1 Religión y teatro mantienen relaciones, cuanto menos, complejas. Por sus propios principios estéticos, y sobre todo, por su estatuto de ficción al que se añade la falacia suplementaria de la representación, lejos queda el teatro de los soportes oficiales de la doctrina (sermón, devocionarios, catecismos, ceremonias rituales, etc.) que, eventualmente, comparten algunas de sus formas, pero no su naturaleza. En términos absolutos, los vínculos entre la mentira teatral y las verdades de fe se basan en una antonimia. Tal contradicción intrínseca llenaría de accidentes durante varios siglos la relación de la Iglesia con el espectáculo dramático, una unión que, por si fuera poco, heredaba además la desconfianza ya antigua de la institución hacia las imágenes (un tipo más, y más básico, de simulacro).
2 Y, sin embargo, es bien sabido que la Iglesia se apoyó en el teatro a la hora de difundir la ortodoxia. En su utilización con fines propagandísticos, el drama religioso se plegó a un buen número de imperativos (rígidas normas del decoro, claridad expositiva, amplificación y pleonasmo, temas y asuntos, etc.) y a una búsqueda constante de equilibrio (imitación/originalidad, identificación/distanciamiento...) para la cual se manejaron procedimientos de muy diversa índole.
3De estos procedimientos nos ocuparemos en las páginas que siguen. Y lo haremos recorriendo parte del teatro castellano del siglo xvi, un teatro nacido al abrigo de la liturgia y caracterizado por un frecuente tono admonitorio. Teatro creador de modelos, ofrecidos algunos en estado aún embrionario, otros ya plenamente desarrollados, que serán más adelante objeto de reescritura. De este teatro, que analizaremos en su calidad de soporte y vehículo del saber, destacaremos ya de entrada la importancia funcional de una figura estrechamente vinculada al concepto de imitación poética, y en la que parece resolverse la antítesis arriba mencionada entre dogma y teatro. Esta figura es la analogía.
4El ejemplo más evidente de funcionamiento analógico (analogía de contenido, de forma y de enunciación) lo encontramos sin duda en las obras teatrales de tema bíblico y hagiográfico, generalmente denominadas «históricas». Se representa en estas piezas la historia de la redención —la Historia salutis— y, pues hemos citado las imágenes, a la manera de las Biblia pauperum, de lo que podía verse en los tímpanos de iglesias y catedrales, en las vidrieras y cuadros, en las esculturas..., en suma, de toda esa imaginería que como «libro abierto» venía secundando la labor pedagógica de la Iglesia sobre el pueblo. Si un episodio de la vida de Cristo, de la Virgen o de los santos se desgaja del conjunto, es sólo de manera artificial y por mejor canalizar la piedad de los fieles, pues tanto en el soporte figurativo como en el teatral estos retazos de historia santa se inscriben en un continuum que abarca desde la Creación hasta el presente de los espectadores. En esta historia nada es gratuito, y hasta los mínimos detalles tienen su sentido. Sus cuatro sentidos, para ser más exactos: el histórico, el tropológico, el alegórico y el anagógico. Retomando este modelo, el drama se abrió a la hermenéutica del doble sentido (literal y espiritual), base de la que habían emanado los cuatro ya mencionados, y el método fue adoptado como regla de composición e interpretación de las piezas alegóricas, pero también de las de carácter histórico, que son las que ahora nos ocupan. Así podemos encontrarnos, por ejemplo, con algunas farsas en la que un personaje se queda al margen de la acción bíblica para comentar su sentido oculto a los espectadores. En la mayoría de estas obras (farsas de Diego Sánchez, Representaciones de Orozco, Códice de Autos Viejos), la versión teatral de vidas de mártires o episodios bíblicos funciona como figura de la difícil conversión de los judíos, de la herejía, del sacramento eucarístico, y de tantos otros temas de actualidad por aquel entonces. Pero el aprovechamiento ideológico del método entra ya en otro debate.
5El teatro histórico se construye, pues, a partir de un doble paradigma: el paradigma del texto sagrado y el paradigma de un modelo interpretativo. Pero la teatralización, la mise en théâtre, no es, como sí podía serlo en el teatro litúrgico, la traducción de un texto al lenguaje de la escena, por cuanto en el paso o transmisión de una escritura a otra, esto es, en el traslado del código textual al teatral, de la «realidad histórica» a la ficción, de un pasado al presente de la representación, se ha perdido no poco de la fuente, a la que a menudo se le ha añadido en cambio bastante.
