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Poesía

Soledad/Soledades en la poesía española del Siglo de Oro (revisando a Vossler)

Begoña López Bueno
p. 89-117

Resúmenes

La soledad, como uno de los sentimientos esenciales del ser humano, ha tenido una inveterada y amplísima proyección literaria, y en particular poética, que para la literatura española mereció en 1940 una célebre monografía del filólogo alemán Karl Vossler. El análisis que se hace en el presente trabajo parte de presupuestos metodológicos muy distintos y no se propone tanto presentar un panorama completo, lo que excedería de sus límites, cuanto establecer una sistemática de las tendencias fundamentales que en el Siglo de Oro presenta la Poética de la Soledad. Tras repasar las formulaciones retóricas de mayor rendimiento, reelaboraciones de otros tantos topos seculares (Edad de Oro, beatus ille, aurea mediocritas, natura paucis contenta, etc.), se propone su encuadre en dos orientaciones básicas: la soledad como vía de perfeccionamiento personal, que es vivida como una conquista; y la soledad referida al abandono, que es percibida como una pérdida. Soledad humanística y soledad elegíaca. La primera va asociada fundamentalmente a la poesía moral, de raíces estoicas y a veces con derivas trascendentes, mientras que la segunda se nutre sobre todo de la expresión de vivencias amorosas. En todo caso, ambas son un excelso reflejo literario de los anhelos y emociones que la soledad suscita en el ser humano.

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Notas de la redacción

Article reçu pour publication le 14/04/2022; accepté le 13/10/2022

Texto completo

Propósitos

  • 1 «Los que abrevian las obras hacen una injuria al conocimiento y al amor, considerando que el amor d (...)

1No poca dosis de temeridad se precisa para acometer el objeto enunciado en el título, máxime en un trabajo con la extensión acotada. Soy bien consciente de que me enfrento a un tema de amplísimo espectro que, para ser tratado en un espacio limitado, precisará de drásticas reducciones o concreciones a partir de una calculada selección de textos, de los cuales, además, apenas podrán hacerse visibles aquí fragmentos sueltos. Escribió Leonardo que los que abrevian las obras ofenden el saber y el amor por ellos1. Lo suscribo totalmente, pero de otra manera no podría ni siquiera aventurarme a este propósito. Asumo, pues, los riesgos y lo hago por la compensación que supone poder ofrecer algunas propuestas en homenaje al maestro que verdaderamente lo fue en estas lides, el querido Profesor Jammes, extraordinario estudioso y editor del poema rey de esta tendencia. Gratias tibi ago.

  • 2 Romero Tobar proponía con tino la definición del discurso literario como «un inacabado proceso de e (...)

2Digamos que me dispongo simplemente a abordar el tema de la soledad en la poesía del Siglo de Oro o, para decirlo con más precisión, a cómo ese tema se formula literariamente en una poética. Y empleo abordar con propiedad, esto es, en su sentido de ‘emprender’, de ‘plantear’, de ‘acercarse a’… El proceder será inductivo-deductivo, operando desde los textos a los conceptos y viceversa, según una dialéctica que resulta imprescindible cuando se trata de buscar denominadores comunes, que, por lo demás, siempre lo serán en la encrucijada entre lo semántico y lo formal. El argumentario se hará evitando en la medida de lo posible referencias eruditas complementarias a propósito de los textos citados, porque lo que importa no es su exégesis particular, sino su articulado en un conjunto. Con todo, cada texto, máxime en una poética en la que se van encadenando realizaciones a partir de modelos previos, supone un hipertexto bien nutrido de referentes. De esos referentes también forma parte indudable la tradición crítica, que, con su indagación continuada, contribuye a la propia canonicidad de los textos en cuestión2. Así, al menos en las obras y series de culto, el constructo crítico viene servido históricamente en una ejemplar acumulación de deudas contraídas: es lo que sucede con la mayor parte de los textos que se citarán o aludirán aquí.

3No obstante, expuestas las justificadas prevenciones, abocaré las páginas que siguen a hacer alguna propuesta de sistematización, a plantear un esquema de conjunto que ponga alguna puerta a tan amplio campo. Más que amplio, incontenible. Tanto que merecería acaso el título de soledad vs. poesía, como dos realidades que se implican cuasi necesariamente, pues, en efecto, junto con el amor y la muerte, y compartiendo raíces existenciales con ambas, la soledad forma acaso el trío esencial del pensamiento racional y emocional en el ser humano. En los territorios de la esencialidad en los que generalmente se mueve la poesía (aunque la del Siglo de Oro era mucho más proteica y más pragmática que la actual, desbordando ampliamente los límites de lo que entendemos por lírica, predominante hoy), en esos territorios de la esencialidad, digo, la soledad es factor omnipresente. Factor que en la literatura española de los siglos xvi y xvii funciona la mayor parte de las veces como un anhelo —humanístico, calificaré ya— al que aspirar para alcanzar la plenitud personal y no como queja ante una situación indeseable; a no ser que sea por el sentimiento de abandono o de ausencia, lo que es ya cosa bien distinta. Pero, adelantando conclusiones estoy y todavía no he comenzado.

El legado de Vossler

  • 3 Para los datos sobre la edición original y las traducciones españolas, véase la entrada de Vossler (...)
  • 4 Como bien puede apreciarse en la bibliografía analítica elaborada por Valero Moreno, 2011 y 2012, p (...)
  • 5 Por citar algunos de los títulos más significativos: España y la cultura moderna (La Plata, 1933), (...)

4Voy a un tema que hizo célebre para la literatura española el hispanista alemán Karl Vossler con su libro publicado en 1940 en edición alemana Poesie der Einsamkeit in Spanien, traducido al español y publicado al año siguiente con el título La soledad en la poesía española3. La aparición del libro coincidía con años de enorme ascendiente del filólogo alemán sobre los estudios de literatura española4, pues entre 1929 y 1947 se publicaron en español, en España y Argentina, más de una decena de volúmenes suyos, todos importantes, seguidos de algunos póstumos. La mayor parte de ellos tuvieron una saludable recepción de reseñas críticas y todos excelentes traductores o prologuistas5.

  • 6 Valero Moreno, 2012, la cita en pp. 942-943.

5Aunque siempre denominado filólogo, Vossler, más allá de la ecdótica propiamente dicha, que nunca practicó, fue en realidad un amplio estudioso de la historia cultural (con un buen trasfondo de estética filosófica) por medio de los textos literarios. «De hecho, ha de ser contado por propio derecho entre los padres conscriptos de la historia cultural de nuestros días», escribe Valero Moreno, cuyas páginas sobre el investigador alemán resultan muy esclarecedoras para la valoración conjunta de su aportación y de sus relaciones con la cultura e investigación española e hispana en general6.

  • 7 Vossler, 2000, p. 9.
  • 8 Ibíd.
  • 9 Menéndez Pidal, 1918. Las principales tendencias serían: carácter popular y propensión a la anonimi (...)
  • 10 Véase su ensayo «El realismo en la literatura española del Siglo de Oro», aparecido primero en Tres (...)

6En su Poesía de la soledad en España Vossler construye una densa monografía, que abarca desde el siglo xiii hasta el xvii, aplicándose a todos los géneros y también a la producción portuguesa. En ella persigue, según expone en el Prólogo, «una corriente de poesía que fluye serena y casi subterránea, a través de los siglos […]. Es una poesía retenida, rezumante, a veces empantanada, poesía de la soledad, o empleando una expresión teológica en un amplio sentido no dogmático, poesía del quietismo»7. El profesor alemán parte de la idea de que esta poesía resulta de alguna manera una contracorriente (la palabra es mía) en la literatura española, cuyos máximos valores se sitúan —dice— en la poesía heroica, el romancero, la picaresca, el Quijote y el drama; de tal manera que «la poesía más expresiva de los españoles nace de una actitud diligente, realista, combativa y expansiva del espíritu»8. A nadie se le escapará que tales apriorismos estéticos son primos hermanos de «Algunos caracteres primordiales de la literatura española» que Menéndez Pidal difundió en su conocido trabajo de 19189. Lo cual venía de suyo, dada la excelente sintonía que Vossler mantenía con el Centro de Estudios Históricos dirigido por Menéndez Pidal, y dado también el presupuesto estético sostenido por Vossler de que el realismo tenía carácter determinante en la literatura española10.

  • 11 Como ejemplo del juicio de Vossler sobre el siglo xvii valgan estas afirmaciones: «A lo largo del s (...)
  • 12 Valero Moreno, 2012, p. 943.

7El abultado repaso de autores, obras de todos los géneros y épocas que hace Vossler al cobijo del tema de la soledad muestra a las claras sus preferencias, que se orientan hacia el siglo xvi, con particular predilección por la poesía religiosa y fray Luis en particular. Respecto al siglo xvii muestra mucho menor entusiasmo y se instala en el perspectiva histórico-crítica de observar las series literarias desde la decadencia política del imperio y el desengaño moral consiguiente11; además de situarse al margen de la revalorización del barroco poético que ya venía produciéndose desde años atrás. Por otra parte, el elástico sentido del concepto de soledad y el amplísimo mapa literario en que lo aplica, da como resultas un conjunto de ensayos carente de cohesión y estructura conjunta. Con todo, no me atrevería yo a suscribir el rotundo juicio de Juan Miguel Valero Moreno (por lo demás, excelente valedor de Vossler): «En mi opinión, que no ha de tomarse por cierta, La soledad en la poesía española es un rotundo fracaso, un mal ejemplo para nuestros estudiantes acerca de cómo yuxtaponer textos en relación a un tema y dejarlos escurrir entre las manos»12. Pienso que, a pesar de su falta evidente de articulación y de su dependencia de presupuestos estéticos y metodológicos hoy obsoletos, la monografía de Vossler exploró con originalidad territorios temáticos de un elenco muy considerable de autores, sembró una idea y convirtió en canónico el tema para la historia de la crítica y de la literatura española.

8Este trabajo, en una línea crítica y metodológica radicalmente distinta, pretende ser por tanto una revisión, pero al mismo tiempo es un recuerdo al libro del hispanista alemán, con el que dialogaré en ocasiones para afirmar o negar sus presupuestos. Quede muy claro que mi propósito no es hacer un repaso cronológico ni de autores ni de géneros, sino establecer en el devenir de la poesía del Siglo de Oro español unos denominadores comunes que como conjuntos de rasgos sémicos organizan el macrotema de la soledad: lo único posible, por lo demás, en un trabajo de estas dimensiones.

