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A vueltas con la justicia poética: ¿De cuándo acá nos vino? (Lope de Vega)

Frédéric Serralta
p. 149-158

Resúmenes

Partiendo del análisis del personaje Leonardo, galán de dudosa moralidad no obstante premiado por un desenlace feliz, el autor del artículo pone de nuevo en tela de juicio la noción de justicia poética, minimizando la importancia de las perspectivas críticas de base moral y sosteniendo que el único final justo de una comedia de Lope es el que corresponde a las expectativas objetivamente creadas por el dramaturgo en la mente del público.

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Texto completo

  • 1 Serralta, 2007 y 2009.
  • 2 Serralta, 2007, pp. 35-36.
  • 3 Frecuente, pero no constante. Hay casos, como por ejemplo Los torneos de Aragón, en los que es evid (...)
  • 4 Véase Serralta, 2009, passim.

1No pretendo volver detalladamente, en las breves páginas que aquí se inician, a un intento de teorización sobre la justicia poética en el teatro de Lope que llevé a cabo en dos estudios consecutivos publicados hace algunos años y a los cuales remito para mayor información1. Sólo recordaré que en ellos defendía, apoyándome en ejemplos concretos, la idea de que un desenlace poéticamente justo no es el que premia o castiga a los protagonistas en función de un código de índole moral exterior a la comedia, como en sus primeros escritos sobre el tema afirmaba Alexander A. Parker2, sino el que responde a las expectativas del público tal como objetivamente las ha venido creando y orientando el dramaturgo. Un complemento esencial de tal teoría era la constatación de que, cuando Lope nos lleva a desear la satisfacción final de un personaje moralmente reprensible, con frecuencia se las arregla de diversas maneras para minimizar su culpabilidad o por lo menos para que el público pueda encontrarle algunas circunstancias atenuantes. Esta costumbre del dramaturgo3 es la que da pie a una teoría diferente que subyace en algunos análisis de la crítica moderna, según la cual la situación final de los protagonistas sí que se relaciona con un código moral, aunque no exterior sino interno, propio de cada comedia y en relación directa con los requisitos de la intriga. Desde luego muy respetable y muy superior a la de Parker, esta nueva teoría no me parece sin embargo totalmente convincente4. Me cuesta creer que lo importante en este aspecto de la creación lopesca sea establecer un riguroso equilibrio «exculpante» entre valores negativos (las maldades o los pecados) y positivos (los méritos y las circunstancias atenuantes) de un personaje a primera vista criticable, equilibrio que finalmente le permitiría «merecer» su feliz destino final. Creo más adecuado opinar que, con la posible excepción de algunas obras atípicas, si el dramaturgo se esmera en limar las «asperidades» morales de tal o cual protagonista de comportamiento censurable no es para respetar, y menos aún para propugnar, cualquier tipo de justicia, ya sea externa o interna, sino con el simple fin de que al público no le parezca demasiado chocante, por ser diferente de lo que normalmente podría ocurrir en la vida real, el feliz desenlace que para dicho personaje le ha hecho esperar el autor, directa o indirectamente, desde el principio de la comedia, y que es el único objetivo hacia el cual tiende toda la evolución de la intriga.

  • 5 Utilizo la edición de Delia Gavela García, Kassel, Ed. Reichenberger, 2008.

2Bueno. Después de esta breve síntesis, forzosamente esquemática, de mis recientes reflexiones sobre el tema, lo que me propongo ahora es dedicar unos momentos al estudio de un personaje central de ¿De cuándo acá nos vino?, cuyo caso, de cara a la teoría personal que vengo evocando, me parece sumamente ilustrativo5.

  • 6 Según la definición de Delia Gavela García en su Introducción a la edición que utilizo, p. 127.

