- 1 Este trabajo se desprende de un proyecto mayor que estudia las representaciones tempranas del VI (...)
1Como explica Jacobo Schifter (1989: 109), en 1987, el ministro de Salud, Dr. Edgar Mohs Villalta, incentivó la aplicación de medidas de control y vigilancia más contundentes en torno al VIH/sida. Dichas medidas fueron dirigidas, sobre todo, a los homosexuales, pero también afectaron a otros grupos poblacionales que, desde su perspectiva, implicaban un «riesgo» epidemiológico para el país. Precisamente, en la primera semana de enero, se anunció en La Nación una iniciativa para ampliar los exámenes ELISA a otros sujetos –ya no sólo a los «grupos de riesgo»–, con el fin de controlar posibles «contagios del SIDA» (en este momento se desarrolló toda una obsesión médica por las pruebas, opuesta al poco interés que se tenía en «curar» o, incluso «aliviar»). La idea era, según se explica en la noticia «Pretenden ampliar exámenes de SIDA», investigar a «estudiantes que ingresen en las universidades del país, personas que aspiren a puestos en la administración pública o privada o a parejas que vayan a contraer matrimonio» (La Nación, 5/1/1987: párr. 1). Fue en el seno de la «Comisión Nacional del SIDA» que se planteó esta medida, la cual, claramente, buscaba detener los proyectos vitales de las personas, en caso de que fueran seropositivas; es decir, buscaba discriminar, excluyendo a las personas enfermas y seleccionando a las sanas. Esta medida, hasta donde entendemos, no se llevó a cabo, pero sólo el hecho de que se pensara desató una polémica nacional que tuvo distintas consecuencias.
- 2 Para nuestro proyecto de investigación, consideramos un grupo de noticias, reportajes, editorial (...)
2En primer lugar, activó la discusión sobre el VIH/sida de una forma no vista en los anteriores años ni en los venideros2. 1987 es el año en el que más se publicó sobre la «enfermedad»: encontramos un total de 182 noticias, de las cuales, más de un 50% era sobre cuestiones nacionales; contrario a lo sucedido en los otros años (tanto en los pasados como en los futuros), cuando las noticias internacionales superaron a las nacionales –excepto en 1988, ya que éste presenta porcentajes similares a los de 1987–. Incluso hay un récord de publicaciones de artículos de opinión (16 en total), lo que demuestra la relevancia que tuvo el «tema» a lo largo de este año, al cual, entonces, podemos definir como un «año cumbre» en relación con el desarrollo discursivo en torno al VIH/sida en Costa Rica. En segundo lugar, la medida activó una contrarrespuesta que clamó por el respeto de los derechos humanos de aquellos que estaban siendo más atacados por la biopolítica nacional (los homosexuales, principalmente); es decir, por las políticas que buscaron controlar la vida. La biopolítica, como explica Foucault es «un ejercicio del poder sobre el hombre en cuanto ser viviente, una especie de estatización de lo biológico o, al menos, cierta tendencia conducente a lo que podría denominarse la estatización de lo biológico» (2003: 205-206).
3Los homosexuales realmente fueron el centro de la narrativa conservadora desprendida de los discursos periodísticos y médicos de la época. El 25 de enero de 1987, La Nación publicó la noticia «Crece número de personas con anticuerpos de SIDA». En ella se expone el aumento de los «casos de homosexuales» con «anticuerpos del virus HIV»: «Según ese documento [una investigación realizada por el INISA], un 10 por ciento de la población homosexual activa de Costa Rica podría tener anticuerpos del microorganismo, a pesar de que es imposible cuantificarlos» (La Nación, 25/1/1987: párr. 3). Nos dicen que es imposible cuantificarlos, pero se presentan múltiples datos sobre ellos, y los números «hablan», revelan el «flagelo» que implica la «enfermedad» relacionada con estos sujetos… A lo largo de siete párrafos (de un total de ocho), sólo se dan argumentos estadísticos para apoyar lo que se explicita en el último párrafo, donde se encuentra el meollo de la dinámica discursiva expuesta : «Para los funcionarios de la OMS, el SIDA es el peor flagelo del presente siglo, y por eso han sugerido a las naciones crear medidas preventivas y de apoyo para el tratamiento de los enfermos y de personas infectadas» (La Nación, 25/1/1987 : párr. 8). Con lo anterior, las preguntas que surgen son: ¿qué hacer con los homosexuales? ¿Cómo afrontarlos en relación con la problemática social que activó el VIH/sida? La Nación respondió, en ese mismo día, con un reportaje titulado «Iglesia encara homosexualismo». Por supuesto, el desarrollo de este tema no puede ser una coincidencia.
