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Góngora y su ambigua apropiación en el tiempo de los novatores

Jesús Pérez Magallón
p. 119-130

Resúmenes

Este artículo explora el modo en que el legado de Góngora es recibido durante el tiempo de los novatores, tanto en lo que se refiere a la producción teórica como a la producción poética de la época. Se ha puesto el énfasis en el carácter ambivalente de la recepción gongorina, es decir, bien sea en la exaltación verbal de Góngora que se contrapone a una práctica nada gongorina, bien sea en la teorización clasicista y antigongorina que se acompaña de una afición indudable por la poesía de Góngora o por una inscripción inescapable de dicha poesía en el discurso poético. Por último, se analiza la función de Góngora en el proceso complejo de iconización cultural que se asocia a la elaboración de la identidad nacional, ámbito político más fructífero que el de la «ansiedad de influencia».

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1Como se sabe, el tiempo de los novatores es el período bisagra que une el fin del Barroco y el comienzo de la Ilustración, o sea, el tiempo de la crisis de conciencia —analizado por Paul Hazard para Francia— del que surge la modernidad europea de corte racionalista, sensible y experimental. Este trabajo pretende explorar algunas “negociaciones” que tienen como eje el papel emblemático que desempeña Góngora en esa época y las estrategias contradictorias de apropiación-rechazo que la caracterizan.

  • 1 Los de Sebold, 1997, y Bègue, 2000, entre otros.
  • 2 Cueto, 1869, p. xliii.
  • 3 Luzán, La poética, p. 307.
  • 4 Luzán, La poética, p. 239.

2 Los últimos años nos han aportado algunos estudios muy sugerentes sobre la poesía de la época que nos ocupa1. No obstante, para estudiar la producción poética del tiempo de los novatores, resulta todavía imprescindible el amplio «Bosquejo histórico-crítico de la poesía castellana en el siglo xviii» de Leopoldo Cueto, marqués de Valmar, en el que su autor contrapone reiteradamente, por un lado, la poesía que refleja, aunque con distorsiones, lo que llama el libre espíritu nacional, y, por el otro, la que se somete a los preceptos de la presunta escuela seudo-clásica francesa. Así, escribe: «Como quiera que sea, la crítica histórica no debe olvidar que así estos escritores [Tafalla y el marqués de Lazán], como Candamo, el doctor Torres [Villarroel], Gerardo Lobo y otros, son los últimos representantes genuinos del libre espíritu literario de nuestra patria, sin mezcla ni restricciones de extraño origen, y que su inspiración, si bien decadente y viciada, era absolutamente española»2. Para Cueto, pues, hay autores que manifiestan con ciertos rasgos poéticos lo que para el crítico es su percepción de la identidad nacional: el espíritu gallardo, espontáneo y un tanto indisciplinado del español. Un espíritu que sólo parece poder expresarse en formas poéticas como el romance, las redondillas propias del teatro de la comedia o las letrillas. Y enfrentados a quienes dan forma a esa identidad nacional, a ese espíritu patrio, a la escuela libre y popular, están —según Cueto— los defensores de una civilización extranjera —francesa, por más señas— que preconizan otro tipo de poesía, supuestamente constrictiva, rígida y fría. El problema —casi diría que puramente estético, si no fuera porque no hay estética pura— es que, cuando se trata de encontrar algún rasgo característico de la que llama escuela libre y popular, es decir, de la que expresa sin lugar a dudas la identidad nacional, Cueto recurre a nociones como la claridad, la naturalidad y la lisura del estilo. Y de esa manera pierde absolutamente de vista que tanto algunos poetas que considera de la escuela nacional como otros que tiene por extranjerizantes coinciden en recuperar para la poesía española un lenguaje diferente del que domina en la lírica académica y no académica de fines del xvii y principios del xviii. Lo absurdo de tal escisión podría ejemplificarse a la perfección con Luzán, poeta e intelectual de formación italo-española, quien afirmó que «las musas son libres y aborrecen las estrechas prisiones de las escuelas»3, dio sensatos consejos para evitar la frialdad y el prosaísmo, y sostuvo que la belleza poética radica en «lo raro, maravilloso, grande, extraordinario, nuevo, inopinado e ingenioso»4.

  • 5 Marín, 1971, p. 181.
  • 6 Marín, 1971, p. 181.
  • 7 Todavía debe verse Sebold, 1989, pp. 77-97 y 98-128.
  • 8 Véase Pérez Magallón, 2001.