3Bastará recordar rápidamente los grandes rasgos de la acción para comprender que el tal protagonista no está, ni mucho menos, exento de culpas. El alférez Leonardo, después de acumular brillantes méritos militares en Flandes bajo el mando del capitán Fajardo, vuelve a Madrid para pretender, como tantos soldados de entonces, una recompensa real. Llegado a la villa y corte, pierde en el juego todo su dinero, así como la cadena que le había regalado su capitán. Su poco escrupuloso amigo Beltrán le lleva a falsificar la carta de recomendación de Fajardo para su rica hermana Bárbara. El alférez se finge así hijo de Fajardo, sobrino pues de Bárbara, y vive a cuerpo de rey en la casa de ésta, donde inicia unos amores compartidos con su presunta prima Ángela, a quien antes ya había visto —y de quien se había enamorado— en la calle sin conocerla. Ante la perturbadora actitud de la madre, que también se enamora de él, finge aceptar la idea de casarse con ella, miente repetidas veces, hasta que finalmente el regreso a Madrid del capitán Fajardo y la obtención de un hábito y una renta vitalicia permiten al desaprensivo Leonardo la unión final con su amada Ángela. «Jugador, embustero, embaucador»6, y sin embargo doblemente premiado en el desenlace de la obra: según la costumbre que acabo de recordar, no podía dejar el dramaturgo de otorgarle una apreciable cantidad de circunstancias atenuantes. En el detenido estudio de dichas circunstancias voy a fundar algunas observaciones relacionadas con la noción de justicia poética.

4La estafa original de Leonardo, la que me parece de mayor gravedad ética, es el fingirse hijo del capitán Fajardo mediante la falsificación de la carta. Pues bien: desde los primeros versos se afirma en la comedia una especie de filiación, ya que no genética por lo menos afectiva, que en la mente del público no podrá sino mermar la responsabilidad moral del alférez. En el momento de la despedida inicial, allá en tierras de Flandes, le dice a éste su capitán: «Como a hijo os he querido», y contesta Leonardo: «Y yo por padre, señor» (vv. 13-14). Incluso mucho más adelante, descubierta ya la trampa, insiste Fajardo en ese tipo de relación cuando afirma «que le h[a] criado» (v. 2754), aun cuando esto se deba interpretar como una metáfora del período de aprendizaje militar del alférez bajo sus órdenes.

5Igualmente se podría considerar como atenuante el hecho de que todas las mentiras de Leonardo se las sugiere su amigo Beltrán: tanto la trampa de la carta (vv. 796 sq.) como el fingir que corresponde a los amores de su «tía» (vv. 1290 sq. y 1805 sq.), aunque también es verdad que el alférez acepta los consejos sin ningún escrúpulo, e incluso a veces con entusiasmo («¡Oh, qué bien!», v. 798). Pero las disculpas más evidentes son las que se fundan a la vez en los méritos intrínsecos del galán y en las circunstancias que propician (y, desde cierta perspectiva, tal vez podrían justificar) su reprochable comportamiento.

  • 7 «… Porque habéis tan bien servido / a Su Majestad en Flandes / que a los servicios más grandes / pi (...)
  • 8 «… Hazañas que escritas quedan / con mi nombre en toda Flandes» (I, vv. 267-2675).
  • 9 «Luego que llegué a Madrid, / con ocasiones que enredan / la libertad de un soldado / que lejos las (...)
  • 10 El cual le había dicho: «… ¿Qué habéis de hacer / pretendiente y sin dinero / y enamorado?» (I, vv. (...)
  • 11 «Perdonadme, capitán, / que necesidades dan / a vuestro alférez Leonardo / los medios, de quien esp (...)

6Los indiscutibles méritos militares de nuestro alférez, altamente proclamados por su entorno (en primer lugar por su capitán)7, y luego algo inmodestamente recordados por el mismo Leonardo8, le convierten ante el público en una especie de héroe nacional a quien bien se le puede perdonar, a cambio de sus hazañas en Flandes, algún que otro desliz en su vida cotidiana. Su situación personal también se evoca explícitamente repetidas veces como una justificación de su dudoso comportamiento. Él mismo aduce al respecto su desconocimiento de los peligros de la corte, causante, según dice, de la pérdida de sus medios económicos9, él mismo subraya, repitiendo casi textualmente las palabras de su amigo y consejero Beltrán10, lo apremiante de su situación al encontrarse en Madrid «con amor y sin dinero», lo cual le lleva a pedir perdón por adelantado al capitán. Esto también puede contribuir, por supuesto, a minimizar sus culpas, aunque es curioso que no sólo se avenga a pedir perdón, sino que, siendo a un tiempo juez y parte, se lo otorga de antemano a sí mismo al considerar justamente perdonada la trampa que se prepara a realizar11.

