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Transmitir y proclamar la religión: una cuestión de propaganda en las crisis de 1635 y 1640

Mª Soledad Arredondo
p. 85-101

Resúmenes

Este artículo pretende mostrar cómo la propaganda transmite la “materia” religiosa, es decir el uso sesgado y oportunista de la religión (creencias, acontecimientos, prácticas, personajes, etc.), lo que implica exageraciones, desviaciones o generalizaciones. Esto se aprecia desde lo más elemental: la transformación de una anécdota en categoría, la conversión de un personaje concreto en símbolo de un pueblo, o la intervención de los religiosos en la política; a lo más profundo y enraizado en la sociedad cristiana áurea: el enfoque providencialista de la política y de la historia. El análisis se basa en un corpus seleccionado entre la abundante literatura polémica surgida de la guerra con Francia en 1635, y de las rebeliones de Cataluña y Portugal en 1640. Los textos corresponden a cuatro autores —Adam de la Parra, Quevedo, Pellicer, Saavedra Fajardo— que escribieron sobre los tres conflictos, y utilizaron la religión para transmitir la ideología del poder.

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1Esta jornada dedicada a reflexionar sobre la transmisión de un saber o una convicción religiosa me ofrece la oportunidad de reconsiderar algunos textos de propaganda política con el doble enfoque marcado por el equipo LEMSO: el término transmettre, que se ajusta perfectamente al objetivo primordial de los que hoy entendemos como textos propagandísticos, que es la divulgación de un determinado mensaje, idea o imagen; y la materia religiosa, que no es en absoluto ajena a los planteamientos políticos en la España del Siglo de Oro. Concretamente me voy a referir a la utilización oportunista de la religión con fines propagandísticos, lo que implica exageraciones, desviaciones o generalizaciones. Y esto se aprecia en los tres aspectos que voy a tratar, desde los más elementales, como la transformación de una anécdota en categoría, o la conversión de un personaje concreto en símbolo de una conducta o de un pueblo; a algo más profundo y enraizado en la sociedad cristiana áurea: el enfoque providencialista de la política y de la historia. Empezaré por señalar muy brevemente cómo era esa propaganda, y a continuación intentaré mostrar el uso sesgado de cuestiones religiosas, en unos cuantos textos sobre la guerra franco española declarada en 1635, y sobre las separaciones de Cataluña y Portugal en 1640.

2El término «propaganda» no aparece como tal en el Diccionario de Autoridades, ni tampoco en el Tesoro de Covarrubias, aunque sí se recogen «publicar», ‘manifestar alguna cosa’ (Tesoro), y «propalar», ‘divulgar alguna cosa’ (Autoridades), ambos en el sentido de transmitir. Tampoco se documenta en el siglo xvii el propagandista, o persona encargada de «dar a conocer una cosa con el fin de atraer adeptos o compradores», según el Diccionario de la Real Academia. Pero esto no significa que no existieran la noción de propaganda y el profesional más adecuado para realizarla, fuera un escritor, un pintor, o un funcionario público. Por ejemplo, una carta de Saavedra Fajardo a Felipe IV fechada en mayo de 1644 indica bien a las claras que, además de sus tareas como embajador y plenipotenciario en Münster, Don Diego llevaba a cabo labores de propaganda, y de lo que hoy consideramos campañas de imagen:

  • 1 Saavedra Fajardo, Obras completas, p. 1383. Véanse López Cordón, 1996, y Blanco, 1996.

También me manda Vuestra Majestad que esparza algunos tratadillos que puedan inducir a la paz, deshacer los designios de Francia y descubrir la sincera intención de Vuestra Majestad Y siempre he trabajado en esto, reconociendo lo que mueven y que de ello se valía Richelieu...1.

  • 2 A. Pizarroso, 1990, pp. 85-86.

3Ese «esparcir» significa, evidentemente, transmitir y hasta proclamar mediante textos explicativos breves, los «tratadillos», la imagen pacificadora de Felipe IV, así como la intrigante política de su vecino. Un vecino que era experto en lo que hoy llamamos crear opinión, como no deja de reconocer Saavedra, singularizándolo en el Cardenal Richelieu; y como se sigue hoy reconociendo, por ejemplo, en una Historia de la propaganda2 para el periodo anterior al nacimiento de la prensa periódica.

  • 3 Véanse Elliott, 1985 y 1994, y Bouza, 1999.
  • 4 Rodríguez de la Flor, 1999.
  • 5 Bonet Correa, 1979.
  • 6 Entre la literatura y la historia, según señaló Estruch, 1988, a propósito de la Guerra de Cataluña (...)
  • 7 Sánchez Alonso, 1944.
  • 8 Como un género de la literatura política, según Jover y López Cordón, 1986.
  • 9 Riandière, 1988.

4Ambos testimonios, el de un autor del siglo xvii y el estudio reciente, me sirven para establecer que con el término «propaganda», y más si es política o religiosa, me refiero a diversas formas de transmitir propósitos o ideas que emanan del poder, y que se plasman en literatura3, artes plásticas4, prácticas sociales, etc. Por lo que se refiere a la literatura, y pese a la distinta terminología, hay muchas formas poéticas y dramáticas5 que obedecen a dichos propósitos, desde las apologías y los panegíricos o, en el extremo opuesto, las sátiras y los debates. Estos textos, a su vez, coinciden en cuanto a los fines con los de ciertas obras de difícil clasificación genérica6, sin aparentes pretensiones literarias, muy coyunturales, y orquestadas desde arriba con un interés político específico. Son las que surgen o se incrementan en momentos de crisis, y se denominan historia polémica7, publicística8, o literatura de combate9: aquella que nace con la finalidad no sólo de comunicar unos hechos, sino también de defender unas tesis, y de neutralizar y rebatir ideas, imágenes o palabras previas.

  • 10 Arredondo, 1998.
  • 11 Ver recientemente Rault, 2002, y mi artículo en prensa, con amplia bibliografía sobre relaciones de (...)
  • 12 Aunque el número de los mismos sea hoy incierto, como señaló Elliott, 1985, pp. 38-42.
  • 13 Véanse Declercq, Murat y Dangel, 2003, y Angenot, 1982.