- 3 Por supuesto, conservar la salud de la población y prevenir el VIH/sida no son medidas ilegítima (...)
4El reportaje, firmado por William Mora M., se organiza en una introducción y las siguientes secciones: «Fuente de pecado», «Presión a la Iglesia», «Compromiso», «Opinan otras iglesias» y «Vistazo al problema». Este texto es importante, ya que insiste, con otro tipo de autoridad –la religiosa–, en que la homosexualidad es un «elemento problemático» para el país (y para el mundo). Una idea que también se movilizó en el discurso médico. Estos aportes ratificaron la racionalidad que, desde el campo periodístico, les dieron sentido a las medidas discriminatorias, supuestamente promovidas para conservar la salud de la población y prevenir el VIH/sida3. En la introducción del reportaje se señala que la homosexualidad «constituye un vendaval en el océano de las relaciones humanas» (La Nación, 25/1/1987: párr. 1). La metáfora no puede ser más clara: la homosexualidad es una especie de «tormenta», un fenómeno que pone en crisis a toda la humanidad. Sólo esta definición de la homosexualidad como una «turbación» revela la postura ideológica del reportaje. Si la homosexualidad es un problema «grave» y «difundido» –como la caracterizó el entonces cardenal Joseph Ratzinger, a quien se cita en el texto–, por lo tanto, se debe trabajar para neutralizarlo. ¿Qué dice al respecto la Iglesia? Esta pregunta planteada desde el ámbito periodístico es, en sí misma, una muestra del discurso de poder, de la autoridad que concentra dicha institución –sobre todo en el contexto de la Costa Rica de la década de los años ochenta–, la cual tiene el permiso (porque ella misma se lo ha dado) de hablar sobre estos sujetos. En la primera sección, el discurso religioso reproduce la «simbólica del mal» (Ricœur, 2004) con la que se han cargado los cuerpos y las vidas de los homosexuales, al definirlos como «fuentes de pecado», una metáfora que demuestra la supuesta amplitud de la «problemática». Se cita, por ello, la «Declaración sobre algunas cuestiones de ética sexual», promulgada en 1975 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la que se estableció una diferencia entre las «tendencias homosexuales» y los «actos homosexuales». La «tendencia homosexual» no se concebía como pecado en sí misma (aunque sí se pensó como una «conducta desordenada»), pero los «actos homosexuales» no tenían –asegura el periodista– ninguna aprobación.
5El pecado, como explica Ricœur (2004: 183), es análogo a la desviación e implica la ruptura de la relación con Dios. Así, el problema está, según la postura de la Iglesia, en «eso» que se hace con el cuerpo y que contradice la ley divina:
Este punto es analizado por el Arzobispo de San José, Mons. Román Arrieta, de la siguiente forma: «De la misma manera que la inclinación heterosexual (disposición natural a la asociación entre individuos de distinto sexo) no es pecado si no se consuma fuera del ordenamiento sacramental del matrimonio, la inclinación homosexual tampoco lo es, si no se lleva a la práctica». (La Nación, 25/1/1987: «Fuente de pecado», párr. 5)
- 4 Los parámetros «naturales» están establecidos por la misma institución del matrimonio. Estamos a (...)
- 5 Otros trabajos que se refieren a lo sucedido en el campo periodístico en relación con el VIH/sid (...)
6¿Cuál es el mensaje que se quiere dar? La respuesta es evidente: no cometer pecado; es decir, no tener relaciones sexuales fuera de los parámetros «naturales»4. Cancelar los «actos», aunque la «tendencia» no desaparezca; lo que, para los homosexuales, significa descartar parte de su existencia, descartar –como explica Eribon (2001: 77)– sus experiencias individuales, sus sueños y hasta su propia «identidad». El acto homosexual parece que es lo que pone en peligro a la «sociedad sana», no así la «persona homosexual», a la que se admite de manera condicionada. Se admite siempre y cuando no exponga su «pecado» y no viva su sexualidad «enfermiza» y «problemática», se admite como una especie de espectro. Como vemos, el discurso religioso también funcionó como biopoder, al plantear demandas sobre la vida de las personas: «¿Qué debe hacer entonces una persona homosexual que busca seguir a Dios? La pregunta se la formula el documento, y da la siguiente respuesta: estas personas están llamadas a vivir la castidad, penitencia que en el marco de la fe les acercaría a Dios» (La Nación, 25/1/1987: «Presión a la Iglesia», párr. 5). Esta postura es, por lo anterior, totalmente adecuada en relación con las políticas públicas desarrolladas o pensadas para controlar a la población homosexual y prevenir el desarrollo del VIH/sida en Costa Rica, de ahí la importancia que el periodismo nacional5 le dio en este momento de la discusión.