  • 12 Ed. cit., p. 127.
  • 13 Id., p. 199.
  • 14 Id., p. 127.

7Todos estos «valores positivos», si seguimos utilizando los términos de una justicia poética ya que no exterior a la obra (como la de Parker) al menos determinada por sus circunstancias internas, aunque igualmente fundada en criterios morales, parecen suficientes para avalar la interpretación de Delia Gavela García en el estudio inaugural de la edición que venimos utilizando. Después de evocar «un largo proceso de exculpación que evita que se vulnere la justicia poética»12 (en otra ocasión dirá que «la justicia poética se está amasando desde el primer verso»13), añade la editora: «Los tres grandes aliados de Leonardo son su falta de experiencia de los peligros de la corte, su precaria situación económica y, sobre todo, el loable fin que le mueve, el amor»14. Y bien es verdad que los «yerros por amores» suelen merecer en toda la Comedia aurisecular una indulgencia general. Así que nos podríamos atener a esta consideración de un perfecto equilibrio moral que dejara a Leonardo, como se podría decir hoy, absuelto de todas sus culpas debido a su situación de legítima defensa, si no fuera porque algunos aspectos de su comportamiento no citados hasta ahora fragilizan esta visión ideal de un «equilibrio» que, bien mirado, resultará algo menos perfecto de lo que hasta ahora pueda parecer.

8Las fragilidades, en el mero plano moral, de lo que algunos críticos podrían considerar como la defensa de Leonardo por el dramaturgo, saltan a la vista en el largo alegato con el cual pretende disculparse el personaje ante su presunto «padre». Situemos primero la escena. Cuando se entera el alférez del imprevisto regreso a Madrid de su capitán, que no podrá dejar de pedirle cuentas de su mentira, su primera reacción es la huida (III, vv. 2366-2370), y esta cobardía, por cierto no muy propia de un modélico «galán de comedia», se confirma momentos después. Efectivamente, al toparse en el paseo del Prado con el capitán, que le ha visto y reconocido, prefiere no escabullirse una vez más y enfrentarse ahora con él pero… en medio de la gente, porque, como le afirma a su compañero Beltrán, «mientras más te alejas / de la villa y de la gente / mayor peligro nos queda». Se enfrenta pues finalmente Leonardo con su enojado capitán en un largo parlamento auto-exculpatorio que me va a dar pie para poner en tela de juicio el hipotético «equilibrio» anteriormente evocado.

  • 15 III, vv. 2621-2631.
  • 16 Nuestro lector podrá hacerse una idea por el largo trozo que sigue: «Digo, pues, que no debéis / ll (...)
  • 17 «Mil ducados buenos son / para la dispensación. / Hoy se los quiero pedir» (II, vv. 1655-1657).
  • 18 «Pagaré / deudillas que me dan pena, / y compraré una cadena / que en necesidad nos dé / el dinero (...)
  • 19 «… Que entre deudillas de amigos / irán los quinientos hoy, / y de los otros te sirvo / con un brin (...)
  • 20 Cuando le dice a Ángela: «Porque la dispensación / que ha de venir para ella / se ha pedido para ti (...)
  • 21 Después de forjar el embuste básico de la comedia, le dice Beltrán a Leonardo, hablando de Bárbara: (...)
  • 22 III, vv. 2742-2744.
  • 23 Cédula en prosa entre los versos 3009 y 3010 del acto III.