5Polémica y combate son vocablos especialmente adecuados para aplicarlos al grupo de textos que voy a considerar, porque, además de propagandísticos, todos tienen en común su carácter urgente, agresivo y grave. Y es que estas obras se concibieron como armas de papel10 con las que defenderse o atacar al enemigo durante la guerra, bien fuera un enemigo externo, como Francia, bien fueran los hermanos separados, catalanes y portugueses. Precisamente, la gravedad de aquellas situaciones explica que, junto a la mera información que ofrecen las relaciones, donde se cuenta con mayor o menor objetividad el resultado de una batalla11, se ponga también en marcha la maquinaria propagandística. En ella se transmiten ideas y valores a los lectores12 por parte de quienes manejan y, además, manipulan la información: por ejemplo, cronistas oficiales, como Pellicer, o escritores afectos al poder, como Quevedo, Saavedra Fajardo, Calderón, o el inquisidor Adam de la Parra. El proceso de transmisión dista de ser objetivo y conlleva una selección de la información, que ya he analizado en el caso concreto de José Pellicer, cotejando las noticias de las guerras de Cataluña y Portugal que suministraba en sus Avisos, y la reelaboración de las mismas en dos obras de propaganda: Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarbe e Idea del principado de Cataluña. Así pues, lo que transmiten estos textos, por omisión o amplificación de ideas y datos, es una palabra polémica y hasta panfletaria13, en el sentido magistralmente analizado por Marc Angenot, para revoluciones y revueltas sociales contemporáneas.

  • 14 Citamos por la ed. de Barcelona, 1640, según dos ejemplares de la Biblioteca Nacional de Madrid, si (...)

6El interés de algunas de estas piezas, obras menores de autores mayores, se debe a lo más específicamente literario de la polémica y del panfleto, que es la capacidad artística del escritor para transmitir ideas con un hábil manejo del lenguaje; y, en el caso concreto que aquí nos ocupa, al uso —sincero u oportunista— que en dichos textos se hace de temas, personajes, creencias, acontecimientos y citas religiosas en beneficio de la política. Este último aspecto puede ser relevante a la hora de distinguir la propaganda de 1635 y la de 1640, según se trate el argumento religioso. En el primer caso existe una casi total unanimidad entre los escritores españoles, que se sienten defensores de la religión frente al francés impío y hereje. En cambio, en 1640, y especialmente en el enfrentamiento España-Cataluña, los dos bandos se disputan la bandera de la fe cristiana, y la utilizan en sus reivindicaciones políticas, arrogándose una religiosidad que marca la polémica desde el título de lo que suele considerarse el manifiesto catalán: la Proclamación Católica a la majestad piadosa de Felipe el grande rey de las Españas14.

  • 15 1949, reedición de 2003, con Prólogo de López Cordón. Están en prensa desde 2006 dos capítulos que (...)
  • 16 La Tesis Images de la francophobie en Espagne. L’écriture de la crise de 1635, se defendió en 2000, (...)
  • 17 Bouza, 1991. En cuanto a Cataluña, me limito a recomendar, además, los estudios de García Cárcel, 1 (...)

7Por lo que respecta a la propaganda de 1635 el estudio pionero, muy valioso desde el punto de vista histórico y político, fue el de José Mª Jover15, el primero en interesarse por lo que consideró una polémica generacional, que enfrentaba a españoles y franceses por la hegemonía europea en el contexto de la Guerra de los Treinta Años. Posteriormente, el análisis más completo que conozco es la Tesis de Catherine Dentone, que se ha ocupado de la transformación en imágenes literarias de la crisis del 35, y que ha analizado también la presencia de elementos hagiográficos en la propaganda francófoba16. Para las separaciones del 1640 existe una amplia bibliografía17 de historiadores especializados, respectivamente, en Cataluña y Portugal. Por lo tanto, para ampliar mi breve análisis, el primero que estudia aspectos de la transmisión propagandística de la religión en las tres crisis, remito a ambos grupos de estudios, los de 1635 y los de 1640, que manejan numerosos textos de un corpus amplísimo, muy desigual en cuanto a valor literario.

  • 18 En adelante cito las tres obras por la edición 2005. Para las tres obras véanse, respectivamente, A (...)
  • 19 Citamos por las siguientes ediciones: 1943, 1640 (Biblioteca Nacional de Madrid, R/22735), 1642 (Bi (...)
  • 20 Citamos por las siguientes ediciones: 1635 (B.N.M. 2/28074), 1641 (B.N.M. 2/63798), 1642 (B.N.M. 2/ (...)
  • 21 Citamos por las siguientes ediciones: 1635, 1959, 1965. Para el Memorial, además de Jover, véase Ar (...)

8Entre todos ellos he realizado una pequeña selección de pretensiones fundamentalmente literarias, formada por las siguientes obras: la Carta a Luis XIII, la Respuesta al Manifiesto del Duque de Berganza y La rebelión de Barcelona ni es por el huevo ni es por el fuero, de Quevedo18; la Conspiración herético cristianísima, la Súplica de Tortosa y el Apologético contra el Tirano Berganza, de Juan Adam de la Parra19; la Defensa de España contra las calumnias de Francia, la Sucesión de los reinos de Portugal y el Algarbe, y la Idea del Principado de Cataluña, de José Pellicer20; y el Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos, los Suspiros de Francia y las Locuras de Europa, de Saavedra Fajardo21, más algún texto de Calderón. El criterio de elección ha sido, primero, la importancia de los autores, y, segundo, su dedicación sistemática a las tareas de propaganda, ya que Quevedo, Saavedra, Pellicer y Adam de la Parra escribieron sobre los tres grandes conflictos de la Monarquía: el francés, el catalán y el portugués. Esa práctica continuada permite seguir una determinada forma de transmitir la ideología oficial, que está muy marcada por la defensa de la religión, como declaraba Pellicer en 1635:

Pocas veces se ajustan las materias de Estado con las de la religión: que unas miran al celo, otras al interés. Solo la Monarquía Potentísima de España, solo la Católica Majestad de sus reyes, ha podido convenir estos encuentros de la política y el Evangelio. (Defensa..., p. 1).

  • 22 Véase Contreras, 1984.
  • 23 Bouza, 1986.

9Y, de hecho, nuestros textos así lo subrayan desde detalles meramente formales, paratextuales, tangenciales y hasta obvios, pero que conviene tener presentes, porque la propaganda los utiliza muy interesadamente. Me permito enumerar los siguientes: en 1635 los dos grandes reyes enfrentados son el Rey Católico y el Rey Cristianísimo; algunos de los escritores son caballeros de Santiago, como Quevedo, y otros son inquisidores, como Adam de la Parra; la Defensa de España contra las calumnias de Francia va dirigida al Papa, Urbano VIII; y en 1640 el manifiesto catalán es recogido por la Inquisición, por blasfemo. Por si no bastara, y en lo que respecta a la intervención de la Iglesia en las revueltas catalana22 y portuguesa23, es conocido el papel de agitación llevado a cabo por algunos predicadores desde el púlpito: bien fomentando el odio al ejército invasor y profanador de iglesias, entre el campesinado catalán, bien el mesianismo del pueblo portugués, que asociaba un rey salvador con la dinastía nacional de los Braganza.