7En el reportaje, se asegura que «un grupo cada vez más grande de personas» promovió la aceptación de los homosexuales por parte de la Iglesia, la cual, sin embargo, no dio su brazo a torcer, ya que, para ella, aceptarlos implicaba «equiparar la actividad homosexual a la expresión sexual del amor conyugal», lo que –desde su perspectiva– pondría en peligro la «naturaleza y los derechos de la familia» (La Nación, 25/1/1987 : «Presión a la Iglesia», párr. 4). De lo dicho se deduce que los derechos de los homosexuales están en segundo plano en relación con los derechos de los sujetos que están de acuerdo con el «orden dado por Dios». Es más, los derechos de los homosexuales no son, en realidad, derechos humanos, según la reflexión que Monseñor Román Arrieta ofrece en el texto; no lo son porque el pecador, en este caso, no es totalmente humano. Parece más una figura demoníaca que debe ser conjurada. Se afirma en el reportaje: «[Monseñor Arrieta] desautoriza aquellas intenciones que persiguen defender la homosexualidad como el resultado de la práctica de un derecho humano» (La Nación, 25/1/1987: «Compromiso», párr. 2). Las imaginaciones nefastas sobre la homosexualidad se amplían en la siguiente sección, en la que aparecen comentarios de figuras costarricenses de la Iglesia Bautista y de la Iglesia Evangélica de Alemania (ambas presentes en el país). La primera sigue la postura de la Iglesia Católica, mientras que la segunda parece tener una postura más abierta, a pesar de que no deja de considerar –según se explica en el reportaje– como norma a la heterosexualidad.
8Llegamos al último apartado, en el que ya se relaciona de forma directa el discurso religioso con el médico. Por el titular, nunca nos hubiéramos imaginado que se haría referencia a los argumentos del Dr. Leonardo Mata, uno de los científicos costarricenses que más investigó sobre el VIH/sida. Él aparece acá como un «experto» sobre la homosexualidad, contrario a los propios homosexuales, los cuales son, más bien, un grupo de «enfermos» sobre los que el médico puede hablar, ya que su «autoridad» se lo permite. La homosexualidad es definida por Mata como un «fenómeno» con raíces muy lejanas en la historia, aunque muy expandido en la actualidad. Para este médico, la homosexualidad tiene las siguientes características : 1- se da más en naciones desarrolladas, 2- es más común en las áreas urbanas, 3- es mayor en sociedades con rasgos neuróticos, 4- se relaciona con grupos humanos en los que faltan mensajes que establezcan la diferenciación sexual, así como en hogares en los que el papel del hombre es borroso, 5- se desarrolla, en general, en lugares con una marcada desintegración familiar, con problemas de drogas y exacerbadas cargas negativas provenientes de la liberación femenina (La Nación, 25/1/1987 : «Vistazo al problema», párr. 2). Plantea todo lo anterior, pero al mismo tiempo asegura que aún no están claras las verdaderas causas de la «conducta homosexual». Menciona, entonces, teorías que la vinculan con influencias ambientales y con posibles deficiencias endocrinológicas. Por supuesto, no nos vamos a poner a reflexionar sobre semejantes afirmaciones, todas refutables y, sobre todo, antojadizas. Lo relevante es entender cómo trabajó la mirada médica –en conjunto con otras miradas– sobre la figura del homosexual, el cual no dejó de ser sacrificado por el discurso biopolítico nacional. La «comprensión» de Mata sobre el homosexual (una clara reformulación de prejuicios, ahora investidos por el pensamiento intelectual) fue una forma de opresión, ya que ofreció una idea inferior de estos sujetos –concebidos como un problema social– que estaban siendo «intervenidos» para mantener la seguridad de «nosotros», de los «sanos».
- 6 El 18 de febrero de 1987, se publicó un artículo de opinión, firmado por Mauro Murillo (un aboga (...)