La proyección utópica: bucolismo y Edad de Oro

Paradojas en la Arcadia

  • 13 Lo que, por cierto, no gustaba nada a Vossler, que le achacaba falta total de autenticidad: «… un p (...)

9Tratándose de la poesía de los siglos xvi y xvii, la primera estación obligada del recorrido por el tema de soledad corresponde a su identificación con una utopía. El anhelo de soledad se viste con el pellico del pastor de la bucólica13, que resulta ser el más fecundo disfraz de la más extendida utopía, la de la Edad de Oro. El arquetipo queda inaugurado por Garcilaso de la Vega:

  • 14 Aquí, como en el resto de citas poéticas de este trabajo, únicamente va indicada la composición y, (...)

  ¡Cuán bienaventurado
aquel puede llamarse
que con la dulce soledad s’abraza,
y vive descuidado
y lejos d’empacharse
en lo que el alma impide y embaraza! […]
14.
(Égloga II, 38-43)

10El deseo de soledad se sitúa en un escenario muy determinado, que no es otro que el entorno benefactor de la bucólica: el pastor holgando a la sombra de un árbol, contando su ganado, deleitándose con el sonido del agua y con el canto de las aves. Importa destacar que desde esta realización garcilasiana el concepto de soledad queda asido a dos polos, entre los que siempre se moverá, participando más o menos de uno o de otro, según los casos, pero siempre sin perder la tensión entre ambos: el deseo de retiro y el lugar donde realizarlo, es decir, el sentimiento o anhelo interior de soledad y el paisaje solitario y arcádico, cobijados indistintamente ambos conceptos bajo la denominación unitaria de soledad. El marco espacial de ese buscado apartamiento bucólico privilegiará las riberas fluviales, que serán, además el vehículo ideal para la laus urbis natalis de cada poeta.

  • 15 Vossler, 2000, p. 84.

11En un momento en el que se intensifica en Europa la vida urbana asistimos al gran sueño humanístico de volver a la antigua Edad de Oro campestre. Aparece con profusión en las artes pláticas (imagen emblemática es precisamente la denominada Edad de Oro, c. 1530, del pintor Lucas Cranach el Viejo) y en particular en la literatura, donde recuperar el mito suponía recuperarlo por medio de un lenguaje literariamente formulizado, que no era otro que el de la tradición bucólica, de la que se impregna la literatura española de los siglos xvi y xvii. Su antecedente más lejano se situaba en Teócrito, pero sus formulaciones pasaron por Virgilio adicionado al mito ovidiano de las edades. Esa tradición antigua se filtra para la poesía española renacentista a través de algunas mediaciones contemporáneas imprescindibles, como la de Sannazaro, el primero que ofreció una forma de bucolismo muy rentable, en la medida en que incorporaba en él la tradición petrarquista y por tanto ofrecía una propuesta más lírica, vale decir más introspectiva, del género. Es la línea que llega a Garcilaso y a poetas de su generación como Cetina o Acuña; y, cómo no, a Montemayor, quien, en palabras de Vossler, creó «un campamento de la sentimentalidad»15.

12La utopía de la Edad de Oro vertebra un acabado cronotopo, porque el recuerdo de un tiempo feliz se sitúa también en un lugar feliz, la Arcadia, que no es sino una forma de actualización del sempiterno mito del paraíso perdido, presente en todas las civilizaciones desde los sumerios, y también en el cristianismo en la figuración del jardín del Edén (Génesis 2:8). En la tradición clásica grecolatina (de la que se nutren nuestros poetas áureos) se asocia a la teoría de las Edades del hombre identificándose con la primera de ellas, la de Oro, cuya naturaleza se configura en los Trabajos y los días de Hesíodo (s. viii-vii a. C.) y se reconfigura definitivamente en la que será fuente prioritaria: las Metamorfosis de Ovidio (43 a. C.-17 d. C.).

  • 16 Por ejemplo, así dice Gutierre de Cetina, traduciendo a Giraldi Cinthio: «Espero, y mi esperar no s (...)

13Como mejor descripción de esa utópica Edad de Oro (a veces percibida como rediviva) 16aparece un epítome tan genial como solo podría serlo siendo cervantino. Me refiero —claro está— al famoso discurso, «Dichosa edad y siglos dichosos, aquellos a quien los antiguos pusieron nombres de dorados…», que pronuncia don Quijote (I, xi) ante unos boquiabiertos cabreros de veras. En él se dan cita, con maestría paródica, todos los lugares comunes que acarrea el mito: ausencia de propiedad privada, naturaleza solícita que proporciona cobijo y alimento y donde no podían faltar las encinas y su aclamado alimento por antonomasia, las bellotas (que son las que excitan la imaginación de don Quijote al comer las que le ofrecieron los cabreros); la tierra daba gratis sus frutos, sin sudor de la frente de labrador alguno; y las muchachas vivían libres, honestas y felices: aquellas «simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello…», paradigmas de la honestidad, y no como «en estos nuestros detestables siglos», en que «con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste». Don Quijote se carga así de un plumazo tanto canto enfervorecido a tanta dama pudorosamente inalcanzable… La zumba y el gracejo de Cervantes son infinitos para mantener y al mismo tiempo destripar mitos. Y alcanza a todo y a todos, incluidos los lectores, pues a continuación de la proclama idílica de don Quijote, nos hace darnos de bruces con una historia pastoril terrible: la de Grisóstomo y Marcela, en la que los desquicios amorosos acaban nada menos que con el suicidio del pastor. Bonito remate de las idealidades amorosas del pastorilismo.

14Solo una mirada paródica —como sabía muy bien Cervantes— permite la confrontación de la utopía con la realidad. Ahí están en el Quijote las historias de esos jóvenes acomodados que se tiran al monte a ventilar sus penas amorosas, como Grisóstomo el «famoso pastor estudiante», o Cardenio, también autor de sofisticados papeles amorosos, o la inteligente Dorotea, pintiparada para organizar tretas. No deja de ser llamativa esa desviación salvaje de personas que se suponen de alta urbanidad. El mito del bucolismo, precisamente cuando intenta mostrar atisbos de realidad verosímil, presenta su cara utópica más nítida y es más mito que nunca.

15La polarización entre lo que se es y de donde se huye, y lo que se quiere ser y hacia donde se camina, es el punto neurálgico en las figuraciones de la pretendida recuperación de la Edad de Oro. Y máxime lo es en su más acabada realización. Me refiero a las Soledades de Góngora: el innominado protagonista, «náufrago y desdeñado, sobre ausente» es el paradigma de la tensión entre aquello de lo que se viene, de la vida del siglo, y lo otro hacia lo que tiende, hacia el paraíso natural no contaminado. Adopta la forma del peregrino de amor, pero la huida es más profunda que la de una ausencia amorosa, como se comprueba cuando asoma la voz autorial en el canto métrico del peregrino de la Soledad segunda, entre versos 116-171, al proclamar su hazaña («Audaz mi pensamiento / el Cenit escaló, plumas vestido…»), que rememorarán los siglos (pues «de sus vestidas plumas / conservarán el desvanecimiento / los anales diáfanos del viento»). Ese huir de un mundo para integrarse en otro, formulado en el lenguaje de los tópicos, equivale a decir que se viene del menosprecio de corte para integrarse en la alabanza de aldea. En ese sentido las Soledades gongorinas serían el corolario de una tradición, la bucólica, que asume y concluye. Y por ello estimo que el poema gongorino cumpliría una función equiparable a la que ejerce el Quijote respectos a los libros de caballerías o la Celestina respecto a la novela sentimental y la tradición cortés: verdaderos epítomes de géneros que saturan y concluyen por superación.

16Una última consideración ha de tenerse en cuenta para valorar el alcance del mito bucólico y su proyección literaria: las cruciales paradojas de que se nutre. Los pastores viven en un paraíso no corrompido por la civilización, que les provee de todo con magnanimidad y que aparentemente les ha salido gratis. Ellos se dedican a cantar y a amar. Sin embargo, y como reverso de la moneda, vemos que en su mundo son más comunes los llantos que las risas. Los pastores sufren. Sufren verdaderas torturas amorosas por celos, por ausencia, por desdén… Paradójicamente su disfrute de un lugar feliz contrasta con unas existencias atormentadas en lo interior. Por ello, el relato bucólico, con su desviación de la realidad histórica y social, posibilita, en cambio, un extraordinario compromiso con el conocimiento del individuo y lo que llamaríamos su inteligencia emocional. Lo hace a través del lenguaje literario mejor formulado en la época para la expresión de lo sentimental y que permite una mirada introspectiva y analítica del individuo: el amoroso petrarquista en su más amplia significación. Y así, contra lo que pudiera parecer, el bucolismo, lejos de ser observado como un deseo de alienación, que produjera de resultas un puro diletantismo estético, debe serlo como una de las formas más logradas de expresión de la intimidad. Ahí está Garcilaso para demostrarlo, pues disfrazado de pastor ofrece, por paradoja, su voz más íntima y personal, y desde luego la más rentable y lograda en lo artístico.

17¿Y qué cantan Salicio y Nemoroso? En la más paradigmática de sus églogas, la I, se nos muestran como seres sufrientes por la pérdida de la amada: el uno, celoso por el abandono, el otro doliente por la muerte; lo que lleva a ambos a entonar un doloroso ubi sunt de la felicidad pasada. Y esa felicidad perdida —esto es lo importante— les deslocaliza interiormente del lugar arcádico en el que están. Salicio presagia un mundo inarmónico en el que «¿qué discordia no será juntada?» (v. 143): «La cordera paciente / con el lobo hambriento / hará su ajuntamiento…» (vv. 161-163). Y Nemoroso evoca un futuro de encuentro, pero ya en otro lugar libre de sobresaltos, en «el cielo» que pisa ahora Elisa, el de Venus: «Y ya en la tercera rueda, / contigo mano a mano, / busquemos otro llano, / busquemos otros montes y otros ríos…» (vv. 400-403).