  • 24 Véase, por ejemplo, Dentone, 2005, p. 471.
  • 25 Elliott y De la Peña, 1978-1981, p. 185.
  • 26 Entrambasaguas, 1930, pp. 708-709.

10En cuanto a la propaganda antifrancesa de 1635, es sabido que está muy marcada por un punto de vista religioso común a todos los textos españoles, que no disocian política y religión, que consideran escandalosa la lucha entre dos príncipes cristianos, y que convierten la guerra contra la Monarquía Hispánica en una ofensa contra la religión24. Pero es que ese sentimiento es incluso previo a la declaración de guerra, y así lo demuestra el título de una obrita de 1634 que se adelantó a la polémica, y que recogía el estado de ánimo en Madrid ante los pactos de Luis XIII y Richelieu con suecos y holandeses. Se trata de la Conspiración herético cristianísima del entonces inquisidor de Murcia, Juan Adam de la Parra. El Conde Duque de Olivares alabó el texto en carta dirigida a Felipe IV, y propuso «ajustar el librillo» enviado por el inquisidor, y hacer así «una historia digna de toda estimación»25. Adam de la Parra, deseoso de colaborar en la oficina propagandística que estaba formando el valido, solicitaba continuamente desde Murcia que se le diera información sobre los últimos movimientos del francés, viendo «la religión tan oprimida y las armas de España en tales conflictos»26.

  • 27 Véase el epistolario de Saavedra Fajardo, en Obras completas, p. 1309, donde se reproduce una consu (...)
  • 28 El mismo término aparece en las Empresas políticas de Saavedra Fajardo, cuando este acontecimiento (...)

11Un año antes de la declaración de guerra existe, pues, esa preocupación por las alianzas de Luis XIII con herejes, que al inquisidor se le antojaban una conspiración. En la corte, por las mismas fechas, Olivares hablaba en parecidos términos, de «conjuración»27, mientras sopesaba la conveniencia de declarar la guerra, teniendo muy en cuenta la licitud moral de la misma y lo que perjudicaría la imagen de España como defensora de la Cristiandad. En ambos casos se aprecia que los movimientos políticos eran seguidos con suma atención; de tal modo que el cronista Pellicer, por ejemplo, sabe el día, e incluso la hora el 8 de marzo «entre las siete y las ocho de la noche» (Defensa de España, p. 58) del pacto entre franceses y holandeses, considerados éstos por los polemistas españoles siempre en su condición de herejes. Esta información le permite utilizar el dato contra la corona francesa, reprochándole que firme alianzas casi antinaturales, y se convierta en «... hermana de Herejes, Protestantes, Rebeldes, Ginebreses, Suecos, y Turcos» (Defensa de España contra las calumnias de Francia..., p. 83), con tal de mermar la hegemonía de la «Católica Monarquía de las Españas». Pellicer contestaba así al manifiesto de declaración de guerra de Luis XIII, que convertía en casus belli la entrada de los españoles en Tréveris, el 26 de marzo, para apoderarse del arzobispo elector, aliado de los franceses. Y la precisión de fechas exculpaba a los españoles, que tomaron su decisión tras conocer la alianza de franceses y protestantes, lo que reducía el casus belli a mero «pretexto»28.

  • 29 Citamos el Manifiesto del Rey de Francia por la ed. de Jover, 1949, pp. 469-477.

12Este simple detalle revela que la transmisión de una información puede convertirse en argumento de peso, si se aplica a un determinado estado de cosas, en el que se mezclan la religión, el derecho de gentes y las causas para que una guerra sea justa y obtenga respaldo internacional, sobre todo cuando estaba en juego la hegemonía europea. La declaración de guerra francesa29, firmada el 6 de junio de 1635, enumeraba un buen puñado de razones que convertían en guerra abierta un enfrentamiento político hondo, de causas múltiples y bien conocidas. Lo que me interesa destacar ahora son sólo las connotaciones religiosas que aparecen ya desde este papel oficial sin pretensiones literarias, pero muy bien justificado; y cómo la materia religiosa se reduce o se hipertrofia cuando la manejan los propagandistas para excitar a los lectores, para lavar una imagen, o para corresponder a una acusación previa.

13El Manifiesto francés ya utilizaba las apelaciones religiosas, consciente de que el «reposo de la Cristiandad» (p. 470) se iba a ver turbado. En vista de ello hacía bandera de un acontecimiento secundario, pero susceptible de manipularse: la prisión por parte española de «un Arzobispo Elector del Imperio» (p. 474), que se había puesto bajo protección francesa. Por las mismas razones las réplicas españolas magnificaron un hecho que se hubiera perdido en el curso general de la guerra, y que era consecuencia de lo anterior: la invasión del ejército francés, su entrada en Bélgica por la ciudad de Tirlemont, y los veinte días que dedicaron al saqueo y profanaciones de iglesias los soldados del mariscal Châtillon, calvinista, según Céspedes y Meneses, hugonote, según Quevedo, hereje, según Pellicer.

  • 30 Citamos por la edición de 1880, pp. 62-63: «... no respetando al Santísimo Sacramento, sacándole de (...)

14Las noticias de Tirlemont, según la relación de Jerónimo Mascareñas30, son lo bastante explícitas como para herir profundamente en sus convicciones religiosas al pueblo español, cuyo rey era el defensor de la Cristiandad. Así se explica que lo ocurrido en Tirlemont se amplificara en un doble sentido: primero, porque no hay réplica al Manifiesto que deje de utilizarlo para reprochar a los franceses, y a su rey, la impiedad y la barbarie de su ejército; y segundo, porque llega a convertirse en tema casi único de algunas respuestas, como la de Quevedo. Y es que la propaganda, ya escandalizada por las alianzas con herejes, aprovecha ahora un hecho concreto para transmitir la impiedad y el sacrilegio cometido por el enemigo; y, como contraste, para proclamar la catolicidad del rey de la Monarquía Hispánica. La Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII, rey cristianísimo de Francia, una de las réplicas más tempranas, señala desde el título que se escribe:

en razón de las nefandas acciones y sacrilegios execrables que cometió contra el derecho divino y humano en la villa de Tillimon en Flandes, Mos de Xatillon, hugonote, con el ejército descomulgado de franceses herejes (pp. 267-268).