3 A pesar del tiempo, la contraposición que estableció Cueto sigue estando en la base de la argumentación de destacados dieciochistas. Así, Nicolás Marín recurre a ella al plantear la existencia de un «tercer partido» entre los «decadentes y barrocos» y los reformadores «galo-clásicos»5. Ese tercer partido estaría compuesto, dice Marín, por quienes «no necesitaban la presencia francesa para desear una renovación, pero que estaban convencidos de que lo urgente era restaurar las antiguas glorias, volver al mejor pasado, al buen Siglo de Oro»6. No merece la pena detenerse aquí en rebatir el presunto afrancesamiento de la cultura española del xviii, cuya falta de base ha sido bien demostrada por numerosos estudiosos7, así como la manipulación ideológico-política de carácter presuntamente nacionalista que le subyace. Conviene, sin embargo, resaltar la radical escisión entre lo que para Cueto o Marín son dos formas de cultura diferentes, la que se identifica con el espíritu nacional —entelequia inventada por los portavoces del nacionalismo conservador— y la que expresa una “colonización” cultural extranjera. Porque bajo ese aparente nacionalismo lo que se hace es interiorizar la versión de la identidad nacional elaborada por los países inventores de la Europa moderna. Digamos, en aras de la brevedad, que el meollo de las diferencias entre las corrientes poéticas que coexisten en la España de la época se sitúa en la mayor o menor conciencia con que tiene lugar la búsqueda de un discurso poético nuevo8, sobre todo a partir de la constatación práctica del agotamiento de otro discurso —el de base gongorina— que ya no puede ir más allá. O, mejor, lo que sin duda simboliza esa conciencia: las estrategias específicas de apropiación del legado poético y, en particular, del legado gongorino.

  • 9 Fernández de Moratín, Poesías completas, p. 321.
  • 10 Alonso, 1974, t. III, p. 13.
  • 11 Arce, 1981, pp. 496-498. Compárese con p. 110.
  • 12 Maravall, 1998, pp. 283-322.
  • 13 Véase Serés, 1994.
  • 14 La expresión es de Roses Lozano, 1994.

4 Cuando Leandro Fernández de Moratín empieza su epístola al príncipe de la Paz, dedicándole la comedia La mojigata, con los versos: «Esta que me inspiró fácil Talía / moral ficción, y aguarda numeroso / pueblo que ocupe la española escena...»9, la resonancia primera que cualquier lector escucha es la del famosísimo inicio de la fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora: «Estas que me dictó rimas sonoras, / culta sí, aunque bucólica, Talía...»10. Críticos como Joaquín Arce han argumentado contra esa asociación, aludiendo a Herrera, Caro u otros poetas de esa época11, y no voy a discutirla; pero la realidad está ahí: en el imaginario poético, esas expresiones se vinculaban automáticamente con Góngora. Y uno de los aspectos a que me refería antes tiene que ver, precisamente, con el modo en que llega a determinarse lo que se entiende por estilo noble —en el sentido de la retórica clásica. Cuando el clasicismo es más o menos nítido se puede oponer a lo noble gongorino o quevedesco lo noble clasicista; pero cuando la “contaminación” se ha extendido en la práctica poética dominante, resulta mucho más problemático. Y no lo digo tanto por los críticos como por los mismos poetas. Porque el principio de la imitación y el papel que en su funcionamiento juega la antigüedad sigue plenamente vigente a lo largo del Barroco y se renovará en el Neoclasicismo. El desplazamiento sugerido por Maravall de la imitación a la invención como rasgo caracterizador de la modernidad12 no tiene en cuenta que son dos elementos teóricos que se sitúan en planos diferentes. Imitación e invención no se contraponen, sino que se complementan. Lo mismo puede decirse del papel que juega la fantasía en la configuración poemática13. El verdadero cambio no se encuentra ahí, sino en el modo de concebir la forma lingüística y estructural del discurso poético, reflejo a su vez de las transformaciones en la visión del mundo. Y en ese contexto se puede hablar de la poética de la dificultad (o de la oscuridad)14 frente a una poética de la facilidad y la claridad, característica de la poesía renacentista y, saltando un período prolongado, del neoclasicismo dieciochesco. Ahora bien, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿Había en el tiempo de los novatores, es decir, en la época de la crisis de conciencia española entre el Barroco y la Ilustración un lenguaje sublime, noble, que no fuera el de origen y carácter gongorino?

  • 15 Cueto, 1869, p. xlii.
  • 16 Cueto, 1869, p. xxxix.