- 1 El Índice inquisitorial de 1551 (como el posterior de 1559) prohibía la lectura de la Biblia en len (...)
6Naturalmente, y a pesar de las modificaciones, el texto preexistente se reconoce como tal en el espectáculo, porque una de las vocaciones primeras del drama histórico —el más antiguo— consiste en retomar y ofrecer al pueblo textos fundadores de la identidad y la cohesión de un grupo; recuperar, a través de la ficción, jalones de la Historia en un acto estético, conmemorativo (nunca ritual) y edificante, sin disputarle a la Iglesia —más bien ratificándolo— el control que ésta mantenía sobre el acceso al texto sagrado y, en particular sobre su interpretación1.
7Las similitudes —las analogías— no se agotan ahí. En el texto teatral se dejan oír ecos, no sólo del enunciado doctrinal, sino de la situación de su enunciación, y más precisamente de las reglas que rigen, o deberían regir, a los componentes de la misma (lo que se viene llamando, en su sentido más general, la pragmática de la comunicación). Este teatro no sólo instruye sobre la letra y el espíritu, sino también sobre la pertenencia del espectador a un sistema de comunicación jerarquizado en torno a la posesión del saber.
8La formulación de este sistema comunicativo toma cuerpo en una secuencia teatral que hará fortuna a lo largo del siglo xvi: las preguntas en materia de doctrina que un personaje le dirige a otro. Con este sencillo esquema, cuyo modelo se encuentra en catecismos y diálogos, asoma con frecuencia en escena la lección doctrinal. El personaje lego (en su doble acepción de «laico» y «sin letras») y el docto se presentan bajo máscaras muy diversas: alegóricas, profanas, e incluso bíblicas, como los Doctores de la Antigua Ley. En su forma primitiva, la que le diera Torres Naharro, el ignorante se encarna en pastores mitad coetáneos y mitad evangélicos, personajes del pasado actualizados (tópico poético paralelo al que en pintura llamara Panofsky détachement) en los que la dimensión profana se hace cada vez más evidente. Este Pastor que va perdiendo su dimensión evangélica se codificará finalmente en su acepción etimológica de «paisano/pagano» al que hay que evangelizar.
9Como interlocutor del ignorante está el personaje docto, presente alguna vez bajo el disfraz de uno de los pastores del grupo de rústicos (Mingo Sabido en la Égloga de la Natividad de López de Yanguas; Herrando en el Diálogo del Nacimiento de Torres Naharro; un genérico Pastor en la Farsa de los Doctores de Diego Sánchez), pero sobre todo de personaje socialmente superior: un Noble, una virtud celeste o un personaje de Iglesia.
10La secuencia catequística «pregunta-respuesta» que inician las Églogas de Encina se amplifica hasta abarcar la casi totalidad de la obra en algunas farsas de Diego Sánchez de Badajoz. La extrema sencillez de la fórmula no merece, con todo, juicios negativos: para ganarse la atención del público, el dramaturgo debía hacer gala de no poco ingenio, combinando con acierto, por ejemplo, la tensión dogmática con la distensión cómica2. El propio Sánchez de Badajoz, que utilizó hasta la saciedad el modelo, se permite su inversión jocosa en algunas de las farsas, haciendo del rústico un juez de las absurdas diatribas entre religiosos (Farsa de la Natividad), o el examinador de la competencia doctrinal de su interlocutor sabio (Farsa Teologal), aunque al final todo vuelve a su cauce. Gentes de Iglesia, personajes alegóricos (Virtudes, Razón, Entendimiento, Fe) o divinos (santos mártires, la Virgen abogada en el juicio del Hombre, etc.) poseen un saber absoluto capaz de resolver las dudas de sus interlocutores, o de contrarrestar sus ataques.
