- 1 Este trabajo se ha beneficiado de los fondos del Proyecto de Investigación La ficción narrativa de (...)
1Las presentes páginas no van a ocuparse de las implicaciones teóricas del concepto de ejemplaridad en el Siglo de Oro. Por el contrario, quisieran abordar un asunto que podría considerarse previo a esas mismas implicaciones, como es el de la transmisión del exemplum y de otras formas breves que comparten con él un mismo discurrir por el período1. Por supuesto, este estudio tampoco podrá detenerse en todos los pormenores de esa transmisión, sino que habrá de conformarse con insistir en uno de sus aspectos acaso más modestos, más íntimos. Me refiero a los consejos sobre la anotación, por parte del orador, de todas esas formas (sentencias y ejemplos clásicos, adagios y apotegmas) en un cuaderno manuscrito personal: el conocido codex exceptorius. De acuerdo con los presupuestos del humanismo (de Erasmo a Miguel de Salinas) la elaboración del codex imponía la lectura paciente de las obras de los auctores, la selección de cuantas secuencias se consideraran dignas de ser recordadas y la cuidada ubicación de las mismas bajo los epígrafes de un meditado esquema de temas o lugares comunes. La fábrica del cuaderno privado promovía así un diálogo asiduo con las obras de los antiqui, constituyéndose en método para el estudio y la reflexión. Aunque, como es bien sabido, ese mismo codex tenía también un fin algo más inmediato o práctico: el de custodiar esas mismas secuencias hasta el momento de su engaste en el discurso «profesional», oral o escrito, del orador humanista.
2Nos ocuparemos de la fortuna de ese método compilatorio. Una fortuna ligada al optimismo de la primavera humanística (y por ello quizá más anhelada que real). Una fortuna nacida del valor de esas formas para el adorno y la dilatación narrativa del discurso, y, a su vez, para el «anclaje» de ese mismo discurso en un adecuado discurrir de citas y auctoritates clásicas. Es decir, para la doble satisfacción de la «retórica de la abundancia» y de la «poética de la cita», dos de los principios sobre los que hubo de asentarse toda la estética del humanismo.
3Pero estas páginas habrán de plantearse también el proceso de abandono de ese método de compilación personal, los tiempos y los modos del lento declinar del codex exceptorius: un proceso quizá latente ya a lo largo del siglo xvi, pero que empieza a definirse con cierta claridad tan sólo a mediados de la centuria siguiente. Seguramente, el origen de ese declive del codex está en la misma razón de su inicial fortuna: en las exigencias de aquella doble retórica de la copia y de la auctoritas recién aludida, exigencias crecientes a lo largo del Renacimiento y sin duda acentuadas en el Seiscientos por la «inflación» formal y erudita que caracteriza el diseño del discurso barroco. A la satisfacción de esas necesidades, de esa demanda de formas breves, respondía la floración editorial de todo un universo de polianteas, florilegios, tesoros y otros instrumenta eruditionis impresos. Géneros cuyo auge debe rastrearse en los albores del siglo xvi (justo en aquel momento que vio nacer las primeras doctrinas sobre el codex exceptorius), pero dotados de un vigor inusitado a lo largo del siguiente siglo. El empuje editorial de esas obras en el Seiscientos haría cada vez más evidente el contraste entre los lentísimos usos del acopio manuscrito y la agilidad de la consulta ad hoc de la poliantea impresa. Ante la evidencia de todos los beneficios ligados a esa creciente biblioteca instrumental, poco o nada podía hacer ya aquel viejo codex, que iría languideciendo hasta desaparecer.
4Esa tensión entre la consulta de las colecciones impresas y el acopio privado de formas breves constituye un capítulo esencial en la historia de nuestra erudición. Un capítulo, a día de hoy, insuficientemente explorado, pero en torno al cual quizá sea posible esbozar ya unas cuantas reflexiones que invitan a huir de una excesiva simplificación. De entrada, no parece del todo oportuno entender el debate entre ambos modos de transmisión ejemplar (la transmisión privada y manuscrita, frente a la impresa y «pública») en los términos de una oposición frontal y sin zonas de transición. Y tampoco sería exacto concebir la historia de ese debate como un mero ejercicio de sustitución de un modelo por otro. Distinguimos, en efecto, varias fases en ese lento proceso. Todo parece indicar que hubo un primer momento de ósmosis (y de cooperación, incluso) entre ambas formas de compilación. Fruto de ello sería la aparición, quizá tempranísima, de una concepción algo más instrumental del codex. Una concepción en virtud de la cual la selección privada de formas breves no había de basarse tan sólo en la lectura de los auctores, de las fuentes de primera mano, sino, cada vez más, en la voraz consulta de polianteas y otros tesoros impresos, donde esas mismas secuencias se hallaban ya convenientemente deslindadas y dispuestas en orden. Convertido en mero filtro personal de los vastos contenidos de los instrumenta eruditionis, ese nuevo modelo de cartapacio traicionó toda la ambición, toda la dimensión erudita que el viejo codex poseía en el programa escolar del Humanismo. Es muy probable que sólo a esa «traición» debiera el cartapacio privado la posibilidad de su supervivencia entre los usos de la erudición barroca. Pero, en última instancia, el resultado de ese empleo subsidiario, meramente instrumental, no podía ser otro que el de su desaparición, que el olvido del acopio personal en beneficio de la consulta, directa y puntual, de los tesoros impresos adecuados para cada ocasión, para cada discurso.
5Hablamos de momentos, de fases sucesivas (la imposición del codex humanístico, su temprana transformación en un cartapacio instrumental, su desaparición, en fin), pero es obvio que todos esos procesos coexisten en el tiempo, se superponen, al hilo de las peculiaridades y de los ritmos particulares de cada enclave retórico. Las últimas páginas de este estudio indagarán, en cualquier caso, los recelos ante esa lenta transformación de los usos de la compilación de exempla: las críticas vertidas a la creciente imposición de la poliantea como lectura preferente del orador (en detrimento de las fuentes directas) y los intentos de frenar el paulatino abandono del codex (que era también el abandono, según sabemos, de un modo de concebir la lectura y el saber). Recelos y críticas que pueden espigarse hacia 1620 en la obra del jesuita francés Nicolas Caussin (y a su zaga, en la sátira dieciochesca del Padre Isla) y que identifican ese recurso fugaz a las polianteas con la ausencia de esfuerzo y con la adquisición de una sabiduría vana o tan sólo aparente.