5 La práctica poética de Eugenio Gerardo Lobo puede arrojar luz en este sentido. Cuando escribe sus ensayos épicos, la retórica gongorina aflora con frecuencia, aunque no siempre. Y cuando no lo hace, la única razón que lo explica es que está intentando encontrar esa vía de intersección entre lo noble y lo claro, entre lo sublime y lo perspicuo, característica de la época. Al componer su Rasgo épico a la conquista de Orán, arranca en estilo heroico, es decir, el más noble y sublime de los estilos, porque tal vez sea cierto lo que escribió Cueto, que «no pocas veces se engongorizaba con fruición sincera, y probablemente sin advertirlo»15. Lo de la fruición sincera debe ser cierto, pero ¿sin advertirlo? Es una explicación demasiado simple y arriesgada. El verdadero problema es que, no habiendo encontrado otro ejemplar al que recurrir, sigue el único modelo plausible, el único que le viene “espontáneamente”: un gongorismo algo desfasado que difícilmente podría permitirle llevar a buen término el empeño; de ahí tal vez que quedara inacabado. Alcalá Galiano dijo que todos los versos largos de Lobo eran detestables, pero Cueto califica esa opinión de «exorbitante y absoluta»16. En cuanto a sus sonetos, aunque en algún caso imita parcial e indirectamente a Góngora, no se puede afirmar que todos sean imitación gongorina; porque quien ha escrito el que comienza con el garcilasiano «¡Oh dulces prendas, testimonio un día!» (soneto X), difícilmente puede ser calificado en su totalidad de barroco.

  • 17 Sebold, 1989, p. 213.
  • 18 Poesía castellana original completa, 1985, p. 481.

6 En su estudio sobre Interián de Ayala, y aludiendo a la «feliz conjunción de la naturaleza y el arte», escribe Sebold: «Tan clásico es este fundamento de la poética que lo acogen con reverencia incluso los representantes de las tendencias por otra parte más alejadas de la clásica [...] La divergencia entre clásicos y barrocos no se aprecia claramente sino en la práctica. El clásico templa el atrevido vuelo de la inspiración con la exigente lima horaciana. En cambio, el poeta barroco tiende muchas veces a descuidar la aplicación de la lima y a aceptar sin reflexión los dictados de la inspiración»17. La primera parte de esta cita arroja una luz cierta sobre la diferencia que hay entre unos y otros (clásicos y barrocos): la configuración concreta del discurso poético. Atribuir, sin embargo, a los autores barrocos poca lima y falta de reflexión ante «los dictados de la inspiración» parece no tener en consideración lo que fue la práctica correctora y superlimadora habitual de todos ellos, empezando por el mismo Góngora. No es falta de lima ni exceso de inspiración, sino búsqueda consciente de un lenguaje poético que pone en primer plano los vínculos difíciles, las conexiones escondidas en la creación de imágenes —conceptuales o cultas—, la proliferación de metáforas y la compleja organización sintáctica: la obscuritas. En 1619, Francisco de Rioja, en defensa de la poesía de Herrera, ya llama la atención sobre los problemas que está planteando una poética que se aleja de la claridad clasicista: «Los versos que hizo [Herrera] en lengua castellana son cultos, llenos de luces y colores poéticos, tienen nervios y fuerza, y esto no sin venustidad y hermosura; ni carecen de afectos, como dicen algunos, antes tienen muchos y generosos; sino que se esconden y pierden a la vista entre los ornatos poéticos, cosa que sucede a los que levantan el estilo de la humildad ordinaria. Los sentimientos del ánimo afectuosos, cuanto más delgados y sutiles, se deben tratar con palabras más sencillas y propias, sólo porque se descubran a los ojos y hieran el ánimo con su viveza; en fin, ellos se han de ofrecer, no se han de buscar entre las palabras»18. En la dialéctica naturaleza-arte no es que pongan el acento en el arte, sino que éste se instrumentaliza para lograr mayor dificultad-oscuridad. Por esa razón la poética puede ser la misma, pero la práctica no; porque lo que hay debajo de ésta es la concepción que se tiene de cómo debe ser el discurso poético y de cuáles son sus objetivos.

  • 19 Glendinning, 1961.
  • 20 Glendinning, 1995, p. 367.
  • 21 Véase Pérez Magallón, 2002b.
  • 22 Véase Pérez Magallón, 2002a.