18En realidad, en esta égloga de Garcilaso, representación cualificada de otras muchas contemporáneas, los lamentos de los pastores no son otra cosa que verdaderas elegías, aunque lo sean en un marco eglógico. La idealidad arcádica está rota: se ha quebrado la tensión entre el sentimiento interior y el marco ambiental, la que estaba implícita en la proclama, antes analizada, del «Cuán bienaventurado» entonado por Salicio como interludio lírico en la égloga II. Para mantener esa armonía será preciso transformar el lugar mítico externo en otro interiorizado, como veremos a continuación.

Beatus ille: entre el retiro interior y la vivencia rústica

19Junto al menosprecio de corte y alabanza de aldea, dos caras reversibles de la misma realidad, las actualizaciones del mito arcádico acarrean otro imprescindible motivo asociado: el del beatus ille, que si en la poesía renacentista interactúa con el bucolismo más ortodoxo, después, segunda mitad del xvi y primera del xvii, interactuará con las derivas ideológicas y morales provenientes del neoestoicismo, realizándose, ya no en el arquetípico locus amoenus de las orillas fluviales, sino en el huerto del sabio retirado.

20El cambio acarrea otros ropajes literarios. Es ahora tiempo de propuestas de filosofía moral pródigamente actualizadas en poesía, que activó aquellas propuestas con un lenguaje de imitación horaciana que le venía de perlas. Aunque sin límites estrictos (pues hay mucho horacianismo a lo largo de todo el siglo xvi —sobre todo en el género de la oda— y muchas derivas estereotipadas del bucolismo en el xvii), en su conjunto bien puede afirmarse que pasamos del yo disfrazado de la bucólica a una plasmación de la voz autorial sin intermediarios. Aunque hay que añadir enseguida que esa apariencia solo es una nueva forma de construcción del sujeto de la enunciación, pues la ficción del yo retirado no deja de ser otra máscara. Posiblemente el beatus ille sea el anhelo más cantado por los que nunca lo disfrutaron. Lo que nos llevaría a otras consideraciones, ya que puede que el anhelo sea tan o más real que la realidad misma, e incluso más verdadero, en el sentido de más íntimo o más sentido.

21Pero vayamos a lo que vamos, comenzando por la conjugación del motivo utópico de la Edad de Oro con la fórmula retórica del beatus ille. Su inicio, como tantas cosas, está en Garcilaso, cuyo «¡Cuan bienaventurado…», cantado por el pastor Salicio en el marco de la compleja égloga II (vv. 38-76) y que antes señalábamos como iniciador del mito pastoril de la Edad de Oro en la poesía española, es también fundacional en la fusión entre el lenguaje de la bucólica y la fórmula horaciana del beatus ille, pues el bienaventurado que disfruta del retiro «No ve la llena plaza / ni la soberbia puerta / de los grandes señores, / ni los aduladores…» (vv. 44-47).

  • 17 Haec ubi locutus faenerator Alfius, / iam iam futurus rusticus, / omnem redegit idibus pecuniam, / (...)
  • 18 Aureus hanc uitam in terris Saturnus agebat; / necdum etiam audierant inflari classica, necdum / im (...)

22La fórmula «Cuán bienaventurado» deriva del arranque del epodo II de Horacio, Beatus ille qui procul negotiis…, preciado canto a la vida campestre y a sus labores, con exaltación de los dones naturales que comporta, entre ellos el hogar familiar en torno a la pudica mulier; aunque en los cuatro versos finales del epodo comprobamos que tanto elogio hacia una vida sencilla y campesina está entonado por alguien, el usurero Alfio, que no está en absoluto dispuesto a cambiar la suya de siempre17. Garcilaso, sin embargo, omite toda referencia a este final y por tanto orienta su «Cuán bienaventurado» en una dirección noble que da la espalda al sentido irónico del original latino. Y al mismo tiempo somete el recuerdo del texto de Horacio a un proceso de mixtura con otros de origen virgiliano, particularmente de las Geórgicas, II, vv. 458-540 (que comienza: O fortunatos nimium, sua si bona norint, / agricolas!..., ‘Oh labradores, en extremo afortunados, si conociesen su ventura…’). Si bien el referente de Virgilio estaba ya en la base del beatus ille horaciano, este se movía solo en el ámbito rústico y campesino sin proyectarse a la utopía de las edades prístinas, como se apuntaba en los versos finales del fragmento de las Geórgicas con su recuerdo a la era de Saturno, ausente de ecos bélicos18. Justamente el «Cuán bienaventurado» de Garcilaso se instaura en esa dimensión imaginaria al concretarse en la figura de un pastor «a la sombra holgando […], el ganado contando…», consiguiendo con ello una perfecta adecuación al marco bucólico (sin ningún rastro de campesinado rústico) y dejando en herencia la conjunción del motivo utópico de la Edad de Oro con la fórmula retórica del beatus ille.

  • 19 El secretum iter horaciano (Epístolas I, 18, v. 103).
  • 20 Que en otro lugar denominé oda humanística (López Bueno, 1993, pp. 188-197).

23Entre las abundantísimas realizaciones del beatus ille en la poesía española áurea es justamente la más reconocida la Canción de la vida retirada o solitaria, «¡Qué descansada vida…», de fray Luis de León. La «dulce soledad» garcilasiana se ha trocado en la «escondida senda»19. Pasamos del pellico pastoril a la vestidura talar del sabio retirado, y de la canción espaciosa de entornos eglógicos a la ajustada, precisa y concisa oda20. Tres aspectos me interesa destacar de la oda de fray Luis: la secessio, el huerto y la «pobrecilla mesa». El beatus ille es ahora una llamada al retiro, una secessio voluntaria («vivir quiero conmigo», v. 36), un aislamiento del mundo que ennoblece y que es —añade la última estrofa— corresponsable de la labor poética, una labor de intérprete-intermediario de la música celestial («puesto el atento oído / al son dulce, acordado, / del plectro sabiamente meneado», vv. 83-85). Ese apartamiento es además practicado al amparo de un pequeño huerto («Del monte en la ladera, / por mi mano plantado tengo un huerto…», vv. 41-42) y puesto en práctica en una vida sencilla y acoplada a lo poco, cuyo paradigma es la renuncia a lo que perturba y la exaltación de lo austero y frugal («A mí una pobrecilla / mesa, de amable paz bien abastada, / me baste…», vv. 71-73). Los tres aspectos crearán el prototipo de recurrencias más rentables en dos géneros horacianos, la epístola y la oda, que serán hegemónicos en el siglo xvii.

24Los dos primeros elementos, retiro y huerto, se convertirán, por lo demás, en los elementos imprescindibles de la deriva hacia la sublimación de la escondida senda: será la soledad humanística como encuentro consigo mismo y restitución del ánimo (como veremos más abajo), mientras la «pobrecilla mesa» se relaciona más estrechamente con la austeridad de saber acomodarse, una actitud sabia por inteligencia práctica y por exclusión de lo vulgar, además de ejercida en clave moral como medio de perfeccionamiento personal.

25Tomando como referente el beatus ille vemos, sin embargo, cómo la oda de fray Luis con su ponderación del retiro, intelectual y moral, dista tanto del antecedente bucólico garcilasiano como de la laus a la vida campesina de Horacio. Para medir la distancia con este, nada mejor que comparar la oda luisiana con la excelente traducción que realizó el propio fray Luis del epodo horaciano «Dichoso el que de pleitos alejado…». Resulta, por tanto, que la Canción de la vida solitaria da inicio a una nueva concepción del beatus ille que marcará el camino de una forma de soledad presente en las realizaciones más señeras y que será distinta de la tradicional soledad rústica.

  • 21 Lope de Vega, Los pastores de Belén. Véase López Bueno, 2022b.
  • 22 Como previsto en la tradición a la que se acoge, el rechazo de las pasiones que se dejan atrás no s (...)

26Conviene tener presente que la cadena del beatus ille satura los textos de hipertextualidad, haciendo que cuando leemos un texto leamos otros muchos por voluntad manifiesta del autor, que pone la marca desde el arranque con la exaltación del «bienaventurado» o del «dichoso», que ambas son maneras de traducir el beatus horaciano. Naturalmente en esa cadena de realizaciones, cada una ejemplifica al mismo tiempo el estereotipo y su renovación. Buen ejemplo es el poema de Lope de Vega «¡Cuán bienaventurado / aquel puede llamarse justamente…» incluido en Los pastores de Belén21. Se trata de un verdadero hipertexto, manifiesto desde el inicio. Pero ya la alusión en el v. 4 a «la malicia y lengua de la gente» nos alerta sobre novedades, pues sobre esa maledicencia (literaria) versará la segunda parte del poema, de las tres de que claramente consta, todas ellas iniciadas con la exclamación de «Dichoso…» (vv. 7, 31 y 61). Si en la primera parte, la más común, hay por parte de Lope una clara voluntad de integrarse en el lugar común (dejar atrás la ambición, la lisonja, la sumisión, la adulación…)22, en la segunda, el beatus ille es literario y va contra las lenguas de doble filo provenientes de la república literaria, con lo que esta sátira forma parte de la larga guerra de Lope contra el fenómeno cultista o gongorino; y en la última, la más conseguida, remonta a la tradición más horaciana del tópico escribiendo un bello macarismós o bienaventuranza del campesinado, con una encendida exaltación del labrador que vive de sus afanes: «cuanto rompiendo va con el arado / baña con la corriente / del agua que distila de su frente».

27Si bien el tema de la glorificación del campesino es especialmente caro a Lope (con su canonización en El Isidro, 1599), lo cierto es que la exaltación de la vida rústica resulta ser una manifestación muy codificada del beatus ille. Hay poetas que sienten por el tema especial preferencia, como Antonio Enríquez Gómez con sus Excelencias del retiro en el campo, «Humilde albergue mío / líquidos arroyuelos…» (canción II) o A la quietud y vida de la aldea: «Fabricio, si la vida / en la santa quietud está cifrada…» (canción IV). Y hay ejemplos señeros en esta línea, como el soneto de Quevedo A un amigo que retirado de la corte pasó su edad:

  Dichoso tú, que, alegre en tu cabaña,
mozo y viejo espiraste la aura pura,
y te sirven de cuna y sepoltura
de paja el techo, el suelo de espadaña.
  En esta soledad, que, libre, baña
callado sol con lumbre más segura,
la vida al día más espacio dura,
y la hora, sin voz, te desengaña […].

  • 23 Conectando así de nuevo con Horacio y su Odi profanum vulgus, et arceo, ‘Nada quiero con el vulgo p (...)