15Y, efectivamente, Quevedo se dedica casi exclusivamente a lo que más duele a un caballero de Santiago, como se presenta desde el título, o, como lo hace en el cuerpo de la carta, a alguien «... en quien solo asiste, por la piedad de Dios, celo católico que de las entrañas de Jesucristo, todas ardientes en caridad por su ley sacrosanta, se ha derivado a mi corazón...» (p. 301). A diferencia de otras respuestas, la de Quevedo parece despreciar las causas enumeradas en el Manifiesto francés; pero sólo lo parece, porque no deja de contestarlas, aunque con displicencia y desorden, bajo las siguientes fórmulas: «Forzoso es satisfacer... todas las cláusulas...» (p. 298), «No quiero alegaros capitulaciones firmadas...» (p. 287), «No me dio ocasión de embarazar vuestra soberana atención con estos ringlones...» (p. 279). Estas reticencias desembocan en lo que de verdad le conmueve: «Nada de todo esto hirió mi ánimo y arrebató mi pluma... Apoderose empero de mi espíritu el saco de Mos de Xatillon vuestro general en Tillimon.» (p. 281). A partir de esta declaración, Quevedo lleva a cabo una habilísima utilización retórica de todo el episodio, que se intensifica ahora, tras las expectativas creadas desde el título, y sustentadas en la estructura de la carta. Ésta sitúa en el centro de la misma la anécdota sacrílega, pero Quevedo no deja de referirse a ella desde el comienzo, y vuelve continuamente sobre la misma, a pesar de ocuparse luego de otras cláusulas del Manifiesto. De tal manera que esta réplica, declaradamente parcial y selectiva, se convierte en un magnífico panfleto que lanza contra el Rey Cristianísimo la herejía cometida por su ejército, capitaneado por un hereje, ascendido a su alta dignidad por un Cardenal más interesado en la razón de Estado que en la defensa de la fe.

  • 31 Véase Étienvre, 1991.

16El propósito panfletario se apoya en una eficaz organización, desde el relato de los hechos, aparentemente preciso y escueto: «[Xatillon] ... saqueó el lugar, degolló la gente, forzó las vírgenes y las monjas consagradas a Dios, quemó los templos y conventos y muchas religiosas, rompió las imágenes, profanó los vasos sacrosantos...» (p. 281), hasta la interrupción del mismo, para intensificar su patetismo: «Últimamente, ¡oh señor!, ¿direlo? ... dio en las hostias consagradas a sus caballos el Santísimo Sacramento...». Y se amplifica mediante enumeraciones: «... que por excelencia se llama eucaristía, bien de gracia, pan de los ángeles, carne y sangre de Cristo, cuerpo real y verdadero de Dios y hombre...». Así se desemboca en una perplejidad afligida, expresada en preguntas retóricas («¿Qué le dejó esta furia y ejército de demonios que desear más al infierno?...»), lo que da pie a la extrapolación de estos hechos al futuro del rey de Francia, reconvenido y hasta amenazado por el simbolismo del episodio. A partir de aquí, en la más brillante aportación de Quevedo a la polémica, y por ende la más conocida31, se asocia la herética caballería francesa —caballeros descomulgados— y los caballos alimentados con las sagradas formas —caballos comulgados—, con la bondad de la mula y el buey que dieron calor al niño Jesús, con dos citas bíblicas sobre nobles brutos (del libro de Números y del de Samuel), y con la leyenda medieval sobre las sagradas formas transportadas por una mula a la iglesia de Daroca, para culminar en la cita del Apocalipsis, cuyos cuatro caballos y sus respectivos colores conducen a Luis XIII a la sangre, a la muerte y al infierno.

  • 32 Véanse, para Portugal y Cataluña, respectivamente, Guerreiro, 2000, y Civil, 2000.

17De esta manera el sacrilegio de Tirlemont queda dos veces hipertrofiado: por el simbolismo del caballo, habitualmente asociado a la guerra; y por el de los colores, especialmente del rojo, que indica, además de sangre, el color de la vestidura del valido, y el color de la vergüenza (p. 281). A su vez, el bestiario quevediano se tiñe de connotaciones religiosas por medio de la cita bíblica, procedimientos ambos que el autor vuelve a manejar en las crisis de1640. En La Rebelión de Barcelona advierte, y casi amenaza, a los catalanes mediante la asociación gallo (franceses)-basilisco-serpiente, reforzada con una cita de los Salmos de David y otra de Isaías (p. 470). Y, en la Respuesta al manifiesto del Duque de Berganza, la última admonición a los portugueses que han cambiado de rey se basa en la antítesis de dos profetas, uno falso, Gonzalo Anes Bandarra, y otro santo y rey, que es David (p. 429). La eficacia de este recurso, que opone «los delirios» de Bandarra a las profecías de David, sumada a la extrapolación del mesianismo portugués al recién elegido Juan IV, se acrecienta mediante un símbolo, en este caso vegetal, pero también procedente de la Biblia: en un apólogo del libro de los Jueces se señalaban los riesgos de elegir un mal rey, y Quevedo asocia los árboles bíblicos que buscaban rey con los portugueses; y a su rey, sucesivamente, con la oliva, la higuera, la vid y la zarza espinosa. La aplicación posterior marca bien las diferencias entre Felipe IV, pacífico, opulento y útil, frente a un Juan IV peligroso; y vaticina un Portugal atormentado, con una imaginería religiosa: «... vosotros tendréis por rey una zarza, y ella en vosotros una corona de espinas» (p. 431). Si la profecía puede convertirse en arma de guerra del poder32, Quevedo se sirve de ella interesadamente como amenaza, mientras que se burla, en cambio, de los prodigios naturales alegados en la Proclamación Católica, o los utiliza para tildar de impíos a los catalanes: «¿No son ellos los que dicen, y firman ... que ... se paró el sol?» (p. 460), «Dicen que lloran las imágenes, y que sudan» (p. 461).

