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Los que ni fu ni fa

1Para enfrentar las eventualidades del azar suele buscarse el calor de las masas, la confraternidad de los débiles. La caterva de varones en celo que conformaba su grupo de clase hacía piña en la esquina. Fumaban hasta los que nunca habían fumado. Días de frío en Buenos Aires, una mañana gélida de esas que parecen ya no repetirse. Ninguno de los varones osó entrar en el colegio, ni siquiera los que tenían pie plano ni a los que les dolía su espina bífida: los de por sí ya salvados por castigos divinos previos, insondables. Los tullidos, por una vez, se volvían profetas: habría que escucharlos para que ellos mostraran el camino a seguir –aunque por lo bajo se los despreciaba un poco; más que envidia, sobrevolaba la sensación de que así resultaba demasiado fácil evadirse del eventual llamado–. Los más bravos, o los más atemorizados, apelaban a los tejemanejes posibles en caso de que la desventura cayera sobre uno: contaban historias, desde la argucia de aquel músico que se arrancó todos los dientes, hasta la de aquel otro, expulsado del batallón por trastornos psicóticos luego de un exceso en el consumo de pastillas. Tercera opción, dilatarse el ano y hacerse pasar por uno de los invertidos. Que te rompieran el culo para evitar que luego te rompieran el culo: cosas que te enseña la patria militar. Esos tampoco eran aceptados en la noble y emputecida institución. Los tejemanejes extremos suponían un problema extra, que tal vez tampoco terminara siendo un problema sino el estandarte de la rebeldía: la marca de la ignominia se llevaría ad eternum, en el documento, y entre otras cosas le impediría al fulano en cuestión depositar alguna vez el voto en la urna. Por activa o por pasiva, a fuerza de golpes de estado, levantamientos o injurias, al parecer, los militares se preocupaban para que los otros no tuvieran derecho a voto.

2Tampoco ninguno hizo esfuerzo alguno para enmascarar eso de hacerse la rata. Estaban en el único lugar en donde se debía estar ese día y a esas horas. Los directivos, los profesores, los preceptores, todos estaban al tanto de los hechos. Entre cómplices y testigos lastimeros de un ritual que, tal vez, decidiría la vida de alguno de sus párvulos más afectos al régimen escolar. Entre el cuerpo docente, los había, por supuesto, proclives al cumplimiento del servicio; muchos consideraban que un añito o dos bajo bandera sería la manera más efectiva para acomodarle las ideas a más de un alumno. Contaban con el sorteo para vengarse, por interpósita institución, de los rebeldes, los maleducados, los vagos. El argumento iba en la línea de la monserga religiosa, aquella que apuntaba a encauzar a los descarrilados. En cualquier rebaño se encuentran ovejas descarriadas. Los representantes de la iglesia, curas y hermanos, eventuales monjitas y monaguillos con sueños de repartir hostias algún domingo por la mañana, se ceñían a la voluntad del señor, cristalizada, según ellos, en lo que para los débiles de espíritu se reducía al azar, un sorteo.

3Todos en el bar de la esquina, al lado de una radio a pilas. Primero las noticias, luego vendría el consabido sorteo. Casi una cadena nacional y el rezo de los descreídos. Las voces del más allá les dictaban su destino en forma de números. Ya no había nombres, sólo números, y a la enumeración de la radio se unían las plegarias de los oyentes.

4La ridiculez de ofrecer lo único que tiene un hombre, tiempo, a una idea abstracta, a una institución asesina. Corre, limpia, barre –colimba–: en el mejor de los casos se trataba de perder un año de la vida haciendo sólo esas tres cosas; en el peor de los casos, retrotraerse a una época muy cercana, ser llamado a participar en algún intento de derrocamiento militar, recibir la orden de picanear algún fulano, combatir en alguna isla perdida al compás de algún delirio de turno. Convengamos, nada parecía demasiado alentador. Los que sorteaban el destino, los dueños del bolillero, decían, detentaban la gloria de ser los fundadores de la patria.

