva crítica desde la que Erasmo y sus seguidores contemplaban la corrupción de la Iglesia, de modo que no es ilícito emplearlo, a modo de indicio complementario, a la hora de deslindar la “familia ideológica” de procedencia.
Véanse las reflexiones de Vilanova, 1989a, p. 182, acerca de la corrupta educación del protagonista.
La necesidad de abrir nuevos espacios de libertad para canalizar tanto el pensamiento crítico como el sentimiento de hastío frente a la civilización de Corte, ha sido estudiada en Torres Corominas, 2013.
El hecho de que la novela no defienda abiertamente, al modo de un texto doctrinal, una cierta moral o visión del mundo, y que, antes al contrario, obligue al lector a contrastar su particular punto de vista con el de Lázaro —como ya se dijo— desacredita formalmente, por medio de la ambigüedad y la polisemia, la imposición de una verdad absoluta sobre la materia narrativa, que por esta vía adquiere entidad propiamente “novelesca”.
A este respecto, suscribo plenamente lo expuesto por Rico, 1987, pp. 13*-29*, quien da sobrados argumentos para postular una fecha de composición tardía, entre 1551 y 1553, para el Lazarillo. Esto obligaría a situar el tiempo de la acción en el marco cronológico que establecen la expedición a los Gelves de Hugo de Moncada (1520) y las Cortes de Toledo de 1538-1539. El autor, por tanto, situado a una media distancia, estaría narrando unos hechos concluidos (en la ficción) doce o trece años antes.
Con agudeza, Brenes, 1986 y 1992, descubrió en el Lazarillo de Tormes lo que parece ser un código cifrado destinado a señalar con qué cortesanos de Carlos V habría que identificar a los principales personajes de la novela: Lázaro de Tormes sería el alter ego de Gonzalo Pérez, mientras que, tras el arcipreste de San Salvador, se escondería la figura del todopoderoso secretario Francisco de los Cobos. Años después, Ruffinatto, 2000, pp. 378-381, daría crédito a la posibilidad de que nos hallásemos, en efecto, ante una “novela en clave” procedente de ambientes cortesanos, si bien reseñaba la necesidad de revisar a fondo las conclusiones de Brenes. A la luz de los estudios sobre la Corte y de la presente lectura, finalmente, aquellos datos cobran pleno sentido, tal y como exponemos en Torres Corominas, 2011.
Aquel contexto cortesano ha quedado descrito en Martínez Millán, 1998, pp. 31-55. En particular, sobre el círculo portugués y la facción ebolista: Martínez Millán, 1992; y Martínez Millán, 1994. Sobre los autores espirituales que se movieron en aquel entorno, véase también Torres Corominas, 2008.
La trayectoria editorial del Lazarillo en relación con su condena y posterior expurgación inquisitorial mereció el análisis de Bataillon, 1968, p. 71 y ss.; y Ruffinatto, 2000, p. 298 y ss.
Tras la desastrosa campaña militar en Provenza (1536), Carlos V, agotado económicamente, hubo de firmar con Francisco I de Francia la poco ventajosa tregua de Niza (1538), tras la que se celebraría, pocos meses después, la reunión de Cortes en Toledo (1538-1539) a la que parece aludir la data del Lazarillo. Calificarlo en aquella coyuntura de «victorioso Emperador», por tanto, no dejaba de resultar irónico.
El período 1551-1553, en que situamos la fecha de escritura del Lazarillo de Tormes, coincidió con una etapa particularmente difícil para Carlos V (véase Rodríguez Salgado, 1992, pp. 72-85), quien, acosado en el Imperio por los príncipes alemanes y Enrique II de Francia, hubo de huir precipitadamente de Innsbruck a comienzos de 1552 dejando quebrantada su reputación. De ahí el sentido irónico de un texto elaborado entonces que lo calificaba, aun remitiéndose a otro período, de «victorioso Emperador». Oportunamente, Lázaro Carreter, 1972b, p. 170, recordó cómo por aquellos días hasta los pliegos sueltos denunciaban el desastre español tras el «año de cincuenta».
Márquez Villanueva, 1968, pp. 91-92, situó al Lazarillo de Tormes como punto culminante de una fecunda corriente literaria, la «primera picaresca» —semejante, en cierto modo, a lo que desde los estudios sobre la Corte denominamos literatura de oposición—, en la que se incluirían obras de naturaleza diversa compuestas entre 1517 y 1559 por autores críticos, atrevidos e inconformistas que compartían una misma influencia, la de Erasmo.
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