9La racionalidad desarrollada en torno a los homosexuales y a su supuesto papel en el avance de la «enfermedad» queda, así, bien arraigada. El discurso médico (con sus insistentes estadísticas), religioso y, sobre todo, el periodístico (en tanto funcionó como una plataforma para los otros agentes sociales) ayudaron en el proceso que trató de justificar el accionar del gobierno, sobre todo sus medidas higienistas. Incluso parecen justificables hasta las medidas más «invasivas»6. Para la opinión pública, las medidas autoritarias se harán realidad el 16 de marzo de 1987. En esta fecha, apareció en La Nación una pequeña noticia titulada «Seguridad apresa a 435 individuos». En el texto, se expusieron varios aspectos en torno a una redada masiva en San José, en la que se apresó a 435 personas. Se explica que la Guardia Civil había arrestado el sábado 14 de marzo, en diversos puntos de San José, a sujetos que poseían drogas y participaban de «escenas que reñían contra la moral». Del total de individuos detenidos, se asegura que 253 eran homosexuales. De acuerdo con Schifter (1989), la represión que se dio en Costa Rica durante la aparición del virus –pero, más aún, durante la administración Arias Sánchez–, se fundamenta en la idea generalizada de que la homosexualidad era una patología propia de «criminales viciosos» (como hemos visto, esta idea fue reproducida por los medios, desde distintos puntos de vista). No sólo se habló del homosexual en esos términos, también los espacios que este sujeto frecuentaba quedaron marcados como «ámbitos de perdición», como zonas también «enfermas» del «cuerpo de la ciudad», zonas que, por lo anterior, podemos pensar como «heterotopías de desviación», como las llama Foucault (2010: 23) ; es decir, como espacios que están reservados para los individuos cuyo comportamiento representa una desviación en relación con la norma, en este caso sexual. La represión policíaca fue, entonces, la consecuencia «lógica» ante esa forma de entender la homosexualidad y, aunque no era exclusiva de la década de los ochenta, en este momento –con la aparición del VIH/sida– se volvió más severa.
- 7 Esta metáfora ha sido una de las más utilizadas para pensar la ciudad y el Estado. En la Repúbli (...)
- 8 Uriel Quesada, en «San José o la ciudad sexualizada» (2013b: 142), habla de una geografía citadi (...)
10El 31 de marzo del mismo año, el reconocido periodista Edgar Espinoza ratificará las aseveraciones de Mohs en torno al peligro que, según ellos, representaba la «enfermedad» y, sobre todo, los sujetos que la «trasmitían» (de ahí que debieran ser controlados, incluso si ello implicaba violentar sus derechos). En una columna titulada «San José negro», Espinoza ensalzó el trabajo que realizaban las autoridades por «limpiar» la ciudad capital. Para este periodista, el VIH/sida era positivo en tanto sacaba a la luz «la suciedad» que se encontraba en la oscuridad; es decir, en la medida en que se ponía al descubierto el «grado de promiscuidad» que existía en las «entrañas» de San José (La Nación, 31/3/1987: párr. 1). Las metáforas orgánicas son claras en este texto. Ellas constituyen toda una red de sentidos que nos llevan a pensar a la ciudad como un cuerpo7 –«enfermo», en este caso– y, también, nos llevan a un submundo, a un espacio monstruoso que ratifica la supuesta «perversidad» de esos sujetos «contaminados» y «contaminantes», los homosexuales (con ellos, San José es hipersexualizada8 y medicalizada). Espinoza organiza, realmente, una separación entre «buenos» y «malos»: «Dos fuerzas, la científica y la policial, se han unido en estos días para atacar el flagelo directamente en sus raíces y destruir, en la medida de lo posible, las fuentes de contagio» (La Nación, 31/3/1987: párr. 2). Los buenos son las fuerzas científica y policial; los malos, las «fuentes de contagio», los homosexuales metaforizados como las «raíces del flagelo»; es decir, como aquellos elementos que «diseminan» el VIH/sida con su sexualidad «exacerbada» y «peligrosa». Esta separación queda más clara cuando se habla, en el texto, de «bandas de homosexuales» que «noche a noche se concentran en bares, discotecas, centros de masaje, tabernas y prostíbulos encubiertos» (La Nación, 31/3/1987: párr. 3), espacios que se pueden definir como «bajos» (como explica Vigarello –2005: 24– en relación con el cuerpo humano, la ciudad aquí también tiene una anatomía jerarquizada y moralizada). Los homosexuales son expuestos, entonces, como «grupos criminales organizados», que se concentran como parásitos en las partes más íntimas de la ciudad, lo que –de acuerdo con la racionalidad de Espinoza– justificaría la actuación policial y médica:
11Sus relatos [los que Espinoza recoge de Álvaro Ramos, viceministro de Gobernación] sobre tales incursiones en el San José negro y borrascoso le ponen a cualquiera la piel de gallina. Él mismo se quedó perplejo al descubrir que en una zona muy reducida funcionaban a todo vapor seis discotecas de homosexuales, en las que sorprendió a decenas de parejas de hombres bailando apretada y entusiastamente la música más exótica del momento.
En otros lugares el cuadro fue igualmente deprimente: menores de edad, travestidos a reventar, negocios sin patentes, drogas, gente conocida, reductos de delincuentes, lesbianas, orgías, escenas inenarrables y toda la podredumbre imaginable. (La Nación, 31/3/1987: párrs. 4-5)
- 9 Desde el siglo XIX, San José se constituyó como un espacio que debía ser higienizado. Explica, a (...)