9Bien es verdad que al principio nuestro desenfadado alférez alude rápidamente, casi como de pasada, a su poca experiencia de la corte y la necesidad en la cual se encontró poco después de su llegada15. Pero luego lo esencial de su argumentación consiste en convencer a su capitán de que fingirse su hijo no ha sido para Fajardo ningún factor de deshonra, sino todo lo contrario. Y ello con argumentos más dignos de un artificioso debate escolástico que de una demostración lógica y convincente16. E incluso si el analista moderno saliera de la escena tan convencido como el capitán del carácter sumamente honroso de la mentira básica de Leonardo, quedarían sin exculpación alguna las demás faltas de ética de las que el personaje no se justifica aquí de ninguna manera. Empezando por la falsificación de la carta, amén del perjuicio que ha representado para su «tía» Bárbara el haber vivido en su casa y a sus expensas durante tanto tiempo, y sobre todo de las numerosas mentiras con las que ha venido sustentando su ilegítima situación. Citemos al respecto el hacer creer a Bárbara que se va a casar con ella, así como otra mentirilla que no es la más grave pero merece un comentario particular: primero le ha pedido Leonardo a su «tía» mil ducados para costear la necesaria dispensación17, luego afirma a su amigo Beltrán que con ellos piensa en realidad pagar unas deudas y comprar una cadena (de oro) como reserva para una «necesidad»18, declara después a su amada Ángela que con la mitad que quede de pagar las deudas se ofrece a regalarle «un brinco de diamantes»19, hasta que, ante la negativa de la joven, acaba diciendo que la dispensación sí que se ha pedido, pero para ella y no para su madre20. Prueba indiscutible de una sinceridad «ondulatoria», incluso confirmada cuando parece que se está sincerando sin tapujos ante su enfurecido capitán. Se justifica efectivamente Leonardo, en su largo alegato defensivo, diciendo que Bárbara «[l]e hizo quedar por fuerza / en su casa», cuando ya antes de comunicarle a ésta su (fingido) parentesco estaba bien clara su premeditación21. No es pues nada extraño que el personaje, tras haber convencido al capitán, se jacte, no de su verdad o de su sinceridad, sino de su «elocuencia», mediante una comparación con Ulises que en el teatro aurisecular no sólo tenía connotaciones positivas22. Y para colmo del engaño, el alférez llega a engañar al mismo rey, o por lo menos a algún funcionario real, ya que la cédula que al final le concede un hábito y una renta lo hace explícitamente «por sus servicios y los del capitán Fajardo, su padre»23.

  • 24 Introducción a la edición que utilizo, p. 167.

10Leonardo no creo pues que pueda quedar, ante un observador imparcial que sólo se fundara en valores morales, totalmente disculpado. Coincido esta vez con la conclusión de Delia Gavela García cuando escribe, cincuenta páginas después de haber evocado el «largo proceso de exculpación» del personaje «que evita que se vulnere la justicia poética»: «Lejos estamos de poder hablar de ética estricta o de desinterés en el comportamiento de Leonardo»24. ¿Entonces, qué? ¿Nos lanzamos a un debate únicamente destinado a averiguar si los méritos y las circunstancias atenuantes otorgadas al personaje compensan o no compensan su inmoralidad, debate que a la fuerza abrirá paso a la subjetividad personal de cada analista, con la tentación de ir pesando en una sutil balanza los argumentos a favor y en contra y mirando a través de un cristal de aumento lo que hace, dice, e incluso a veces, si se tercia, lo que «piensa» (¿?) el personaje? Tal actitud crítica implicaría el postulado de que una equilibrada construcción moral de Leonardo era un objetivo prioritario del autor, cuando me parece claro que un personaje, moral o inmoral y por muy central que sea, no constituye sino un ingrediente, importante pero ni único ni siempre preponderante, de los varios con que se elabora una comedia.

11Por mi parte prefiero hacer hincapié en una clarísima perogrullada: como Lope no era ni un moralista ni un predicador, y todavía menos un juez, sino un dramaturgo, tendremos que admitir que lo importante no es saber hoy si Leonardo «merece» o no su doble recompensa final (me refiero al apetecido enlace con su amada Ángela y la concesión por el poder real de «un hábito de Santiago y ducientos escudos de entretenimiento»). Lo que me parece más importante, si se consideran los requisitos de la construcción y de la recepción de una comedia, es tener en cuenta la necesidad para el autor de urdir un enredo coherente, y paralelamente de preparar con un mínimo de verosimilitud (estoy hablando de una verosimilitud en las tablas, menos exigente que en la vida real) un desenlace que venga a colmar las expectativas del público tal como las ha ido fomentando el mismo autor.

  • 25 Me parecen muy pertinentes al respecto las observaciones de Delia Gavela García cuando afirma: «La (...)