7 En ese contexto, uno de los elementos que va a caracterizar a los poetas de fines del xvii y principios del xviii será el sitio otorgado a Góngora a la hora de acercarse al legado poético heredado. ¿Es Góngora un autor aceptable, o sea, modélico y que debe ser imitado? Nigel Glendinning —que había analizado hace años19 las imitaciones gongorinas dieciochescas con una óptica claramente sesgada— ha vuelto a considerar el papel de Góngora y el gongorismo en el siglo xviii. La base para su reconsideración se halla en la interpretación que Teófanes Egido hace de la vinculación gongorismo-antiborbonismo, así como en la noción elaborada por Harold Bloom de la «ansiedad de influencia». Con ello pretende trasladar la perduración gongorina a un ámbito en el que la política y el ansia de “ascenso social” —o de mayor representación jerárquica— amplía su mera dimensión estética. Lamentablemente, los ejemplos a que recurre Egido y retoma Glendinning no resisten una discusión matizada. Porque ni Lobo, que llegaría a ser capitán general bajo Felipe V, ni el marqués de San Felipe, que formaría parte de la Real Academia, son ejemplares antiborbónicos. Y las relaciones de San Felipe con el duque de Montellano no bastan para situarlo entre los que recurrían a una tradición culta que representara «la España que ellos no querían perder, fuente de su autoridad y sus riquezas»20, en palabras de Glendinning. Aunque es cierto que Montellano se convertiría en uno de los adversarios de ciertas reformas de Felipe V que amenazaban la posición hegemónica de la aristocracia, no debe olvidarse su anterior compromiso con los ambientes novatores21. Pero, sobre todo, es que Lobo y San Felipe son dos sólidos apoyos de la nueva dinastía —lo que invalida la implicación política de su gongorismo—, mientras que su posición social poco o nada podía ganar mediante el recurso a un estilo que, opuesto al gusto que se le atribuía a la Corona, sólo serviría para acentuar una inexistente “marginación”. Algo muy parecido podría decirse de la defensa de Góngora que lleva a cabo Juan de Iriarte ante los ataques de Luzán en La poética22.

  • 23 Cueto, 1869, p. xviii.
  • 24 Rozas, 1965, p. 249.
  • 25 Bances, Obras líricas, p. 64. Los ejemplos son tantos que la inclusión sin matices de Bances entre (...)

8 A principios del siglo xviii la actitud de un León y Mansilla es de las pocas absolutamente nítidas y contundentes: escribir un poema que titula Soledad tercera es en sí un manifiesto gongorista evidente (aunque su realización comporte después algunas sorpresas). Sin embargo, ésa no es la regla, sino la excepción. Que Solís, Bances Candamo, Lobo, Torres Villarroel, Feijoo, o, más tarde, Porcel sigan colocando a Góngora junto a Garcilaso al establecer una jerarquía en el legado poético anterior responde perfectamente al carácter contradictorio que muestran los novatores y que se prolonga más allá de su tiempo. Cueto escribió sobre Bances: «En la poesía lírica carece, por lo general, de inspiraciones de alta ley; pero, cuando no vicia su estilo la manía de la altisonancia y del concepto, es fácil, ingenioso y ameno. A veces, siguiendo su natural tendencia, escribía trozos de lenguaje limpio, noble y sencillo»23. Olvidando este perceptivo comentario, Rozas sólo resaltó la faceta gongorina de Bances, escribiendo: «La lengua poética de Bances es el gongorismo. Naturalmente, un gongorismo ya neutro, pasivo, lejano a la revolucionaria fecha de 1613, incorporado a la lengua poética general, autorizado dentro del teatro por Calderón»24. No obstante, creo necesario subrayar, no tanto la afirmación tajante sobre el gongorismo de Bances —que es una lectura parcial y sesgada, que olvida versos confesadamente garcilasianos como éstos: «Vuelve a vivir un rato con mi aliento; / sentirás de Amarili los rigores, / siendo a mi dulce queja el instrumento»25—, como ese matiz que introduce después, cuando habla de «un gongorismo ya neutro, pasivo [...] incorporado a la lengua poética general». Porque ese matiz es el que viene a explicar lo que he sugerido más arriba: el gongorismo tiende a confundirse con cierta percepción del lenguaje noble y elevado para el que Góngora funciona a todos los efectos como un clásico, como el paradigma modélico. No se trata de tenerlo como el único y solo modelo poético; lo que ha logrado el tiempo ha sido —por medio de un proceso complejo de muy difícil estudio— incorporar al discurso poético elementos diversos que se resumirán metonímicamente en Góngora.

  • 26 Sebold, 1997, p. 156.
  • 27 Sebold, 1997, p. 156.
  • 28 Solís, Varias poesías sagradas y profanas, p. 39.
  • 29 Feijoo, Teatro crítico universal, t. I, pp. 222-223.