18Cerremos este paréntesis de 1640. El caso es que la utilización de los hechos de Tirlemont no es el único ejemplo de las relaciones entre política y religión en nuestra polémica de 1635. Ya en el Manifiesto francés se daban varios mensajes de este tipo. Como, por citar una sola muestra, la apelación hecha en él a los flamencos, vasallos de Felipe IV, para que permitieran la invasión del ejército francés, con la seguridad de que Luis XIII ampararía su fe católica (pp. 475-476). Como cabría esperar, los polemistas españoles no desperdiciaron la posibilidad de reprochar la incoherencia de tal promesa por parte de quien se había aliado con los holandeses. A este respecto merecen destacarse algunos fragmentos del Memorial enviado al rey cristianísimo por uno de sus más fieles vasallos, atribuido por Jover a Saavedra Fajardo, precisamente porque el autor finge una voz francesa, mucho más laica que la del resto de su generación. Ello no obsta para que aborde la cuestión religiosa, pero lo hace, sobre todo, para desautorizar al Cardenal-valido. Según ese vasallo «francés» no es creíble la promesa realizada a los flamencos para que se dejen invadir, por dos motivos: que «Flandes y toda Europa han visto que hemos puesto en pie cuatro o cinco ejércitos ... para autorizar la herejía en Alemania, y dilatar la de los Holandeses, en perjuicio de los buenos cristianos del País Bajo...»; y «que en lugar de ahogar esta perniciosa secta dentro de Francia ... el Cardenal ... la ha llevado el socorro de Suecia a la frontera deste reino, y entregado el gobierno de nuestras armas a las cabezas desta perniciosa facción...» (p. 18). De la misma manera, ese Saavedra disfrazado de francés, si no relata los desmanes de Tirlemont, descubre que en Tréveris aborrecen «la protección del Cardenal, por ser el principal autor y patrocinador de los Suecos, cuyo fin es la destrucción de la Religión que profesan los de Tréveris, y la ruina del Imperio de que ellos son un Electorado» (p. 37).

19En cambio, la Carta... de Quevedo finge tomar en escasa consideración lo que considera una inducción a la rebelión de los vasallos flamencos; pero en su argumentación no dejan de pesar conceptos, como lealtad frente a traición, directamente relacionados con la fe católica de los flamencos: y es que el rey de España sabe que «sus buenos y leales vasallos no le serán traidores, si no es aquellos que primero se determinen a serlo de Jesucristo nuestro señor y de su santa ley» (p. 299). Sobre dichos conceptos vuelve en la Rebelión..., cuando la inducción a la rebelión en Flandes se ha consumado en Cataluña. Quevedo recrimina a los catalanes no sólo que se hayan entregado a Luis XIII, abandonando a su señor natural, sino que hayan convertido el santuario de Montserrat en «sueldo de calvinistas» (p. 455). Por último, la contaminación de política y religión se comprueba cuando Quevedo retoma, en 1640, la identificación del general Châtillon con Judas, el apóstol traidor (p. 283), para aplicarla al Duque de Braganza, tanto en la Respuesta al manifiesto del Duque de Brazanza (p. 424), como en La Rebelión de Barcelona... (p. 469). Y esa deliberada confusión se lleva al extremo cuando se recuerde que el traidor Juan IV de Braganza no es ninguno de los dos Juanes, ni el Bautista, ni el Evangelista, como tampoco es cuarto: «Llamose Cuarto por usurpar hasta el número del nombre al mismo señor suyo natural a quien usurpó el reino» (p. 469).

  • 33 Repetidamente designado por este calificativo, desde el título de Adam de la Parra, hasta algunos f (...)
  • 34 Citamos por la ed. de Isasi, 2002, p. 177.
  • 35 En varias ocasiones se alude a las honras dedicadas a Olivares, que llevó personalmente la estrateg (...)
  • 36 Cito el Panegírico por Wilson, 1969, p. 274, y remito al excelente estudio previo.
  • 37 En 1640 Calderón recordaba a los catalanes en su Conclusión defendida por un soldado del campo de T (...)
  • 38 «Éste es Mos de la Forza, aquel famoso hugonote..., no hay sino que pague el atrevimiento de haber (...)

20Para entonces, hacia 1641, está ya configurado el cliché del francés impío y hereje, que se extiende a quienes se acerquen a su órbita, sean catalanes o portugueses, como el «tirano» Berganza33. De la misma manera lo está el cliché, en todo opuesto, del español. Así, por ejemplo, Virgilio Malvezzi, en La Libra, ¿1638-1639?, tras alabar a Felipe IV y al Conde Duque, afirmaba que la Monarquía española «toma las armas siempre para defensa de la Justicia, y de la Religión»34, como si ambas fueran indisolublemente unidas. Hay que recordar que en septiembre de 1638 los españoles culminaron el socorro de Fuenterrabía, y derrotaron a las tropas de Condé que la habían sitiado. El acontecimiento fue celebradísimo, y a él se refiere Pellicer, por ejemplo, en los Avisos35. Ahora me interesa destacar tan solo cómo en el Panegírico que Calderón dedicó al Almirante de Castilla, artífice del triunfo contra los franceses, se señalaba como cualidad del gran militar su «celo religioso». A esta virtud le precedían otras cinco, cuando se preguntaba Calderón: «Qué virtudes le dan alto renombre / a un General? Para vencer glorioso / antes que con la espada con el nombre?» (p. 274); y éstas son buena prueba de cómo se mezclaba lo religioso y lo profano: ilustre sangre, espíritu brioso, feliz fortuna, prevención prudente, pródiga mano y celo religioso36. Si me detengo en esta última cualidad, entre las que adornaban al Almirante, es por la alusión implícita a un episodio concreto del sitio de Fuenterrabía37: las profanaciones cometidas por los franceses en la ermita de Nuestra Señora de Guadalupe, los sermones de un predicador calvinista, y las conductas irreverentes de los que, en general, son calificados de «hugonotes», «luteranos» y «calvinistas». A diferencia del relato detallado de la victoria, recogido por Matías de Novoa, en su Historia de Felipe IV, y por Juan de Palafox y Mendoza, en su relación sobre el Sitio y socorro de Fuenterrabía, Calderón sólo ensalza en su poema al responsable de la misma, en un típico ejercicio de lisonja cortesana. El celo católico es consustancial y esperable en el estereotipo del militar español, y para demostrarlo basta la leve alusión a las profanaciones francesas, aún frescas en la memoria colectiva, e insinuadas bajo la pregunta retórica: «... qué enojos / no os cuesta algún insulto, desatando / iras el pecho, y lagrimas los ojos?» (p. 275). Tampoco Quevedo desperdició la oportunidad de referirse a la victoria española en Fuenterrabía, en un escrito de atribución dudosa, La sombra del Mos de la Forza se aparece a Gustavo Horn..., en el que conviven los detalles religiosos y la sátira contra el general francés, no solo herético38, por supuesto, sino también vencido.