12En cuanto a urdir el enredo, bien claro está que la mentira básica de Leonardo, de la cual se derivan todas las demás y por lo tanto casi todos los reproches que desde una perspectiva moral se le puedan hacer al personaje, era un resorte absolutamente fundamental sin el cual no podía funcionar esta comedia. Pero las expectativas del público le prometen a nuestro criticable alférez un desenlace feliz. Efectivamente ¿qué final podía desear un espectador del xvii, sabedor desde el principio de la representación de que está presenciando una comedia sin ningún riesgo trágico, para un personaje de galán joven, apuesto y heroico soldado que nada más llegar a Madrid se enamora en el Prado de una hermosa damisela?25 Las peripecias del enredo y la competencia amorosa madre-hija servirán para entretener y divertir al público durante las tres jornadas, pero el final, desde las primeras escenas, «está cantado». A­sí que sólo le queda al dramaturgo esmerarse para que ningún censor o espectador demasiado escrupuloso se pueda escandalizar ante el triunfo de Leonardo, no muy justamente compatible con su dudosa integridad moral. Para ello sirven desde luego las citadas circunstancias atenuantes, pero no con el fin de alcanzar el riguroso equilibrio que fundamentaría en la vida real la declaración de inocencia por un juez, sino para que en el menos riguroso mundo de la ficción dramática el público mire con indulgencia al personaje y no se quede con algunos reparos susceptibles de empañar su placer teatral.

13Y desde luego es impresionante la cantidad de veces en que se esmera Lope, en la comedia que venimos comentando, para convencer al público de la legitimidad teatral (que no moral) del feliz destino de Leonardo. Sólo que no lo hace por la vía de la controvertible y en cualquier caso insuficiente justicia poética (ya hemos visto que no bastan las citadas circunstancias atenuantes para exculpar totalmente al personaje) sino por el más adecuado camino de la literatura. Quiero decir, explotando un procedimiento literario de rancio abolengo aurisecular pero todavía muy empleado en nuestros días por todas las agencias de publicidad: lo que en otras ocasiones he llamado el «efecto de público interno», que consiste en atribuir a ciertos personajes intra-ficcionales las reacciones y las conclusiones que quiere provocar el autor en el espectador o el lector externo a la ficción. Para que nos entendamos, cuando Cervantes, después de intercalar en su relato principal la novela de El curioso impertinente leída ante un auditorio compuesto por personajes de ficción, pone en boca de uno de ellos (el cura) la apreciación siguiente: «Bien […] me parece esta novela; […] y en lo que toca al modo de contarle, no me descontenta», ya está utilizando, para influir en la apreciación del lector, el mismo y socorrido procedimiento de los publicistas modernos, cuando sacan en la pantalla a una ama de casa embelesada ante la eficacia de tal o cual detergente doméstico. Recurso por cierto no muy sutil, pero que algún impacto tendrá ya que se sigue empleando con tanta frecuencia. Bueno, volviendo ahora a ¿De cuándo acá nos vino?, el caso es que Lope lo emplea repetidas veces en su empresa de justificación (no moral, insisto, sino poética) del personaje de Leonardo.

  • 26 Véase el fragmento citado en la nota 11.
  • 27 El capitán Fajardo no reacciona directamente ante el discurso justificativo del alférez, que preten (...)
  • 28 «¡Por Dios, que si bien se piensa, / que creo que antes me ha honrado!», III, vv. 2690-2691.

14El primero de los representantes de este «público interno» es, paradójicamente, el propio alférez, cuando declara que es justa la trampa que se dispone a realizar26. El siguiente, tan exclusivamente dedicado a encarnar este tipo de justificación que parece introducido en la trama con este único objetivo, es el sargento Alfaro, que acompaña al capitán Fajardo en su regreso a la capital. Presente durante el largo alegato auto-justificativo de Leonardo, es el primero que se declara convencido por los argumentos expuestos, y sus efusivos comentarios, que machaconamente acaban de convencer al capitán27, también (y tal vez sobre todo) van dirigidos al espectador. En cuanto a dicho capitán Fajardo, es sin lugar a dudas, antes de transformarse en el deus ex machina de un desenlace feliz, el miembro más relevante de este que vengo llamando público interno. Cuando, a instancias de su sargento Alfaro, renuncia a sus reproches contra Leonardo e incluso declara que se siente sumamente honrado por su falsa paternidad (una mentira honrosa ¿quién lo creyera?)28, la reacción normal del público no puede ser sino confirmar y compartir su absolución: si quien se podría considerar más directamente afectado por la falsificación se declara muy satisfecho por las explicaciones del «culpable», ¿qué le va a poder reprochar a éste el espectador? E incluso podríamos decir que la absolución superior, la absolución suprema, se la va a dar un público interno bastante excepcional: nada menos que el rey, o por lo menos la cédula real que le concede los ya citados privilegios «por sus servicios y los del capitán Fajardo, su padre» (el subrayado es mío).