9 La cuestión que se plantea, entonces, es la de interpretar críticamente cómo se integran esos elementos —y según qué jerarquía de prioridades— en la producción de un poeta específico. Sebold, reconociendo la presencia «de rasgos cultiparlantes»26 en Bances, hace hincapié en otro aspecto; en contra de lo sostenido por Rozas, «Candamo es —según Sebold y en relación a Solís— quizá el más garcilasista y neoclásico, por lo menos el más garcilasista»27. Al escribir la vida de Solís que aparece en la primera edición —póstuma— de sus poesías (1692), dice Juan de Goyeneche, su editor: «Así viven aún y vivirán los Aristóteles, los Sénecas, los Demóstenes, los Tulios, los Livios, los Homeros, los Virgilios, los Garcilasos, los Lopes de Vega, los Góngoras; y así también vive nuestro don Antonio de Solís y Ribadeneyra, a quien no tuvo envidia, porque no le conoció, la antigüedad»28. Es obvio que el autor quiere canonizar, es decir, convertir en clásico —o neoclásico— a Solís, poniéndolo al mismo nivel que poetas antiguos (Homero, Virgilio) y modernos españoles (Garcilaso, Lope de Vega, Góngora). Contra la tendencia de algunos neoclásicos a lo largo del siglo xviii, puede notarse cómo Góngora aparece junto a Garcilaso y no enfrentado a él. Curiosa pero no casualmente, Feijoo escribe en el Paralelo de las lenguas castellana y francesa (1726): «En los asuntos poéticos, ninguno hay que las musas no hayan cantado con alta melodía en la lengua castellana. Garcilaso, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Mendoza, Solís y otros muchos fueron cisnes sin vestirse de plumas extranjeras»29. La continuidad y parentesco de juicios resultaría sorprendente si no supiéramos que tanto Feijoo como los demás intelectuales y escritores de su época están inmersos —lo reconozcan o no— en el ambiente y los escritos de los novatores, en cuya época se situan, entre otros, Solís y Bances.

  • 30 Lopez, 1981, p. 26.
  • 31 Jammes, 1960.
  • 32 Gutiérrez de los Ríos, El hombre práctico, p. 165.
  • 33 Carnero, 2001, p. 254.

10 Según François Lopez, «en las compilaciones críticas de Nicolás Antonio —autor, como todo el mundo sabe, de la Bibliotheca Hispana—, ya tributaba el erudito sevillano grandes y sentidos elogios a todos los poetas que habían sabido mantener, incluso en la plenitud del Barroco literario, la propiedad, la claridad, la sencillez de la mejor tradición clásica, tradición que nunca había desaparecido totalmente»30. Sí, eso es cierto; pero Robert Jammes, por su parte, puso el énfasis en la admiración que Nicolás Antonio sentía hacia Góngora, ofreciéndonos una visión que permite enmarcarlo en la característica ambivalencia de la época31. Mucho más rígido o exigente —mucho más radicalmente neoclásico podríamos decir, o tal vez más coherente en apariencia— sería Gutiérrez de los Ríos al proponer que «Homero, Virgilio, Horacio, Ovidio, el Tasso, Cornelio [Corneille], Voilo [Boileau], los Argensolas, Solís, y otros griegos, franceses, italianos y españoles, imitadores de la antigüedad en la propriedad, claridad y concepto o sentencia, son los maestros o regla de esta república poética»32. En El hombre práctico (1686), se formula de manera inconfundible su opción por una poesía clara y natural, es decir, por cierta parte depurada de un legado —antiguos y modernos (españoles, italianos y franceses)—, del que Góngora y todos los poetas gongorinos están excluidos. En lo que podría ser una paradoja, sin embargo, uno de los pocos libros que dejó a su muerte fueron las poesías de Góngora. Y cerrando los ojos a las antinomias de la época, Guillermo Carnero escribe: «En el inventario de bienes de su testamentaría figuran, en absoluta equivalencia, las obras de Góngora y veintidós chorizos, y sabemos que prefería éstos a aquéllas»33. Cualquiera, según el momento y sobre todo el hambre, preferiría unos chorizos a un libro de poemas, incluso de los más eximios venecianos. Pero no hay que olvidar que, hasta para un novator tan simbólico como Gutiérrez de los Ríos, del mismo modo que el legado clasicista no había desaparecido, tampoco desaparecería ya nunca el legado gongorino. Y ambos cohabitan en relaciones a veces precarias.

  • 34 Zabaleta, El día de fiesta, pp. 390-391.
  • 35 O sea ‘si no hubieran ido más allá de los modelos a los que amaron’. Citado en Rey Bueno, 1998, pp. (...)