11El modelo se mostró altamente rentable, pues a su sencillez dramática unía la eficacia pedagógica. Permitía, por ejemplo, insertar en la obra un buen número de puntos doctrinales no siempre relacionados entre sí, lo que explicaría su vigencia en los momentos que precedieron y siguieron a la derrota humanista en España: antes de 1530 se prestaba a esa instrucción masiva del pueblo que tanto buscaban sacerdotes y humanistas; pasada esta fecha, se seleccionaba para la escena la explicación de aquellos principios de fe que estaban siendo atacados (Eucaristía, poder sacerdotal, bautismo, confesión, valor de las obras...), según las leyes de una propaganda que podríamos llamar «positiva» en la que, para contrarrestar los efectos de la herejía, menos peligro tenía proclamar machaconamente la ortodoxia que discutir las desviaciones.
12El proceso escénico de búsqueda y obtención final del saber por parte del personaje ignorante mantiene lazos con la realidad, y más precisamente con la escasa formación doctrinal del pueblo que asistía a estas representaciones y a quien, a decir de pre-reformadores y humanistas, había que catequizar para consolidar su fe.
13Ahora bien, ficción y realidad bifurcan a partir de esa analogía primera (y muy parcial), por cuanto la finalidad del texto teatral no es reproducir tal realidad, sino darle cierta cabida para proponer un desenlace idealizado. Se trata, en otras palabras, no de re-presentar dudas, sino de ofrecer certezas. Y para ello, el proceso analógico hará entrar en escena el modus operandi de la Iglesia en la transmisión del saber, ahora asumido por unos personajes que mostrarán a los espectadores la eficacia de un modelo que se pretende indiscutible. De ahí, por ejemplo, la jerarquía que se establece entre los personajes en cuanto al conocimiento, donde se deja bien manifiesta la superioridad de la Iglesia (Virtudes, santos, personajes eclesiásticos) que es en definitiva, según se desprende de estos textos, quien lleva las riendas del saber doctrinal. Paradójico y significativo es que esta lección surja cuando se empieza a tambalear la autoridad única de la Iglesia sobre el saber y la interpretación doctrinal (cripto-judíos, luteranos, alumbrados y dejados, etc.).
14Del juego analógico resulta, en una mise en abyme, un discurso sobre la comunicación Iglesia/fieles a través de la comunicación que se mantiene en las tablas. Estudiaremos a continuación con más detalle esa facultad del texto teatral de integrar como enseñanza a la par los enunciados y el modelo de enunciación, esto es, la doctrina y el proceso de su transmisión. Y lo haremos a través de una de las piezas más sorprendentes y logradas de este teatro, en la que un conjunto heterogéneo de «saberes» (enunciados doctrinales, pragmática) encuentra su coherencia y unidad gracias al hilo conductor de la analogía. Esta obra es la Farsa del juego de cañas, escrita por Diego Sánchez de Badajoz (finales del xv-1552) para ser representada en la iglesia el día de Navidad.
- 3 La huella litúrgica de la obra es evidente, desde la aparición escénica de la Sibila (no muy difere (...)
15Parte nuestro dramaturgo de tres tradiciones poéticas bien conocidas por su público: por una parte, el Canto de la Sibila y el Ordo Prophetarum (la procesión de los profetas) y, por otra parte, la popular batalla entre Vicios y Virtudes (la Psychomachia de Prudencio). Combina Diego Sánchez estas formas, asociadas directa o indirectamente a la liturgia3, con formas marcadamente populares, (es el caso de algunos villancicos entonados por los rústicos de la farsa), en una mezcla de estilos que culminará en el contrafactum que da nombre a la pieza, el juego de cañas entre vicios y virtudes, versión «a lo divino» de un motivo profano. La presencia de tres textos de autoridad y el recurso a un procedimiento compositivo como el contrafactum, que es esencialmente una figura de imitación, son las primeras muestras de la compleja red de analogías que se tejen en la farsa.
- 4 Como en otras farsas, el Pastor del introito se define por su carácter rústico (se expresa en el co (...)