  • 29 Introducción a la ed. cit., p. 169.

15He estado hablando de «absolución» por comodidad expresiva, pero quiero dejar bien sentado que en mi opinión no se trata de una absolución moral, y todavía menos judicial, sino de una absolución poética o teatral. No creo que el texto les esté diciendo a los espectadores, con estos «efectos de público interno», que el perdón otorgado por los diversos protagonistas que acabo de citar convierte a Leonardo en la representación de una persona moralmente irreprochable. Pero sí significa todo ello que el público puede así disfrutar sin reparos de la suerte feliz que para nuestro personaje estaba esperando y deseando desde el principio de la comedia. Y si opino que tales eran las expectativas del público, no sólo es por lo dicho anteriormente, o sea por algo así como la «fatalidad cómica» que se le impone en cuanto empieza a presenciar una comedia de capa y espada, sino también debido a los rasgos que configuran la personalidad dramática de Leonardo. A pesar de su muy dudosa ejemplaridad moral, se nos presenta como un joven soldado apuesto, valiente, astuto, elocuente, capaz de adaptarse a las circunstancias para lograr sus objetivos, y finalmente tan simpático ¿verdad? Características que, unidas a sus defectos o defectillos, hacen de él, como dice Delia Gavela, un pariente cercano de aquellos «galanes de medio pelo cuyos vicios y debilidades desencadenan las peripecias de la trama»29 y a los cuales consideraba a todas luces el público teatral del xvii con una buena dosis de indulgencia, o mejor dicho de simpatía.

  • 30 Véase mi primer estudio citado en la nota 1, p. 36.
  • 31 Véase por ejemplo lo que pudo afirmar un apreciable investigador como David. A. Kossoff cuando, lam (...)

16Entre las circunstancias atenuantes y los «efectos de público interno», Lope hace aceptable para el público un destino final que probablemente en la vida real no le otorgaría a Leonardo un riguroso censor moral. Porque no estamos en la vida real, sino en el teatro, y en el teatro de Lope, que en mi modesta opinión no tiene por qué regirse por un sistema de valores centrado en la apreciación moral de las personas. El concepto de «justicia poética» acuñado por Parker, si bien fue muy criticado ya en su tiempo por diversos comentaristas30, sigue culebreando todavía bajo formas diversas en los textos de algunos críticos, y yo creo que ha sido muy perjudicial a la hora de enfocar con la debida pertinencia la totalidad de la producción dramática aurisecular31.

17Ahora bien, si estimables investigadores como Delia Gavela García quieren seguir dando el nombre de justicia poética, no a la rigurosa ecuación matemática inicialmente preconizada por Parker, sino a esa dosis variable de «aceptabilidad» moral que introduce Lope en sus comedias a fin de que el espectador disfrute plenamente y sin reparos del feliz desenlace que para un personaje criticable le ha venido haciendo esperar el dramaturgo, no veo en ello ningún inconveniente. Basta con que nos entendamos sobre el exacto sentido de la expresión. Pero lo que sí lamento, sin embargo, es que el claro trasfondo ético de la noción de «justicia», predominante en tal formulación, lleve todavía a algunos críticos, tal vez movidos por cierta nostalgia —o inercia— parkeriana, a hiperbolizar en sus análisis la consideración de los valores morales (desde luego importantes de cara a la recepción del público, pero intrínsecamente secundarios) en detrimento del estudio de los requisitos básicos de la creación dramática aurisecular, que son (como tal vez diría Perogrullo) construir un enredo coherente y llevar al público, por caminos diversos pero convergentes, hacia un desenlace que finalmente le proporcione la mayor dosis posible de placer teatral.