5Él quiso creer en algo, y ese algo, siempre, se parecía a una idea de dios. A quien le guste el fútbol lo sabe: cuando llegan los penales, todos son creyentes. O los que tienen miedo a los aviones, cuando llegan las turbulencias, invocan al santísimo padre. ¿A quién invocar para que lo salvara de caer en el heroísmo del llamado? Le costaba demasiado: sin comunicación posible con el más allá.

6Todo sucedía en un asfixiante «más acá»: cuando empezaban a salir los números, a la euforia de un salvado se unía, enseguida, la envidia de un testigo. Que el otro se salvara disminuía las propias posibilidades. De forma soslayada, se va diluyendo la fraternidad obtenida en un arranque revolucionario: el regreso al status quo, al sueño burgués de tener una casa propia, a resguardo de la turba. Entre cigarrillos y cafés, entre números y gritos –twist and shout!–, al que todavía no le había llegado el turno, al ver que cerca de él caía alguno, para levantarle el ánimo al compañero y, sobre todo, a sí mismo, delineaba conspiraciones: el que temía su propio destino en la desesperación del compañero, decía que ninguno debería presentarse el día de la convocatoria; si nadie se presentaba, la institución perdía todo poder; se debía invertir la lógica del amo, ya que el verdadero poder residía en el corazón del pueblo. La perorata llamaba a la emotividad, a la mística revolucionaria, a la unión del grupo. Redoble de tambores: al fulano que minutos antes conspiraba le tocaba el turno del sorteo y al escuchar su número bajo se perdía en un festejo desquiciado, y entre tantas pérdidas también perdía su proyecto conspirativo.

7La historia patria no es más que una larga lista de revueltas truncadas.

8Desde los días anteriores al sorteo se venía estableciendo un debate cuya resolución se daría semanas más tarde. El debate, o más bien la pregunta, consistía en acertar a partir de qué número se alcanzaba la salvación. La ausencia de una respuesta clara hacía que varios de los sorteados no supieran si abandonarse al festejo desquiciado o hundirse en la desesperación más absoluta.

9Cuando estaba por tocarle, él pensó en uno de sus profesores, el de educación cívica y derecho, quien encontraba cualquier excusa para ponderar las políticas económicas en boga, pero, sin embargo, insistía en el error cometido por el gobierno en ciertos ámbitos: por un lado, se privatizaba la luz, que caía en manos de una empresa oriunda de un país limítrofe, por el otro, se reducía drásticamente el presupuesto en defensa, considerando que ciertos conflictos casi centenarios se resolverían a través de la palabra y de la buena voluntad. Bigotito, voz ronca, cigarrillo en mano, les apostillaba: la mayoría de ustedes trabaja de hijo, hay que hacerse hombre, carajo, ganar guita pero también responder por la patria; el resto, mariconerías.

10Él deseó salvarse, entre otras cosas, para dedicarle secretamente su salvación, enrostrársela a ese profesor y así gozar como un verraco.

11El destino se pronunció con un ni fu ni fa desabrido, o más bien, desconcertante. Uno de esos números de los que no se sabía qué pensar.

12Quien había obtenido el número más alto, aquel hombre –con el número de la desgracia había perdido todo atisbo de adolescencia– condenado irremediablemente al abrazo de las armas, antes de aprender a cargar un fusil y marchar como lo hacen los verdaderos militares, debía cargar unas tijeras y una máquina de afeitar eléctrica. Los condenados conservarían su pelo intacto, a menos que quisieran adelantarse unos días a los hechos. ¿Para qué apurarse cuando la fatalidad espera, inquebrantable, a la vuelta de la esquina? Hay quien se suicida por miedo a la muerte. Los salvados, en cambio, debían pagar un precio, ya que no se puede salir intacto de algo así, como si nada hubiera ocurrido: rapados a cero.

13¿Y él? ¿Qué pasaría con esa pelambrera tan envidiada, consideraba como uno de los escasos elementos de seducción con los que contaba en los bailes a la hora de los lentos? ¿Qué hacer con los que ni fu ni fa? Dejarlos así. Les rapaban la mitad de la cabeza. En el peor de los casos, habrían cometido la mitad de una injusticia; todos sabían que la mitad de una injusticia es menos terrible que una injustica entera, y eso habría ocurrido si dejaban impoluto a uno que luego se salvaba.