- 2 Tuve ocasión de ocuparme de algunas de esas cuestiones con cierto detenimiento en dos de mis trabaj (...)
6La crítica a la falsa erudición es, en efecto, una denuncia del abandono del viejo heroísmo y de la antigua ética ligados a la labor de acopio personal de formas breves, a la fábrica del codex exceptorius. Una crítica nacida de la nostalgia por un tiempo —el primer humanismo— perdido para siempre, pero que justamente por lo mismo deforma un tanto la realidad de una elocuencia barroca vinculada ya de modo inexcusable (y absolutamente natural) al uso de la poliantea impresa. La erudición barroca fue, en muchos sentidos, una erudición nueva. Y, como tal, se hallaba dotada de sus propios fundamentos, de su propia galería de vicios y virtudes, que no pueden ser explicados desde su mero contraste con los usos de la vieja erudición humanística. Frente a aquel pausado manejo de la biblioteca renacentista, la elocuencia barroca impuso al nuevo orador el conocimiento, el dominio y el hábil empleo de toda la bibliografía generada por la explosión editorial de los tesoros de erudición. Allí residían el heroísmo y la ética de la nueva erudición2. Veamos todo ello con mayor detalle.
- 3 O «Tratado de la forma que se debe tener en leer los autores», como rezaba, de manera algo más ambi (...)
7El «sueño del humanismo» diseñó todo un método para el acopio personal o privado de formas breves, susceptible de ajustarse a las necesidades de cada orador. Erasmo dedicó al asunto un capítulo esencial en su tratado De copia (1512), bajo el título de «Ratio colligendi exempla». Miguel de Salinas recrearía algunos de los pasajes esenciales del De copia erasmiano en uno de los apéndices a su Retórica en lengua castellana, publicada en 1541. En ese apéndice, el capítulo concreto sobre el acopio de formas breves figuraba notablemente amplificado y bajo el título de «Forma que se debe tener en sacar los ejemplos y sentencias de los autores que se leen»3. Merece la pena releer, en paralelo, las aportaciones de Erasmo y Salinas, y situarlas en el contexto de las teorías humanistas sobre el arte de la compilación.
8Como decíamos, el soporte material del modelo de acopio humanista es lo que con cierta frecuencia se conoció como codex exceptorius: un cuaderno de anotación de formas breves al que el texto de Salinas alude bajo el nombre de «libro blanco». El libro o cuaderno de Salinas se nutría así de «ejemplos y sentencias», formas en las que se condensaba «todo lo bueno que de cualquier autor que se lee se puede colegir para aviso y doctrina». Dichas formas habían de indagarse de acuerdo con una labor de lectura sobre cuyos pormenores volveremos enseguida, porque, de modo previo a esa lectura, era preciso disponer en el cuaderno aquellos títulos o lugares comunes bajo los que se anotarían las formas breves seleccionadas. A propósito de la elección de esos lugares comunes, Erasmo recomendaba la adopción de algunos patrones organizativos bien conocidos: los esquemas de vicios y virtudes expuestos por Aristóteles, Cicerón, Plinio, Valerio Máximo o Santo Tomás. Salinas reduciría esa nómina a los tres últimos nombres (a los que se añadiría en todo caso la «Valeriana escrita en castellano») pero no dudaría tampoco en exponer «por dar muestra y ayudar» la propia tabla de capítulos que él había diseñado para sí, el esquema de lugares comunes que incardinaba su «libro blanco» privado.
- 4 Todo ello de acuerdo con la vieja concepción del mundo como suma de ejemplos, como eterno sermón pr (...)
9La tabla diseñada —y ahora compartida— por Salinas era ciertamente ambiciosa: la componían decenas de rúbricas, distribuidas de acuerdo con un cuidado sistema escolástico de afines y contrarios. Las rúbricas hacían referencia esencialmente a las «virtudes morales y teologales», aunque bajo esos epígrafes se deslizara también algún capítulo un tanto más jugoso («De la elocuencia», «Del vulgo o gente común», «De los órganos y otros instrumentos que se usan en la Iglesia»), de acuerdo con la apertura del discurso renacentista a todos los ámbitos del conocimiento y la curiosidad humana. No es extraño, por tanto, que el propio Salinas propusiera una nueva «vuelta al mundo» para rastrear aquellos temas o rúbricas olvidados en ese primer recorrido por los vicios y virtudes («para topar lo que falta o a lo menos hacer que no falte tanto»). Una «vuelta» por los espacios de la geografía terrestre y por los del Más Allá (del Cielo Empíreo al Paraíso Terrenal, del Purgatorio al Infierno), detenida en todos sus habitantes y sus criaturas, en una suerte de escala del ser atenta a la Virgen María y a los santos, a las cualidades del hombre y a las propiedades de todos los entes naturales. Con ello, el codex se convertía en una suerte de microcosmos manuscrito, en un ordenado reflejo de la Creación4.
- 5 Salinas, Retórica en lengua castellana, p. 198.
- 6 Salinas, Retórica en lengua castellana, p. 205.
- 7 Salinas, Retórica en lengua castellana, p. 188.