28La vivencia rústica se tiñe ya aquí de desengaño barroco. Lo que estará muy en consonancia con otra deriva imprescindible del beatus ille: la actitud estoica, que pone en valor un saber vivir sabio y alejado de lo vulgar23.

El pragmatismo de la aurea mediocritas y la constantia estoica

  • 24 Véase Sánchez Robayna, 2000.
  • 25 Epístolas 1, 6, v. 1.

29La idea del retiro conveniente aparece pronto en la poesía española renacentista en el cruce de epístolas (1540-1542) entre Diego Hurtado de Mendoza y Juan Boscán. Constituyen ambas un ejemplo señero de la llamada epístola moral24. La de Hurtado de Mendoza El no maravillarse hombre de nada…») arranca con la feliz recreación de otro recuerdo horaciano, el del nihil admirari25, como primer elemento para la conquista de imperturbabilidad por parte de quien no está sujeto a temores ni deseos; el «hombre bueno y justo» (v. 103) que «siempre vive contento con su suerte, / buena o mediana, como él se la hace» (vv. 115-116). La fórmula consiste en practicar un estilo de vida basado en la teoría del justo medio («mezclando de lo dulce con lo amargo / y el deleite con la severidad» (vv. 140-141). El autor, en la confluencia entre la voz poemática y la autorial, como corresponde a la convención genérica de la epístola moral, expresa el ideal de la dorada medianía («o medianeza comedida», v. 167) encarnado en su propia persona: «Yo, Boscán, no procuro otro tesoro / sino poder vivir medianamente…» (vv. 268-269).

  • 26 Se limitó a considerar a Boscán en menos de una página, citando solo un texto cancioneril. «Si […] (...)

30Ideal de la aurea mediocritas mucho más manifiesto incluso en la Respuesta de Boscán («Holgué, señor, con vuestra carta tanto…»). Tras evocar la virtud por el camino del ascenso neoplatónico, sin embargo, aconseja con prudencia: «la tierra está con llanos y con cumbres, / lo tolerable al tiempo acomodemos…» (vv. 106-107), para venir a proponer un programa de vida burgués («quiero tener dineros en mis manos», v. 196) con su mujer y su prole, evocando una satisfecha abundancia rústica, que puede alternarse con la vida urbanita si resulta enfadosa la campestre. Sin duda fue Boscán en esta epístola el que mejor definió la dorada medianía proyectada en una forma de vida atenida a un retiro conveniente y convenido, que marca distancias con lo vulgar y se practica sin alardes morales. Vossler, que dio una atinada definición de él («un hombre de orden, mesurado y de rango; un espíritu dogmático, un pedagogo congénito y un artista en adaptaciones y arreglos»), en cambio no supo ver la dimensión de esta epístola en el decurso de la poética de la soledad26.

31Sin embargo, y a pesar de Boscán, la más reconocida de las formulaciones de la dorada medianía asociada al sabio retiro ha sido sin duda la Epístola moral a Fabio. La prodigiosa naturalidad del sucederse de sus tercetos parecería una emanación directa del mensaje que transmiten (del «callado pasar entre la gente», v. 116), cuyo máximo desiderátum es una vida equilibrada, que tanto supone moderación en el ánimo como reflejo en la actitud y el aspecto: «Una mediana vida yo posea, / un estilo común y moderado, / que no le note nadie que le vea» (vv. 172-174). Para esa misma aspiración contamos también con un magistral soneto de Medrano, el XIX:

  Aquella sola, Flavio, suerte una
justamente es del sabio suspirada,
que ni falta en lo asaz, ni sobra en nada;
limitada igualmente y no importuna.
  Quiero, a fuer de la toga, la fortuna,
limpia, de mi medida y concertada;
ni con grandeza pródiga sobrada,
ni corta y miserablemente ayuna. […]

  • 27 Sobre ello versan los capítulos II y III del Libro Primero, cuyos títulos son ya elocuentes: «El vi (...)

32Moderación, equilibrio, sobriedad, templanza. Llegados al territorio de la aurea mediocritas, estamos en las antípodas de cualquier ideal arcádico y a medio camino entre la recta prudencia y la hábil conveniencia. Con el beatus ille comparte el anhelo de la serenidad y el deseo de un retiro interior, sin necesidad, por tanto, de ningún cambio de escenario, que puede ser incluso contraproducente. Así lo advierte, en línea con el más inveterado senequismo, Justo Lipsio en su leidísimo tratado De constantia de 158327. Fue lección bien aprendida por los poetas horacianos y morales, como Fernández de Andrada («¡Mísero aquel que corre y se dilata / por cuantos son los climas y los mares, / perseguidor del oro y de la plata», vv. 124-126) o Rioja, que concluye en su soneto XXXIII: «Que el cielo, ¡ay!, y no el ánimo se muda».

  • 28 Véase Blüher, 1983.
  • 29 Lipsio, Sobre la constancia, p. 100.

33La poesía española de signo horaciano es todo un manual de filosofía moral neoestoica con ecos continuados de las Epístolas a Lucilio de Séneca28. El motivo recurrente es la conquista de la paz personal y el dominio de sí mismo a base de construirse un reducto interior que haga frente a los embates exteriores de las pasiones, lo que se consigue por el cultivo de la perseverancia y la ecuanimidad de ánimo, es decir, de la constantia estoica, que Justo Lipsio definió como «firme e inmutable robustez anímica, que no se ensoberbece ni se humilla con las circunstancias externas o fortuitas, [y] como una firmeza anímica que no deriva de la opinión, sino del juicio y de la recta razón»29.

  • 30 Odas 2, 10, vv. 9-10.

34Pues bien, frente a la consecución de ese ideal personal de la serenitas, aparece, por contraste, la imagen, potente y omnipresente, de la alegoría marina para simbolizar el tráfago de la vida, las pasiones y las perturbaciones que tiene que contrarrestar el hombre, náufrago que debe saber conducir como experto nauta su nave/tabla de salvación (que de nuevo se nutre de otra imagen horaciana, la del ingens pinus)30. La alegoría marina es representación agónica de la vida del hombre entre la seducción de lo de fuera y la fuerza interior para contrarrestarla. Rioja y Medrano son maestros en la expresión de este motivo. Dice el primero en su silva IV:

No dejes por un pino el firme asiento
donde más de una vez el ocio hallaste.
Sabes que los cuidados voladores
suben, ligeros más que airado viento,
a las naves mayores.
Sábeslo, y la codicia
tu alta razón pervierte […]. (vv. 40-46)

35Y es que entre los cantos de sirena marinos hay uno que se hará especialmente rentable: la seducción de la ambición. Si bien el motivo venía de prosapia (de las Metamorfosis ovidianas, en las que en la Edad de Hierro el hombre se hacía a la mar por la pasión de poseer), en la poesía española la ambición del mercantilismo y del comercio se vincula al descubrimiento de América y a las navegaciones. «Sosiego pide a Dios, en su desierta / y alta mar, el piloto a quien la luna / nubes robaron tristes, y ninguna / le luce estrella cierta […] No la América toda es de provecho…»), dice Medrano (Ode XXIV, vv. 1-4 y 9). Sin olvidar, claro está, y como pieza excelsa, el magnífico discurso, o epilio, del viejo serrano de la primera Soledad (vv. 366-502) de Góngora, cuya singularidad radica en que es al mismo tiempo una execración a la codicia de las navegaciones y una exaltación pletórica de la gesta de los Descubrimientos, epopeya real que desbanca lo legendario y mítico.

36La renuncia a lo que está fuera y arrastra por la fuerza de las pasiones es el contrapunto de la añorada paz interior en la que se forja el hombre a sí mismo: este es el felix solitarius que ha sublimado la soledad. La soledad como encuentro, que nos ocupará a continuación.

La soledad como encuentro: «restitución» del ánimo

37La soledad literaria, en la más lograda de sus realizaciones, es una aspiración ético-estética que tiende a la dignificación del hombre. Ratificada por toda una tradición humanística (grecolatina y contemporánea), el escritor-poeta se define por sus modelos, que son fundamentalmente el triunvirato Virgilio-Horacio-Petrarca. El Petrarca del De vita solitaria (entre 1346 y 1356) y de sus cartas y versos latinos, Bucolicum carmen (1357). En esa tradición se inscribe después el De contemptu mundi (1521) y el diálogo Antibárbaros (1487) de Erasmo, además del ya mencionado tratado De constantia (1583) de Lipsio.

  • 31 Jammes, que analizó con exhaustividad el poema gongorino en numerosos trabajos, —particularmente en (...)

38El yo dueño de sí mismo, ese hombre interior que venimos viendo, cuando tenga que ejercer una presencia social lo hará bajo la figura del prudente o del discreto, pero su dimensión individual solo será pulida en la soledad consigo mismo, por un proceso de purificación o —por emplear sus propios términos— de «restitución». Proceso cuya representación icónica pasa por la metáfora espacial del paisaje de la «soledad». Porque la soledad —como sabemos— es un sentimiento y es también una situación. Soledad interior y soledad exterior. Cuando al anhelo abstracto del retiro y mejora interiores se le une la plástica paisajística, llegamos a la más feliz de las configuraciones de la soledad literaria. Se da en los poemas que vinculan ambos extremos en un género nuevo, llamado precisamente Soledad o Soledades31.

39Góngora había iniciado su Poética de la Soledad unos años antes de su poema mayor. La inició en sus magníficos tercetos de 1609 «¡Mal haya el que en señores idolatra…», que son una mayúscula expresión de renuncia a un mundo cortesano-urbanita del que huye en ese momento:

  ¡Oh soledad, de la quietud divina
dulce prenda, aunque muda, ciudadana
del campo, y de sus Ecos convecina! (vv. 79-81)

  • 32 Con agudeza lo expresó el comentarista Salcedo Coronel: «Este poema que don Luis intitula Soledades(...)
  • 33 Jammes, 1987, p. 515.
  • 34 Por ejemplo, que en Góngora, al igual que en Herrera, se dan la mano la postura del solitario y la (...)
  • 35 Ibíd.