16Empecemos recordando el argumento de la obra. Como en tantas otras farsas de Diego Sánchez se abre la ficción con el introito moralizador de un Pastor rústico4. Entra gravemente la Sibila, se sienta en una silla colocada en alto («de manera que sojuzgue a todos y que todos la vean», reza la didascalia) y anuncia en canto monocorde la celebración próxima de un juego de cañas. Para asistir a este espectáculo llama el Pastor a la Serrana, aunque ya desde el principio se advierte que el juego en cuestión permanecerá oculto: «[Salvo el Pastor, la Serrana y la Sibila] todos los demás an de estar y representar en parte ascondida, donde nadie las pueda ver salvo la Sibila, porque a de dar razón de lo que hizieren». Entre el anuncio y el juego propiamente dicho se oye en escena la voz de san Juan, pregonero del Nacimiento del Mesías, a la que seguirán muchas otras voces orquestadas por el mandato de la Sibila: Adán, Noé, Moisés, David, Isaías, Jeremías (Ordo Prophetarum). Tras los pregoneros se oye a los cavadores (apóstoles, mártires, confesores) que allanan el camino para la celebración de la justa. Empieza por fin el juego de cañas, transformado poco a poco en auténtica batalla entre Vicios y Virtudes capitaneados respectivamente por Lucifer y por Cristo. Como en las secuencias anteriores, la Sibila comenta todas las acciones ocultas, que acaban con la victoria de las huestes de Cristo. Termina la obra con el Deo gratia cantado y acompañado al órgano y con las consabidas muestras de júbilo por parte de los personajes.
17Según lo expuesto, la escena se reparte en dos espacios bien delimitados, visible el uno, oculto el otro. Este último es curiosamente el más activo, pues en él se despliega el desfile de profetas encabezado por san Juan, la acción de mártires y confesores, y el juego de cañas alegórico-espiritual, con el que se insertan en la farsa los distintos peldaños de la Historia de la redención.
18En paralelo a este espacio oculto en que se desarrolla la acción espiritual está el espacio visible ocupado por la pareja de Pastores y la Sibila. Espacio articulado a su vez en torno a un eje vertical, cuya parte superior ocupa la Sibila («colocada en alto», recordémoslo), mientras el Pastor y la Serrana quedan a nivel del estrado. Estos tres personajes se comunican verbalmente entre sí, pero sin modificar su posición en el espacio.
19Personaje litúrgico, pues lejos quedaban ya los orígenes profanos de Eritrea, la Sibila se asimila al área celeste, tanto por su caracterización («en figura de ángel»), como por los signos maravillosos que la acompañan («un hacha ardiendo [...] de arte que parezca que se tiene en el aire»), como, finalmente, por la posición alta que ocupa. Es esta posición la que le permite dominar visualmente el espacio visible y el invisible, de tal manera que ambos espacios se integran en una estructura piramidal cuyo vértice ocupa nuestra Sibila. Desde su función escénica y emblemática de comentarista exclusiva de lo oculto, el personaje actúa como mediadora entre los espectadores (el público extra-ficcional, pero también ese público de ficción que son el Pastor y la Serrana) y la escena oculta, entre la acción terrena de los rústicos y la acción sagrada, histórica o escatológica. La voz de la Sibila es necesaria, le recuerda el Pastor a la Serrana, para recrear lo que ocurre en el espacio místico vedado, al que sólo pueden acceder parcialmente por el oído, tradicionalmente asociado a la fe: desfile, preparación a la justa y juego de cañas «No es cosa que pueda verse / son escuchar y notar», dice el Pastor al principio de la obra.
20Pero tampoco basta con escuchar. San Juan, los apóstoles, mártires y confesores se expresan en latín, código lingüístico que desconocen los Pastores dramáticos y la mayoría de los espectadores. El latín, lengua de la liturgia, enclava a sus enunciadores en el rito eclesiástico, y acentúa aún más la distancia entre los personajes ocultos y su público. La comprensión del texto latino se reserva a los iniciados, cuyo paradigma viene a ser la Sibila capaz de descifrar y transmitir la palabra sagrada/secreta. No en balde el Pastor, consciente de su inferioridad pero deseoso de saber, pide a cada nueva intervención la mediación de la Sibila:
Pastor
¡O Dios, y quien llo entendiera,
cuerpo de los serafines!
Acralaimos los latines
en nuestra lengua grosera. (vv. 307-310)
21La Sibila no se limita a traducir, sino que interpreta también el sentido del discurso en latín.
22Más inaccesibles aún resultan las acciones del juego de cañas alegórico, reducidas a simples efectos sonoros cuyo desciframiento depende más que nunca de la voz, ahora descriptiva y narradora, de la Sibila:
Sibila
¿Veislos?: entran por las calles
siete ginetes ligeros;
en la plaça son primeros
con libreas de mil talles.