10 A propósito de la materia que debía ser anotada en ese cuaderno, Salinas no se conformaba con aportar un ramillete de consejos para el hallazgo de ejemplos y sentencias. Por el contrario, intentaba proponer todo un método de lectura. Un auténtico ars legendi, basado en una lección detenida y atenta de los auctores (bien distante de aquel «pasar por ello como gato sobre brasas» tan grato a algunos) y limitado a un número prudente de textos (que «tener este cuidado de sacar lo bueno, creo yo que hacía a los viejos ser más doctos con pocos libros que agora con muchos»5). El método de Salinas se erigía así en paciente y ordenado contrapunto a aquel «apetito desordenado de saber»6 sentido como marca de los nuevos tiempos, ofreciéndose incluso como medio eficaz para la adquisición de una sabiduría cierta: «Consejo es, aunque no muy sutil, de tanto fruto que cualquiera que lo usare será más docto y aparejado para cualquier cosa que quisiera escribir o hablar en un año, que si por la vía ordinaria estudiase cuatro, y el que lo usase bien se podría contar entre los muy sabios de los antiguos»7.
11La lectura de las obras, el hallazgo de ejemplos y sentencias, su anotación ordenada, definían así para Salinas otras tantas fases de un modesto pero completo programa de educación humanística. Un programa basado en el esfuerzo personal, en el rescate y la lectura directa de los auctores y en la constante maduración de sus ideas. Incluso la decisión sobre el epígrafe correcto bajo el que había de anotarse tal o cual secuencia constituía, de modo tan tenue como se desee, un modo de reflexión sobre las fecundas y variadas relaciones entre los conceptos morales tratados, y sobre el propio orden del Universo (es decir, del cuaderno).
- 8 Para el papel de la autoridad y la cita en la configuración del saber, véase, por supuesto, Compagn (...)
12El codex se concebía como el fruto de toda una vida lectora, de una vida de estudio y reflexión. Pero también es obvio que su preparación estaba encaminada a un fin más práctico: la proyección, en el púlpito y la cátedra, en la oralidad y la escritura, de todas las formas breves anotadas. Estas últimas poseían, de acuerdo con los preceptos erasmianos, una utilidad evidente para el adorno y la dilatación del discurso, y sobre esas formas se cimentaba en gran medida aquella búsqueda de la variedad y la abundancia (la copia) constituida en clave de la estética del humanismo. Pero esas mismas secuencias, en tanto trasladaban el nombre de un auctor antiguo, servían también a aquella poética de la autoridad y la cita que llenaba de ecos clásicos la nueva prosa (y que servía también en algo al legítimo afán de ostentación erudita del orador del Quinientos8). A esa luz, el codex exceptorius no es tan sólo un medio para la transmisión privada de las formas breves: es el espacio que comunica la escritura de los antiqui y la más reciente, y representa, de algún modo, el sustento físico, material, de todos los anhelos del nuevo discurso renacentista.
13El arte de compilación erasmiano (la ratio colligendi exempla) constituye una reflexión ciertamente temprana. Figura, según decíamos, en el tratado De copia, opúsculo cuya versión definitiva vería la luz en 1512 y que gozó ya de una edición en España en 1525, debida a las prensas complutenses de Miguel de Eguía. Por esas mismas fechas, Juan Luis Vives ofrecería también algunos breves apuntes sobre la necesidad del acopio privado ponderado por Erasmo. Y, sin embargo, la propuesta de ese método de compilación aparece todavía en la obra de Salinas, a la altura de 1541, con el aire de una relativa «novedad» escolar. Así lo declaran al unísono el detalle con el que el método es expuesto y su explícita oposición a la «vía ordinaria» de estudio, por parte del autor. La pregunta que se impone es, así pues, la de las verdaderas fechas de difusión de ese método (y la del propio grado de aceptación del mismo) en la oratoria peninsular. La respuesta no es sencilla y, obviamente, tampoco podría ser unívoca, a tenor de todas las variables culturales, locales y personales que concurren en ese proceso.
- 9 Véanse, respectivamente, Palomeque, Methodus concionandi, p. 224; Murcia de la Llana, Rhetoricorum (...)
14Lo cierto es que en la segunda mitad del siglo xvi, y al amparo todavía de las tesis erasmianas, la teoría sobre la compilación de exempla sigue figurando en la obra de Juan Lorenzo Palmireno y en la de Fray Luis de Granada, en un momento en el que el método quizá ya se había consolidado en nuestros lares. Y, con mayor o menor convicción, los consejos sobre la preparación de un codex personal se siguen prodigando en torno a 1615-1620. En esas fechas, Juan Palomeque, Francisco Murcia de la Llana o Francisco Terrones del Caño vuelven a escribir sobre el asunto, sin que en sus obras asome ya ni el nombre ni la teoría específica de Erasmo9.
- 10 Lohner, Instructio practica septima. El capítulo «De modo fructuose notandi» ocupa las pp. 9-21.
15Los consejos más minuciosos que conozco sobre los métodos de preparación de un codex exceptorius no pertenecen, sin embargo, a nuestras letras y tampoco corresponden a ese período. Datan de 1682, ni más ni menos, momento en el que vio la luz el séptimo de los once densísimos tomos de la Instructio practica de Tobias Lohner, rector del colegio jesuítico de Dillingen. En ese volumen, dedicado a la predicación sagrada, se ubicaba un capítulo sobre la anotación de formas breves («De modo fructuose notandi»). Lohner manifestaba allí un verdadero afán por dar cuenta de todas las posibilidades y de todos los detalles, conceptuales y materiales, que afectan a esa tarea de anotación. Detalles relativos al tamaño y al número de hojas de los distintos cuadernos que debían acoger la materia, a los riesgos de acabar dejando páginas en blanco por no poder llenar ciertos conceptos con secuencias apropiadas, o a la incomodidad de transportar todos los cuadernos cuando el orador tenía necesidad de viajar con frecuencia («ab uno loco in alium frequenter migrare»10). Son apuntes todos ellos que nos trasladan casi un siglo y medio atrás en el tiempo, hasta aquellas jugosas páginas dedicadas por Salinas a exponer todos los pormenores de su también complejo «libro blanco». Habrá que volver sobre la obra de Lohner un poco más adelante. Por el momento, será suficiente con advertir que en sus consejos, plenos de detalle y rigor, se atisban también ya los signos de la decadencia del verdadero espíritu que animaba la elaboración del codex exceptorius en las tempranas obras de Erasmo o de Miguel de Salinas.