40Pero la eclosión del tema llegó con el poema que quiso rotular por antonomasia Soledades. La gran originalidad venía de la mano de la fusión del mundo evocado con su propia construcción; así se declara en los versos iniciales al identificar los «pasos» del peregrino protagonista con los «versos» del poema, enredados unos y otros en una silva-selva-soledad de potentísimas implicaciones semántico-genéricas32. No es el momento de detenerse en las complejidades del poema, pero sí al menos de recordar la clave fundamental que lo sustenta: la exaltación de un mundo incontaminado, de una naturaleza regeneradora, poblada de seres con hábitos primitivos y sin embargo corteses —para decirlo a lo gongorino—. En las Soledades se dan armoniosamente la mano dos situaciones en apariencia contrastivas: el lenguaje sublime y la realidad sencilla. Ahí está su grandeza y su novedad. Como bien subrayó Jammes, no resulta atinado afirmar (según venía haciéndolo la crítica formalista) que Góngora sustituye la realidad por evocaciones espléndidas de un universo legendario y mitológico, pues «es en esa misma realidad en la que encuentra, la mayoría de las veces, el origen de su emoción estética porque sabe, infinitamente mejor que todos sus contemporáneos, descubrirla y saborearla. […] Con Góngora asistimos al descubrimiento de un universo hasta entonces inexplorado por los poetas»33. Siendo eso verdaderamente así, no es contradictorio, sin embargo, afirmar que esa realidad sencilla y rústica que Góngora lleva a un protagonismo absoluto, la sabe reflejar con un lenguaje suntuario imbuido de leyendas y mitos que se hace carne con la realidad descrita, impregnándola consecuentemente de suntuosidad. Vossler, que no dedicó especial atención al poema gongorino y con opiniones a veces difíciles de compartir34, hizo al respecto este certero apunte: el poeta «entabla interiormente una relación espiritual de conciliación, una comunidad comprensiva, fantástica y poética con las leyendas, mitos, poesías e ideales de la antigüedad; con los poetas, dioses, héroes y semidioses de los tiempos primitivos de la Edad de Oro, con los hijos auténticos, perpetuos e inquebrantables de la naturaleza»35.

  • 36 Vossler valora en Espinosa la imaginería formal y el candor y espíritu religiosos, y prefiere abier (...)
  • 37 Véase López Bueno, 2022a.

41También las dos Soledades que escribió Pedro Espinosa, la Soledad del gran Duque de Medina Sidonia y la Soledad de Pedro de Jesús, son textos imprescindibles del género que estudiamos, a pesar de que Vossler, aun valorándolas positivamente, les concediera apenas media página entre las varias que dedica a su autor36. Ambas Soledades tienen en común una misma pragmática discursiva (el marco epistolar de un yo que se dirige a un amonestándole al retiro), una exuberante descripción paisajística y una métrica en octavas reales, además de que las dos evocan y homenajean con sus títulos el género recién inaugurado por Góngora. Pero a pesar de sus semejanzas, y hasta identidades (porque incluso repiten versos), las dos Soledades de Espinosa pretenden distintos objetivos, pues mientras la Soledad de Pedro de Jesús se orienta a la trascendencia religioso-penitencial del ermitaño, en la Soledad del gran Duque el contenido moral constituye el centro de gravedad y queda orientado hacia las amonestaciones al destinatario, el duque de Medina Sidonia, para llevar adelante un retiro benéfico, que lo será —gran novedad— en el los jardines de la propia casa ducal. Por ello la Soledad del Gran Duque de Medina Sidonia es una pieza un tanto singular: un beatus ille realizable en un entorno cortesano, un elogio a la soledad sin prescindir de la exaltación del poderoso y, por lo mismo, un canto al retiro sin menosprecio de corte37.

42Para nuestro propósito interesa sobre todo destacar que en el clímax del poema (que coincide con el centro simétrico del mismo) hace Espinosa toda una declaración de la Poética de la Soledad con claros ecos gongorinos del terceto antes citado:

  Oh soledad, del bien acompañada
y, así, de la ambición mal conocida,
si en la ciudad se abrevia mal lograda,
bien lograda se alarga en ti la vida.

Restitúyase así, tan bien ganada
cuanto se hurtó en corte mal perdida;
por hallarme te busco sin estruendo;
venza otro peleando; yo, huyendo.
  ¡Oh pacífica tregua del suspiro […],
restitución del ánimo apurado!
(vv. 201-209 y 212)

  • 38 Véase López Bueno, 2022c.

43Estamos ante el mismo arranque retórico que el gongorino de exaltación de la soledad y la misma oposición campo/ciudad o campo/corte. La soledad se propone como una meta a alcanzar, reorientando para ello el sentido de la vida hacia una repristinación o, mejor, hacia una «restitución» que la devuelva a un estado inicial u original. Aquí es donde adquiere todo su valor el término restituir, que ya había sido empleado por Góngora en su magnífico soneto alegórico de 1615 A la primera de sus Soledades, «Restituye a tu mudo horror divino», en el que pedía al poema y al impulso creador que lo hizo posible un regreso ya imposible38.

44Los ecos de esa soledad como restitución o restablecimiento del ánimo son frecuentes en la poesía del Siglo de Oro; así en Bartolomé Leonardo de Argensola, en la Sátira que comienza «¿Estos consejos das, Euterpe mía?»:

  Por esto, no te admires si me excluyo
del tráfago, y me apelo a mi retrete,
donde a mi soledad me restituyo. (vv. 400-402)

45O como lo dijo con otras palabras, el fino poeta que fue Francisco de Borja, príncipe de Esquilache, cuando evoca en su soneto una «Dichosa soledad, mudo silencio, / secretos pasos de dormidas fuentes…» para concluir:

  Vuestra quietud estimo y reverencio […].
De cuanto fue mi engaño y compañía,
de cuanto amé, con ignorancia vana,
en vuestra soledad perdí la mía.

46La Soledad del Gran Duque de Pedro Espinosa, que es un poema-soledad completo, en su segunda parte constituye un modelo supremo de écfrasis en la descripción exuberante del gran libro de la naturaleza. Sin embargo, en sorprendente y brusco contraste, el poema termina en un logrado anticlímax: parece bajarse la voz para recomendar finalmente al interlocutor un retiro natural con la compañía muda y sabia de pocos y selectos libros («No buscar, escoger amigos ciento / puedes: Platón y Séneca son buenos…», vv. 369-370), ocupado en quehaceres naturales («redes, lazos y anzuelos te consiento», v. 373), sin más necesidad de nada ni de nadie para conseguir la plenitud en la deseada paz solitaria.

47Estamos en la ética de lo poco. En esa orientación suenan formidables los versos de El jardín de Lope de Vega, Al licenciado Francisco de Rioja, en Sevilla («Divino ingenio, a quien están sujetas…», Epístola octava de La Filomena), donde, tras describir un jardín paradisíaco, barroco y fantástico («pues todo cuanto he dicho es fabuloso»), termina

  Que mi jardín, más breve que cometa,
tiene solo dos árboles, diez flores,
dos parras, un naranjo, una mosqueta. […]
  Pero, como de poco se contente
naturaleza… (vv. 511 a 518)

natura paucis contenta es precisamente como rotula Lope el magnífico soneto con el que cierra sus Rimas:

  Venturoso rincón, amigos mudos,
libros queridos, pobre y corto lecho;
viejas paredes donde el tosco techo
muestra apenas sus árboles desnudos […].
Paso en vosotros descansada vida,
lejos de idolatrar en dueño ingrato.

48En la austeridad del retiro aparece, cómo no, la imprescindible compañía de unos pocos libros. Boscán en su epístola a Hurtado de Mendoza recomendaba la compañía de Virgilio, Propercio y Catulo. Y la Epístola moral a Fabio decía aquello de «Un ángulo me basta entre mis lares, / un libro y un amigo, un sueño breve, / que no perturben deudas ni pesares», vv. 127-129. Y, por descontado, en esa línea se inscribe el magistral soneto que Quevedo escribe a González de Salas Desde la Torre de Juan Abad, en el que la lectura es conversación con unos muertos redimidos por el arte de la imprenta:

  Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos. […]
  Las grandes almas, que la muerte ausenta,
de injurias, de los años vengadora,
libra, oh gran don Joseph, docta la imprenta. […]

  • 39 Véase Morrás, 2000.

49La restitución que propicia la soledad es, pues, una instancia humanística de mejora del hombre, mejora que también se representa con frecuencia por medio de la imagen de la escala o ascenso. En la Oratio de hominis dignitate (1486) Pico della Mirandola se había referido a cómo en la solitaria penumbra del Padre, el hombre se elevará sobre todas las cosas; y es imagen desarrollada por Petrarca en su subida al monte Ventoso (Familiares IV, 1, redactada en 1353 aunque fechada en 1336)39.

50Con frecuencia (como ya ocurría en Pico y en Petrarca) esa mejora se orienta en el sentido trascendente de una ética cristiana perfectamente adaptada a la escala neoplatónica de la subida como perfección o purificación. Por ahí se abre una veta riquísima en la poesía española del Siglo de Oro, de la que forma parte muy importante la Soledad de Pedro de Jesús de Pedro de Espinosa antes mencionada, al recrear la ascesis del ermitaño en la soledad de la naturaleza. Pero si hubiera que elegir una composición que ilustrara a la perfección esa tendencia, esa sería sin duda la extraordinaria epístola o Carta a Arias Montano sobre la contemplación de Dios y los requisitos della de Francisco de Aldana («Montano, cuyo nombre es la primera…»). Aldana, que dedica muchas otras composiciones a la exaltación de la soledad (como las magníficas Octavas sobre el bien de la vida retirada: «Gózate, rey, subido allá en tu alteza…»), se explaya en la epístola citada: es «un hombre desvalido y solo» (v. 7), que se repliega sobre sí mismo y habla en soledad con su ser interior para encontrar el camino, «entrarme en el secreto de mi pecho / y platicar en él mi interior hombre, / dó va, dó está, si vive, o qué se ha hecho» (vv. 49-51); un hombre que quiere ascender hacia la unión con Dios y en la cumbre encontrarse con Arias Montano para compartir con él la «soledad contemplativa» (v. 440).

51Por supuesto, en el camino de la escala ascendente aparecen soberbios, inigualables los versos de san Juan de la Cruz. En el Cántico espiritual la unión mística va precedida de un camino previo en el que el alma se prepara en la soledad:

  En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido. (vv. 171-175)

52O en sus Coplas sobre un éxtasis de harta contemplación, «Entreme donde no supe…» donde proclama que

  De paz y de piedad
era la sciencia perfecta,
en profunda soledad,
entendida vía recta;
era cosa tan secreta,
que me quedé balbuciendo
toda sciencia trascendiendo.