11 Unos años antes, en 1660, Juan de Zabaleta escribe sobre un poeta que se prepara a redactar una composición académica: «Toma un libro de poesía española que le ayude a cumplir con la obligación del asunto. Anda en él escogiendo las palabras por el sonido, como si escogiera cantarillas. La que no es de ruido grande, la desprecia, y como lo macizo suena poco, deja lo macizo. Su intención es hacer poesía que atruene, no poesía que hable […] Porque la mansedumbre discreta de la poesía mueve a pocos, cree que es mejor la que turba y desasosiega a muchos»34. Aunque Zabaleta no define qué entiende por poesía que no sea «de ruido grande», o poesía «maciza», poesía «que hable» y no que atruene, poesía cuya «mansedumbre discreta […] mueve a pocos», parece intuirse una concepción poética mucho más en consonancia con la corriente clasicista que con la hegemónica de sus días. En la línea del rigor clasicista encarnado por Gutiérrez de los Ríos, más representativo todavía resulta que un médico novator como Dionisio de Cardona escriba en 1694: «En la poesía se admira la sonora trompa de Homero, la sublime lira de Píndaro, el suave canto de Anacreonte, y Roma no anduviera tan altiva por Lucrecio filósofo y poeta, por Virgilio y otros latinos, ni la España por el eminente Camoens y el egregio Garcilaso, y la bella Italia no fuera rica del divino canto del Tasso, del maravilloso Ariosto, del Petrarca, del Bembo, si éstos no se hubiesen adelantado más de sus amores»35. La ausencia de Góngora habla por sí misma, sobre todo si se relaciona con la presencia de los otros nombres mencionados: Camoens y Garcilaso. En especial si, además, se les sitúa como punto de partida de una evolución literaria que, relacionada con la de las ciencias, apunta a la idea del progreso que caracterizará al siglo ilustrado.

  • 36 Porcel y Casablanca, El Adonis, p. 11.

12 Porcel, en la dedicatoria «Al lector benévolo» que antepone a El Adonis, explica: «He procurado imitar los mejores poetas latinos y castellanos. De éstos, a Garcilaso y en especial al incomparable cordobés D. Luis de Góngora (delicias de los entendimientos no vulgares) de quien te confieso hallarás algunos rasgos de luz que ilustren las sombras de mi poema»36. Dejando de lado si en su poema se hallan o no tales delicias, lo cierto es que Góngora no se ve como la negación de Garcilaso, sino como su continuidad y desarrollo. Nadie mejor que Lobo había dado forma poética al doble papel que juegan Garcilaso y Góngora en este período. En el siguiente soneto lo veremos inmejorablemente:

  • 37 En Poetas líricos del siglo xviii, BAE 63, p. 23a.

Esas que el ocio me dictó algún día,
con leve aplicación, rimas sonoras,
no en las rosadas o purpúreas horas,
como el Horacio cordobés decía,
sino en aquellas en que yo podía,
sin cuidado de tardes o de auroras,
dedicar a las musas, mis señoras,
un pedazo de vana fantasía,
te remito en los propios borradores
de la pluma fugaz, porque se vea
cuáles son en su fuente mis errores,
ya que a conceptos de mayor idea
el capricho de varios impresores
al público sacó con mi librea
37.

  • 38 Sebold, 1993, p. 144.

Los cuatro versos iniciales del Polifemo de Góngora se recogen en los tres primeros de Lobo. Pero, radicalmente, ahí se termina el intertexto gongorino. El soneto se desliza entonces por una ligera pendiente de claridad y naturalidad típicamente garcilasianas. Ésta, injertándose en la ironía costumbrista característica de la poesía lobiana, conduce a la expresión de un elemento recurrente en la poética clasicista: «mostrar el borrador del poema a un amigo honrado, nada adulador y muy conocedor de poesía»38, consejo que Horacio formula en su Ars poetica, vv. 426-451, y que retoman teóricos y poetas neoclásicos. Así, pues, trampa la de los primeros versos, engaño para los lectores de corto aliento, coitus interruptus de la apropiación gongorina.

  • 39 Cueto, 1869, p. xlii.
  • 40 Fernández de Moratín, Poesías completas, p. 335.
  • 41 Sebold, 1997, p. 139.
  • 42 Cueto, 1869, p. xlii.
  • 43 Cueto, 1869, p. xli. Resulta significativo que en la «Cómica relación hecha a una señora» confiese (...)