Pastor
¿Quién son?
Sibila
Los siete pecados,
con ropajes muy pintados;
Lucifer, su capitán.
¡Ea, trompetas! ¡Fam...fam...!
que vienen enmascarados. (vv. 334-342)
23Por cierto que la Sibila cumplirá a la perfección su papel. A modo de juglar, suscitará finalmente en su público una visualización ilusoria con el recurso a fórmulas características de la literatura oral. Ese verbo de percepción visual («¿Veislos?») con que se abría la cita será reiterado por nuestra Sibila-recitante varias veces, respondiendo con ello más que a una función fática al intento de transformar al público en cómplice de su propia visión:
Veys, veys que se traua el juego,
¡ea, trompetas, presto, presto! (vv. 374-375)
Veys el juego buelto en veros.
Veys i armado vn gran ruydo:
Lucifer se quier vengar. (vv. 414-416)
Veys Auaricia cayvda
que la derribó Largueza (vv. 423-424)
[refiriéndose a la Lujuria] veisla, veisla ya en los lodos (v. 441)
24Y la alocución logra alcanzar su objetivo. En los versos del desenlace, el Pastor ha entrado ya en el juego y, guiado por la Sibila, colma con su imaginación la falta de informaciones visuales:
Sibila
Ya el triste vando se amarga [...]
Pastor
Ora veamos quién huye (vv. 468-473)
25Todo parece indicar que, conforme va avanzando la farsa, la ayuda de la Sibila le hubiera permitido al Pastor ignorante acceder progresivamente a una realidad espiritual, distinta a la realidad meramente física y, como tal, imperfecta que podría transmitirle el sentido de la vista. El «veamos» del Pastor marca la línea divisoria entre simulacro y verdad, entre lo velado y lo desvelado; y el paso del uno al otro sólo se ha hecho posible, una vez más, gracias a la Sibila.
26La escena, con su repartición horizontal en dos espacios, se inscribe, recordémoslo, en el marco de la iglesia. Entre la escena teatral y el templo se han ido atando lazos especulares que han hecho del espectáculo un reflejo simétrico del recinto sagrado. En la Iglesia, el sacerdote actúa como intermediario entre Dios y los hombres, a quienes explica las verdades de fe y el sentido de las Escrituras, esos mismos contenidos doctrinales que el Pastor y la Serrana sólo aciertan a comprender gracias a la mediación de la Sibila. El punto de intersección en el que convergen realidad y ficción, el nudo mismo del que surge el abanico de analogías, está en el público al que va dirigido el mensaje doctrinal, vaya éste en forma de sermón o, como en este caso, en el molde de una representación teatral. Cada espectador podrá reconocer en escena un reflejo poetizado de su propia experiencia cotidiana, acentuándose así la ilusión de «verdad»: en lugar de recibir los mensajes doctrinales que brotan en la obra como productos de ficción, el espectador los reconoce y acepta como principios que ordenan su visión del mundo. Su proximidad y su implicación con la farsa —principales garantías de la eficacia del mensaje teatral— viene asegurada de la mano de esos dobles de ficción que son el Pastor y la Serrana, personajes paradigmáticos que asumen en la pieza el papel ideal que se espera de los fieles en el agitado contexto del siglo, esto es, el dejar toda interpretación doctrinal en manos de la figura eclesiástica, aquí la Sibila litúrgica, único guía posible en el acceso al saber.
27Pero el llevar demasiado lejos la red de analogías no está exento de riesgos. Uno de ellos es, precisamente, una especularidad máxima que al borrar los límites entre realidad y ficción pudiera llevar a interpretar la pieza como parte integrante del acto litúrgico. Toda una serie de convenciones fuertemente estereotipadas, desde el estrado al Pastor arquetipo, pasando por el sayagués literario y la irrupción de cantos y bailes populares, restablecen el teatro en su carácter festivo y le recuerdan implícitamente al espectador la vocación celebrativa y conmemorativa, que no ritual, del espectáculo. Le recuerdan, en suma, un saber fundamental, en el que se mezclan íntimamente estética teatral y doctrina, y del que depende la correcta recepción del mensaje: el discurso escénico puede apoyar y secundar la predicación del sacerdote —pues en la ficción, curiosamente, no todo es mentira—, pero no remplazar su magisterio.