  • 40 Rozas, 1969, p. 329.

53Aunque al lado de la epístola montaniana y sobre todo de los vuelos del poeta místico se deslucen cualesquiera otras manifestaciones sobre la soledad que camina a la contemplación trascendente, cabe mencionar alguna de ellas, como la canción de Enríquez Gómez Al conocimiento de sí mismo, «En estas soledades / (confuso laberinto / del juicio que me oprime y desvanece…» (canción V). Y en especial, una singular y hermosa silva del conde de Villamediana, Silva que hizo el autor estando fuera de la corte «Ya la común hidropesía de viento…». De tono horaciano y recuerdos luisianos, tiene sin embargo reminiscencias muy conscientes de Góngora, por lo que es una pieza muy singular. Considerada por Rozas como un beatus ille del destierro (escrita durante su segundo exilio de 1618-1621)40, tiene, en efecto, una connotación evidente de soledad elegíaca. Sin embargo, el destierro se torna en un estado de soledad que propicia la tranquillitas animi para venir a desembocar en un canto contemplativo a la providencia:

[…] Elevando la mente
al orden de las cosas existente,
que aun la menor esencia
es voz que indica inmensa providencia. (vv. 252-255)

54Hasta ahora hemos repasado manifestaciones que podríamos llamar positivas de la soledad, pero hay una veta importantísima en la poesía del Siglo de Oro que reclama como motivo principal la angustia de la soledad, aspecto en el que mayoritariamente se inscribe el mal de ausencia amorosa.

La soledad como abandono: el mal de ausencia

55Para quien quiere estar solo como una vía de perfeccionamiento personal, la soledad es un encuentro y una conquista. Para quien se siente solo, la soledad va asociada al abandono y a la pérdida. En el primer caso, como acabamos de ver, el fortalecimiento del hombre interior se conseguía no dejándose arrastrar por la pasión, entendida esta como un afecto desordenado del ánimo que impulsa con vehemencia hacia algo fuera del sujeto. En cambio, para los poetas amorosos, es decir, para el gran número de ellos que se inscribieron en la estela del petrarquismo, esa pasión suponía el centro y la razón de ser prioritaria de su canto poético.

56No es este el momento de detenerse en la justificación histórica de ese hegemónica filografía o lenguaje del amor en la poesía española del Siglo de Oro que con razón se ha dado en llamar petrarquismo mayor (como suma de todas las herencias directas e indirectas del Canzoniere petrarquista). Valga simplemente decir que los petrarquistas españoles de la primera generación (Garcilaso, Cetina, Acuña, Hurtado de Mendoza…) incorporaron de los italianos un lenguaje formalizado en sus recursos verbales y en sus contenidos, porque ambas cosas necesariamente se implicaban en el universo endecasilábico que introducían en español. Lenguaje literario que, por otra parte, suponía la mejor vía de introspección en los estados de la mente y del ánimo.

57Buena parte de ese universo poético amoroso se encauzó por la retórica bucólica, de tal manera que la expresión exasperada del sufrimiento por la ausencia y/o el desdén de la amada, devendrá en una soledad de signo negativo, digamos ya elegíaca, por más que el sujeto poético se instale en la Arcadia exterior, con arreglo a la paradoja pastoril más arriba explicada. Precisamente Garcilaso quiere resolver esa paradoja, pues la solución racional (humanística, si se quiere) que propone como salida a los conflictos sentimentales es atenerse a la razón, cual se ofrece al loco Albanio de la égloga II, y a la aceptación de la pérdida, sublimándola, como hace Nemoroso en la égloga I.

58Además, junto a la herencia petrarquista los poetas españoles recibieron un legado hispánico muy importante, concretado de modo muy especial en la influencia de Ausias March, de manera que poetas tan ausiasmarquescos como Cetina reflejan un mundo interior con potentísimas imágenes de lucha agónica entre contrarios. El combate razón/deseo se torna en el vector fundamental generador de tormentos sin solución ni salida.

59Entre esos tormentos de amadores la soledad por ausencia de la amada es un recurso determinante de todos los petrarquistas, de Garcilaso en adelante. Ausencia de la amada que puede proceder de la separación física, pero que también proviene de la distancia anímica que ejerce la dama desdeñosa, la belle dame sans merci, de herencia trovadoresca. Y si Garcilaso se muestra contenido, los versos de otros contemporáneos se derraman a mayor abundamiento, como es el caso de Cetina o de Herrera, en la expresión exasperada de los tormentos, en los esfuerzos icáricos y faetónticos por acercarse al sol/dama y en la entonación de reiteradas palinodias.

60Herencia directa del «Solo et pensoso i più deserti campi / vo mesurando a passi tardi et lenti…» de Petrarca (Canzoniere, soneto XXXV), es el errabundo selvático en la soledad desabrida de la noche, cuyo mejor intérprete es Herrera. Entre sueños, reclama apasionadamente el regreso de la amada en el soneto, «¿Do vas? ¿Do vas, cruel? ¿Do vas? Refrena, / refrena el presuroso paso…», para darse de bruces con la realidad al despertar:

  Volví; halleme solo y entre abrojos,
y, en vez de luz, cercado de tiniebla,
y en lágrimas ardientes convertido.

  • 41 Por eso no puedo estar de acuerdo con Vossler cuando afirma que «su genio poético no era, muy íntim (...)

61Poeta vivencial donde los haya por su compromiso vital con la palabra poética, la soledad amorosa se vive en Herrera con una intensidad extraordinaria41. Así en este otro soneto:

  En esta soledad, qu’el sol ardiente
no ofende con sus rayos, estoy puesto,
a todo el mal d’ingrato Amor dispuesto,
triste y sin mi Luz bella, y siempre ausente. […]

62De vívida intensidad es también la expresión de la soledad amorosa en Quevedo, como en el arranque del hermoso idilio Muere infeliz y ausente del Cancionero a Lisi:

  Voyme por altos montes, paso a paso,
llorando mis verdades:
que el fuego ardiente y dulce en que me abraso
solo le fío de estas soledades,
de donde nace a cada pie que muevo,
de antiguo amor, un pensamiento nuevo.

63Con el vivir tensionado estamos en las antípodas de la exaltación de la tranquilidad de espíritu, de la restitución del ánimo de que hablábamos antes. Del vivirse en la soledad hemos pasado al des-vivirse en la ausencia. Desvivirse de carácter elegíaco que inevitablemente conlleva un sentimiento —pesaroso ahora— de soledad. Tanto que, para evitarla, en ocasiones se reclama paradójicamente su compañía. Como hace Hernando de Acuña en su soneto A la soledad:

  Pues se conforma nuestra compañía,
no dejes, soledad, de acompañarme,
que al punto que vinieses a faltarme
muy mayor soledad padecería. […]

64Y como hará después Villamediana, en la VII de sus Redondillas a diversos asuntos:

  Si busco la soledad,
en tan dichosa porfía,
es por hacer compañía
con sola mi voluntad. […]

65Aunque en la soledad elegíaca el sentimiento amoroso es predominante, también puede trasladarse a la totalidad del existir. En la expresión de esa transferencia es maestro Lope de Vega, sobre todo el Lope de senectute, el de La Dorotea, libro río en el que incluye los más hermosos poemas de soledad que son las famosas barquillas. Es verdad que el motivo (la barquilla azotada por el mar como alegoría de los vaivenes de la existencia) arrancaba desde sus tempranas Rimas («Rota barquilla mía […], entre los puertos del favor rompida, / y entre las esperanzas quebrantada», rezaba uno de sus sonetos); y en las mismas Rimas la soledad por ausencia amorosa había inspirado elocuentes versos de «hablar entre las mudas soledades» que diría en su insuperable soneto «Ir y quedarse, y con quedar partirse». Con todo, será la muerte de Amarilis (Marta de Nevares) en abril de 1632 el núcleo referencial que propicie la serie famosa de las cuatro barquillas incluidas en el acto III de La Dorotea: «Ay, soledades tristes…», «Para que no te vayas…», «Pobre barquilla mía…» y «Gigante cristalino…». Bajo la voz supuesta del solitario barquero Fabio, la «Pobre barquilla mía / entre peñascos rota, / sin velas desvelada, / y entre las olas sola…» es la aceptación resignada a la soledad final, lejos ya de los afanes del mundo. Es lo que también transmite la otra pieza poética magistral de soledad que Lope incluye en La Dorotea: me refiero al conocidísimo romance que, tras una fachada inicial de ágil y fresca secuencia, esconde un complicado proceso dialogístico del sujeto poético de base estoica y con elementos de sátira social,

  A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos.
No sé qué tiene el aldea
donde vivo, y donde muero,
que con venir de mí mismo,
no puedo venir más lejos. […]

Soledad humanística y soledad elegíaca vs. géneros poéticos

66En lo visto hasta aquí han quedado reflejados dos concepciones opuestas de la soledad: la soledad como conquista, que icónicamente podríamos ilustrar como movimiento hacia la interioridad, con el consiguiente sentimiento de logro; y la soledad como pérdida, con una tensión hacia fuera, hacia lo que no se puede conseguir, con la consiguiente lamentación. La primera, soledad humanística; la segunda, soledad elegíaca. En relación a ambos movimientos me atrevería a sugerir unas pautas o tendencias genéricas, pues, como sabemos, el género literario (poético en este caso) tiene un componente sémico fundamental que va en relación dialéctica con la forma o disposición retórica, de la que forma parte la marca métrica.

  • 42 Herrera, Anotaciones a la poesía de Garcilaso, p. 266.

67En un afán de síntesis urgido por las circunstancias, bien podría decirse que las expresiones de soledad humanística se vehiculan mayormente a través de la pragmática propia de los géneros horacianos, que son fundamentalmente la epístola y la oda. Dicha pragmática es básicamente la que se establece entre un yo que se dirige a un amonestándole para que cambie de vida y venga a acogerse a otra en la que ya se encuentra el yo poemático; así, el sujeto poético funciona como exemplum que se permite aconsejar al interlocutor, que puede ser un receptor intrínseco o, en la convención epistolar, un destinatario real. Las marcas métricas preferentes son los tercetos, las estancias aliradas, eventualmente las octaves reales y el omnipresente soneto (tan «capaz de todo argumento», como recordara Herrera en sus Anotaciones a Garcilaso)42.