16La existencia de reflexiones tan tardías como la de Lohner a propósito de la utilidad del cuaderno de anotación no debe llevarnos a engaño. El codex exceptorius, en su formulación más ambiciosa y optimista (es decir, el cuaderno concebido casi como un método de estudio, basado en la lectura detenida, íntegra y directa de las obras de los auctores), es hijo de la primavera renacentista, del entusiasmo del primer humanismo. Como son hijas de ese mismo momento histórico la retórica de la abundancia y la poética de la cita a las que ese codex servía de modo inmediato.
17El paso del tiempo no hizo sino consolidar y acentuar las exigencias de esos postulados retóricos y literarios: el deseo de decorar la prosa con una ilación de formas breves de origen clásico, la constante necesidad de referir el discurso propio a la auctoritas externa. La acumulación de citas y autoridades, de sentencias y ejemplos, sentida como marca visible del primer discurso humanista, se adueñó, en mayor medida si cabe, de la prosa del Segundo Renacimiento y del Barroco (sin que sea necesario insistir aquí en todos los riesgos vinculados a los excesos de esa ostentación erudita).
- 11 La bibliografía es copiosa. Véanse al menos: Moss, 1996; Infantes, 1988; López Poza, 1990 y 2000; J (...)
18Y es justo esa demanda de formas breves la que ha de explicar los pormenores de otro curioso proceso: el creciente éxito editorial que, desde los inicios del siglo xvi hasta las postrimerías de la centuria siguiente, manifiestan todo un cúmulo de géneros cimentados en la compilación y difusión impresa de ese tipo de secuencias (tesoros, florilegios, polianteas y todo tipo de instrumenta eruditionis). Obviamente, el origen de algunos de esos géneros puede rastrearse con facilidad en diversos textos clásicos y ante todo medievales. Pero es cierto que es en el Quinientos, con el sustento del arte impresoria, y al amparo de la estética de la variedad y la cita recién aludidas, cuando se produce su verdadera eclosión11. Como es también verdad que fue en las prensas barrocas donde esos instrumenta vivieron su Edad de Oro: un momento de esplendor resuelto, tanto o más que en la aparición de nuevos títulos, en la amplificación ad nauseam de los viejos conjuntos y, en algún caso, en el perfeccionamiento organizativo de los mismos.
19La creciente producción de compilaciones impresas respondía así a una demanda erudita sometida a una curiosa inflación con el discurrir del tiempo. El ocaso del codex exceptorius (al menos el del codex anhelado por el humanismo) parece hijo de esa coyuntura: de la imposibilidad de competir, desde la soledad del escritorio personal, con la oferta material de esos centones sin medida, de hacer frente a las exigencias del nuevo discurso barroco con la sola ayuda del acopio privado de formas breves.
20Pero, como sabemos, la escritura personal del codex humanístico y la fugaz consulta de las polianteas no constituyen sino los dos extremos (el punto de partida y el de llegada) de todo un abanico de usos eruditos prodigados a lo largo del Siglo de Oro. Existe, en efecto, un largo espacio de transición entre ambos modelos, en el que conviven y cooperan los métodos del acopio privado y los beneficios de la compilación impresa. A esa luz, parece posible distinguir al menos dos secuencias en el lento declinar del codex. La primera de ellas se corresponde con una nueva concepción del cartapacio privado, un cuaderno «instrumental» destinado ya a convertirse en «filtro personal» de los materiales presentes en los tesoros de erudición al alcance del orador (en «intermediario» manuscrito, autógrafo, entre la letra impresa de la poliantea y la vertida definitivamente en el discurso personal). La segunda de esas secuencias (en parte emanada de esa devaluación de las funciones de la anotación privada) sería el definitivo olvido del codex en el equipaje del orador profesional. Podemos detenernos un poquito más en ambos procesos.
21Como se ha señalado, el codex exceptorius privado y la poliantea impresa son hijos de un mismo momento histórico, de una misma coyuntura erudita. Es esa afinidad esencial entre unos y otros compendios, ese destino compartido al servicio de la copia y de la cita, el que explica que todos ellos respondan, en lo sustancial, a unos mismos principios compositivos. Erasmo recomendó para la ordenación del codex individual el esquema de lugares comunes que organizaba la materia en el primero de los grandes ejemplarios históricos (los Dicta et facta memorabilia de Valerio Máximo), texto que gozaba de una época dorada en las prensas renacentistas. Las mismas reflexiones de Erasmo o de Salinas sobre los beneficios y sobre las ventajas de esa labor de acopio personal no difieren en nada de las que salpican las praefationes de las polianteas y ejemplarios difundidos por la imprenta, en la defensa de la utilidad para el lector de esos compendios.
- 12 Léanse las palabras de Juan de Guzmán en su Primera Parte de la Retórica (1589): «Y aun de tener es (...)
22La frontera que separa el cartapacio privado y la poliantea «pública» es, en efecto, un tanto difusa. Los códices personales de algunos humanistas podían ser vendidos en almoneda para su uso posterior. Y el origen remoto de algunas de las más exitosas polianteas del siglo xvi se hallaba, ni más ni menos, en la cuidosa preparación de un codex para un uso estrictamente doméstico. Así parece sugerirlo Juan de Guzmán a propósito de la Polyanthea nova (obra sin embargo colectiva) y de los «símiles y comparaciones» del «Esterodamo» (la colección de Alardo de Amsterdam, según pienso). Y así lo confirma el itinerario de los Dicta et facta memorabilia de Bautista Fulgosio, colectánea de exempla nacida en lengua romance para la educación privada del hijo del autor y difundida con cierta fortuna en su versión latina por las primeras prensas del Quinientos12.
23Por lo demás, las polianteas y florilegios se ofrecían como obras de consulta ciertamente útiles para el humanista. Y es justamente en ese contexto en el que esas mismas obras pudieron llegar a convertirse en «fuentes» del codex exceptorius, nutriendo a este último de una materia fecunda, previamente seleccionada y ordenada.