- 10 Con el desarrollo de las estructuras urbanas, explica Foucault, se desarrolló también una actitu (...)
12De la cita se desprende la idea de que la ciudad es un espacio que necesita ser intervenido –con el fin de sanar esas zonas «putrefactas» en las que habitan los «infames»–, primero por la policía y, luego, por los médicos (La Nación, 31/3/1987: párr. 6), quienes deben hacerles los «exámenes del SIDA» a los homosexuales y a todas aquellas personas que se desenvuelvan en ese «ambiente» descrito como monstruoso. De acuerdo con el imaginario nacional heredado del período liberal, la capital debía ser un espacio limpio, puro, racional, como sus habitantes. El espacio urbano se comprende, entonces, como un «organismo vivo», casi como una persona, que, en este caso, está siendo atacada por «agentes nocivos» (los homosexuales) que atentan contra su integridad. Por eso, tanto los elementos «peligrosos» que dañan el cuerpo, como las «zonas» que han sido afectadas deben ser intervenidas, de manera que se proteja la salud general (física y moral) del «organismo» que es San José9. El carácter autoritario que hemos señalado, también se revela acá, al pensar el cuerpo urbano como un espacio que debía ser regido –como explica Foucault– por un poder «único» y «bien reglamentado». La ciudad, entonces, debe ser purificada del «mal» (modelo religioso), y ello se logra con su vigilancia y control (modelo médico-militar) constantes, dos estrategias que, en este caso, se entienden como necesarias y, también, urgentes10. Esta relación entre la policía y la medicina expone el paradigma que, en este momento, las autoridades sanitarias del país estaban siguiendo: el de la medicina urbana. La ciudad, como asegura Foucault, es medicalizada para poder controlar las condiciones de vida de los ciudadanos, de todos los ciudadanos (aunque más las de unos que las de otros). La ciudad es, finalmente, un dispositivo de control. No extraña que el periodista concluya con la siguiente afirmación:
[Ambos sectores –el de la policía y el de la medicina–] saben que la promiscuidad no se circunscribe únicamente a esos antros nocturnos sino que se prolonga tentacularmente a ciertas instituciones públicas, turismo, centros de enseñanza y otros grupos sociales debidamente identificados, hacia los que es apremiante extender la tarea de detección y prevención del SIDA.
Su esperanza es que a la par de esta lucha científica y represiva por combatir la diabólica enfermedad, la conducta sexual de la sociedad cambie radicalmente al extremo de que desde ya, la monogamia y la fidelidad marital sean los estandartes de salvación (La Nación, 31/3/1987: párrs. 7-8)
- 11 Espinoza publicará otra columna el 4 de abril de 1987, con el título «En el ojo de la tormenta». (...)
13La monstruosidad en relación con los sujetos que se reprimen está, como vemos, en su «promiscuidad»; es, por tanto, una monstruosidad determinada por la sexualidad11. Podemos afirmar con Ricœur que el acto sexual le ofrece una base física al símbolo del contacto impuro, más aún si es un acto que se sale, según se expone en la cita, de los límites de una sexualidad «sana» (centrada en la monogamia y en la fidelidad marital). La «sexualidad monstruosa» es, por lo anterior, una sexualidad pecaminosa o, en otros términos, indisciplinada e irregular. Ella es la que provoca, como vimos antes y como podemos deducir de la columna de Espinoza, el desarrollo de «males» tanto en el cuerpo individual como en el colectivo (en la población general), porque –como asegura Foucault, 2003: 216– al sujeto sexualmente disoluto siempre se le atribuye una herencia, una descendencia que también va a estar perturbada. Ante esta amenaza, la biopolítica nacional actuó en términos persecutorios y disciplinarios.
14El 5 de abril de 1987, apareció en La Nación una carta abierta dirigida a los ministros de Salud, Seguridad y Gobernación –Edgar Mohs, Hernán Garro y Rolando Ramírez, respectivamente–. Este documento fue de vital importancia dentro de la polémica desatada por las medidas autoritarias del Gobierno, ya que con él se señaló a los funcionarios mencionados y se definió a las redadas y a los exámenes obligatorios por decreto como discriminatorios. Por su relevancia, citamos los dos últimos párrafos de la carta:
Las redadas nocturnas, indiscriminadas, vejatorias e infamantes, no constituyen ninguna medida preventiva del SIDA y sí lesionan garantías constitucionales básicas de los costarricenses. Tampoco los exámenes obligatorios por decreto son medidas preventivas adoptadas en ningún país y también son discriminativas. Apoyamos fervorosamente las medidas educativas y de prevención que persiguen alertar a la población general sobre los riesgos que todos corremos con el SIDA. Estas medidas educativas, llevadas a cabo en todos los niveles del sistema de educación formal y en todos los grupos organizados, son las únicas que han dado resultados positivos en otros países.