14Se dejó hacer.

15Para él continuaba la agonía.

16La impresión que generaban los rapados se compensaba con la euforia que sentían. La estirpe de los salvados, por el contrario, exudaba tristeza: por más que nadie les cortara un pelo, se movían como si hubieran sido infectados por algún virus extraño. El que ostentaba el número mayor, quien cargaba las tijeras y la máquina de afeitar eléctrica, ya se había convertido, en unos pocos minutos, en la imagen viva de un asesino serial, de un depravado al que sólo le importa salpicar con un poco de su desesperación al resto de los mortales. Los que ni fu ni fa, esa gama de los grises, a diferencia del resto, daba risa.

17En el ridículo también se puede fraguar un porvenir de esos guapos. No quiso cortarse el pelo, emparejarse esa cabeza rapada por la mitad. Pasó la tarde, incluso la noche, con el resto del grupo, desde la mañana en la esquina del colegio hasta la noche en un bar oscuro, con música fuerte y mesas de pool.

18Él no quería volver a ningún lado, prefería la calle, la vida nómade, de incógnita. Tomaba cerveza. A la medianoche ya no podía sostener el taco sin producir algo de miedo entre los compañeros y, sobre todo, en el dueño del boliche, que temía por el tapiz de la mesa. Abandonó el pool, buscó una mesa y continuó con las cervezas. Solo, en silencio, viendo cómo sus compañeros, uno a uno, se iban del lugar. Lo saludaban, y en cada saludo aumentaba el gesto lastimero, como si se estuviera saludando a un hombre presto a dirigirse al cadalso. Quien más estiraba la salida del bar, uno de esos que conservaba intacta su cabellera, se debatía entre posibles escapes, considerando las formas más radicales de esquivar las garras militares: consideraba, una y otra vez, aquello de arrancarse los dientes; el hombre esperaba que saliera el sol para apersonarse en el consultorio de un dentista amigo y evaluar el asunto con un profesional.

19Apoyó la cabeza en la mesa y durmió. El sueño del borracho es sagrado, igual que el del preso. Los presentes estaban al tanto del motivo de ese peinado tan curioso, y tal cosa despertaba respeto. Cuando abrió los ojos, ya de mañana, sin ninguno de sus compañeros de clase en los alrededores, le condonaron parte de la deuda. Entró en el baño y vomitó. Se mojó la nuca y las muñecas con agua bien fría. Cuando se vio en el espejo le dio ganas de llorar. Respondió con esforzada indiferencia al sentimentalismo galopante y, retomando su personaje estoico, salió a la calle. Lo estarían buscando, ¿quiénes? El cielo despejado le pareció un insulto. No volvería a casa. Tampoco a recobrar la calma. ¿Qué otra cosa podría ser más que un fantasma?

Verano gótico

20Los que fardan con sus nociones eruditas suelen recordar, con aire de superioridad, que las palabras persona y máscara son más o menos lo mismo. Detrás de una máscara encontramos otra máscara, una persona. En el diálogo final de una mítica película, aprendió que Superman se disfrazaba de Clark Kent para así pasar desapercibido; los otros superhéroes, en cambio, llevaban una identidad y una vida cualesquiera, a las que protegían cuando, con su máscara respectiva, hacían usufructo de los superpoderes. Cada vez que Superman se paseaba disfrazado de Clark Kent nos recordaba el desprecio que merecía la especie humana.

21Él no era un superhéroe, y distaba siquiera de pretenderlo, pero, en ciertas ocasiones, los disfraces son indispensables para convertirse en quien se desea ser. O tal vez las cosas no fueran así. Como todo adolescente, la diferencia con respecto a la manada lo hacía sentirse un poco mal. En su manada, el que desentonaba era él. Sus padres habían consumado el divorcio y él vivía repartido entre dos departamentos minúsculos, sin lograr habituarse a ninguna de sus dos nuevas habitaciones.