24Enunciemos una paradoja tan sólo aparente: la propia eclosión editorial de los tesoros de erudición resultó inicialmente, más que un freno, un verdadero estímulo para la pervivencia del cuaderno individual de anotación. El carácter finito de los tesoros impresos, la inevitable especialización de muchos de ellos, su querencia por la lengua latina, en fin, hacían todavía pertinente la existencia de los cuadernos privados. Unos cuadernos sentidos ya como medio para adaptar aquella ingente letra impresa a los verdaderos intereses de cada orador (por medio de la cuidada selección de un elenco verdaderamente manejable de formas, de la traducción ocasional de estas últimas a la lengua romance y de su fusión con las secuencias procedentes de otros tesoros hermanos). La manipulación de esa materia en el cartapacio privado era, en efecto, el último espacio de «decisión» para el orador barroco en el camino, cada vez más breve, que llevaba de la poliantea impresa al discurso personal.
25Ni que decir tiene que esa nueva concepción de la tarea de acopio implicaba la renuncia a algunos de los principios que habían hecho nacer el codex exceptorius en la primavera humanística. La escritura del nuevo cuaderno, en efecto, poco tenía que ver ya con el espíritu que animaba la paciente elaboración del «libro blanco» postulado por Salinas. El sabio equilibrio que ese «libro blanco» observaba entre su utilidad para el estudio y su condición de almacén de formas breves se quebraba ahora en un cartapacio definitivamente limitado a esa segunda misión. Convertido ya ante todo en «filtro» de los contenidos de las polianteas, el nuevo cuaderno suponía a lo sumo una forma de transición, una tertia via, entre el método humanístico y los usos tardobarrocos: es decir, entre el acopio basado en la lectura directa de los auctores y la definitiva desaparición de esa tarea de anotación, en favor de una consulta exclusiva y fugaz de las tesoros de erudición.
26Por lo demás, es obvio que la irrupción de ese cartapacio instrumental no tuvo que ser forzosamente muy posterior a la imposición del codex propiamente humanístico (o al menos a la difusión de los consejos de Erasmo o de Salinas sobre las bondades de su factura). De seguro, el recurso más o menos asiduo a la letra de las polianteas fue moneda común en el diseño de los cartapacios privados del humanismo. Pero las reflexiones sobre esa utilidad de la poliantea como fuente del codex (y sobre la vocación meramente instrumental de este último, por tanto) comienzan a menudear con el transcurrir del tiempo, para hacerse ciertamente comunes en las preceptivas del siglo xvii. Diríase que esos tesoros de erudición fueron invadiendo, de modo gradual pero inexorable, el espacio reservado por el Primer Renacimiento a las auctoritates clásicas.
- 13 Fue Sagrario López Poza quien hizo notar esa relativa proximidad entre las fuentes de la erudición (...)
- 14 Caussin, De eloquentia sacra et humana, pp. 190-191.
27Ese proceso, claro está, no hubo de llevarse a cabo sin ciertas reticencias (y resistencias) por parte de los sectores más fieles a los principios del humanismo. La obra de Nicolas Caussin, sobre la que aún hemos de volver en varias ocasiones, constituye el más elocuente testimonio de todas esas reservas. Caussin dedicó algunos jugosos capítulos de su tratado De eloquentia sacra et humana, publicado en 1619, al análisis detallado de diversas formas breves (ejemplos históricos, apotegmas, adagios, sentencias, emblemas), entendidas como «fuentes de la invención» (o «fuentes de la noticiosa erudición», como las conocería Gracián13). En el contexto de ese análisis, se había de recomendar la factura de un codex de sentencias, distribuidas por lugares comunes. Esas sentencias —señalaba Caussin— habían de tomarse directamente de su fuente original, «y no de arroyuelos (rivuli)» de erudición (es decir, de tesoros y polianteas). Esos arroyuelos podían ser útiles en todo caso para «aquellos que están privados de la ayuda de distintas lecturas», aunque «estas cosas —insistía de nuevo Caussin— son más seguras siempre en la fuente»14. La leve concesión a esos tesoros de erudición y los propios escrúpulos ante el uso de los mismos trasladan una única sensación: la del tenso equilibrio entre aquel codex ideal, diseñado por el humanismo, y la realidad de unos cartapacios barrocos tejidos, en el mejor de los casos, por una suma de fuentes diversas, entre las cuales la poliantea comenzaba a ocupar hacia 1620 una posición de privilegio.
- 15 Possevino, Bibliotheca selecta, pp. 63-64.
- 16 Lohner, Instructio practica septima, especialmente pp. 9-11.
28El texto de Caussin resulta excepcional por esa fidelidad, casi nostálgica, a los principios del arte del acopio renacentista. Otros textos coetáneos o algo posteriores reservan un espacio mucho mayor a la lectura de los tesoros de erudición en la tarea de compilación de formas breves. Pero, ante todo, lo hacen sin asomo alguno de aquella resistencia que transparentaba la Eloquentia de Caussin. Quizá baste una mirada a las detalladísimas teorías del citado Tobias Lohner para comprenderlo. De acuerdo con el rigor que impregna la exposición de Lohner (su tratado «De modo fructuoso notandi», incorporado a la magna Instructio practica, como ya sabemos), la biblioteca que el orador jesuítico debía consultar para nutrir su cartapacio privado incluía todo tipo de textos sagrados (comenzando por la Santa Biblia), pero concedía ya un lugar esencial a los textos más representativos de aquella literatura instrumental alentada por las prensas barrocas (es decir, a todos aquellos géneros que el también jesuita Antonio Possevino había situado en el séptimo anaquel de su biblioteca: «universalia sive encyclopedia, thesauri, apparatus, bibliothecae, dictionaria»15). La propuesta de esos textos instrumentales entre las fuentes del cartapacio no exigía, a la altura de 1680, ninguna justificación adicional. Pero lo verdaderamente iluminador es el método de lectura propuesto por Lohner para el hallazgo de las formas breves. Una lectura (o consulta, para ser más exactos) que ha de comenzar no por el inicio de los libros, sino por los índices; que no ha de ser íntegra, sino limitada a las páginas que puedan tener alguna utilidad para la elaboración del codex (tan sólo aquellas obras que posean un interés especial habían de ser leídas de principio a fin —«a capite ad calcem»); una consulta, en fin, para la que los mejores libros son, sencillamente, aquellos «qui bonos indices habent»16. No es preciso insistir aquí en la enorme distancia entre las propuestas de Lohner y las llevadas a cabo, siglo y medio antes, por Miguel de Salinas en la exposición de su «trabajoso» y detenido ars legendi. Esa distancia era la misma que separaba los primeros sueños del humanismo y los penúltimos desengaños de la erudición barroca.