  • 39 «Dicen que acometieron las banderas reales para vengar al Santísimo Sacramento...», Aristarco o cen (...)
  • 40 Esta página no aparece en alguno de los ejemplares de la Biblioteca Nacional, y probablemente es un (...)

21Esta insistencia en profanaciones muy concretas cometidas por el enemigo es un argumento frecuente, pero a veces utilizado contra los propios castellanos, como pasó con motivo de la entrada y alojamiento del ejército de Felipe IV en Cataluña para defender el Rosellón. Una de las quejas recogidas en la Proclamación católica... catalana de 1640 se centra, en efecto, en los desmanes del ejército real, que fue excomulgado por el Obispo de Gerona; y muy especialmente en las profanaciones e incendios de iglesias, o como dice el capítulo V, «los agravios sacrílegos executados por los soldados». Dichos agravios son argüidos con habilidad para reclamar políticamente ante Felipe IV, y teñir de connotaciones religiosas acontecimientos tan graves como el asesinato del Virrey Santa Coloma, el día del Corpus de 1640 en Barcelona. Esa festividad religiosa ensangrentada propició, probablemente, el enfoque del texto, encargado a un fraile, Gaspar Sala y Berart, que desde el título proclama la catolicidad catalana, y la desarrolla en los cuatro primeros capítulos, para desembocar en el quinto, a modo de contraste, en la impiedad del ejército felipista. Dicho planteamiento exasperó al inquisidor Adam de la Parra, que lo percibió desde las ilustraciones de la portada —con el Santísimo Sacramento— y de la contraportada, con Santa Eulalia, patrona de Barcelona. Así lo manifiesta en su Súplica de Tortosa: «a la primera vista pone el Santísimo Sacramento esculpido entre llamas en forma de Cordero, para que el vulgo, llevado de religión, se conmueva piadosamente...» (f. 29r). También indignó al cronista Pellicer, que logró ver la Proclamación... antes de que la retirara la Inquisición, y advierte, en la Idea del Principado de Cataluña que: «... quien viere aquel volumen dedicado a un monarca de España por las cabezas de consistorio tan nombrado como el de Barcelona, en una lámina estampada la sacrosanta efigie del santísimo sacramento de la Eucaristía ... creerá que es un libro sencillo y verdadero» (Al que leyere, s. p.). Otros polemistas, como Calderón en su Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña... (p. 287), ponen en duda la atribución de los incendios: al ejército, o a los propios catalanes para inculparlo. Y sobre esto insiste Quevedo que, siguiendo el Aristarco de Francisco de Rioja39, ironiza sobre el asunto: «No han tenido poca gracia [los catalanes] en achacar su motín a devoción con el santísimo sacramento...» (p. 458). Lo más notable es cómo el mismo capítulo V de la Proclamación Católica utilizaba todavía el sacrilegio de Tirlemont para equiparar dicho escándalo con las profanaciones de los soldados de Felipe IV, que formaban parte de un ejército cristiano; y, en el colmo de las paradojas, hasta se cita a Quevedo como auctoritas al respecto: «Grande escándalo fue de la Iglesia, cuando el sacrílego Xatillon dio el pan del cielo a los caballos (si es así como lo publicó al mundo don Francisco de Quevedo)» (p. 34)40.

  • 41 Como ya señaló Ettinghausen, 1989. Véase también Bartolomé Pons, 1984.
  • 42 Véase la ed. de Riandière, 2005, p. 319.
  • 43 Arredondo, 2002.

22Quevedo no debió de leer directamente41 la Proclamación..., porque no hubiera dejado de mencionar el citado fragmento, pero sí utilizó, en cambio, el argumento ad hominem para desacreditar definitivamente la piedad de los catalanes, y generalizando a todo el pueblo la herejía de un catalán, Benito Ferrer (p. 460), quemado en Madrid en 1624. Así el luterano Ferrer, como el Mariscal de Fuenterrabía, o el hereje Châtillon se incorporan a la propaganda, y contagian de herejía a sus pueblos respectivos, siguiendo al gran responsable de la impiedad francesa, según los polemistas españoles: el Cardenal Richelieu, tildado de calvinista francés por Quevedo, en la Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu42, y atacado por Pellicer a causa de su maquiavelismo, su crueldad y su ambición en un extenso artículo de la Defensa de España... y en su Embajador Quimérico43, interesantísima adaptación de la propaganda que Mathieu de Morgues emitía desde Flandes, en nombre de la oposición francesa en el exilio. Buena prueba de cómo la propaganda repite los argumentos personales es que en 1635 se reprochaba al Cardenal que sirviera más a la política que a la religión, y en la crisis de 1640 Pellicer personaliza en Pau Claris, canónigo de la iglesia de Urgel y presidente de la Generalitat, una actuación anticristiana: la responsabilidad de la expulsión «del gran Santuario de Nuestra Señora de Montserrat de los monjes, los legos, ermitaños y escolares de la Corona de Castilla» (Idea del Principado de Cataluña, p. 553).

  • 44 Así se deduce de una carta dirigida a Virgilio Malvezzi: «... el arzobispo de Lisboa, segundo don O (...)

23También se carga de connotaciones religiosas la rebelión portuguesa, por la reiterada alusión a la condición clerical de alguna de las figuras clave que apoyaron al nuevo rey desde los primeros momentos. Así ocurre con el Arzobispo de Lisboa, Don Rodrigo de Cunha, cuyo comportamiento debió de excitar la ira de Olivares44 y de los polemistas españoles. Adam de la Parra, por ejemplo, le concede protagonismo desde el título de su obra, publicada en 1642: Apologético contra el tirano y rebelde Berganza, y conjurados, arzobispo de Lisboa y sus parciales... Pellicer, al final de la Sucesión de los reinos..., dice que los eclesiásticos prepararon la conjura bragancista en sus casas (f. 17). Quevedo, en un breve y brillante párrafo, no se olvida del obispo traidor, a propósito de los apoyos del clero a Juan IV: «Si se justifica en la aclamación del estado eclesiástico, mire si es acción de sacerdotes la rebelión; si es de las voces del Evangelio sembrar cizaña; si es de pastor o de lobo alborotar los rebaños...». Y siembra una envenenada insinuación, con la antítesis turbante-mitra: «Mire bien si es turbante o mitra la que exhorta guerra contra católicos» (p. 424), que recupera unas líneas más adelante para intensificar la traición del Braganza, que ha firmado alianzas con los moros, lo que no podrá disimular, según Quevedo: «... con el crucifijo que trae en las manos el arzobispo de Lisboa!» (p. 425).