22Llegó el verano y si algo faltaba en la familia, además de alegría, era dinero. Inoportuno, sentía una profunda necesidad de irse de vacaciones a la playa. Le seguía dando cierto repelús observar tanta gente con poca ropa, todos fofos y feos. O peor todavía: asistir al desfile de los cuerpos perfectos, de esos que habían sido trabajados durante todo el año y sabían que había llegado el momento de pavonearse en público, demostrándoles a los otros lo descuidados que andaban por el mundo. El vacío que le produciría quedarse en Buenos Aires provenía de un largo sprint que, muy en contra de su voluntad, había comenzado hacia finales de octubre y que, habiendo llevado su orgullo al punto más álgido posible, consideraba indigno de abandonar. Una de esas percantas fetén, de colegio católico, al parecer, con ganas de faltarle el respeto a ciertas reglas implícitas propias de las de su clase, le había dado signos inequívocos de interés. El guiño le había provocado un temblor importante. Todavía recordaba la noche boca arriba, afiebrado, luego de que, en un bailongo, la damisela lo viniera a rescatar. Un quebradero del cuerpo. Sin embargo, tanta dicha siempre acarrea alguna contrariedad: el príncipe de los rubiones, el lindo de turno, porque siempre había un lindo de turno por aquellas épocas, en los grupos de adolescentes en celo, también se había encaprichado con la misma y, por supuesto, ante semejante halago, la muchachita en cuestión se veía conmovida. Helo allí el problema: el príncipe de los rubiones y la percanta fetén veraneaban en la playa más cara de la costa, junto a una gran parte de los otros compañeros del colegio, los que fardaban de abultadas cuentas bancarias paternas. Dos meses que pasarían esos dos, juntos, con poca ropa y tirados en la playa: él no podía dejar de pensar en esa escena y en todas las escenas se mortificaba en grande. Conocer el amor también es conocer los celos, la inseguridad, la alienación.

23En un reflejo que denotaba su fragilidad emocional se vio impulsado a explicarse frente a sus padres y exigirles que pagaran el rescate. Desistió a tiempo: bastaba con verlos un rato para darse cuenta de que ellos no estaban para darle consejos a nadie. Su madre, desde que se había separado, ya no sabía bien a quién reclamarle por la falta de dinero y por sus insatisfacciones; la cara de culo le rebotaba en el espejo y le retroalimentaba la tristeza. Su padre, por su parte, cantaría algún tango acerca de los riesgos que implicaba para un hombre el amor de una mina, después se tomaría un par de vasos de vino y terminaría medio borracho y con los ojos llorosos.

24Volverse un fantasma y transitar por nuevas fronteras, entre la vida y la muerte. Cosa mandinga, la novela de la iniciación. O las fatigas del neurótico.

25Una de las pocas ocasiones de su vida en donde fue resolutivo: tomó una decisión a partir de un hecho fortuito.

26Estaba en la calle, levantó la vista y vio a un fulanito vestido de hamburguesa, promocionando el nuevo restaurante que abriría en el barrio. Una señal inequívoca, como un presagio. Entró, preguntó. En ese lugar no le dieron trabajo alguno, pero salió del local con algunas ideas y contactos. El fulanito-hamburguesa abundó en la data. Él sintió tocar el cielo con las manos, como si fuera posible escapar de un destino y así forjarse una vida propia.

27Regresó a casa, anunció el plan. Un hecho consumado. Condición de la madre: consultarlo con el padre. Por teléfono, el padre parecía algo desconcertado, más reticente. Le habían endilgado la tarea de la prohibición; imaginaba la vocecita de su exmujer diciéndole que se hiciera cargo de su hijo, que para eso era el padre. El vástago, sin dar ni un paso atrás, plantó un discurso inapelable: bordeaba los dieciocho, jamás había acarreado materias previas, ni a diciembre ni a marzo, estaba libre de culpa y cargo, y, en el plano económico, no estaba pidiendo nada: había ahorrado la plata para el micro, el dinero de la estadía lo conseguiría con el sudor de su frente.