29Hacia 1680, el texto de Lohner demuestra todo el espacio que la poliantea había ganado como fuente del cartapacio del orador, revelando de manera indirecta aquellos principios a los que la labor de acopio personal había debido renunciar desde su primitiva formulación humanística. Seguramente a esa renuncia, a esa adaptación a las verdaderas exigencias de la oratoria barroca, debía el cartapacio privado su supervivencia en esas fechas tardías. Pero es obvio que allí estaba también el germen de su olvido. Diluido cualquier propósito trascendente para ese codex meramente instrumental, nada impedía su abandono definitivo, en favor de una consulta inmediata de las polianteas adecuadas para cada discurso. La oferta editorial de los instrumenta eruditionis y las exigencias profesionales de la elocuencia barroca fueron minando la necesidad, y aun la propia posibilidad, de la paciente labor de acopio privado de formas breves.
30 Sea como fuere, tampoco resulta sencillo establecer los tiempos de ese proceso de desaparición del codex, a buen seguro dictado por el ritmo peculiar de cada enclave cultural y aun de cada especialidad oratoria (sagrada o profana, culta o popular). A falta de estudios algo más sistemáticos, acaso debamos conformarnos con rastrear en un ramillete de textos algunos signos de ese paulatino abandono. El primero de esos textos bien pudiera ser la Primera parte de la Retórica de Juan de Guzmán. La obra, publicada a finales del siglo xvi, aboga todavía por la factura individual de un codex exceptorius, desde una reflexión sobre los beneficios de la anotación personal que no puede sino recordarnos, medio siglo después, los esbozados por Salinas en su Retórica. Pero el texto de Guzmán traslada también esa tentación del abandono del cartapacio, en favor de una consulta de aquellos cómodos tesoros prodigados por las prensas:
- 17 Citado por López Poza, 2000, p. 191.
Licenciado Boán.— Y estoy tan confiado en esta traza que podrían con facilidad los predicadores que tuviesen un poco de curso formar sermones de afrenta [‘comprometidos’, ‘dificultosos’], aunque fuese repentinamente, con tal que tengan hecho un cartapacio de lugares comunes, de los vicios y virtudes y de las cosas de erudición y doctrina […].
Don Luis.— Estos cartapacios, ¿no podrían excusarse con algunos autores?
Licenciado Boán.— Sí, porque hartos hay que han escrito de esos tales lugares comunes, mas esto otro es más provechoso, porque lo que se escribe queda mejor en la memoria17.
- 18 Caussin, De eloquentia sacra et humana, p. 185. Comenta también el pasaje López Poza, 2000, p. 193.
31Como Juan de Guzmán, también el citado Nicolas Caussin recomendaría vivamente en 1619 la factura de un codex personal, a propósito del acopio de sentencias (véase supra) o de «ejemplos históricos». Pero, en lo que respecta a estos últimos, sus palabras transmiten sobre todo el deseo de mantener, ya casi a contracorriente, una práctica vinculada a la erudición del orador renacentista y, por lo mismo, un tanto insólita en su tiempo. «Esa fue la costumbre de los grandes oradores —recordaba Caussin—, que con su esfuerzo personal dispusieron para sí las historias en lugares comunes». A cambio, «nuestros tiempos acumularon una […] gran abundancia de historias, dispuestas por muchos por orden y en capítulos temáticos, en varias lenguas, de modo que el esfuerzo de compilación parece casi ocioso»18. Por allí, por esa sensación de anacronismo, por la asunción de la imposibilidad de añadir algo nuevo a la letra impresa de las polianteas, estaba gestándose el olvido definitivo de aquel emblema del humanismo, el codex exceptorius.
- 19 Santo Domingo, Ars bene dicendi, pp. 3-4.
32Como se advertirá algo más abajo, el Padre Isla retomaría más de un siglo después en su Fray Gerundio (1758-1768) muchos de los planteamientos de esos capítulos de la Eloquentia de Caussin, pero en los pasajes correspondientes de aquella obra dieciochesca no había de quedar eco alguno del codex. El proceso que lleva a la desaparición de este último había dado algunos pasos definitivos en el lapso temporal que conduce de la obra de Caussin a la de Isla. De hecho, el final del cartapacio privado empezaba a vislumbrarse en declaraciones como las de un Jacobo de Santo Domingo, dominadas ya, a la altura de 1663, por la más absoluta indiferencia. Según aconsejaba el autor dominico en su Compendium totius artis bene dicendi, el predicador había de reunir una adecuada serie de razones y argumentos para su sermón, en un ejercicio puntual, nacido indistintamente de la previa preparación de un cartapacio manuscrito o de la fugaz consulta de los índices de los impresos a su alcance en aquel momento. Muy poco había ya de resignación, o de recelo ante esos impresos, en las palabras de quien se atrevía incluso a ofrecer su propia obra como tesoro de materias para aquel lector escasamente dispuesto a rescatar los usos del paciente acopio manuscrito19.
- 20 Remón, Espada Sagrada, ff. 21v.-24v. Cierto es que Alonso Remón no escribía «para los hombres prove (...)