Las otras medidas, las que discriminan, reprimen policialmente y lesionan gravemente la dignidad de las personas, deben ser eliminadas de inmediato. […] Empezar a distinguir a los costarricenses con etiquetas infamantes, atenta contra todas nuestras tradiciones de civismo y democracia y es una peligrosa puerta abierta a la arbitrariedad y al terrorismo de Estado. (La Nación, 5/4/1987: párrs. 7-8)
- 12 Uriel Quesada publicó, en 2013, un artículo titulado «La emergencia del sujeto homosexual en Cos (...)
15Esta carta fue firmada por más de 150 ciudadanos de renombre. Según Schifter, la carta fue todo un hito para la comunidad gay costarricense12 y cumplió su cometido, ya que se detuvieron las redadas y se cancelaron los análisis de sangre obligatorios. Afirma Schifter:
La carta del 5 de abril tuvo que haber contribuido a terminar de socavar los planes del Ministerio de Salud y sus seguidores de la Comisión Nacional del Sida. A un gobierno que pretendía ofrecer la imagen de democrático y pacífico, los signatarios le advertían que de continuar con la represión gay habría escándalo para rato. Y otra amenaza provenía de donde menos se esperaba: el periódico La Nación. Este matutino que constituye un poder incuestionable en la vida política del país, en su editorial del 7 de abril, se pronunció ante la carta del 5 de abril. (Schifter, 1989: 276)
16En efecto, en un editorial titulado «El desafío del SIDA», el periódico, por un lado, alabó las acciones del gobierno en torno al «saneamiento moral y físico» de San José; pero, por otro, lo «atacó» por las redadas «indiscriminadas» que estaba realizando. De acuerdo con Schifter, el editorial expresaba una gran preocupación ante la posible violación de los derechos o garantías básicas de las personas. De entrada, el título nos mantiene en el ámbito de las imágenes militares: el sida es un reto para la humanidad, la cual, entonces, debe irse al combate. Como toda incursión militar, esta conllevará cambios en el orden social. En el párrafo introductorio, se asegura que el sida puede analizarse de tres formas; primero, como una enfermedad que amenaza con causar graves estragos en la población; segundo, como un motor de cambio en los valores predominantes en la sociedad; y tercero, como una preocupación que lleva al diseño de distintas respuestas sociales e institucionales (La Nación, 7/4/1987: párr. 1). Así, de cualquier forma que se viera, el VIH/sida, de acuerdo con la postura de La Nación, implicaba una alteración de las dinámicas sociopolíticas establecidas hasta el momento. Con lo anterior, el editorial celebra la «presteza y responsabilidad» con la que el Ministerio de Salud organizó una «campaña ilustrativa», a fin de concientizar sobre la magnitud del problema y sobre la necesidad de adoptar medidas preventivas básicas para reducir «la diseminación de la enfermedad» (La Nación, 7/4/1987: párr. 4).
- 13 Ante estas críticas, explica Schifter que el Departamento de Relaciones Públicas del Ministerio (...)
17Hasta este punto, no vemos novedad alguna, pero, en el siguiente párrafo, La Nación se separa un poco del gobierno al señalar que las redadas no parecen ser un medio adecuado para atender el «problema del sida»13. Las redadas «efectuadas indiscriminadamente» y «sin directrices claras», podían afectar, según el medio, derechos y garantías básicas de las personas (La Nación, 7/4/1987: párr. 5). Decimos que La Nación se separa «un poco», ya que, a continuación, defienden –como afirma Schifter– la labor de «adecentamiento y saneamiento, moral y físico, de las ciudades», especialmente de San José (La Nación, 7/4/1987: párr. 6). Para este periódico seguía siendo fundamental que se diera un «control persistente de la higiene» de la ciudad (la ciudad es una sinécdoque de la sociedad). Así, lo que se da, desde nuestra perspectiva, es una atenuación de las acciones del Gobierno, pero realmente el medio no estaba en contra de ellas, al menos no en relación con ciertos sujetos y ciertos lugares, aquellos definidos como los «más peligrosos» para la salud nacional. El planteamiento del editorial es similar al que encontramos en la columna de Espinoza estudiada antes; este es un texto que argumenta con elementos moralizantes, aunque lo niegue –se asegura que si se traen a colación los derechos de los usuarios y de los propietarios de los centros nocturnos, también se deben defender «los derechos de los jóvenes y de los niños de Costa Rica a vivir en una sociedad decente» (La Nación, 7/4/1987 : párr. 7)–, pero, sobre todo, es un texto que apela a la «identidad» de los costarricenses, a sus «valores fundamentales», como factores que deben prevalecer sobre cualquier otro a la hora de definir las acciones contra la «enfermedad» :