13 Decía Cueto que Lobo era acusado de «no levantar la entonación poética a la altura del gusto dominante» y cita estos versos: «Que escribo versos en prosa, / muchos amigos me dicen, / como si el ponerlo fácil / no fuera empeño difícil»39. Es muy posible que no quisiera levantar la entonación poética, pero aquí expresa Lobo con precisión lo que Leandro Fernández de Moratín llamará la «difícil facilidad»40, es decir, la estrategia retórica —parte del ideal neoclásico— que permite ocultar el artefacto artístico bajo la máscara de la naturalidad arduamente lograda. Ello ha hecho que Sebold considere a Lobo no sólo «el más inmediato de los antecesores de los neoclásicos, lo mismo en las fechas que en su actitud ante la poesía», sino «el primer imitador dieciochesco de las poesías de Garcilaso»41. Cueto constató la radical ambivalencia de Lobo —«¿Qué es esto? / Yo llego a engongorizarme»42, dice el poeta con cierto embarazo divertido—. Pero lo que es ambivalencia ante Góngora no se da con Garcilaso, desde luego. Y no sólo con el poeta toledano. Otro notable representante del primer petrarquismo —Hernando de Acuña— se convierte en referencia para Lobo: «Aunque por lo común [Lobo] se muestra aficionado al donaire familiar, cultiva a veces el discreteo delicado y metafísico de los poetas del siglo xvi. Puede servir de ejemplo aquel soneto en que contesta al ingeniosísimo de don Hernando de Acuña que empieza: “Dígame quien lo sabe cómo es hecha / la red de amor [...]”. Acuña responde de tres maneras a su propio soneto; pero Gerardo Lobo, imitándole, le aventaja en la gracia y sutileza propias de aquel género de poesía artificial»43. En otras palabras, Lobo expresa y actúa con conciencia de las oscilaciones de su lenguaje poético: se siente en gran medida inclinado hacia la dulzura y blandura del primer petrarquismo y, sobre todo, del autor fundacional de la poesía petrarquista española, Garcilaso; pero también es cierto que no es capaz de encontrar un lenguaje noble, elevado y natural para sus ensayos épicos, por lo que sólo puede recurrir a ese gongorismo ya incorporado al discurso poético; y que participa, por su presencia en las academias literarias de su tiempo, de las prácticas poéticas que en las academias se habían ido consolidando a lo largo de un siglo, aunque no sin aportar elementos personales.

14 Volvamos a la asociación que quería establecer Glendinning entre estética y política en el posicionamiento de los poetas dieciochescos ante Góngora. Lo que caracteriza la poesía de este período es, en términos generales, junto a la continuidad de las formas y prácticas establecidas en el siglo anterior —y particularmente en su segunda mitad—, la búsqueda, con diversos niveles de conciencia, de un discurso poético nuevo. Se trata, por una parte, de abandonar la poética de la oscuridad-dificultad para volver a enlazar con la poética de la claridad-naturalidad adaptada a una percepción de la vida social y de la instalación del sujeto en ella que no ha dejado de cambiar; por la otra, de afilar y perfilar el instrumento que permitirá la traducción poética de una sensibilidad en vías de transformación. En un tiempo en que la prosa debe seguir el camino que la convierta en instrumento de conocimiento, discusión y difusión de la nueva visión del mundo que domina en Occidente, o en arma política a favor o en contra de ciertas opciones, la poesía —a un ritmo más lento, en parte por el mantenimiento de las condiciones institucionales en que se había desarrollado antes— avanza en un proceso semejante.

  • 44 Véase Pérez Magallón, 2002b, pp. 187-237.

15 En ese contexto, ¿qué posición ocupa Góngora? Lo que en primera instancia se revela una relación contradictoria con los modelos estilísticos para los diferentes géneros se va convirtiendo en una argumentación cada vez más coherente de dos modos de concebir e interpretar la identidad nacional, y ahí sí tenemos una clara vinculación entre gongorismo y política. A medida que desde el tiempo de los novatores —lo que invalida cualquier asociación dinástica que se pretenda establecer— se va configurando una nueva manera de entender cómo debe ser el español44, también se va dando forma a la percepción alternativa y opuesta. Así como el teatro de Lope y Calderón, con las connotaciones ideológicas que —reductivamente— se les han querido asociar, será plasmación para los unos de la verdadera representación del ser nacional, para los otros dicha representación conducirá a una dramaturgia reformada que se reapropie y reinscriba los elementos “aceptables” del legado dramático en un marco radicalmente diferente. De ahí que el teatro neoclásico sea el mayor esfuerzo por apropiarse y reciclar en una perspectiva nueva el teatro de la comedia barroca. La producción de Góngora, por su parte, se irá vinculando progresiva y contradictoriamente a la visión conservadora de la identidad que encarna el teatro lopesco y calderoniano. Erigido en clásico a lo largo del xvii y asociado a una identidad nacional que novatores e ilustrados se esforzarán por modificar, poniendo de relieve su entera fe en la capacidad cultural para llevar a cabo la construcción de una identidad diferente y —desde su óptica— progresista, los ilustrados y neoclásicos se implicarán en una campaña antigongorina que, sin embargo, no impedirá la inscripción en la poesía neoclásica de algunos elementos de ese discurso poético, pese a tratar de enmascararlos al reclamarse del legado herreriano y no del gongorino. De ahí el que, en su recuperación del legado cultural nacional, y especialmente en el proceso de configuración del concepto de Siglo de Oro —constituido a lo largo de los años por ilustrados y neoclásicos— el nombre y la obra de Góngora vaya siendo desplazado a una zona marginal del canon. Sea lo que sea, y considérese como ejemplo de depravación insostenible en sus versos largos o bien como gran poeta siempre digno de imitación, Góngora, que sigue siendo referencia inevitable para imitación o parodia en el discurso poético, revela ser para todos parte fundamental del legado de la poesía castellana.