33A la luz de esa indiferencia, de la proposición de un cartapacio en último extremo «prescindible», no resulta extraño que algunos otros textos obvien cualquier referencia a la recopilación individual de formas breves. Alonso Remón, treinta años antes que Jacobo de Santo Domingo, recomendaba ya al predicador sagrado acudir directamente «a las tablas de los libros que tiene más en costumbre mirar por los abecedarios de las materias de los misterios o doctrinas […] que ellos le descubrirán en dónde y con qué pueda comprobar y apoyar la lección que hizo, y lo que de nuevo inventó»20. Y muy poco después, Agustín de Jesús María citaba escuetamente la Polyanthea como fuente para el adorno de todo sermón. Nada quedaba allí de esa labor de acopio individual vinculada al ejercicio de la Elocuencia: ningún recuerdo del cartapacio instrumental, nutrido de la materia de las polianteas, ni, por supuesto, de aquel lejanísimo codex exceptorius anhelado por el primer humanismo, nacido de la lectura directa de los autores clásicos.
34La transformación del codex humanístico en un cartapacio meramente instrumental y la definitiva desaparición de cualquier tipo de cuaderno pueden sentirse, según decíamos, como dos fenómenos «sucesivos» desde un punto de vista teórico. Y desde ese estricto punto de vista han sido deslindados en estas páginas. Pero es obvio que, en la práctica, ambos procesos hubieron de coexistir y de superponerse en el complejo itinerario que conduce de la erudición renacentista a la barroca. De hecho, los dos procesos se explican a la misma luz: ambos declaran la imposibilidad de competir, desde una labor de recopilación personal, con la oferta de los completísimos tesoros de erudición impresos.
- 21 A propósito de ese contraste entre los viejos y los nuevos usos de la oratoria, véase López Poza, 2 (...)
35Esa victoria de la erudición impresa sobre los usos del acopio manuscrito hubo de despertar no pocas reticencias en los sectores más exigentes del academicismo. En 1619, y al amparo de su análisis de las fuentes de la invención, Nicolas Caussin no dudaría en censurar algunas de las prácticas oratorias de su tiempo, testigo ya del imparable avance de los instrumenta eruditionis. De modo tácito, su Eloquentia establecía así un contraste entre el presente y aquellos viejos anhelos del humanismo, algo más gloriosos, vinculados a la fábrica del codex privado21. En las palabras de Caussin podría adivinarse, incluso, una leve nostalgia, la callada añoranza por una época y un modo de entender la erudición que comenzaban, por esas mismas fechas, a desaparecer.
- 22 Isla, Fray Gerundio, lib. V, caps. iii-iv, pp. 547 y ss. El nombre de Caussin aparece citado en el (...)
36Quién sabe si algo de esa nostalgia recorre todavía las páginas de la más célebre sátira dieciochesca contra los vicios de la oratoria sagrada: el Fray Gerundio del Padre Isla. La teoría de las fuentes de la invención de Caussin reaparece aquí, a ratos de modo literal y sin explicitar claramente su fuente, en la curiosa conversación entre fray Gerundio (paradigma del predicador ignorante y apresurado), fray Blas y don Casimiro («colegial trilingüe de Salamanca»22). Es en ese contexto donde este último personaje, portavoz indudable de la opinión del autor, reitera algunos de los juicios del propio Caussin sobre los defectos de la nueva erudición. Merecería la pena estudiar con más detalle la influencia de la obra del jesuita francés en el diseño del Fray Gerundio (en la que parece no haberse reparado suficientemente). Por ahora, habremos de conformarnos con recordar un par de ecos textuales, al hilo de esa censura de algunos usos eruditos compartida por ambos autores.
- 23 Caussin, De eloquentia sacra et humana, p. 185.
- 24 Todo parece indicar que Isla tomó la idea de aludir a la obra tras la lectura del texto de Caussin, (...)
37A ese propósito estricto, las palabras de Caussin permiten comprender los enormes tributos que la erudición barroca hubo de pagar por el paulatino olvido de los que eran sus fundamentos humanistas. La sola irrupción de la poliantea entre las lecturas preferentes del orador (ya fuera como lectura todavía destinada a nutrir el codex propio o como medio exclusivo para la preparación del sermón, sin mediación de cuaderno alguno) había de trasladar al discurso propio toda una galería de equívocos y de errores, de acuerdo con la descuidada letra de alguno de esos centones «de segunda mano». El recurso a las polianteas —según Caussin— «es ciertamente un camino más breve, pero desde luego no más seguro. ¿Cuántas cosas desviadas del sentido de sus autores, mutiladas, no válidas, exageradas de mala fe, a menudo falsas y necias, reciben [los lectores] tantas veces como si fuera dinero al contado?». Y a todos esos riesgos se sumaban los derivados de la propia economía tipográfica de los tesoros de erudición, que parecía ir de la mano de esa cultura de la cita apresurada, de la erudición fugaz: «cuán a menudo [los oradores], nombrando a los autores [que aquellos compiladores o citan erróneamente o designan por sus iniciales], son llevados a mostrar su ignorancia, como aquel que recientemente confundía a San Agustín con Augusto el emperador»23. Las críticas de Caussin se dirigen, ante todo, a «quienes leen y expolian sin criterio aquel grueso volumen, el Theatrum vitae humanae» (un tesoro de erudición con versiones sucesivas debidas a Lycosthenes y Zwinger, en 1556 y 1565, y numerosas ampliaciones posteriores). No parece casual que una de las lecturas predilectas del ignorante fray Gerundio, según la conversación citada más arriba, fuera el Teatro del «devoto y pío Lorenzo Beyerlinck». Es decir, el Magnum Theatrum Vitae Humanae, de 1631, nueva versión de aquel mismo Theatrum de Lycosthenes y Zwinger citado por Caussin, aunque notablemente más copiosa24.
38Como el uso indiscriminado de las polianteas, también el abandono del acopio personal (el olvido del codex), despertaría todos los recelos de Nicolas Caussin. Como ya se ha indicado, algunos pasajes de su Eloquentia constituyen todavía un alegato en favor de esa práctica escolar y profesional (alegato ya desaparecido, según decíamos también, del pasaje correspondiente del Fray Gerundio). En ese contexto, la defensa del codex traduce el intento de mantener vivo, a la altura de 1619, un uso erudito cuya utilidad comenzaba a ponerse en duda. El avance de las polianteas, sostenía Caussin en un pasaje transcrito algo más arriba, hacía «casi ocioso» el acopio personal de ejemplos. Y es justamente esa sensación la que se desprende de todas las reflexiones del autor: el miedo a perder para siempre el anclaje de la erudición en un soporte tan sólido como el representado por el cartapacio personal.