18Nada, como decíamos al principio: lo que permite afirmar que un desenlace es poéticamente justo no me parece ser un minucioso y equilibrado balance entre defectos y méritos de un personaje moralmente imperfecto pero que a fin de cuentas resultaría «merecedor» de un destino feliz, sino su estricta correspondencia con lo que el dramaturgo ha hecho esperar al público (esperar, o sea, desear en las comedias y temer en las tragedias) desde el principio de la obra. Y que conste que el adjetivo justo que acabo de emplear no rima con «justicia». Ni con «moralidad». «Justo» rima con «gusto».

19Algo parecido dijo Lope en su Arte nuevo ¿no?

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Bibliografía

Serralta, Frédéric, «Hacia una teoría de la justicia poética en el teatro de Lope», en Locos, figurones y quijotes en el teatro de los Siglos de Oro (Actas del XII Congreso de la AITENSO, Almagro, 15-17 de julio de 2005), eds. Germán Vega García-Luengos y Rafael González Cañal, Almagro, Universidad de Castilla-La Mancha, 2007 (Colección Corral de Comedias,
22), pp. 36-51.

——, «Las tres justicias poéticas de La fuerza lastimosa (Lope)», en En buena compañía. Estudios en honor de Luciano García Lorenzo, coords. J. Álvarez Barrientos, O. Cornago Bernal, A. Madroñal Durán y C. Menéndez-Onrubia, Madrid, CSIC, 2009, pp. 661-669.

Vega, Lope de, ¿De cuándo acá nos vino?, edición, introducción y notas de Delia Gavela García, Kassel, Ed. Reichenberger, 2008.

——, El perro del hortelano, edición, introducción y notas de David A. Kossoff, Madrid, Clásicos Castalia, 1987 (cuarta edición).

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Notas

1 Serralta, 2007 y 2009.

2 Serralta, 2007, pp. 35-36.

3 Frecuente, pero no constante. Hay casos, como por ejemplo Los torneos de Aragón, en los que es evidente y me parece muy significativa la total despreocupación del Fénix por encontrar cualquier disculpa a un personaje recompensado en el desenlace a pesar de sus múltiples fechorías. Véase al respecto Serralta, 2007, pp. 46-47.

4 Véase Serralta, 2009, passim.

5 Utilizo la edición de Delia Gavela García, Kassel, Ed. Reichenberger, 2008.

6 Según la definición de Delia Gavela García en su Introducción a la edición que utilizo, p. 127.

7 «… Porque habéis tan bien servido / a Su Majestad en Flandes / que a los servicios más grandes / pienso que habéis preferido» (I, vv. 21-24)

8 «… Hazañas que escritas quedan / con mi nombre en toda Flandes» (I, vv. 267-2675).

9 «Luego que llegué a Madrid, / con ocasiones que enredan / la libertad de un soldado / que lejos las armas deja, / gasté mi hacienda, y al juego / también perdí dos cadenas / y hasta trecientos escudos» (III,
vv. 2621-2627).

10 El cual le había dicho: «… ¿Qué habéis de hacer / pretendiente y sin dinero / y enamorado?» (I, vv. 772-774).

11 «Perdonadme, capitán, / que necesidades dan / a vuestro alférez Leonardo / los medios, de quien espero / perdón; que es justo el perdón, / si estoy en esta ocasión / con amor y sin dinero» (I, vv. 833-839. El subrayado es mío).

12 Ed. cit., p. 127.

13 Id., p. 199.

14 Id., p. 127.

15 III, vv. 2621-2631.

16 Nuestro lector podrá hacerse una idea por el largo trozo que sigue: «Digo, pues, que no debéis / llamar, capitán, ofensa / haberme honrado con vos, / siendo yo de aquellas prendas / que vos mismo conocéis; / que esa ofensa más lo era / de mi madre que de vos. / Que si yo en la paz y guerra / he vivido a vuestro lado, / sepamos qué infamia os queda / de teneros yo por tal, / que para mi padre os quiera […] /Honra os di yo, capitán, / y la mayor que pudiera, / pues os entregué a mi madre, / sea española o flamenca, y me llamé vuestro hijo (III, vv. 2639-2659).