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Notas

1 Los de Sebold, 1997, y Bègue, 2000, entre otros.

2 Cueto, 1869, p. xliii.

3 Luzán, La poética, p. 307.

4 Luzán, La poética, p. 239.

5 Marín, 1971, p. 181.

6 Marín, 1971, p. 181.

7 Todavía debe verse Sebold, 1989, pp. 77-97 y 98-128.

8 Véase Pérez Magallón, 2001.

9 Fernández de Moratín, Poesías completas, p. 321.

10 Alonso, 1974, t. III, p. 13.

11 Arce, 1981, pp. 496-498. Compárese con p. 110.

12 Maravall, 1998, pp. 283-322.

13 Véase Serés, 1994.

14 La expresión es de Roses Lozano, 1994.

15 Cueto, 1869, p. xlii.

16 Cueto, 1869, p. xxxix.

17 Sebold, 1989, p. 213.

18 Poesía castellana original completa, 1985, p. 481.

19 Glendinning, 1961.

20 Glendinning, 1995, p. 367.

21 Véase Pérez Magallón, 2002b.

22 Véase Pérez Magallón, 2002a.

23 Cueto, 1869, p. xviii.

24 Rozas, 1965, p. 249.

25 Bances, Obras líricas, p. 64. Los ejemplos son tantos que la inclusión sin matices de Bances entre los gongorinos parece resultado de una voluntaria ceguera ante sus versos.

26 Sebold, 1997, p. 156.

27 Sebold, 1997, p. 156.

28 Solís, Varias poesías sagradas y profanas, p. 39.

29 Feijoo, Teatro crítico universal, t. I, pp. 222-223.

30 Lopez, 1981, p. 26.

31 Jammes, 1960.

32 Gutiérrez de los Ríos, El hombre práctico, p. 165.

33 Carnero, 2001, p. 254.

34 Zabaleta, El día de fiesta, pp. 390-391.

35 O sea ‘si no hubieran ido más allá de los modelos a los que amaron’. Citado en Rey Bueno, 1998, pp. 133-134.

36 Porcel y Casablanca, El Adonis, p. 11.

37 En Poetas líricos del siglo xviii, BAE 63, p. 23a.

38 Sebold, 1993, p. 144.

39 Cueto, 1869, p. xlii.

40 Fernández de Moratín, Poesías completas, p. 335.

41 Sebold, 1997, p. 139.

42 Cueto, 1869, p. xlii.

43 Cueto, 1869, p. xli. Resulta significativo que en la «Cómica relación hecha a una señora» confiese querer hacerla más eterna «que hizo a Fílida Montalvo; / Cervantes a Galatea; / Montemayor a Diana; / Garcilaso de la Vega / a su Camila; Camoes / a Violante de Portugal; / a su fiel Ilvia Bermúdez; / Figueroa a Filis bella; / Monte Real a la Leonor / y Lope a su Dorotea» (Lobo, Obras poéticas, p. 112).

44 Véase Pérez Magallón, 2002b, pp. 187-237.

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Para citar este artículo

Referencia en papel

Jesús Pérez Magallón, «Góngora y su ambigua apropiación en el tiempo de los novatores»Criticón, 103-104 | 2008, 119-130.

Referencia electrónica

Jesús Pérez Magallón, «Góngora y su ambigua apropiación en el tiempo de los novatores»Criticón [En línea], 103-104 | 2008, Publicado el 20 enero 2020, consultado el 30 noviembre 2024. URL: http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/criticon/11739; DOI: https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/criticon.11739

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