28Una victoria: los días de excitación hasta subirse al micro.

29El desembarco ya marcó la cruda diferencia entre el sueño y la realidad. El tugurio en donde pasaría las noches distaba mucho de ser el departamento soñado, ese adonde había imaginado llevar a la piba fetén. Al día siguiente observó otros problemas: desde primera hora de la mañana hasta la última hora de la tarde, debía pasearse disfrazado de golosina –calzas negras y una especie de cartón cubriéndole el cuerpo de la cintura para arriba, incluso la cara–, sacudiéndose un poco, como si fuera posible bailar soportando todo ese peso y el calor del verano, y repartiendo esos estúpidos caramelos a una cantidad ingesta de nenes que perseguían el camión de la publicidad. Quizá su función fuera distinta a la del resto, así se lo quiso hacer ver el dueño cuando le explicó que representaba al nuevo sabor de la marca: el producto estrella, el lanzamiento estival. Los nenes corrían detrás del camión, hipnotizados por la música.

30Las costumbres habían cambiado. La maroma que ocupaba las playas selectas y la música, por ejemplo. Los nuevos ricos se vanagloriaban de sus gustos populares, dejando de lado el esnobismo erudito y refinado, la farsa de una biblioteca repleta con libros de lomo falso: al compás bailantero se preguntaban qué tendría el petiso para volver loca a las mujeres. Él, por su parte, descubría melodías que al resto le hubieran resultado demodé: música personal, en walkman, alimentando los libros de la buena memoria.

31Entre el ajetreo laboral y el traje, quizá fue el verano en donde menos se bronceó de todos los que le habían tocado vivir. Por la noche, cuando volvía a la cueva disfrazado de sabor kiwi, con las calzas puestas y la careta bajo el brazo, se observaba en el espejo y se veía demacrado y, por supuesto, más feo de lo habitual. ¿Con qué narcisismo enfrentarse a la percanta? O, pregunta todavía más concreta, menos filosófica y neurótica: si pasaba todo el santo día arriba del camión, de aquí para allá difundiendo el mensaje del Señor Caramelo, dueño del chiringuito, encarrilando ovejas, mostrándoles el camino a las caries seguras, a una vida de ortodoncia, pernos y tratamientos de conducto, ¿en qué momento tendría oportunidad para acercarse a la mujer deseada? En el caso de que tal milagro pudiera ocurrir, ¿con qué pinta lo haría? Entre la ausencia y mostrarse con ese disfraz, prefería la dignidad del ausente y su consecuente misterio.

32Alguna que otra noche, haciendo caso omiso al agotamiento, luego de pasar doce horas al sol, disfrazado y moviendo el culo, se duchaba y salía a la búsqueda. La encontraba, ya sea en la heladería o en los videojuegos. Todo habría sido mucho más simple si al verla no hubiera sentido lo que sentía, el vuelco del corazón, el tartamudeo, las irremediables ganas de besarla y el temor de fallar cuando llegara el momento adecuado. La ausencia durante las horas del día la justificó apelando a su trabajo, aunque, por supuesto, se inventó algo mucho menos denigrante que su verdadero metier. La fulana no indagó demasiado. La rondaba el príncipe de los rubiones, siempre con aire distraído, despreocupado.

33Pasaron los días y las noches, y nunca parecía llegar el momento adecuado.

34Tres o cuatro días antes del regreso, sucedió lo inesperado. Por aburrimiento, el azar se inmiscuye en una vida obsesiva y produce un salto tan deseado como temido: el desenmascaramiento. Debió sospecharlo cuando el patrón, malhumorado por lo que juzgaba como una mala temporada, decidió ampliar el campo de batalla. La música fuerte, siempre con el mismo estribillo, machacándole en el cerebro. No se acostumbraba al calor pero bailaba. O hacía que bailaba mientras que repartía caramelos a unos párvulos ávidos de azúcar. Tenía la sensación de que en cualquier momento se desmayaría. Le sorprendía que ninguno de los hombres-caramelos se hubiera desmayado en lo que iba de temporada. El fantasma de la lipotimia y del ridículo: ¿cómo reaccionarían los niños al ver caer uno de esos muñecos tan curiosos? ¿Cómo reaccionarían en la morgue frente a un cadáver-caramelo?