No se trata de gazmoñería ni de un puritanismo impuesto por el Estado, sino de un nivel elemental de respecto a ciertos valores fundamentales de los costarricenses, cuya declinación puede causar efectos deletéreos, a semejanza del SIDA, que, en el fondo, no es sino la ruptura de un cierto orden establecido. (La Nación, 7/4/1987: párr. 7)
18No entendemos cómo se ha dejado de lado este aspecto que nos parece central en el planteamiento del diario. Apelar a los valores que conforman la «identidad» del costarricense –y, por ende, la «comunidad imaginada» (el concepto es de Benedict Anderson, 1993), arraigada en la ciudad capital, el eje de la conformación política, cultural y simbólica de la nación– nos lleva a otro nivel en el discurso periodístico sobre el VIH/sida. Por supuesto, para explicar la postura de La Nación, necesitaríamos conocer cuáles eran esos «valores fundamentales de los costarricenses» que había que mantener frente a la ruptura del «orden establecido» que, para ellos, implicaba la «enfermedad». En ningún punto del texto se expresan de manera directa, pero nos hablan –como hemos visto– de una sociedad «decente», «sana» (moral y físicamente), «higiénica», «protectora» de sus niños y jóvenes, «respetuosa» de los derechos individuales, aunque, sobre todo, del bienestar de la comunidad. ¿No es esta, acaso, la descripción de una subjetividad ideal, con un cuerpo también ideal (un cuerpo utópico, un cuerpo inmune), según los parámetros sociopolíticos costarricenses? Desde nuestra perspectiva, debemos acudir, en este punto, a los estudios que sobre la «identidad nacional» se han realizado en el país; en específico, nos interesa el trabajo de Alexander Jiménez Matarrita, El imposible país de los filósofos: el discurso filosófico y la invención de Costa Rica (2002) y su reflexión sobre la idea de la «blancura» de los costarricenses. En este ensayo se estudian las metáforas que, desde la década de 1950 y hasta la década de 1970, fueron promovidas por filósofos, intelectuales y políticos costarricenses entre la población, con el fin de «explicar» el «carácter excepcional» de la historia nacional –ligado con las tradiciones nacionalistas iniciadas casi un siglo antes– (Jiménez, 2002: 169).
- 14 La metáfora de la blancura es, claramente, una metáfora racista. Esta, sin embargo, no se limita (...)
- 15 Nótese cómo en la carta publicada por Schifter se argumenta desde esta postura –la del reconocim (...)
19De acuerdo con Jiménez, el proceso de invención de la diferencia costarricense responde al proyecto para difundir una específica comprensión de la comunidad política nacional. Este proceso fue defendido, en el siglo XX, por los –así llamados por él– «nacionalistas metafísicos», los cuales se caracterizaron por su discurso naturalizador de una supuesta continuidad étnica y social del ser nacional. Para el autor, las metáforas planteadas por estos sujetos –sobre todo la de la «blancura»14– implicaron exclusiones, ya que su idea de la forma de organización de la vida política no estaba centrada en el reconocimiento de los derechos humanos, ni en el respeto de los procesos democráticos15, sino, más bien, en una presunta homogeneidad étnica y cultural que debía defenderse (Jiménez, 2002: 173). La idea misma de ciudadanía, de acuerdo con dicha línea de pensamiento, queda delimitada por las comprensiones separadoras que están en el fondo de los recursos de significación a los que se refiere el estudioso. Explica Jiménez sobre las metáforas utilizadas para defender la «identidad nacional»:
Hay un serio problema en articular las políticas de defensa de la identidad en torno a metáforas vegetales de arraigo, en metáforas cromáticas, y en metáforas sanitarias de pestes, plagas, contaminaciones, remedios y cordones de salubridad. En el fondo, constituyen una forma de convertir en extraños y enemigos naturales a quienes sólo son nuestros extraños culturales. Así son preparadas las cuartadas para violentarlos y excluirlos. (2002: 174)
- 16 Explica Jiménez que los intelectuales liberales y los nacionalistas metafísicos sostenían sus re (...)