24Para terminar este breve recorrido por las intensas relaciones entre política y religión, me limitaré a señalar algún ejemplo del providencialismo de la época, habitualmente atribuido a la mentalidad española, pero que ya se apreciaba en la declaración de Luis XIII de 1635. Casi al final de la misma, tras enumerar las ofensas previas al rompimiento de la guerra con la Monarquía Hispánica, se asociaba la decisión de declararla con un triple indicio positivo: 1) la derrota del Príncipe Tomás; 2) la retirada del Duque de Lorena; y 3) el naufragio de la armada española ante las costas de Provenza. Estos hechos se presentaban muy subjetivamente, convertidos en buenos augurios, derivados de la «merced» de Dios, o el «socorro del cielo» (p. 474). Tal interpretación debió de sonar arrogante entre los polemistas españoles, que alardeaban de sus convicciones religiosas. El caso de Quevedo es muy representativo, al plegarse humildemente ante el designio divino: «No presumimos los españoles que Dios nuestro Señor no tiene culpa que castigarnos...» (Carta..., p. 300). Pero deduce a continuación, y con resonancias bíblicas, que tras dicha prueba recibirían el mismo trato que el pueblo elegido: «... el Señor ... nos hará caminos por los golfos, como hizo a su pueblo después de castigos tan dilatados, para que se ahogase con sus gentes aquel rey que se había deleitado en ellos». También Pellicer afirma que Dios permite el sufrimiento de los suyos para que reconozcan que «las dichas humanas proceden de arriba» (Defensa, p. 167), aunque asocie alguna victoria española con la consecuencia de la ira divina: «Desta suerte vengó Dios los desacatos, insultos, sacrilegios, impiedades y supersticiones que hicieron en el saco de Tirlimont» (p. 165).

25Ese sentimiento partidista de la divina Providencia se manifiesta, igualmente, cuando el interés español se disfraza con voz francesa. Así ocurre en Suspiros de Francia, el único de los tres opúsculos de nuestro corpus reconocido por Saavedra Fajardo, y una de las manifestaciones más oportunistas de ese providencialismo. La obra se dirige al rey de Francia, y debió de escribirse en 1643, tras la muerte de Richelieu y la caída de Olivares. En este caso Saavedra asume de nuevo una identidad francesa, y aprovecha la crisis política en demanda de paz universal. Para ello una Francia patética y arruinada tras tanta guerra retuerce la argumentación expuesta en 1635: la misma Providencia que entonces favoreció a Luis XIII y castigó a sus enemigos mediante el azote de Richelieu, ahora, tras la muerte del valido, se compadecerá de los españoles que soportaron sus iras: «Ya, pues, que Dios ha roto el azote de su castigo con la muerte de su valido, podéis tener cierto que su divina clemencia ha amansado sus iras y que volverá sus ojos misericordiosos a los príncipes que hasta aquí ha castigado y asistirá a sus armas» (p. 119). Incluso en Locuras de Europa, pese a la voz pagana de los dos interlocutores del diálogo, Mercurio y Luciano, se atisba el enfoque providencialista, aunque sólo sea sobre cómo la «providencia divina» (p. 53) dispuso los accidentes naturales para favorecer la unión de Cataluña con España, y no con Francia; y lo mismo con Portugal, que compartía con España el comercio, la religión, el clima y hasta los ríos (p. 52).

26Esa voz pacifista, supuestamente francesa, se asemeja a la resignación aparente de Quevedo, que acata la voluntad divina cuando apela con el halago a la lealtad a los portugueses, pero brama contra el nuevo rey, el traidor Berganza:

Cristianísimo, nobilísimo y hazañosísimo reino es Portugal; puede ser tiranizado, no infiel. No le hemos deseado enemigo, mas, siéndolo, le conocemos generoso. Supo Castilla darle, quiso Dios volvérsele, ha osado contradecir su divina voluntad el duque de Berganza. Castilla, que asiste a la de Dios, espera tenerle de su parte... (Respuesta..., p. 427).

  • 45 Cito por Schaub, 2001, p. 80.

27La apropiación interesada de la divina providencia transmite una interpretación política de la revolución portuguesa. En ella Quevedo trasluce el sentimiento de un Portugal perdido generosamente en Aljubarrota (1385), con la entronización de la dinastía Avis; recuperado después por voluntad de Dios, tras la muerte de Don Sebastián sin sucesor directo, con la anexión de Felipe II; y violentado en 1640 por el rebelde Juan IV. Pero esa percepción tiene su contrapartida en el elocuente título de un panfleto pro-bragancista, que habla de usurpación, retención y restauración de Portugal45. En este sentido, nada más revelador que el testimonio de un inquisidor, Adam de la Parra, cuando en 1642 vuelve a tomar partido por la política de Felipe IV y Olivares, mezclando política y religión. Así, en el Apologético..., sostiene que el Duque de Braganza ha incurrido en crimen de lesa majestad al proclamarse rey, y traicionar su juramento a Felipe IV; que el reino de Portugal corre el riesgo de que se «macule su religión...» (f. 8v); y, por último, sin percatarse de su propia contradicción personal, que los rebeldes portugueses confunden lo civil y lo religioso. Dicha confusión se plasma en el intercambio de funciones entre Juan IV y el Arzobispo de Lisboa, «... no distinguiendo este Tirano el oficio de Príncipe del de sacerdote...», (f. 58-59), igual que el Arzobispo, «que se hace Príncipe y dedigna ser sacerdote»; y conlleva que el uno y el otro sean «verdugos de tantos prelados» (f. 58v), en alusión notoria a los clérigos leales de la oposición pro-felipista, encabezados por el más notable de los prelados: el arzobispo de Braga e Inquisidor General.

28Como conclusión, estos planteamientos sobre el 1640 portugués, sumados a los catalanes, españoles y franceses, nos indican cómo los propagandistas de cada bando manejan el lenguaje y se apropian de ciertas expresiones —como «ayuda divina» o «celo católico»— para transmitir a sus respectivos pueblos, y al resto de Europa en la Guerra de los Treinta Años, que los movimientos políticos de reyes, vasallos y fronteras se ajustan a la fe y a la voluntad divina.

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Notas

1 Saavedra Fajardo, Obras completas, p. 1383. Véanse López Cordón, 1996, y Blanco, 1996.

2 A. Pizarroso, 1990, pp. 85-86.

3 Véanse Elliott, 1985 y 1994, y Bouza, 1999.

4 Rodríguez de la Flor, 1999.

5 Bonet Correa, 1979.

6 Entre la literatura y la historia, según señaló Estruch, 1988, a propósito de la Guerra de Cataluña, de Francisco Manuel de Melo.