35De golpe, otro vuelco del corazón: ella asomaba en el horizonte y, con paso decidido, apuntaba directo hacia el lugar en donde estaba el camión, los hombres-caramelos y la música. Venía rodeada de su séquito: una fulanita más apetecible que otra, por más que él sólo tuviera ojos para ella. El séquito se iba quedando en el camino. Un posible momento de intimidad demasiado inadecuado. Sin dejar de mover el cuerpo, sin darle al mundo atisbos de lo que le ocurría por dentro de esa máscara, se deshacía en disyuntivas. Todas las disyuntivas se reducían a una sola: ¿descubrirse o continuar con la farsa hasta el final?

36Pensó en Batman: descubrirse y revelarse como Bruno Díaz frente a la mujer amada, Louisa, asumiendo el riesgo que eso supone o seguir siéndole fiel a las masas, negando quien de verdad se es, y sostener las ilusiones de ciudad Gótica.

37Todo narciso se inclina por el amor de las masas.

38Todo superhéroe no es más que un triste solitario.

39Ella lo observaba sin observarlo, sonreía y alargaba la mano, en búsqueda de un puñado de caramelos. Demasiado grande para pedir caramelos: el dueño habría dicho algo por el estilo. Poco importaba. El condicionamiento se apoderaba de una parte de su cuerpo, la que buscaba la bolsita con el ansiado objeto de promoción. Otra parte de su cuerpo quedaba suspendida. El fantasma de la lipotimia seguía al acecho.

40Entonces se apagó la música. La señal: se dispersaban los otros hombres-caramelos, volvían al camión, a continuar repartiendo alegrías por la costa; él caminaba muy lentamente, lo hacía de espaldas, sin dejar de observarla. Ella, por su parte, lo seguía con la mano extendida, a la espera de que él depositara el buscado tesoro. Nada de eso se producía y entonces él creyó ver cierto reflejo en los ojos de la fulana: ¿lo había reconocido? Quizás, incluso, hasta alucinó que ella balbuceaba su nombre.

41Él subió al camión. El dueño gritaba el próximo destino. La música fuerte. Ella, a un metro. Que se fuera a la mierda ciudad Gótica. Ya sentado, rodeado de los otros promotores, la miraba a los ojos y balbuceó unas palabras: soy yo. El camión se alejó. Se terminaba el verano. Entendió que debajo de toda máscara hay otra esperando salir a la superficie. En el cielo siempre aparecen llamados de ciudad Gótica. Poco importa que uno responda. El mundo no necesita superhéroes. El fulano renegaba de su condición de narciso: ¿por qué se encaprichaba sosteniendo ciertas apariencias? El amor es un fantasma o una feliz exageración.

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Pour citer cet article

Référence papier

Martín Lombardo, « Cuentos inéditos »Caravelle, 118 | -1, 155-166.

Référence électronique

Martín Lombardo, « Cuentos inéditos »Caravelle [En ligne], 118 | 2022, mis en ligne le 01 juin 2022, consulté le 13 février 2025. URL : http://0-journals-openedition-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/caravelle/12579 ; DOI : https://0-doi-org.catalogue.libraries.london.ac.uk/10.4000/caravelle.12579

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Auteur

Martín Lombardo

Martín Lombardo es psicólogo por la universidad de Buenos Aires y doctor en estudios hispano-americanos por la universidad Bordeaux Montaigne. En España, publicó las novelas Locura circular (Libros del lince, 2010), La mujer del olvido (Apeiron, 2017 / premio de novela corta Gregor Samsa) y Tell (Magma, 2019). En Argentina, publicó la novela Silencio Pentacker (Eduvim, 2018).
En el año 2015 obtuvo el accesit en el premio de ensayo Lucien Freud organizado por la fundación Proyecto al Sur. También ha sido miembro del jurado del premio internacional José Donoso.

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