20En el editorial de La Nación podemos leer la afirmación de que las redadas «efectuadas indiscriminadamente» eran una medida poco efectiva. Esta afirmación podría parecer inofensiva; sin embargo, creemos que en ella está el meollo del asunto: de acuerdo con la lógica nacionalista, lo importante es «saber discriminar» entre aquellos que son (porque así se ha establecido culturalmente) los «enemigos biológicos y morales» y nosotros, los «ciudadanos sanos y decentes», los que no merecemos una intervención policíaca –según la retórica expuesta en el texto–. La discriminación se da a partir de una o de varias oposiciones, que funcionan como límites analíticos. Entre estos límites se mueven las realidades humanas que la sociedad acepta o rechaza en distintos grados. Así, es claro que el texto periodístico reproduce una retórica que rechaza aquello y a aquellos que implican una afrenta a la homogeneidad explicada por Jiménez. Esta idea, desde mediados del siglo XIX, vinculaba la supuesta blancura general de la población con el sistema político, el cual la entendía como una garantía laboral, moral y racional (Jiménez, 2002: 178). Entonces, el llamado de La Nación para que se respeten los «valores fundamentales de los costarricenses» –y, así, no terminar sufriendo efectos mortíferos en la comunidad nacional (como los que, según el editorial, estaba provocando el VIH/sida)– es en realidad un llamado para reforzar las creencias sociales promovidas por el discurso liberal (pero también por el «nacionalismo étnico metafísico» de mediados del siglo XX)16, que relacionaba la blancura de la población con unas presuntas «virtudes españolas» : el individualismo, la democracia, la sencillez y la laboriosidad (Jiménez, 2002 : 181). La blancura pasó, entonces, a designar algo distinto del color; era, ya, una virtud, una fuerza moral, como asegura el investigador. ¿No es esta la fuerza moral que pide el editorial para proteger a la comunidad nacional de la amenaza que representa el VIH/sida? ¿No es la defensa de los «valores fundamentales» de los costarricenses una defensa de la «pureza nacional», del «orden establecido», frente a la «contaminación» que implicaba la «enfermedad»?
21Aunado a lo anterior, es necesario señalar que este texto periodístico activa el lenguaje ligado con el símbolo de la mancilla, pero ya no en términos religiosos, sino, más bien, biopolíticos. Como explica Foucault (2003: 214), la biopolítica se concentra, principalmente, en el cuerpo político, en la población, a la que se regula para que se autorregule. Las formas de regulación son variadas, pero todas se caracterizan por tratar de mantener el «orden establecido». Por ello, aquellos sujetos o fenómenos que amenacen dicho «orden» deben ser coartados. Precisamente es esto lo que se plantea en el editorial de La Nación, en relación con el VIH/sida y con los sujetos que se entienden como sus «diseminadores». Ellos son los que deben «dejarse morir», lo cual se logra (se logró), al omitirlos como sujetos de políticas públicas protectoras. Por lo anterior, los discursos que encontramos en relación con los homosexuales (sobre todo «los de la calle») y con el VIH/sida reproducen la idea de que ellos representan una amenaza biológica, pero también política y cultural. Roberto Esposito (2005) entiende la biopolítica como una racionalidad (con su tecnología y sus dispositivos) que promueve la idea de que la comunidad es un espacio que debe protegerse –debe inmunizarse– de distintos «virus» (él se refiere, principalmente a «virus» raciales y culturales). Este autor, como vemos, plantea una analogía entre la política de la vida y el sistema inmune del cuerpo humano. Esta analogía nos parece muy útil para pensar la dinámica discursiva desarrollada a partir del supuesto daño que el VIH/sida produce en la comunidad (y en la identidad) costarricense, según lo que hemos explicado con Alexander Jiménez. Dicha discursividad –promovida por el editorial de La Nación– está centrada en la idea de que el biopoder es necesario, ya que él opera como un «sistema inmune», un sistema que defiende al «cuerpo», a la población general, a través de medidas que se deben entender como «naturales».
22 La inmunización, como sabemos, necesita de una pequeña cantidad de virus que permita la creación de anticuerpos que, finalmente, logren expulsar el agente que activa la reacción física. Por supuesto, con el VIH no se da así, pero la analogía de Esposito tiene como fin que entendamos no el procedimiento biológico, sino el procedimiento político y cultural que funciona en casos como el estudiado. Es claro, finalmente, que la presencia del virus en el «cuerpo» social activó el desarrollo de políticas, de medidas sanitarias, higiénicas, que, al mismo tiempo, ratificaron la importancia de proteger a la comunidad. La inmunidad, entonces, no acaba con el «mal», pero promueve una narrativa altamente productiva –para el Estado y los grupos de poder político-económico– de lucha constante contra él. Esta lucha permitió la creación de categorías (legales, médicas, culturales) contra el «virus» y sus «representantes» y a favor de la «salud» de la comunidad nacional. Por supuesto, el discurso de unidad nacional funcionó –según lo hemos visto– de formal instrumental. La unidad, sin embargo, no sólo está en las similitudes imaginadas, sino, sobre todo, en las obligaciones que, como comunidad, se asumen ante la nación para protegerla.