68La voz elegíaca surge, en cambio, desde la inferioridad, sentimental y situacional, del emisor respecto al destinatario y/o interlocutor (puesto que también puede darse en el marco epistolar). Trátase de una lamentación melancólica que conlleva, además de la actitud dolorida del emisor, la solicitud de empatía por parte del destinatario-receptor. Sus formas métrico-genéricas apuntan también al terceto, heredero en este caso del dístico latino elegíaco (a diferencia del terceto epistolar, que recogía la herencia del hexámetro), a formas varias de estancias y desde luego al soneto, que en la tradición petrarquista es fundamentalmente elegíaco.

  • 43 Guillén, 1993, p. 156.

69Para este encuadramiento genérico creo que nos ayudará recordar el esquema, tan sencillo como magistral, que propuso Claudio Guillén43 para los géneros poéticos del Siglo de Oro, basándose en la dialéctica presencia/ausencia y en los talantes afirmativo/negativo:

70La condición pareja de oda y epístola en estas relaciones dialécticas (es evidente la vecindad entre afirmar la presencia y negar la ausencia) las vincula decididamente, como de hecho lo están en sus orígenes horacianos y en sus marcas pragmáticas y discursivas del emisor que enseña, aconseja o amonesta; marcas discursivas que vienen a coincidir —según esta propuesta— con los textos que hablan de la soledad como encuentro y como liberación para el perfeccionamiento moral del individuo.

71La esencialidad de la elegía en cuanto afirmación de la ausencia es la clave para entender la pragmática poética de un emisor que se siente solo y se siente mal, y apela al receptor desde una situación de inferioridad sentimental y anímica. Es lo que ocurre en la soledad que he llamado, por antonomasia, elegíaca. No hay ahora propuestas compartidas de vida (negación de la ausencia), sino lamentos de pérdida y abandono (afirmación de la ausencia).

72En lo dicho hay que hacer excepción del género autónomo soledad-poema que son las Soledades gongorinas, cuya absoluta novedad alcanza también a la adscripción genérica, que fue, de hecho, piedra de toque inevitable en la llamada polémica gongorina. Las Soledades gongorinas remiten a un mundo autónomo con narrador extradiegético. Ni siquiera en eso coincidían con otros poemas-soledad que hemos mencionado, pues tanto en las dos Soledades de Pedro Espinosa como en la Silva que hizo el autor estando fuera de la corte (que bien puede considerase una Soledad) del Conde de Villamediana, la implicación del yo poemático constituye la clave de bóveda de su construcción.

Contragénero y parodia: la burla desde el rincón

73Como todo gran tema literario, el de la soledad tuvo su contragénero, encaminado a parodiar la vida retirada en todas sus variantes a expensas de explotar la vida poltrona. La gama también aquí es amplia, pues va desde el simple burlón al empecinado cínico que se gloría de renunciar a cuanto le inquieta. De manera que la parodia abarca a las dos grandes especies de soledad contempladas, pues para quien se pertrecha en su rincón tan ajeno es el perfeccionamiento moral de la soledad como el desvivirse amoroso, al que renuncia por la vía de la mofa insidiosa.

  • 44 Jammes, 1987, pp. 31-186 y en particular 31-38. De ese criterio se sirve para establecer la clasifi (...)
  • 45 Frye, 1977, p. 295.

74Estamos en el discurso de los antivalores como burla de los principios y valores morales establecidos socialmente, y que también alcanza a los géneros literarios nobles que los ensalzan, de cuyos cauces formales se sirve con frecuencia la parodia para invertirlos. Robert Jammes estableció una oportuna distinción entre lo satírico (crítico con lo que está en contradicción con el sistema de valores dominantes) y lo burlesco (fuera de dicho sistema, al que opone sus antivalores) 44. Y aunque, como él mismo reconoce, hay a veces fronteras difusas entre ambos y pueden incluso ser complementarios, lo cierto es que puede señalarse una clara baliza, pues «la sátira —como recuerda Northrop Frye— exige en prenda […] por lo menos, un criterio moral implícito»45, del que carece mayormente la burla paródica.

75Con ser interesantísima esta deriva, el espacio me obliga a limitarme al máximo, lo que haré recordando solo dos nombres imprescindibles, también en esto, Góngora, Quevedo, y junto a ellos el bienhumorado Jacinto Polo de Medina. Es el Góngora de las letrillas burlescas, ingeniosísimas, divertidas y conceptuosas todas, de las que acaso la más famosa sea «Ándeme yo caliente / y ríase la gente» (1581), que tiene su correlato, treinta años después, en otra mucho más exasperada y enfáticamente vulgar, cuya cabeza proclama:

Tenga yo salud,
qué comer y quietud,
y dinero que gastar,
y ándese la gaita por el lugar.

76En estos territorios de la cínica renuncia es paradigma el romance de Quevedo La vida poltrona: «Tardose en parirme / mi madre…»,

  Que a mí en esta celda
donde, alegre, duermo,
hallo que me sobra
cuanto yo desprecio. […]
  Yo vivo picaño
bien ancho y exento:
ni me pesa la honra,
ni frunce el respeto. […] (vv. 149-152 y 161-164)

77Finalmente, en este resumen de urgencia bien puede recordarse una composición muy ingeniosa de Jacinto Polo de Medina. En la onda quevedesca y con constantes pullas estilísticas contra el gongorismo, se desenvuelve sus Ocios de la soledad (de 445 versos), en los que invita a su destinatario, don Luis Marín de Valdés («¡Oh, tú, grande blasón de los Marines …»), a la vida solitaria y campestre. No deja su ágil verso de reparar en ninguno de los motivos asociados al beatus ille ideal: jardines, flores, frutos; ni tampoco deja atrás el beatus ille del poderoso, incluida la destreza cetrera. En fin, leerlo es un regocijo permanente, que cae del lado de lo amable burlón y no del desprecio cínico.

Final en fuga

78Por medio de una selección de textos, hemos repasado las dos grandes formulaciones que —a mi modo de ver— transmiten el sentimiento y la noción de soledad en la poesía española del Siglo de Oro. Ni que decir tiene que el objetivo no ha sido ni el sentimiento ni la noción de soledad, sino su formulación literaria, que apunta a series retóricas que privilegian determinados comportamientos discursivos, que es lo único a lo que nosotros podemos aspirar a determinar y lo único que podemos intentar sistematizar.

79Entrar en este territorio es entrar en las vidriosas consideraciones sobre vida y literatura. Cierto que esta refleja la vida (¿qué si no?), pero lo hace por medio de formulaciones retóricas que, cuando se reiteran, producen cadenas de textos que resultan, al fin y al cabo, si no el único, sí el mejor testimonio discursivo de una época. Desde luego que hay relatos históricos más atenidos a lo que podemos llamar realidad contingente, pero los vuelos literarios que apuntan más allá de la contingencia, desvelan anhelos, emociones y desiderata, individuales y colectivos, que son acaso la mejor impronta testimonial de una época.

  • 46 Le Breton, 2016, p. 18.

80En este sentido llama la atención el ansia de soledad como restitución del ánimo o perfeccionamiento moral que anhelaron tantos espíritus selectos en el Siglo de Oro español. No estoy informada como para caer en la fácil tentación de establecer comparativas epocales, ni con la tan traída y llevada soledad romántica ni con la soledad existencial contemporánea, en la que el ser humano más que vivir la soledad, es la soledad, y de la que fue excepcional testigo Edward Hopper en sus retratos femeninos. Me interesa en ese sentido destacar el análisis que hace un pensador actual, David Le Breton, en un libro de título y subtítulo elocuente, Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea. Si me fijo en él es porque da cuenta de una forma de soledad, que, intentando liberarse del vínculo social y de las pasiones comunes, no da como resultas ninguna liberación, sino un angustioso aislamiento: «Ascesis de inspiración estoica, pero sin un deseo de perfección moral, la desaparición de sí es vivida por los demás como una deserción, un aislamiento dentro del vínculo social»46.

  • 47 Cózar, 2011, p. 33.

81Y para finalizar, dos apuntes. El primero, justificativo, si se quiere, de los límites de esta exposición. El tema de la soledad se desborda, siempre es más y hay más; porque, para decirlo con el tino de Rafael de Cózar, «la soledad es el carné de identidad del infinito»47. Segunda consideración: ni todos los poemas que hablan de soledad lo son, ni se menciona el término soledad en algunos de la mayor desolación. Si quiere observarse soledad en carne viva no hay más que leer el soneto de Góngora al Conde-Duque de Olivares «En la capilla estoy y condenado…», donde el poeta, en el ocaso de su vida, viejo, enfermo y arruinado, sigue pretendiendo y pide patéticamente limosna al poderoso. Y es que la soledad es un sentimiento que de seguro se comunica más en el segundo plano de las intenciones y de las situaciones, que en el puro nivel elocutivo. Más por lo que se deja de decir, que por lo que se dice. Pero, claro, esto es inaprehensible si perseguimos una secuencia histórico-literaria, que es lo que han pretendido estas páginas.

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Notas

1 «Los que abrevian las obras hacen una injuria al conocimiento y al amor, considerando que el amor de cualquier cosa es hijo de ese conocimiento» (Leonardo da Vinci, 2009 p. 169).

2 Romero Tobar proponía con tino la definición del discurso literario como «un inacabado proceso de escritura y lectura, un proceso en el que se reelabora dinámicamente lo que ya estaba escrito e interpretado por los escritores y críticos» (1998, p. 48). Por su parte, Kermode (1988, pp. 114-115) entendió la canonicidad de las obras literarias como un proceso continuado de atención e interpretación de las mismas, lo que asegura su modernidad. El producto de esa suma de escritura e interpretación da como resultado lo que Guillory (1990) llamó «complejos institucionales», que propician la perduración frente a respuestas individuales o espontáneas.

3 Para los datos sobre la edición original y las traducciones españolas, véase la entrada de Vossler en la bibliografía final.

4 Como bien puede apreciarse en la bibliografía analítica elaborada por Valero Moreno, 2011 y 2012, pp. 951-958.

5 Por citar algunos de los títulos más significativos: España y la cultura moderna (La Plata, 1933), Lope de Vega y su tiempo (Madrid, 1934), Introducción a la literatura española del Siglo de Oro. Seis lecciones (Madrid, 1934), Algunos caracteres de la cultura española (Buenos Aires, 1942), Fray Luis de León (Madrid, 1946), Escritores y poetas de España (Buenos Aires, 1947); y entre las póstumas: España y Europa (Obra póstuma) (Madrid, 1951) o Lecciones sobre Tirso de Molina (Madrid, 1965). Tuvo traductores de la talla de Manuel García Blanco, Amado Alonso y Raimundo Lida, Ramón de la Serna o Carlos Clavería; sin olvidar a un prologuista como José F. Montesinos.