7 Sánchez Alonso, 1944.

8 Como un género de la literatura política, según Jover y López Cordón, 1986.

9 Riandière, 1988.

10 Arredondo, 1998.

11 Ver recientemente Rault, 2002, y mi artículo en prensa, con amplia bibliografía sobre relaciones de sucesos.

12 Aunque el número de los mismos sea hoy incierto, como señaló Elliott, 1985, pp. 38-42.

13 Véanse Declercq, Murat y Dangel, 2003, y Angenot, 1982.

14 Citamos por la ed. de Barcelona, 1640, según dos ejemplares de la Biblioteca Nacional de Madrid, signaturas 3/33843 y 3/7488. No he podido manejar la edición, actualmente agotada, de Simón i Tarrés y Neumann, 2003.

15 1949, reedición de 2003, con Prólogo de López Cordón. Están en prensa desde 2006 dos capítulos que dedico a la polémica de 1635 en el volumen coordinado por Boixareu y Lefere, La Historia de Francia en la Literatura Española.

16 La Tesis Images de la francophobie en Espagne. L’écriture de la crise de 1635, se defendió en 2000, y el artículo es de 2005.

17 Bouza, 1991. En cuanto a Cataluña, me limito a recomendar, además, los estudios de García Cárcel, 1985, y para Portugal los de Schaub, 2001, y el propio Bouza, 1986 y 2000.

18 En adelante cito las tres obras por la edición 2005. Para las tres obras véanse, respectivamente, Arredondo, 1987, 1998a, 1998b, 2003, con la oportuna bibliografía.

19 Citamos por las siguientes ediciones: 1943, 1640 (Biblioteca Nacional de Madrid, R/22735), 1642 (Biblioteca Nacional de Madrid, R/29706(3). Sobre el autor, véanse Entrambasaguas, 1930, y Arredondo, 1999.

20 Citamos por las siguientes ediciones: 1635 (B.N.M. 2/28074), 1641 (B.N.M. 2/63798), 1642 (B.N.M. 2/9198). Para la Defensa..., además de Jover, véase Arredondo, 2000, y para Idea..., Arredondo, 2001; en ambos casos con bibliografía actualizada sobre Pellicer.

21 Citamos por las siguientes ediciones: 1635, 1959, 1965. Para el Memorial, además de Jover, véase Arredondo, 1992, y para Locuras..., Arredondo, 1993, Blanco, 1996, López Cordón, 1996, García Cárcel, 1996.

22 Véase Contreras, 1984.

23 Bouza, 1986.

24 Véase, por ejemplo, Dentone, 2005, p. 471.

25 Elliott y De la Peña, 1978-1981, p. 185.

26 Entrambasaguas, 1930, pp. 708-709.

27 Véase el epistolario de Saavedra Fajardo, en Obras completas, p. 1309, donde se reproduce una consulta del Consejo de Estado, a partir de las informaciones remitidas por Saavedra y el Conde de Oñate.

28 El mismo término aparece en las Empresas políticas de Saavedra Fajardo, cuando este acontecimiento ilustra la malicia y el oportunismo de los príncipes (empresa 78, pp. 858-859).

29 Citamos el Manifiesto del Rey de Francia por la ed. de Jover, 1949, pp. 469-477.

30 Citamos por la edición de 1880, pp. 62-63: «... no respetando al Santísimo Sacramento, sacándole de las custodias y echándole por tierra, y lo mismo a las imágenes y reliquias de los santos ... Quemaron todas las iglesias ... y las formas que había dentro las echaban en los sombreros y daban a comer a los caballos».

31 Véase Étienvre, 1991.

32 Véanse, para Portugal y Cataluña, respectivamente, Guerreiro, 2000, y Civil, 2000.

33 Repetidamente designado por este calificativo, desde el título de Adam de la Parra, hasta algunos fragmentos (pp. 50 y 51) de Locuras de Europa.

34 Citamos por la ed. de Isasi, 2002, p. 177.

35 En varias ocasiones se alude a las honras dedicadas a Olivares, que llevó personalmente la estrategia, y a cómo el propio Pellicer participó en la «carrera de la lisonja», Avisos, pp. 46-47.

36 Cito el Panegírico por Wilson, 1969, p. 274, y remito al excelente estudio previo.

37 En 1640 Calderón recordaba a los catalanes en su Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona del ciego furor de Cataluña, las semejanzas entre los regimientos franceses de Fuenterrabía y los que estaban ya en el Principado, porque en ambos corría la «doctrina de Lutero». Véase Arredondo, 1998b.

38 «Éste es Mos de la Forza, aquel famoso hugonote..., no hay sino que pague el atrevimiento de haber predicado su secta en España y desacato que hizo a las imágenes» (p. 1033).

39 «Dicen que acometieron las banderas reales para vengar al Santísimo Sacramento...», Aristarco o censura de la Proclamación Católica de los Catalanes, ¿1641?, pp. 60-61. Cito por un ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid, signatura R/30807.

40 Esta página no aparece en alguno de los ejemplares de la Biblioteca Nacional, y probablemente es una de las suprimidas en las ediciones expurgadas.

41 Como ya señaló Ettinghausen, 1989. Véase también Bartolomé Pons, 1984.

42 Véase la ed. de Riandière, 2005, p. 319.

43 Arredondo, 2002.

44 Así se deduce de una carta dirigida a Virgilio Malvezzi: «... el arzobispo de Lisboa, segundo don Oppas, también hijo de traidor, y clérigo virtuoso hasta ahora» (Elliott y De la Peña, 1981, II, p. 243). Es muy llamativo que el Quevedo encarcelado coincida con Olivares cuando designa al arzobispo: «Valerse de Cristo para animar contra él, más allá es de don Oppas, que hasta hoy fue el peor Obispo» (Respuesta..., p. 425).

45 Cito por Schaub, 2001, p. 80.

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Para citar este artículo

Referencia en papel

Mª Soledad Arredondo, «Transmitir y proclamar la religión: una cuestión de propaganda en las crisis de 1635 y 1640»Criticón, 102 | 2008, 85-101.

Referencia electrónica

Mª Soledad Arredondo, «Transmitir y proclamar la religión: una cuestión de propaganda en las crisis de 1635 y 1640»Criticón [En línea], 102 | 2008, Publicado el 15 enero 2020, consultado el 10 diciembre 2024. URL: http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/criticon/10429; DOI: https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/criticon.10429

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