17 «Mil ducados buenos son / para la dispensación. / Hoy se los quiero pedir» (II, vv. 1655-1657).

18 «Pagaré / deudillas que me dan pena, / y compraré una cadena / que en necesidad nos dé / el dinero que pesare» (II, vv. 1658-1662).

19 «… Que entre deudillas de amigos / irán los quinientos hoy, / y de los otros te sirvo / con un brinco de diamantes» (II, vv. 2146-2149).

20 Cuando le dice a Ángela: «Porque la dispensación / que ha de venir para ella / se ha pedido para ti» (III, vv. 2352-2354).

21 Después de forjar el embuste básico de la comedia, le dice Beltrán a Leonardo, hablando de Bárbara: «Las obligaciones grandes / que le corren como a tía, / y un sobrino de tu talle / no te han de echar en la calle» (I, vv. 803-806), y poco después añade Leonardo: «Si ella aquí nos entretiene…» (I, v. 818).

22 III, vv. 2742-2744.

23 Cédula en prosa entre los versos 3009 y 3010 del acto III.

24 Introducción a la edición que utilizo, p. 167.

25 Me parecen muy pertinentes al respecto las observaciones de Delia Gavela García cuando afirma: «La encrucijada [de la comedia] no se plantea en el desenlace —feliz para la comedia, desgraciado para la tragedia— sino mucho antes, en ocasiones en la misma escena inicial de la obra. Al público que asistía al corral debía de gustarle conocer lo antes posible lo que iba a presenciar para saber con qué estado de ánimo tenía que recibir la comedia» (Introducción a la ed. cit., p. 95).

26 Véase el fragmento citado en la nota 11.

27 El capitán Fajardo no reacciona directamente ante el discurso justificativo del alférez, que pretende no haberle quitado ninguna honra con su estratagema, sino que antes le pregunta a Alfaro: «¿Qué decís, señor sargento?». La respuesta es más que explícita: «Que ya las lágrimas tiernas / se me vienen a los ojos / de escuchar cosas como éstas. / ¿Qué honra os quita el alférez / por querer honrar sus prendas / haciéndoos padre en la corte?» (III, vv. 2684-2689). Y tienen exactamente la misma tonalidad sus comentarios siguientes (III,
vv. 2692-2695, 2704-2705 y 2745-2751).

28 «¡Por Dios, que si bien se piensa, / que creo que antes me ha honrado!», III, vv. 2690-2691.

29 Introducción a la ed. cit., p. 169.

30 Véase mi primer estudio citado en la nota 1, p. 36.

31 Véase por ejemplo lo que pudo afirmar un apreciable investigador como David. A. Kossoff cuando, lamentablemente influido por la teoría de Parker, habla así de los dos personajes centrales, Diana y Teodoro, de El perro del hortelano y acaba negándole a la obra su evidente índole teatral: «En la balanza moral, según cualquier esquema ético —y de seguro según la moralidad española de tiempo de Lope—, estos defectos de los protagonistas sobrepasan con mucho a sus virtudes, más bien triviales, en términos éticos. Sin embargo Lope hace que el público o el lector […] anhele un desenlace feliz […]. Esto va contra la práctica de la farsa, en la que normalmente la víctima merece castigo por su avaricia o torpeza mental o moral […]. Por lo tanto, creo que es razonable considerar El perro como poema elegíaco» (Introducción a su edición de la comedia en Clásicos Castalia, p. 26).

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Para citar este artículo

Referencia en papel

Frédéric Serralta, «A vueltas con la justicia poética: ¿De cuándo acá nos vino? (Lope de Vega)»Criticón, 117 | 2013, 149-158.

Referencia electrónica

Frédéric Serralta, «A vueltas con la justicia poética: ¿De cuándo acá nos vino? (Lope de Vega)»Criticón [En línea], 117 | 2013, Publicado el 06 marzo 2014, consultado el 30 noviembre 2024. URL: http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/criticon/232; DOI: https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/criticon.232

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