6 Valero Moreno, 2012, la cita en pp. 942-943.

7 Vossler, 2000, p. 9.

8 Ibíd.

9 Menéndez Pidal, 1918. Las principales tendencias serían: carácter popular y propensión a la anonimia, austeridad moral y sobriedad psicológica, escasez de lo maravilloso y realismo.

10 Véase su ensayo «El realismo en la literatura española del Siglo de Oro», aparecido primero en Tres motivos de literatura románica (Salamanca, Imprenta de la Gaceta Regional, 1929) y luego en Algunos caracteres de la cultura española (Buenos Aires, Espasa-Calpe 1942).

11 Como ejemplo del juicio de Vossler sobre el siglo xvii valgan estas afirmaciones: «A lo largo del siglo xvii se produjo en la poesía de la soledad un estado de indecisión. Negada por la razón, o, por lo menos, puesta en duda, no pudo apenas desarrollarse más en forma de grandes y auténticos poemas de la vida interior en el estilo humanista […], ni en el tono religioso […]. Llegó a ser un juguete para los humoristas: motivo y tema para los virtuosos, como Góngora, o un extravío místico, como en Molinos; o degeneró en caprichos satíricos, extravagancias y críticas». Todo ello acorde con el espíritu de una época en la que —continúa— «creció en el país el número de existencias desengañadas, perseguidas y fracasadas» (2000, p. 259).

12 Valero Moreno, 2012, p. 943.

13 Lo que, por cierto, no gustaba nada a Vossler, que le achacaba falta total de autenticidad: «… un parque artificial en el cual se hubiese reservado un trocito como selva virgen para muestra. No son de fiarse las soledades del país de la Arcadia» (2000, p. 88).

14 Aquí, como en el resto de citas poéticas de este trabajo, únicamente va indicada la composición y, solo cuando se trata de composiciones largas, el número o los números de los versos recogidos o aludidos Con el fin de economizar espacio, para las referencias de la edición manejada en cada caso, véase el autor correspondiente en la bibliografía final.

15 Vossler, 2000, p. 84.

16 Por ejemplo, así dice Gutierre de Cetina, traduciendo a Giraldi Cinthio: «Espero, y mi esperar no será en vano, / que el nombre pastoral del siglo nuestro / será tal cual fue ya en la Edad de Oro» (como cierre del soneto que comienza «Esta guirnalda de silvestres flores»).

17 Haec ubi locutus faenerator Alfius, / iam iam futurus rusticus, / omnem redegit idibus pecuniam, / quaerit kalendis ponere, ‘Una vez dijo todo esto, el usurero Alfio, que estaba a punto, a punto de hacerse campesino, reembolsó todos sus cuartos el día de los idus,… y ya busca dónde colocarlos en las calendas’ (Epodo II, vv. 67-70). Este final no significa que Horacio no fuese sincero en la expresión del valor de una vida sencilla, sino que se trata de una concesión a la actitud satírica del género del epodo. Todas las citas de autores latinos en este trabajo se hacen por http://www.thelatinlibrary.com/.

18 Aureus hanc uitam in terris Saturnus agebat; / necdum etiam audierant inflari classica, necdum / impositos duris crepitare incudibus ensis, ‘Saturno, en la edad de oro, vivió en la tierra tal género de vida; todavía no habían oído entonces el sonido de la trompeta, ni crepitar todavía las espadas forjadas sobre los duros yunques’ (Geórgicas, II, vv. 538-540)

19 El secretum iter horaciano (Epístolas I, 18, v. 103).

20 Que en otro lugar denominé oda humanística (López Bueno, 1993, pp. 188-197).

21 Lope de Vega, Los pastores de Belén. Véase López Bueno, 2022b.

22 Como previsto en la tradición a la que se acoge, el rechazo de las pasiones que se dejan atrás no se expresa con la referencia directa, sino por la plástica de los iconos, con una llamativa reiteración de motivos y del lexema soberbio, que venía de tradición secular. Virgilio había dicho foribus domus alta superbis, ‘altos palacios de soberbias puertas’ (Geórgicas II, v. 461); y Horacio forumque vitat et superba civium / potentiorum limina, ‘y evita el foro y las puertas altivas de los ciudadanos poderosos’ (Epodo II, vv. 7-8), que fray Luis en su trad. del epodo recrea: «Huye la plaza y la soberbia puerta / de la ambición esclava» (vv. 7-8); Garcilaso antes había parafraseado: «No ve la llena plaza / ni la soberbia puerta / de los grandes señores» (Égloga II, vv. 44-46); fray Luis en la oda a la Vida retirada parafrasea: «Que no le enturbia el pecho / de los soberbios grandes el estado /, ni del dorado techo / se admira…» (vv. 6-9); y Lope habla de «altas casas», «fuertes columnas», «altos frontispicios», «soberbias puertas» (vv. 8 a 14).

23 Conectando así de nuevo con Horacio y su Odi profanum vulgus, et arceo, ‘Nada quiero con el vulgo profano y lo mantengo lejos’ (Odas 3, 1, v. 1).

24 Véase Sánchez Robayna, 2000.

25 Epístolas 1, 6, v. 1.

26 Se limitó a considerar a Boscán en menos de una página, citando solo un texto cancioneril. «Si […] ensalzó la soledad —dice—, fue ante todo para dar un tinte de gravedad a su poesía; no por necesidades religiosas, ni purificación de las costumbres» (Vossler, 2000, p. 69).

27 Sobre ello versan los capítulos II y III del Libro Primero, cuyos títulos son ya elocuentes: «El viaje a otras tierras no es remedio para las enfermedades anímicas; más las pone de manifiesto que las cura…» y «Las verdaderas enfermedades anímicas no las cura ni las mitiga el viaje a otras tierras, sino que más bien las recrudece» (Lipsio, Sobre la constancia).

28 Véase Blüher, 1983.

29 Lipsio, Sobre la constancia, p. 100.

30 Odas 2, 10, vv. 9-10.

31 Jammes, que analizó con exhaustividad el poema gongorino en numerosos trabajos, —particularmente en su monografía (1987, pp. 483-528) y en la edición del mismo (1994)—, hizo un abordaje desde las distintas perspectivas críticas posibles, sin olvidar la complejidad conceptual de la palabra Soledad en sus dos derivas: ‘falta de compañía’ y ‘lugar despoblado’ (1994, pp. 59-64).

32 Con agudeza lo expresó el comentarista Salcedo Coronel: «Este poema que don Luis intitula Soledades (por el asunto o por el verso) es un género de composición que los latinos llamaron silva […]. Presumo que don Luis quiso que esta voz silva correspondiese soledad en nuestra lengua, y no impropiamente, pues si la silva significa en castellano selva o bosque, ¿qué cosa más solitaria?» (Salcedo, Soledades de Don Luis de Góngora comentadas, f. 1).

33 Jammes, 1987, p. 515.

34 Por ejemplo, que en Góngora, al igual que en Herrera, se dan la mano la postura del solitario y la dificultad de su lenguaje (Vossler, 2000, p. 128).

35 Ibíd.

36 Vossler valora en Espinosa la imaginería formal y el candor y espíritu religiosos, y prefiere abiertamente poemas de su primera etapa, como la Fábula del Genil o la Navegación de San Raimundo (2000, pp. 193-201).

37 Véase López Bueno, 2022a.

38 Véase López Bueno, 2022c.

39 Véase Morrás, 2000.

40 Rozas, 1969, p. 329.

41 Por eso no puedo estar de acuerdo con Vossler cuando afirma que «su genio poético no era, muy íntimo, aunque sí ingenioso, metafórico y fantástico. Su poesía es de cuerpo endeble, pero aderezada con soberbio ropaje. […] En lo que se refiere al sentimiento personal es proporcionalmente pobre» (2000, p. 83).

42 Herrera, Anotaciones a la poesía de Garcilaso, p. 266.

43 Guillén, 1993, p. 156.

44 Jammes, 1987, pp. 31-186 y en particular 31-38. De ese criterio se sirve para establecer la clasificación de las letrillas gongorinas (1963 y 1980).

45 Frye, 1977, p. 295.

46 Le Breton, 2016, p. 18.

47 Cózar, 2011, p. 33.

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Para citar este artículo

Referencia en papel

Begoña López Bueno, «Soledad/Soledades en la poesía española del Siglo de Oro (revisando a Vossler)»Criticón, 145-146 | 2022, 89-117.

Referencia electrónica

Begoña López Bueno, «Soledad/Soledades en la poesía española del Siglo de Oro (revisando a Vossler)»Criticón [En línea], 145-146 | 2022, Publicado el 30 noviembre 2022, consultado el 07 noviembre 2024. URL: http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/criticon/21917; DOI: https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/12dlc

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Autor

Begoña López Bueno

Catedrática de Literatura Española de la Universidad de Sevilla y actualmente Investigadora Honoraria de la misma Universidad, tiene una larga trayectoria en los estudios literarios sobre el Siglo de Oro español. Sus publica­ciones abarcan un abanico amplio de temas: géneros poéticos, problemas filológicos y ecdóticos de la edición de textos, panoramas historiográficos y de recepción literaria, polémicas literarias, aspectos histórico-eruditos, alcance de retóricas y poéticas, etc. Los autores en los que ha recalado con más frecuencia en estudios y ediciones son Garcilaso de la Vega, Gutierre de Cetina, Fernando de Herrera, Francisco de Rioja y el grupo sevillano, Lope de Vega, Luis de Góngora, la polémica gongorina y el gongorismo. En 1988 fundó el Grupo Interuniversitario de Investigación PASO, dedicado al estudio de la Poesía del Siglo de Oro, y hasta 2014 fue directora de sus volúmenes colectivos (http://grupo.us.es/paso/). Es Presidenta de Honor de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO). En 2014 sus discípulos y colegas le dedicaron un volumen de homenaje, «Aurea Poesis». Estudios para Begoña López Bueno, Universidades de Sevilla, Córdoba y Huelva.

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