39Con el olvido del codex iba muriendo también algo de aquel sueño del primer humanismo. El codex anhelado por Salinas era el nexo que vinculaba la labor de estudio del orador y el ejercicio efectivo de su disciplina, la transición «material» entre lo aprendido (es decir, lo leído y anotado) y lo vertido en el discurso. Disuelto ese nexo, un extraño vacío parecía separar para siempre la etapa escolar del predicador y una práctica profesional dictada, ante todo, por las prisas de una elocuencia «a la carta». Frente a la comodidad de los nuevos tiempos, frente a ese mecánico recurso a las polianteas, se erigía aquel viejo heroísmo del orador humanista. Porque se trata justamente de eso, de heroísmo, del recuerdo de aquella vieja épica que presidía el ejercicio de la Elocuencia en el Primer Renacimiento y que, en 1750 mucho más que en 1620, parecía perdida irremediablemente. Y, tanto como de heroísmo, de ética. Porque nada tienen que ver, de nuevo, aquella vieja sabiduría humanística, cierta y fundada en un acceso directo a los auctores, y la falsa erudición de los nuevos tiempos (de los tiempos de Caussin y de los de Isla). Una erudición en la que todo era vana apariencia y en la que cualquiera podía ostentar un universo de conocimientos recién adquiridos en cualquier poliantea al uso. Lo resumía perfectamente el mencionado colegial salmantino del Fray Gerundio, en un parlamento cuya anécdota final es traslado fiel, de nuevo, del pasaje correspondiente en la Eloquentia de Caussin:
- 25 Isla, Fray Gerundio, pp. 571-572, y véase Caussin, De eloquentia sacra et humana, pp. 190-191, a pr (...)
Para llenar, no digo yo un sermón, sino cien tomos de a folio de citas, autoridades, testimonios, sentencias, versos, historias, ejemplos, símiles, parábolas, símbolos, emblemas y jeroglíficos, no es menester más que hacinar y recoger. Tanto sentenciario, tanto libro de apotegmas, tanta poliantea, tanto teatro, tanto tesauro, tanto diccionario histórico-crítico-náutico-geográfico, tanta biblioteca, tanto expositor que va discurriendo por los lugares comunes e infarcinando en cada uno todo cuanto se le viene a la mano, en fin, tanta selva de alegorías y de dichos como cada día brota en esas naciones y en esas librerías, hacen erudito de repente al más boto, al más mentecato […]. Más de una vez oí a hombres de gran juicio que se debían desterrar del mundo literario estos almagacenes públicos de erudición tumultuaria; porque sólo servían para mantener haraganes, mientras perecían de hambre los ingenios verdaderamente industriosos. Es punto problemático en el cual se pudiera tomar un término medio. Mientras tanto, digo que se puede aplicar a estos prontuarios de erudición al baratillo, lo que dijo Agesilao al inventor de una máquina bélica, capaz de moverla y de hacer mucho daño con ella cualquiera soldado cobarde: Papae! Virtutem sustulisti: «¡Vítor! Que con esa máquina has desterrado el valor»25.
40Las censuras de Caussin, amparadas en una cierta nostalgia humanística, o las críticas del Padre Isla, dictadas por los modos de la sátira de costumbres dieciochesca, retratan dos momentos sucesivos en ese declive del arte de la compilación. Pero, en cierta medida, permiten también intuir la existencia de una realidad algo más compleja. El fondo sobre el que se dibujan la Eloquentia y el Fray Gerundio es el de una erudición nueva. Una erudición dominada por la consulta de las polianteas y crecientemente alejada de la escritura del codex. Una erudición lastrada por algunos vicios evidentes, es cierto, pero también dotada de sus virtudes específicas, que no pueden ser explicadas tan sólo desde su contraste con los viejos ideales del humanismo.
41Es asunto en el que no hemos de detenernos aquí. Pero no estaría de más recordar, siquiera, algunos detalles. Porque es obvio, por ejemplo, que no todas las polianteas merecieron un idéntico juicio a los preceptistas. Al parecer, existe todo un abismo entre la valoración de la Polyanthea Nova de Mirabellus (elogiada por el propio Caussin) y aquel Theatrum vitae censurado por el jesuita francés y por el Padre Isla. Tampoco la consulta de polianteas, por lo demás, implicaba siempre una falta de esfuerzo. Tobias Lohner diseñó un método de compilación privada basado parcialmente en la consulta de esos tesoros de erudición. Pero la galería de obras (de ese u otro tipo) que el orador debía manejar para el hallazgo de las formas breves es sencillamente inmensa: no menos de un centenar de textos componen la «biblioteca erudita» recomendada por Lohner. La multiplicación de los tesoros de erudición, por lo demás, imponía al orador la necesidad de una constante puesta al día, de un escrutinio relativamente frecuente del panorama editorial en busca de esa novedad tan grata al auditorio barroco. En definitiva, de un cierto dominio de la bibliografía.
42Es ése, seguramente, el camino recorrido por el arte de la compilación de formas breves desde los primeros consejos de Erasmo (o de Salinas) a las últimas reflexiones de Caussin (o del Padre Isla): el que conduce del manejo de la modesta biblioteca humanística al dominio de la ingente bibliografía barroca y dieciochesca. En ese sentido, la historia de la transmisión de las formas breves entre 1500 y 1700 no puede reducirse a esa crónica de la desaparición del codex exceptorius que intentaban insinuar estas páginas. Por el contrario, esa historia deber ser capaz de mostrar todos los matices de la lenta evolución de conceptos como el de «lectura» o el de «saber» a lo largo de esos dos larguísimos siglos.